Perdí la alegría. Si años atrás disfrutaba quedándome solo en casa devorando libros y más libros sin parar a partir de entonces busqué la soledad para evitar establecer lazos emocionales con las personas que pudieran surgir en mi camino. Total, ¿para qué iba a intentar conocer a gente si mi vida tenía fecha de caducidad? Así que dejé de salir varios fines de semana porque me sentía incapaz de divertirme. Seguro que la primera vez de los demás había sido romántica, sin pagar, sin remordimientos, y no aquella cosa tan sórdida y acelerada que fue la mía. Además yo había estado con un tío, con la de peligros que aquello conllevaba, no había más que ver cómo se había quedado de deteriorado Rock Hudson por maricón, y de que estaba a punto de palmarla no cabía la menor duda, llevaba la muerte escrita en la cara. Me ponía triste cumplir años porque pensaba que llegaría el día —no muy lejano— en que no podría celebrarlos, lo mismo que las Navidades o el Año Nuevo. Cualquier fecha señalada alteraba mi delicada estabilidad emocional, pues imaginaba que por mi culpa la tragedia y la vergüenza iban a instalarse en mi familia.
Mi experiencia con el chapero marcó mi manera de relacionarme: puesto que yo podía formar parte de aquel ejército de condenados que morirían víctimas de una enfermedad vergonzosa se me vedaba la posibilidad de vivir mi sexualidad a la luz del día. Yo me lo había buscado: a partir de entonces debería moverme en el mundo de las sombras, y las saunas y los cuartos oscuros se convertirían, pues, en mi hábitat natural. No me merecía nada mejor, y todo por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa. Por ser como era y no luchar con más fuerza contra mi instinto.
Cierto que de vez en cuando intentaba aparcar la tristeza en casa y quedaba con Joan para salir de copas y acabábamos en discotecas; incluso de vez en cuando ligaba y me iba con un tío a su casa, aunque jamás me quedaba a dormir, porque así evitaba tener que dar explicaciones en la mía. Prefería llegar tarde a dormir fuera, ya que significaba someterme a un interrogatorio relacionado con la identidad de la persona con la que había pasado la noche, y siempre llegaba el momento en el que, agotado de tanto mentir, me encerraba en mi habitación dejando a mis padres con la palabra en la boca. Ellos lo atribuían a mi mala educación cuando en realidad no era más que una huida. De ellos y de mí mismo.
Desde entonces mantengo una relación complicada con el sexo. Comprobé que en el ambiente gay no resultaba difícil echar un polvo, y tener veinte años y poder follar con facilidad era una mezcla explosiva. Cuando Joan no podía acompañarme no me suponía ningún problema salir solo y emprender la misma ruta que seguíamos cada vez que salíamos juntos: primero una copa en un bar de la calle Muntaner, una segunda para entrar en calor y, si había alguien que nos gustaba, hacíamos tiempo tomándonos otra. Al final dábamos con nuestros huesos en una discoteca —Metro, siempre la misma— y, como invariablemente llegaba entonado, me dedicaba a bailar con particular soltura los éxitos más horteras del momento. Todo cambió cuando una vecina del barrio con la que había jugado muchísimo cuando éramos pequeños me paró cerca de mi bloque y me dijo:
—Me han dicho que vas a la Metro.
Me quedé helado. Así que sabía que yo era gay… Sentí pánico. Y si lo sabía podía comenzar a contarlo en el barrio, y todo el mundo se enteraría, incluso mis padres. No supe qué responder.
—Tranquilo, yo también voy —me confesó.
Los nervios desaparecieron al momento. Antonia no iba a delatarme, sólo me había tendido un cable. ¿Así que ella era lesbiana? En aquel preciso momento entendí algunos de sus comportamientos: que se cabreara tanto con los que me llamaban marica, lo poco que le costaba darles una hostia si insistían en meterse conmigo y que jugara tan bien al fútbol.
