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Authors: Lauren Weisberger

Tags: #Chic-lit

La última noche en Los Ángeles (8 page)

BOOK: La última noche en Los Ángeles
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—Significa básicamente que se han dado cuenta de que el álbum está casi terminado y que de momento están satisfechos. Van a organizar una presentación con gente del mundo de la música, para que me conozcan en una actuación privada, y ver cómo reaccionan.

Julian, que normalmente era tan modesto que ni siquiera le contaba a Brooke cuando había tenido un buen día en el estudio, estaba henchido de orgullo. Ella habría querido besarlo allí mismo.

—No sé mucho de la industria de la música, pero lo que cuentas me parece un enorme voto de confianza por su parte —dijo el padre de Brooke, alzando la copa.

Julian no pudo reprimir una sonrisa.

—Y lo es —replicó, orgulloso—. Probablemente es lo mejor que podía pasarme en este momento, y espero que…

Se interrumpió, porque sonó el teléfono y su madre de inmediato empezó a mirar a su alrededor, buscando el aparato.

—¿Dónde estará ese maldito teléfono? Seguro que llaman de L'Olivier, para confirmar la hora de mañana. Espera un momento con eso que estás contando, cariño. Si no las reservo ahora, no tendré flores para la cena de mañana.

Y a continuación, desplegó las piernas para levantarse del sofá y desapareció en la cocina.

—Ya sabes cómo es tu madre con las flores —dijo el doctor Alter. Dio un sorbo al café, sin que quedara claro si había prestado atención o no al anuncio de Julian—. Mañana recibimos a los Bennett y a los Kamen, y tu madre está en un continuo frenesí con los preparativos. ¡Cielo santo! Cualquiera diría que la decisión entre el lenguado relleno y las costillas braseadas es un asunto vital para la seguridad nacional. ¡Y las flores! Estuvo media tarde hablando con esos mariposones, el fin de semana pasado, y todavía está dudando. Se lo he dicho un millón de veces: nadie se fija en las flores, a nadie le importan. Todo el mundo organiza bodas fastuosas y se gasta decenas de miles de dólares en montañas de orquídeas o de las flores que estén de moda en cada momento, ¿y quién se detiene a mirarlas? ¡Un despilfarro colosal, si queréis saber mi opinión! Es mucho mejor gastar el dinero en buena comida y buena bebida. ¡Con eso disfruta la gente! —Bebió otro sorbo, miró a su alrededor y entrecerró los ojos, como forzando la vista—. ¿Qué estábamos diciendo?

Cynthia intervino amablemente y suavizó la tensión del momento.

—¡Es una de las mejores noticias que hemos tenido en los últimos tiempos! —exclamó con exagerado entusiasmo, mientras el padre de Brooke asentía alborozado—. ¿Dónde será la actuación? ¿A cuánta gente han invitado? ¿Has decidido ya lo que vas a tocar?

Cynthia lo acribilló a preguntas y, por una vez, Brooke no encontró exasperante el interrogatorio. Eran todas las preguntas que habrían debido hacer pero nunca harían los padres de Julian, y era evidente que él estaba encantado de ser el centro de tanto interés.

—Será en un local céntrico, pequeño y muy íntimo y mi agente ha dicho que van a invitar a unas cincuenta personas de ese entorno profesional: productores de radio y televisión, ejecutivos discográficos, gente de la MTV y ese tipo de cosas. Lo más probable es que no salga nada demasiado interesante de todo esto, pero es una buena señal que la compañía esté contenta con mi álbum.

—No suelen hacerlo con los artistas debutantes —anunció Brooke con orgullo—. En realidad, Julian es demasiado modesto. Esto es algo muy grande.

—Bueno, ¡por fin una buena noticia! —dijo la madre de Julian, mientras volvía a ocupar su lugar en el sofá.

Julian apretó los labios y se le crisparon los puños a ambos lados del cuerpo.

—Mamá, están siendo muy positivos desde hace meses con el rumbo que está tomando mi álbum. Es cierto que al principio me presionaron para que me concentrara más en la guitarra, pero desde entonces me han apoyado mucho. No sé por qué tienes que decirlo de ese modo.

Elizabeth Alter miró a su hijo y por un momento pareció desconcertada.

—¡No, cariño, estaba hablando de L'Olivier! La buena noticia es que tienen suficientes lirios de agua y que el diseñador que más me gusta estará libre y podrá venir a instalarlos. No seas tan susceptible.

El padre de Brooke miró a su hija con una expresión que decía: «Pero ¿quién es esta mujer?» Brooke se encogió de hombros. Ella, al igual que Julian, tenía asumido que sus suegros no iban a cambiar nunca. Por eso había apoyado incondicionalmente a Julian cuando él rechazó la oferta de sus padres de comprar a los recién casados un piso cerca del suyo en el Upper East Side. Por eso había preferido tener dos empleos, antes que aceptar la «asignación mensual» que les habían propuesto, porque imaginaba las condiciones que conllevaría.

Cuando Carmen anunció que el
brunch
estaba listo, Julian ya se había encerrado en sí mismo (se había «entortugado», como decía Brooke), y Cynthia parecía desarreglada y exhausta en su traje de poliéster.

