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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (54 page)

BOOK: La yegua blanca
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Pero él aún sabía exactamente cómo tocarla y las lánguidas caricias en sus piernas se fundieron de algún modo con el
saor,
sumergiéndola en lo más profundo del aturdimiento que la había engullido durante todos aquellos años. De repente comprendió que la mano de Drust se movía despacio bajo su vestido y abría un camino abrasador sobre la piel desnuda.

Abrió los ojos con la respiración contenida.

—Calma —murmuró él—. Mi hermosa Rhiann. Preciosa mía.

Las palabras fluyeron en el corazón ávido de Rhiann mientras él le levantaba el vestido, dejando al descubierto su vientre y la curva inferior de sus senos. Vergonzosa, hundió la cabeza junto al cuello de Drust. En ese instante se alegró de haber engordado, de ofrecer ahora cierta redondez en sus curvas.

La respiración del hombre se aceleró y Rhiann pudo sentir los latidos de su corazón sobre su piel.

—Mi más hermoso diseño…

Drust colocó su brazo bajo ella y de repente sus labios rastrearon el fuego sobre el vientre de Rhiann, siguiendo los tatuajes azules que hizo con su propia mano. Movió la boca más y más arriba, sobre las costillas, dejando trémulos besos a su paso, hasta que alcanzó los pechos.

La respiración de Rhiann se hizo más entrecortada y veloz.

En su mente surgió la imagen de la mano de un hombre de negros cabellos sobre la blancura de su pecho…

Apartó la imagen y se concentró en Drust… En su boca, en sus manos finas y lisas. ¡Drust! La boca de éste envolvió la de Rhiann, que hundió los dedos en aquellos cabellos de miel y lo atrajo más cerca. ¡Iría bien!

Ascendió besando el cuerpo de la joven hasta alcanzar su cuello y se puso sobre ella.

—Rhiann —gimió.

El peso de un hombre que la aplastaba; la fría punta del cuchillo en su cuello…

Se desbloqueó por pura fuerza de voluntad, se obligó a tranquilizarse. Él no se dio cuenta, ya que, sin cesar de murmurar, lanzó otro aluvión de besos sobre los pechos y el vientre.

Ella se mordió el labio,
¡Es Drust!

Rhiann notó cómo se desabrochaba con torpeza los pantalones y se encaramaba sobre su cuerpo, sintió lo que era suave y duro al mismo tiempo presionando contra su muslo, la espada que se envainaría en su cuerpo.

El peso de un hombre que la aplastaba…

—¡Rhiann! —gimió él de nuevo—. ¡Te necesito!

La fría punta del cuchillo en su cuello…

—¡No! —El grito, que sorprendió a ambos, procedía de ella, que lo apartaba poniendo las manos contra el pecho de Drust—. No puedo…

Él la miró parpadeando como si se acabara de despertar.

¿Qué?

Ella empujó con más fuerza.

—No puedo hacer esto… Lo siento.

Él se alejó girando sobre sí mismo mientras respiraba pesadamente.

—¿Qué quieres decir con que no puedes?

—¡No me preguntes! —Se bajó el vestido, roja de vergüenza.

—Mi señora. —Se inclinó hacia delante para besarla—. No te hagas la tímida conmigo. Creí que ya habías crecido del todo.

Ella se zafó de sus labios.

—¡Quiero decir que no!

Se quedó helado y se echó hacia atrás. En esta ocasión al caledonio le ardían los ojos de ira.

—Por todos los… ¡Lo prometiste!

—¡No prometí nada!

Se subió los pantalones mientras se acuclillaba. Las espigas de cebada le arañaban los hombros.

Rhiann se sentó erguida y se envolvió con su capa.

—Lo siento, Drust. —Le tocó el brazo—. Es demasiado… rápido… para mí. Ha pasado mucho tiempo. —Sus dedos notaron tensos los músculos del hombre.

—Eres una mujer hermosa. No puedes jugar con mis sentimientos.

—No pretendía hacerlo.

Suspiró con un estremecimiento y mantuvo el rostro apartado.

—No sé si podré controlarme, así que no me tientes más de lo que lo has hecho. Vete.

Con el rostro rojo como la grana, Rhiann le dejó.

Entre los juncos soplaba una brisa cálida que la despeinaba. Los dulces gemidos de hombres y mujeres a su alrededor se burlaban de ella. Agachó la cabeza y se dirigió hacia las sombras de la orilla del río, donde podría recuperarse en paz de su vergüenza.

Capítulo 50

La frustración de Eremon sobre las deliberaciones de los caledonios se le hizo insoportable al día siguiente. Y para empeorar las cosas, Rhiann había desaparecido durante el baile del festejo y llegó tarde a la cama, oliendo a cenizas, a tierra y a lodo de río.

¡Dioses!

Lo único que podía hacer era salir a cazar una vez más; condujo a sus hombres más lejos y con más energía, hasta que acabaron todos empapados en sudor y exhaustos. Un impacto limpio en el ojo de un ciervo no suavizó su humor, ni tampoco que Conaire abriera un jarro de cerveza de los epídeos para brindar por la pieza cobrada. Al caer la tarde, el humor de Eremon fue haciéndose cada vez más sombrío conforme oscurecía el cielo.

