La vida iba en serio (6 page)

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Authors: Jorge Javier Vázquez

Tags: #Biografía

BOOK: La vida iba en serio
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De ese modo, a los ocho años comenzó a forjarse mi poder sobre el piso: ya tenía habitación propia. Me costó adaptarme, pues me lo había pasado muy bien durmiendo con mi hermana. Recuerdo que todos los viernes compraba chucherías y cuando nos íbamos a dormir nos metíamos debajo de las sábanas y comenzaba lo que mi hermana llamaba «la fiesta». Sí que es cierto que dividía la mercancía, pero las reparticiones se hacían de una manera muy poco equitativa: a mí me daba poquito y ella se quedaba con la mayor parte del botín. Cuando le preguntaba el porqué —a media voz, para que no nos descubrieran— me explicaba que teníamos que guardar para los demás invitados. Siempre el mismo cuento, semana tras semana. Como yo era siempre el primero en quedarme dormido, mi hermana me contaba al día siguiente que se había quedado sin caramelos porque se había presentado un montón de gente a la fiesta. Y yo me tragaba la bola sin pestañear. Mi ingenuidad no conocía límites.

¿Era un niño ingenuo? Sí, lo era.

¿Solitario? Probablemente más que otros.

¿Sensible? También.

Pero fundamentalmente yo era el marica. Lo fui en el bloque donde me crié, en la escuela donde estudié
EGB
, en el colegio del Opus Dei donde me saqué el
BUP
y el
COU
y en la facultad en la que me licencié en Filología Hispánica.

Vivíamos en San Roque, uno de los barrios con peor fama de Badalona. A los que no eran de la zona les daba miedo porque había muchos gitanos, pero la verdad es que jamás se produjeron enfrentamientos serios. Mientras estuve allí no me pareció un barrio feo, aunque los bloques que lo poblaban eran espantosos, levantados sin ningún tipo de miramiento en una época —los sesenta— en la que todo valía. El mío tenía ocho alturas y tres pisos por rellano. Mi casa era el octavo tercera, cincuenta metros cuadrados divididos en recibidor, comedor, tres habitaciones, baño, cocina y balcón. Mi madre recuerda que pagaron por él 2500 pesetas, no más de veinte euros, porque lo subvencionaba el Ayuntamiento o algo así.

Éramos cinco y no recuerdo que nos quejásemos de la falta de espacio porque nos apañábamos muy bien: hasta doce personas llegamos a comer con la mesa desplegada, una proeza. Y la mesa desplegada se convirtió desde el primer momento en un escenario multiuso: comíamos, jugábamos a las cartas y llevábamos a cabo diversos trabajos relacionados con la economía sumergida. En mi casa hemos ensobrado papeletas para elecciones, hemos empaquetado perfumes, hemos metido horrorosas muñecas en bolsas de celofán que hacían un ruido infernal… A mis ocho, a mis diez, a mis doce años, siempre que se presentaba la oportunidad prefería trabajar en casa a bajar a la calle a jugar, porque al juntarme con los vecinos del bloque siempre corría el riesgo de que en medio de una de aquellas peleas tan usuales entre los críos apareciera la palabra «marica».

No recuerdo cuándo la oí por primera vez, he convivido con ella desde que tengo uso de razón, y he convivido también con el miedo que me producía imaginar que mis padres se enterasen de que en la calle me llamaban así. Porque lo peor era que para luchar contra aquel miedo no tenía ningún tipo de arma, iniciaba la batalla ya vencido porque cuando me llamaban marica no mentían. Era verdad, me gustaban los niños. Y desde muy pequeño eran ellos y no ellas los que aparecían en mis ensoñaciones eróticas, aunque intentaba eliminar aquellos pensamientos de mi cabeza porque eran malos, porque ser marica era algo tan terrible que cuando algún niño te insultaba utilizando aquella palabra lo hacía muy bajito, sabiendo que daba donde más dolía y también que corría un grave peligro, porque llamar a alguien marica podía significar que el padre del niño afectado bajara y te diera un par de hostias, y entonces podía bajar también a la calle el padre del niño que había proferido el insulto y liarse a hostias con el otro padre, porque en aquel tiempo y en aquel barrio la gente se enzarzaba con una facilidad pasmosa: ellos se liaban a puñetazos y ellas practicaban con especial virtuosismo el ancestral arte de tirarse de los pelos. Anda que no hemos presenciado mis vecinos y yo peleas; nos dábamos codazos para estar lo más cerca posible de los contendientes y nos daba rabia que alguien interviniera para separarlos, ya que contemplábamos una pelea con la misma naturalidad con la que veíamos un capítulo de dibujos animados por televisión. Así como en la arena de Verona se representa
Tosca
, nosotros asistíamos a toscas representaciones en un escenario inigualable: bloques de ocho alturas repletos de ropa tendida y vecinos convertidos en participativos espectadores.