—Pero a partir de aquel encuentro con Antonia todo cambió, Joan. Si Antonia se había enterado que yo iba a Metro, bien podía enterarse otra gente, y yo no podía contar con que todos fuesen tan discretos como ella y no fueran con el cuento por el barrio. Así que se añadía otro problema a mi particular cuenta de haberes: el temor a ser descubierto por algún conocido. Pero yo ya había probado el placer que podía llegar a producir el sexo y no estaba dispuesto a renunciar a él aunque después de correrme tuviera que lidiar con unos remordimientos implacables. Seguí yendo a Metro cuando estaba cachondo, o sea, muy a menudo, lo mismo me daba que fuera fin de semana o entre semana. Pero en cuanto traspasaba sus puertas iba directo al cuarto oscuro para evitar cruzarme en la pista de baile con alguien que pudiera conocerme. Allí me enrollaba con gente que intuía que estaba bien, y en cuanto acababa volvía a casa sintiéndome sucio, deseando que pasaran los días para olvidar lo que había sucedido. Lo peor era cuando te dabas cuenta de que te lo habías hecho con un tío mucho mayor, o con alguno de tu edad que si te lo encontrases a la luz del día cruzarías de acera por temor a que te contagiara algo o que te robara. Yo me prometía que no volvería a ir a sitios tan decadentes como aquellos, pero volvía, claro que volvía. Siempre.
»Ya te digo, no sólo el fin de semana, también un lunes, un martes; aquella mezcla de sexo anónimo, oscuridad y tormento comenzó a atraerme muchísimo, y había veces que cuando acababa las clases en la facultad hacía tiempo para cenar algo por Barcelona, luego me metía en el cine y, pasadas las doce, ya estaba en la discoteca dispuesto a meterme en el cuarto oscuro. Recuerdo que un miércoles, aprovechando el día del espectador, fui a ver una película de Pilar Miró en la que aparecía un verso de Valente: “La soledad es un farol certeramente apedreado.” Después acabé medio pedo en un cuarto oscuro intentando recitarle el verso a un chaval con una pinta de yonqui que no podía con su alma, y el pobre no entendió nada, claro. Pero yo jamás volvía a casa sin correrme; no me preguntes por qué, quizá porque no quería irme a dormir con la sensación de que me habían rechazado incluso en un cuarto oscuro. Durante todos aquellos años fui incapaz de quedar a la luz del día con alguno de los tíos con los que me lo montaba, pues consideraba que el amor no podía nacer en aquellos estercoleros que frecuentaba. Sin embargo, relacionaba el sexo con la compañía, aunque fuera efímera. Un horror, Joan, un círculo vicioso del que más o menos estoy saliendo aquí, en Madrid, pero hay comportamientos que siguen estando ahí por mucho que luche contra ellos: soy incapaz de salir sin beber, necesito estar atontado para poder estar en un bar, todavía siento esa ansiedad que sentía en Barcelona cuando iba a entrar en un local y, sobre todo, soy incapaz de salir a divertirme. Tengo que acabar llevándome a alguien a casa porque no me gusta llegar solo, me siento mal.
—Yo creía que ibas a saunas y cuartos oscuros porque te gustaba, Jorge. Y lo entendía y no te decía nada porque cada uno se las apaña en el sexo como puede, pero no sabía que lo hicieras por miedo.
—Pues ya ves. Era una especie de adicción, hacía cosas que me producían mucha tristeza, pero no podía dejar de hacerlas. ¿Cómo vas a decirle a un tío joven que deje de follar? Es imposible, Joan, imposible. Y siempre con el rollo de la dichosa enfermedad persiguiéndome, asociando sexo a muerte. Un cacao, una locura. ¿Cómo no vas a beber así?
—Jorge, no puedes dejar pasar más tiempo sin hacerte las pruebas. ¿No ves que no puedes seguir así?
—No puedo, Joan, no puedo. No tengo valor. Me cago de miedo. ¿Y si me dicen que estoy contagiado?
