La voz dormida (3 page)

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Authors: Dulce Chacón

BOOK: La voz dormida
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9

No hace dos semanas que Mercedes consiguió su primer trabajo, como funcionaria de prisiones. Por ser viuda de guerra lo consiguió, y le gusta. Lleva el pelo cardado, recogido en un moño alto con forma de plátano que deja ver la cabeza de multitud de horquillas a lo largo de su recorrido, desde la nuca a la coronilla. Ella prefiere no hundirlas del todo, prefiere que se vean, y las cuenta una a una cuando se peina. Siente que le favorece ese peinado, y también le favorece el uniforme. Se ciñe el cinturón apretándolo al máximo para marcar su cintura, y siempre, al acabar de ponerse su capa azul, se da una vuelta frente al espejo.

Antes de conducir a las mujeres al taller de costura, se acerca a la cabecera de Elvira y le pregunta a Tomasa cómo sigue la niña:

—¿Cómo sigue la niña?

—¡Cómo va a seguir, mal!

Tomasa endurece la expresión de su rostro. Las arrugas se hunden como surcos en su piel color de aceituna al fruncir el ceño. Sus ojos rasgados se achinan para mirar con desprecio. Hortensia la observa. Sentada sobre su petate enrollado, cierra su cuaderno azul y le dirige una mirada de “No seas tan bruta”. Mercedes le entrega a hurtadillas unas píldoras que ha traído a escondidas, mientras toca la frente de la enferma.

—Dele una por la mañana y otra por la noche.

A Tomasa no se le ablanda el corazón, por mucho que Hortensia la mire así, por mucho que sepa que Mercedes se arriesga a ser descubierta por la chivata, que acecha sus movimientos desde el primer lugar de la fila, ávida por encontrar cualquier información que le sirva de moneda de cambio. No se ablanda, porque a ella no se la dan, nadie se la da, y la nueva sólo pretende hacerse la buena. Toma las pastillas que Mercedes le ofrece y las esconde en la mano bajo su toca de lana sin darle las gracias, en el momento en que Elvira abre los ojos, despejados y atentos por primera vez desde que comenzó su delirio.

—¿Estamos en Valencia?

—No, hijita.

—Creía que estaba en Valencia.

Mercedes se alegra al verla despertar. La arropa, y vuelve a tocarle la frente.

—Tiene menos fiebre. Pero, de todas formas, dele la medicina.

Dice, dirigiéndose a Tomasa y bajando la voz, porque se ha acostumbrado a hablar de este modo con las internas. Ya encabezando la fila, ordena:

—Que se abrigue bien.

La extremeña de piel cetrina asiente sin pronunciar palabra.

—¿Tienes frío, Elvirita?

—¿Me voy a morir?

Tomasa busca con la mirada a Hortensia y a Reme para sonreírles. Sonríe, con la boca abierta. Reme y Hortensia entienden el motivo de su sonrisa y sonríen también.

Reme camina hacia el taller de costura. En fila, en silencio y en orden, sigue a Mercedes y a las demás, mirando atrás, a Tomasa. Y Hortensia toma de nuevo su lápiz sin dejar de sonreír.

Elvirita no va a morirse, dicen aquellas sonrisas cómplices.

No. Elvira no va a morir.

10

En silencio y en orden abandonan la sala las mujeres hacia el sótano de la prisión de Ventas. Y Elvira le contesta, a Tomasa, que no tiene frío.

—Pero tengo hambre.

Pero tiene hambre. Tiene tanta hambre como en el puerto de Alicante, cuando esperaba un barco que nunca llegó, y a su madre se le acabaron las joyas y ya no tenía nada para cambiar por chocolate a la guardia italiana que los vigilaba, y el dinero republicano ya no era de curso legal, y los billetes que había ahorrado doña Martina envejecían inútiles en el fondo de una caja de caoba, una caja preciosa que había comprado su padre en Guinea. Porque su padre había vivido en Guinea, antes de conocer a su madre, antes de que lo trasladaran a Pamplona y luego a Burgos, donde se casó con ella y nació Paulino. Su padre había vivido en muchos sitios. Elvira sólo en dos: nació en Valencia, y no salió de Valencia hasta que la trajeron aquí, a esta ciudad que ni siquiera conoce, de la que ha visto tan sólo una plaza de toros, muy bonita, a través de los barrotes de la puerta del furgón. Ni siquiera conoce Alicante, sólo vio una calle con muchas palmeras camino del puerto.

Pero su padre conocía bien todas las ciudades en las que vivió, y de cada una de ellas conservaba un recuerdo. De Malabo se trajo la cajita de madera donde su madre guardaba los ahorros, pero se trajo también una dolencia en el estómago que le obligó a abandonar el ejército cuando la ley de Azaña. Era teniente cuando se retiró. Y Elvira recuerda que su madre se puso muy contenta. Pero no se puso tanto cuando volvió a incorporarse, aunque le hubieran ascendido a capitán. No se puso nada contenta. Fue al principio de la guerra, y el batallón donde su padre era capitán se llamaba Alicante Rojo. Así lo escribía su padre en las cartas, Batallón Alicante Rojo, delante de la fecha y detrás de ¡Viva la República!