Cuando regresaron al castro, Eremon se las arregló para conseguir una breve audiencia con el rey en su salón una vez que sus nobles se hubieron ido.

—No se ha decidido nada —le dijo Calgaco mientras apartaba su espada ceremonial.

—Pero, señor, ¡tú eres el rey! ¡Debes ver lo mismo que yo!

Calgaco le contempló con gravedad.

—Estoy más convencido que mis hombres y menos que tú. ¡No! —Alzó la mano cuando Eremon abrió la boca—. He oído tus espléndidos argumentos, pero estamos bien defendidos y más al norte que vosotros. Nos sentimos a salvo… por el momento.

—Entonces, ¿por qué estuvisteis de acuerdo en reuniros conmigo?

—Quería ver la clase de hombre que eras. La situación puede cambiar, y si lo hace, nos habremos conocido muy bien el uno al otro. Entonces podremos movernos con rapidez.

—Me temo que no lo suficientemente rápido.

Eremon intentó contener su frustración.

—Príncipe, te dije que tuve que luchar por mi trono, pero no sólo hice frente a los rivales de mi propia tribu. Cuando murió el viejo rey, nuestros vecinos aprovecharon el momento e hicieron incursiones contra nosotros desde dos frentes. Lo di todo por restaurar el orden, conservar nuestra tierra y recuperar el ganado.

—Semejante victoria consolidaría tu posición.

—Cierto, pero ya he reinado desde hace muchos años y cuanto más fuertes somos más ávidos están nuestros vecinos de apoderarse de nuestras riquezas, tan duramente conseguidas. La envidia ronda por mis fronteras.

—¿Qué tiene todo esto que ver con los romanos?

—Mis nobles temen que una alianza diera a las otras tribus la ventaja que han estado esperando. Las alianzas requieren la confianza entre las partes, y eso significa tener que bajar nuestras defensas.

—De modo que tus hombres piensan eso… ¿Qué crees

?

Calgaco se acarició la barbilla.

—La cabeza me dice que tienen razón, pero el corazón me susurra que me gustaría creerte, príncipe de Erín, que juntos podríamos hacer algo glorioso y sólido, lo suficiente como para expulsar a los romanos de estas islas por completo. Fuera de Alba, fuera de Britania. —Sonrió con ironía—. Tal vez sólo sean las fantasías de un viejo. Tal vez me tientes con tu juventud y tu audacia.

—Puede que sea audaz, pero te aseguro que soy más racional que impetuoso. Sólo tienes que preguntarle a mi hermano.

—No obstante, es demasiado pronto para hacer lo que pides.

Eremon irguió la cabeza.

—Significa eso que en el futuro, a pesar de tus reservas, ¿bien podrías apoyarme?

—Estoy abierto a hacerlo si cambian las circunstancias.

Las palabras de Calgaco le apaciguaron por el momento, pero aquella noche notó que los nobles le evitaban en la Casa del Rey y el sombrío humor de la tarde volvió con mayor fuerza. Conforme las horas pasaron lentamente, bebió y se sentó solo y rumió el asunto, Todas aquellas ideas y luchas las hacía por ellos, por las tribus de Alba. ¿Y cómo se lo pagaban? Su esposa flirteaba con un imbécil, su druida conspiraba contra él, y esos ricos y bien alimentados guerreros se mofaban de él y despreciaban su ayuda en su cara. Debería dejar que los romanos se ocuparan de todos y encontrar en otra parte ayuda para su propia causa en Erín.

Se terminó el resto de la cerveza de un trago y se limpió la boca, luego extendió la cuerna a una criada para que se la volviera a llenar. Hubo una ráfaga de olor a miel delante de su rostro y Rhiann se dejó caer junto a él en el banco. Eremon se movió para dejarle más espacio.

—He sabido por Conaire que los nobles no están muy abiertos a tus sugerencias.

—Puedes jurarlo.

—Eremon, lo que les pedimos es inusual. Necesitan tiempo para hacerse a la idea. —Se echó hacia atrás la larga melena, que esa noche llevaba suelta, excepto las trenzas terminadas en cuentas azules que llevaba a los lados. Le daban un aspecto muy joven y vulnerable.

Bebió un gran trago de cerveza y otro más al ver que ella fruncía el ceño.

—No creo que el tiempo vaya a cambiar nada —murmuró—. Tengo un druida que me desautoriza a cada paso que doy, y una… —Se detuvo a tiempo de decir:
Y una esposa que se exhibe con otro hombre.

La mirada de Rhiann se avivó.

—¿Qué ocurre con Gelert?

—En realidad… nada. Es sólo que no hizo intento alguno de conseguir el apoyo del druida de Calgaco.

—Espero que no hubieras depositado muchas expectativas en él. Te teme, deberías saberlo.

—¿A qué teme? Él atiende su reino y yo el mío.

—No. Él desea controlar todos los reinos. Creo que esperaba controlarte a ti también, y se ha enfadado al no conseguirlo. Te estás volviendo demasiado popular.