—¿Y si no lo estás? Podrías dejar de torturarte de una manera tan absurda, de sufrir de una manera tan gratuita.
—Prefiero vivir con esta incertidumbre a saber que después de hacerme las pruebas llegará el día en el que tenga que presentarme a recoger los resultados. Claro que pueden decirme que estoy bien, pero ¿qué pasaría si me dijeran lo contrario? ¿Cómo viviría sabiendo que me quedan a lo sumo diez años de vida? ¿Crees que sería capaz de mirar a mis padres a los ojos?
Apuramos las respectivas copas de un trago. No podía más. Me sentía exhausto, vaciado, con ganas de llorar, de gritar y de reír al mismo tiempo. Pero aquella noche no estaba dispuesto a que me venciera la melancolía.
—Oye, vámonos de aquí, que somos los últimos. Y además tengo ganas de que conozcas el Why Not.
—¿Os importa que vaya con vosotros? —nos sugirió el camarero. Y luego me miró y sonrió. Yo le sonreí también e intenté hacerme el interesante con Joan:
—Joan —le pregunté—, ¿te había dicho que la soledad es un farol certeramente apedreado?
—Pues esta noche te voy a dar tanta luz que vas a parecer Unión Fenosa —respondió el camarero mientras mi amigo, asombrado y divertido, guardaba silencio.
Vaya. El camarero acababa de dejarme bien claro que no era Valente, pero más tarde también fue capaz de demostrarme que no le hacía ninguna falta.
BIENVENIDA A LA MANCHEGA
—Mari, hazte a la idea de que tu hijo no vuelve.
Se lo dije nada más entrar en el piso, después de que lo hubiéramos dejado por segunda vez en el aeropuerto rumbo a Madrid. Así como la primera vez había llegado a casa hecho polvo, entonces estaba tranquilo, incluso feliz, qué coño, aunque por mi carácter me cueste tanto utilizar ese tipo de palabras, puesto que me parece que me vienen grandes.
—Mari, ponme un Baileys, anda, que las fiestas navideñas han sido cojonudas.
—¿No te iría mejor un Bitter, después de todo lo que nos hemos zampado?
—Que no. Un Baileys con dos hielos. Hoy que es Reyes acabamos de ponernos tibios y mañana empezamos a cuidarnos otra vez. Que ya vamos teniendo una edad.
Hacía cuatro meses que no lo veíamos, desde que en septiembre se marchara a Madrid. Habíamos hablado por teléfono, sí, y la verdad es que lo notábamos contento, pero yo sé que él se calla muchas de sus cosas para no preocuparnos. Regresó para la Navidad, como dicen en el anuncio, aterrizó en Barcelona el 23 de diciembre y nos dijo que quería pasar todas las fiestas en familia. «Qué raro», pensé para mis adentros —o «para mi capote», como le gustaba decir a mi padre—, porque en los últimos tiempos antes de dejar nuestra ciudad huía de nosotros como un gato escaldado. Por eso cuando me vio nada más bajar del avión y se lanzó a darme un abrazo, se me cayeron los cojones al suelo. No recuerdo que jamás me hubiera abrazado tan fuerte, y encima delante de tanta gente. No lo pude evitar y se me puso una sonrisilla de esas que tanta gracia le hacen a la Mari.
—Mira a tu padre, ya está poniendo la boquita de piñón. ¡Ay, cómo se le cae la baba con su hijo!
Tenía razón la Mari. Como siempre.
Cuando llegamos a San Roque todo le parecía maravilloso, como si no hubiera vivido nunca aquí, el tío. Y al entrar en el octavo tercera se le quedó tal cara de
pasmao
que tuve que decirle:
—Nene, no exageres, que sólo hace cuatro meses que no estás aquí.
—Ya, pero es que se está tan bien en la casa.
Y examinó nuestra mierda de piso como si estuviera contemplando uno de los salones de La Alhambra.