Dos días después de recibir el primer ¡Viva la República!, que llegó desde Segorbe, un pueblo de Castellón, Paulino entró en casa con un papel en la mano.

En la boca, Paulino escondía una sonrisa.

—Me he alistado como voluntario, mamá.

Su madre abandonó el peine y la melena roja de Elvira:

—Eres demasiado joven.

—No.

No, replicó Paulino con firmeza mostrándole el papel que llevaba en la mano. Su madre continuó peinando a Elvira:

—Eres demasiado joven, Paulino.

No añadió nada más; acostumbrada a que las decisiones de los hombres no se discuten. Paulino ya es un hombre, le había escrito su marido en la primera carta, y la República le necesita.

Cuando la madre, doña Martina, acabó de anudar una cinta en la cola de caballo que le había hecho a Elvira, la niña corrió a la habitación de su hermano.

—¿Tú también te vas a la guerra?

—Mueve la coleta como a mí me gusta, chiqueta.

El cabello de Elvira azotó el aire a izquierda y derecha, y su hermano aprovechó los ojos cerrados de la niña para tirar de un extremo del lazo.

—Mamá, mamá, Paulino me ha deshecho la coleta.

Paulino se marchó al frente esa misma tarde. Acababa de cumplir diecinueve años.

11

Las cartas del padre de Elvira llegaban casi a diario a Valencia. La madre se las leía a la hija con voz cadenciosa, entonando las palabras como en un cuento infantil junto a la cabecera de la cama. La misma voz que pone Tomasa para contarle que lleva cinco días en pleno delirio.

Al principio, doña Martina esperaba las cartas con alegría y las leía con emoción. Pero según pasaba el tiempo, la alegría de la espera dio paso a la congoja de esperar. Y al más mínimo retraso, la congoja se convertía en angustia.

Llevaba más de siete meses recibiendo carta de su marido casi a diario. Algunas eran notas apresuradas escritas en cualquier papel, en cualquier parte, sólo para que ella supiera que se encontraba bien, y que no la olvidaba.

No te olvido.

Por eso doña Martina, al cumplirse la segunda semana de la llegada de la última carta, supo que ya no debía esperar ninguna más.

Pero se sorprendió cuando llegó la maleta.

Llegó su maleta.

Un sargento pagador se la llevó a casa.

Su maleta.

Doña Martina abrió la puerta y el sargento le mostró la maleta diciendo que la enviaban desde Trijueque.

—En Guadalajara ha pasado un desastre muy gordo, con los italianos.

Elvira vio palidecer a su madre y taparse la cara con las manos.

—Vaya a Capitanía General, señora. Allí hay unas listas muy grandes con muchos nombres.

La niña cogió la maleta que el sargento pagador alzaba del suelo. Le dio las gracias y cerró la puerta. Doña Martina no apartaba los ojos de la maleta.

Quizá lleguen en su interior las cartas que faltan, todas juntas, las de los últimos quince días, o quizá su marido le envía un recuerdo de Trijueque. Sí, abrirá la maleta doña Martina con ese resto de esperanza. Con un resto de esperanza, aunque sólo sea por un instante, abrirá la maleta negando la verdad que ha ido aceptando según comenzaron a faltar noticias de su marido, la verdad que ahora, que es más evidente que nunca, no quiere admitir. Porque aún es posible que no sea cierto. Aún es posible. Y mientras Elvira arrastra la maleta hacia el salón, su madre reniega de la certeza que asumió poco a poco en los últimos quince días.

No, aún es posible que no sea verdad.

No.

Aún es posible que en una maleta lleguen quince cartas.

Sus dedos acariciarán la suavidad de la piel, recorrerán la huella de muchos viajes. Se detendrán en el cuero que engarzan las hebillas y desabrocharán los cintos lentamente.

Porque aún es posible.

No te olvido.

Aún es posible que desde Trijueque llegue un recuerdo.

Es el nueve de marzo de mil novecientos treinta y siete. Era el nueve de marzo, cuando doña Martina abrió la maleta. Esa misma mañana, Elvira acudió con su madre a Capitanía General, y no encontraron el nombre de su padre en las listas.

El nueve de marzo de mil novecientos treinta y siete, su madre le dijo a Elvira que habría que avisar a Paulino, poco después de cerrar la maleta, donde sólo encontraron dos uniformes, una gorra de plato, dos pares de leguis y ropa interior; ningún objeto personal, y todo el silencio, de su padre.

12

Muchas veces, y muchas más, fueron Elvira y su madre a Capitanía General de Valencia para buscar el nombre de su padre en las listas. Y en todas las ocasiones regresaron sin haberlo encontrado. Pero Elvira sueña que no ha muerto. Fantasea aún con que un día volverá. Ha de regresar para reñirle cuando cante Ojos verdes. Y ella le ayudará a ponerse los leguis que venían en su maleta. Los ceñirá con cuidado, para no mancharlos con el betún de los zapatos, que brillarán como nunca en los pies de su padre.