En fin, que era verdad. Que me atraían los niños aunque era con ellas con quienes me gustaba estar, y probarme blusas de mis hermanas, y hacer como que llevaba bolso, y cuando me quedaba solo en casa coger las pinturas de mi madre y ponerme como una puerta. Hasta que un día me pilló y, aunque fue incapaz de decirme nada, a mí se me cayó la cara de vergüenza. Y luego apareció una de mis hermanas y en vez de quitarle importancia al asunto avivó el fuego contándole a mi madre que alguna de las veces que me había llevado al colegio había visto restos de maquillaje en mi piel.

¿Qué tendría yo? ¿Once años? Mis hermanas estaban ya en la veintena, ¿no podrían haberme echado un cable o procurado tapar aquella clase de actuaciones? Porque si yo las llevaba a cabo a escondidas sería por algo. ¿Se acercaron a mí e intentaron en algún momento saber por qué era tan solitario?

Que yo recuerde, no.

Así como en mi bloque estaban el borracho o el drogadicto, yo era el marica. Quizá se nos tratara a todos por igual, con cierto toque de conmiseración. Qué le íbamos a hacer, la vida no nos había sonreído. Sin embargo, sería injusto decir que tuve una infancia infeliz. Recibí mucha ayuda de las niñas del bloque, que se enfrentaban a los niños cuando se metían conmigo y me ofrecían refugio siempre que lo necesitaba. Me adoptaron como a uno más de su grupo y al final los niños no se cebaban conmigo, pues consideraban que era más débil que ellos y, eso sí, meterse con gente inferior siempre estuvo muy mal visto en el barrio, era de cobardes, del mismo modo que tampoco aceptaban bajo ningún concepto que apareciera alguien ajeno a nuestro universo y me insultara. Eso jamás se consentía porque nuestro bloque era una tribu, y los miembros de una tribu pueden pelearse entre ellos, pero hacen piña contra los que vienen de fuera a desestabilizarla. Bastante pena tenían los vecinos de mi edad con que hubiera un marica en el bloque, alguien con una discapacidad tan vergonzante que no podía ser utilizado para la lucha contra los vecinos de otros bloques. Era como pretender que un paralítico formara parte de un ejército cualificado, pero al menos no consentían que nadie de fuera se riera del lisiado. Faltaría más.

La camaradería entre vecinos se trasladaba de padres a hijos. La mayoría de nosotros éramos hijos de padres desarraigados que convirtieron cada uno de aquellos pisos de cincuenta metros cuadrados en su propio pueblo. Los que vivían en San Roque rara vez salían del barrio, porque San Roque era para ellos su particular estación Termini, el fin de trayecto.

Y aquella era, precisamente, una de las máximas obsesiones de mi padre: salir del barrio. Pero si lo anhelaba no era porque se considerase superior, sino porque él había nacido en Badalona —sus padres, murcianos, habían llegado a la ciudad siendo muy jóvenes— y vivir en San Roque significaba un retroceso. Entendía que lo lógico en su evolución hubiera sido vivir más cerca del centro en vez de en la cruda periferia. Por eso no quiso que yo fuera al colegio público ni al instituto del barrio, porque consideraba que tenía que hacer todo lo posible para que yo ascendiera o, al menos, recuperara el puesto que por derecho me pertenecía, el de ser de la ciudad, formar parte de ella sin que jamás tuviera la sensación de que existía un mundo mejor al que por nacimiento no podía acceder.

Pese a todos sus esfuerzos por que yo saliera de allí, en el colegio donde hice la
EGB
, cercano al centro de la ciudad, me sucedió lo mismo que en el barrio.

Era un colegio muy pequeño, muy familiar, sólo había un grupo por curso, así que tuve los mismos compañeros desde primero de
EGB
hasta octavo, y la misma profesora, la señorita Montserrat, de primero a quinto. Aquella mujer adoptó a los más de cuarenta alumnos que conformábamos la clase como si fuéramos sus hijos: nos cuidó, nos protegió, nos mimó y procuró que los modestos trabajos que hacíamos con motivo del día de la madre quedasen lo más lucidos posible: espejos con pinzas, pulpos con madejas de lana, casas de palillos… No le costaba echar horas para reparar nuestros desaguisados con tal de que llevásemos a nuestras casas una pincelada de color en una época en la que hasta los payasos de la tele eran en blanco y negro.

Sí. También en el colegio fui desde siempre el marica, pero se produjo durante aquellos años un hecho rarísimo: yo era el marica pero nadie se extrañaba de que tuviera novias o de que muchas de mis compañeras quisieran salir conmigo, con lo cual deduzco que utilizaban el apelativo no porque repararan en mis gustos particulares, sino para mofarse de mi amaneramiento. Lo cierto es que tuve novias durante la
EGB
, pero jamás llegué a nada con ellas, y es que tener novia en aquellos años inocentes significaba mandarse cartas o mensajes a través de compañeros y regalarse alguna minucia el día de los cumpleaños, pero poco más. Nunca besé a ninguna.

Sí que establecí, pese a todo, relaciones muy sólidas con algunas compañeras de colegio que, igual que mis vecinas, también me protegían cuando se producía algún ataque virulento por parte de algún niño. Mientras ellos estaban absortos coleccionando cromos de futbolistas, yo me entretenía con ellas comentando películas o escuchando lo mucho que sufrían por amores contrariados. Desde muy pequeño me convertí en un maestro en el arte de escuchar, puesto que yo no podía contarle a nadie nada de lo que sentía.