Qué bonita La Alhambra. Y el Generalife. Qué bien me lo pasaba cuando llegaban las vacaciones y venga, ¡carretera y manta! Cómo me gustaba viajar de madrugada. Me iba a dormir bien pronto para levantarme fresco a las cuatro de la mañana y siempre, al despertar, me encontraba a la Mari dándole a la plancha. Nunca se acostaba la noche antes de irnos de vacaciones, vaya palizones se pegaba con la plancha y las maletas. Y luego yo tenía los santos cojones de quejarme cuando ella se olvidaba algo, como lo de la toalla. Más de treinta años juntos y al acabar de ducharme siempre la misma cantinela:
—Mari, la toalla.
Entonces la Mari abría la puerta y me daba la toalla y dejaba la muda encima de la taza del váter. Si no estaba la Mari tenía que echar mano de alguno de mis hijos, pero no era lo mismo. Prefería que me la diera ella, porque cuando abría la puerta del lavabo yo corría la cortina de la ducha y le enseñaba la picha. Y nos entraba una risa muy tonta al acordarnos del primer día que le hice aquello. Fue la primera vez que nos acostamos, en un hostal muy humilde de la Barceloneta. El Rompeolas, se llamaba.
Tendría yo dieciocho años, y hacía uno que la Mari y yo nos habíamos conocido en un baile de Badalona. Al principio ella se pensaba que no me gustaban mucho las tías, porque yo iba a todos los sitios con el Mercadé, un vecino de mi calle que el pobre… Joder, qué habrá sido de él. A veces tengo mala conciencia, veo a mi hijo, y pienso en él y no sé si lo ayudé lo suficiente. Nunca supe qué hacer ni qué decirle cuando me contaba sus cosas. Me cago en la puta, qué mal tuvo que pasarlo.
—Mari, ponme otro Baileys. Me está sentando bien.
—El último, ¿eh?
No quería ponerme triste. Las fiestas habían sido de cojón de mico. ¡Pobre Mercadé!
—¿Te acuerdas de cuando te enseñé la picha en la ducha del hostal?
Nos reímos.
—Anda, Mari, ponte tú otro, a ver si acabamos la noche como Dios manda.
Nada más conocerla, al poco de hablar con ella, me di cuenta de que no era como las demás. Porque las demás no hablaban, se limitaban a sonreír como si fueran idiotas y a decir a todo que sí; en cambio, la Mari me dijo toda seria en cuanto bailamos nuestra primera canción:
—¿Por qué no me sacas de aquí y me llevas a dar una vuelta por la Rambla? Estoy de Bonet de San Pedro y su
Mirando al mar
hasta el coño.
Me hizo gracia que utilizara aquella palabra, aunque a mí sí que me gustaba Bonet de San Pedro. Y Jorge Sepúlveda. Y José Guardiola no tenía nada que envidiar a los cantantes italianos, ¡menuda voz!
—¿A ti no te gustan estos cantantes?
—Sí, pero si los escucho muy seguidos me aburren. Prefiero bailar.
Me despedí del Mercadé con una mirada y la Mari y yo nos largamos del baile. Apolo, se llamaba la sala, y era un sábado, a eso de las ocho de la tarde.
—No quiero entretenerme mucho, no puedo llegar a mi casa más tarde de las diez —me advirtió ella.
—¿Dónde vives?
—En el barrio de La Salud.
—No eres de aquí, ¿verdad?
—No, soy de un pueblo de Albacete.
—Si quieres te acompaño hasta tu casa.
—Bueno.
Me contó que estaba a punto de cumplir los diecisiete y llevaba cinco años trabajando en el taller de una tal Mercedes.
—Estoy aprendiendo a zurcir. Me pagan muy poco, por eso tengo que llevarme ropa a mi casa los sábados y domingos y debo echar una mano, porque mi padre está malo del corazón y no puede trabajar muchos días seguidos sin tener que parar alguno para descansar. Hoy he salido de milagro, fíjate, y cuando llegue tendré que ponerme a zurcir tres pantalones. ¿Tú de qué trabajas?