Después de más de tres años, aún fantasea.

Dejaste mis brazos cuando amanecía...

Las mujeres regresan mansamente del taller de costura, en fila, en silencio y en orden. Reme y Mercedes se acercan a la cama de Elvira.

... y en mi boca un gusto a menta y canela...

Tomasa interrumpe la melodía que tararea para la chiquilla pelirroja que no va a morir.

—Ha vuelto a dormirse. Ha dormido un buen rato y creo que ahora se está despertando.

—Bendito sea Dios.

Se le ha escapado a Reme, ese Bendito sea Dios. Se le ha escapado al ver la tranquilidad del sueño de Elvira. Se le ha escapado delante de Tomasa, que huye siempre de semejantes expresiones.

—Sea por siempre Bendito y Alabado.

Contesta Mercedes, y Tomasa se levanta sin mirarlas y se retira al rincón donde tendió los paños higiénicos que lavó ayer por la tarde. Comprueba que están húmedos aún y que han quedado algunas manchas. Y maldice en voz baja:

—Maldita sea mi estampa.

Maldice porque se ha puesto de mal humor. Y porque ya no tiene edad para menstruar, y durante el último año se le retrasa todos los meses. Pero viene. Viene cada mes con más hemorragia y sólo tiene tres paños, y en invierno tardan demasiado en secar.

—Maldita sea. Maldita sea la madre que la parió.

Lo ha dicho entre dientes. Pero Mercedes lo ha oído. Lo ha dicho mirando a Mercedes. Y la guardiana se acerca a ella:

—¿Qué ha dicho?

—He dicho maldita sea.

—¿Y qué más?

—Nada más.

—La he oído decir algo más.

La mujer que lleva el pelo cardado y un moño con forma de plátano se impacienta. Hace apenas dos semanas que trabaja como funcionaria de prisiones, y es la primera vez que se enfrenta a un conflicto. La he oído decir algo más, repite alzando la voz.

Tomasa guarda silencio. Se cubre el pecho con la toca de lana y al tiempo que cruza los brazos, y sin apenas mover los pies, carga el peso de su cuerpo sobre la cadera derecha echándose levemente hacia atrás. Conoce la inexperiencia de Mercedes. Sabe que quiere hacerse la simpática, la buena. Pero no lo es. La tiene frente a sí, y está nerviosa. Parece que le palpita una vena en la sien. Mercedes es débil, por eso necesita esconderse de las otras funcionarias para hablar con las internas en voz baja. Y por eso se acerca a ellas, porque es débil, y pretende ser buena. A Tomasa no va a engañarla. Tomasa sabe perfectamente de qué lado está.

—La he oído decir algo más, ¿qué más?

Mercedes insiste en preguntar. Y Tomasa insiste en su silencio. No es su intención medirse con ella. Pero se mide. No es su intención retarla. Pero la reta. La mira fijamente y levanta la barbilla.

Desde una distancia prudente, la chivata observa con una sonrisa en los labios. Mercedes la ve sonreír, contiene la respiración y traga saliva. Vuelve a tragar. Y grita:

—¡Conteste!

Ya todas las mujeres que ocupan el pasillo de la galería la están mirando. La impotencia crece en la rabia de Mercedes. Sí, le palpita una vena en la sien. Grita aún más:

—¡Conteste!

A Tomasa le gustaría contestar que maldice a la putísima madre que la parió. Pero no lo hace. Porque el silencio es lo que más les duele, mantiene la boca cerrada y la misma posición, asentando su firmeza en la cadera y en sus brazos cruzados.

En quince días no se puede aprender un oficio, pero Mercedes ha de reaccionar si no quiere que la chivata la acuse ante sus superioras de falta de autoridad, y que las internas descubran que no sabe qué hacer. Ha de reaccionar, eso es lo único que sabe. Tomasa también lo sabe. Achina los ojos. Y espera.

La bofetada resuena en la galería.

Las mujeres que mantenían la mirada fija en Mercedes bajan la vista.

Elvira acaba de despertar. Aunque aún no puede abrir los ojos.

13

Es más fácil guardar el luto cuando se puede velar al muerto. Es más fácil si se ha tenido la posibilidad de abrazar su cabeza, como hizo Tomasa antes de vestirse de negro. Doña Martina no tuvo esa suerte. Doña Martina no pudo leer siquiera el nombre de su marido en las listas de Capitanía General. Y por eso Elvira, su hija, la más pequeña de la galería número dos, puede soñar. Aunque Paulino les contara al llevarlas a Alicante que el Batallón Alicante Rojo fue aniquilado en una carretera de Guadalajara. Nadie sobrevivió al bombardeo.

—Los aviones volaban tan bajo que los barrieron a todos. Y a padre el primero, que él no era de los que corren para atrás.

Doña Martina escucha sin un solo pestañeo, con la mirada fija en Paulino, que ha regresado únicamente para asegurarse de que su madre y su hermana se marcharán de Valencia. Ha regresado con un camarada para acompañarlas a Alicante. En el puerto cogerán un barco que las llevará a Orán.

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