En mi casa también fui mudo testigo de conversaciones impensables para un niño. Todas las noches, sobre las diez y media, llamaba al timbre la señora Trinidad, la vecina del octavo segunda, y preguntaba si mi padre estaba despierto, porque ella sólo entraba en el piso si mi padre estaba ya en la cama. Mi madre solía aprovechar las últimas horas del día para zurcir, ya que se sacaba un dinero extra trabajando para diversas tintorerías de Badalona, y muchas de las noches de mi infancia se consumieron de la siguiente manera: mi madre zurciendo a la luz de un flexo, la señora Trinidad desgranando los avatares de su vida sentimental y yo acabando los deberes del día. Mientras intentaba escribir redacciones con títulos tan sugerentes como «El día más feliz de tu vida», «Navidad, dulce Navidad» o «Mi familia y yo», oía a la señora Trinidad hablar de queridas, putas, hijos de puta, guarras y cerdos, pero yo ni me inmutaba ni me escandalizaba, porque no encontraba motivos para ello. Escribía y escuchaba a la vez, no podía permitirme el lujo de perder algún detalle de sus narraciones, so pena de perder el hilo, y aquello era algo que no podía suceder porque existía una regla no escrita que venía a decir que a mí se me estaba permitido escuchar pero jamás preguntar, quizá porque mi madre no consideraba conveniente que en mi más tierna infancia la señora Trinidad tuviera que explicarme por qué Fulana era una puta —y nunca mejor dicho— o Mengana una grandísima hija de puta.

Fue ella la que desde muy pequeño me enseñó un rosario de palabras que abarcaba desde el «coño» al «recoño» pasando por «cabrón» y «me cago en tus muertos» con sus múltiples variantes. Mi madre todavía recuerda cómo un día, estando en la plaza, una monjita quiso juguetear conmigo arrebatándome un caramelo. Ella advirtió a la hermana de la que le podía caer encima si seguía cabreándome, pero la sor, erre que erre, siguió tocándome las narices de tal forma que comencé a soltar por la boca un chorreo de improperios tales que habrían avergonzado al campeón de un concurso de blasfemias. La hermana, que en gloria esté, debe de estar todavía rezando por la salvación de mi alma.

Pero no era sólo por boca de la señora Trinidad como aprendía todo lo que había que saber sobre el amor, los tacos y la traición. Y es que alternaba las aventuras y desventuras de nuestra vecina con las peleas de mis hermanas con sus novios, que tenían lugar en el comedor de mi casa a cualquier hora del día, preferiblemente por la noche, justo antes de cenar. Se peleaban sin descanso por verdaderas tonterías, se enzarzaban en unas peloteras monumentales que nos ponían los nervios de punta al resto de familiares y, de repente, sin venir a cuento, se reconciliaban y se largaban a la calle a celebrarlo dejando, eso sí, el mal rollo ya bien concentrado en mi casa.

Yo sabía que aquello no sucedía en otros hogares porque casi todos mis compañeros de colegio eran los hermanos mayores y, por tanto, no había en su entorno hermanas ennoviadas ni mucho menos en edad de merecer, y quizá por eso desde siempre tuve la sensación de estar viviendo una realidad que no correspondía a un chico de mi edad, y sufría cuando mis hermanas se peleaban con sus novios, y sus decepciones se convertían también en las mías, y me ponía contento cuando se llevaban bien, aunque aquella felicidad llevaba consigo una gran sensación de precariedad, porque sabía que, en el momento más inoportuno, saltaría de nuevo la chispa y el caos se adueñaría de mi familia.

Ahí estaba yo, en medio de todo aquel vendaval de emociones, un niño que se disponía a comenzar, con once años, el segundo ciclo de la
EGB
y al que su padre, mi padre, empezó a dedicarle más atención. Lo que más le preocupaba era, por encima de todo, mis notas.

No se conformaba con aprobados y bienes, quería que su hijo fuera un estudiante de notables para arriba. Aún hoy asocio el miedo a la espera de las notas y la tristeza al gesto de decepción que él era incapaz de disimular cuando las calificaciones no eran de su agrado.

No sacar buenas notas significaba fallar, no cumplir con las expectativas que tenía depositadas en mí. Era ganar o perder. Y mientras que ganar significaba que estaba haciendo lo que se esperaba de mí, perder jamás conllevaba unas palabras de ánimo, un «no pasa nada» o «ya verás como la próxima evaluación irá mejor». Perder era decepcionar a mi padre, y yo no podía permitírmelo, porque yo era, y lo sabía, su principal apuesta.

¿Fue en aquella época cuando comenzó a fraguarse nuestro distanciamiento? Quizá, porque si antes lo temía entonces empecé a odiarlo. Ninguna de mis hermanas había llegado a la universidad y mi padre se obsesionó conmigo, así que «Este no se me escapa» fue la frase que me acompañó durante gran parte de mi infancia.

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