La miró entrecerrando los ojos, ya que los contornos estaban borrosos a la luz del fuego. Allí estaba él, todo sudado y cubierto con la grasa de la carne mientras ella seguía fresca y hermosa.

—Gracias por decirme todo eso ahora. Le hubiera dejado en casa de haberlo sabido.

Ella frunció los labios.

—No creo que te hubiera obedecido y además, prefiero tenerlo aquí, a la vista, que tramando, la Diosa sabe qué, en Dunadd.

Ella tenía razón, pero eso le molestaba aún más porque las únicas conversaciones que tenían eran tan
racionales. Mira allí a Conaire y Caitlin, soltándose risitas como un par de tontos…

—¿Y dónde está el apuesto Drust? —dijo bruscamente.

Las mejillas de Rhiann se pusieron coloradas.

—Estás borracho.

—Lo intento.

—Bueno, al menos él no me grita como si yo fuera una especie de…

—¿Esposa?

Él alzó las cejas. Rhiann enrojeció aún más y sus ojos chispearon.

—¿Y eso lo dices tú? —susurró furiosa—. ¡Tus conquistas llenarían la Casa del Rey y más!

—¡No recuerdo haber hecho voto de castidad para toda mi vida!

Parecía como si él la hubiera abofeteado, que era lo que Eremon quería hacer, pero…, dioses…, él nunca le haría daño… Era demasiado tarde. Se puso en pie con lágrimas en los ojos… ¡Lágrimas!

—¡Rhiann, espera!

Pero se había ido y la gente le miraba, por lo que no podía correr tras ella.

—¡Chica!

Cuando la sirvienta se aproximó, retiró una jarra de cerveza entera y le entregó la cuerna a cambio.

En el exterior, los pasos pesados de Rhiann sonaron al compás de la letanía en su cabeza. Todos ellos eran rudos, belicosos, hipócritas… ¡Bestias!

Por supuesto, debería regresar a la Casa del Rey y usar su encanto y posición para hacer cambiar de opinión a los nobles, persuadirlos…, pero no iba a hacer nada por el príncipe de Erín después de que la hubiera mortificado.

Comprendió que los pies la habían llevado a la puerta del cobertizo en que trabajaba Drust, donde se dejaba entrever la débil luz de una lámpara tras la cortina. Se detuvo a respirar hondo. Tal vez debiera intentar suavizar las cosas con él. Quizá se limitara a sonreírle otra vez, y puede que entonces fuera fácil…

Las últimas palabras de Eremon aún resonaban en su maltrecho corazón.
No recuerdo haber hecho voto de castidad.

No, él no, era ella la dañada. Aun así, quizás lo pudieran intentar de nuevo si Drust fuera paciente. Si él la amase sólo un poco…

Apartó la cortina y se deslizó en silencio. Sobre las mesas de trabajo yacían esparcidas leznas, cinceles y tallas inconclusas y en el aire flotaba el olor a brea de las virutas de madera. Una lámpara de aceite de foca ardía en una esquina. Se acercó a la lámpara, al lecho de paja cubierto con mantas.

Aún no la habían oído.

En realidad, no suponía ninguna sorpresa.

Él gemía mientras su espalda lisa y ancha se bamboleaba adelante y atrás y la chica, con el rostro oculto, le rodeaba la cintura con sus piernas blancas.

No era una sorpresa. Ninguna.

Rhiann los miró sin comprender hasta que la histeria manó a borbotones de su interior y soltó un siseo entre dientes. Drust se sobresaltó y se giró al oírlo, los grandes ojos de la muchacha brillaron bajo él. Aturullado, no se puso de pie de un salto. No parecía apenado ni avergonzado; si hubiera algo en su rostro, sólo el más leve indicio de pesar. En sus ojos había indiferencia.

Rhiann dio media vuelta y los dejó. Se podía haber cortado la lengua de un mordisco o azotado hasta sangrar. ¡Qué estúpida podía llegar a ser cualquier mujer! ¡Y ella por encima de todas! Ella, que ofrecía su corazón más que todas las despreocupadas Aiveen y Garda juntas sólo para que un hombre irresponsable lo tirase, sólo porque una vez, hacía mucho tiempo, la hizo sentir una mujer. Ocultó el rostro entre las manos.

Esta vez, la única opción real era un lecho frío. Cuando yaciera en la casa de invitados, reviviría los recuerdos de la luz de la lumbre sobre su piel que durante tanto tiempo había guardado en el corazón. Él no le podría arrebatar eso, nadie podría. ¿Pero qué sucedía con el otro sueño, el del hombre que blandía la espada? Si sus esperanzas con Drust se habían visto truncadas, ¿significaba eso que la visión no había sido más que una fantasía desde el principio?

En algún instante de esa noche, Eremon dio buena cuenta de la segunda jarra de cerveza. Recordaba vagamente haber retado a duelo a algún joven idiota, pero todo se volvió oscuro cuando salió fuera a trompicones y le dio el aire.

Lo siguiente que supo fue que le rodearon dos brazos musculosos y fuertes.

—Le tengo —musitó la voz de Conaire desde algún lugar encima de su cabeza.

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