Hasta el padre de Brooke, que aún buscaba valerosamente temas neutrales de conversación («¿Os podéis creer este invierno tan brutal que estamos teniendo?», o «¿Te gusta el béisbol, William? Supongo que serás de los Yankees, aunque el equipo que a uno le gusta no siempre viene determinado por el lugar donde nació…»), parecía derrotado. En circunstancias normales, Brooke se habría sentido responsable del mal rato que estaban pasando todos (después de todo, si estaban ahí era por culpa de ella y de Julian, ¿no?), pero esta vez no. «Si lo pasa mal uno, que lo pasen mal todos», pensó, mientras se excusaba para ir al lavabo, aunque en realidad pasó de largo y fue directamente a la cocina.

—¿Cómo va todo ahí fuera, corazón? —preguntó Carmen, mientras llenaba un cuenco de plata con mermelada de albaricoque.

Brooke le tendió el vaso de Bloody Mary vacío con mirada suplicante.

—¿Tan mal? —Carmen rió y le hizo un gesto a Brooke para que sacara el vodka del frigorífico, mientras ella preparaba el zumo de tomate y el tabasco—. ¿Cómo se están portando tus suegros? Cynthia parece una señora muy agradable.

—Sí, es un encanto. Pero son mayores de edad y ellos mismos han tomado la estúpida decisión de venir de visita. Quien me preocupa es Julian.

—Esto no es nada nuevo para él. Julian sabe cómo tratarlos.

—Ya lo sé —suspiró Brooke—; pero después, la depresión le dura varios días.

Carmen metió un tronco de apio en el espeso Bloody Mary de Brooke y se lo dio.

—Para que tengas fuerza —le dijo, antes de darle un beso en la frente—. Y ahora vuelve ahí fuera y protege a tu hombre.

La parte del
brunch
que transcurrió en el comedor no fue ni la mitad de mala que la hora del cóctel. La madre de Julian tuvo una pequeña crisis de histeria por el relleno de las creps (aunque a todos les parecían deliciosas las creps de Carmen, Elizabeth opinaba que eran demasiado calóricas para formar parte de una comida), y el doctor Alter desapareció un buen rato en su estudio; pero como resultado, los dos estuvieron más de una hora sin insultar a su hijo. Las despedidas fueron agradablemente indoloras; sin embargo, cuando ella y Julian dejaron a su padre y a Cynthia en un taxi, Brooke notó que Julian estaba huraño y disgustado.

—¿Estás bien, cariño? ¡Mi padre y Cynthia estaban tan entusiasmados! ¡Y yo estoy deseando…!

—No me apetece hablar de eso, ¿de acuerdo?

Anduvieron unos minutos en silencio.

—¡Eh, tenemos todo el resto del día libre, y no tenemos absolutamente nada que hacer! ¿Quieres ir a algún museo, ya que estamos aquí? —preguntó Brooke, cogiéndolo de la mano y apoyándose suavemente contra su brazo, mientras caminaban hacia el metro.

—No, no me apetecen las aglomeraciones del domingo.

Brooke se puso a pensar.

—¿Y aquella película del IMAX en 3D que querías ver? No me importaría ir contigo —mintió. Los momentos críticos exigían medidas desesperadas.

—Estoy bien, Brooke, en serio —replicó Julian en tono pausado, mientras se envolvía el cuello con la bufanda de lana. Ella sabía que ahora el que mentía era él.

—¿Puedo invitar a Nola a la presentación? Parece que será fabulosa y ya sabes que a Nola le encanta todo lo fabuloso.

—Supongo que estará bien, sí, pero Leo ha dicho que será algo muy íntimo, y yo ya he invitado a Trent. Sólo se quedará un par de semanas más en Nueva York y ha estado trabajando como un loco. He pensado que le iría bien salir una noche.

Hablaron un poco más de la presentación, de lo que iban a ponerse y de los temas que Julian iba a tocar y en qué orden. Brooke se alegró de haberlo animado un poco, y, cuando llegaron a casa, Julian ya casi volvía a ser el de siempre.

—¿Te he dicho que estoy muy orgullosa de ti? —le preguntó Brooke cuando entraron en el ascensor, los dos claramente felices de estar de vuelta.

—Sí —dijo Julian con una sonrisa.

—Entonces entra, cariño —dijo Brooke, arrastrándolo de una mano por el pasillo—, porque creo que ya va siendo hora de que te lo demuestre.

Capítulo 3

Hace que John Mayer parezca un aficionado

—¿Dónde estamos? —refunfuñó Brooke, mientras salía del taxi y estudiaba a su alrededor la calle oscura y desierta de West Chelsea. Las botas negras altas que había encontrado en unas rebajas de fin de temporada le resbalaban continuamente por los muslos.

—En el corazón del distrito de las galenas de arte, Brooke. Avenue y 1 OAK están aquí al lado.

—Debería saber a qué te refieres, ¿verdad?

Nola meneó la cabeza.

—Bueno, al menos estás guapa. Julian se sentirá orgulloso de estar casado con una mujer así de atractiva.

Brooke sabía que su amiga sólo estaba siendo amable. La que estaba despampanante era Nola, como siempre. Había metido la chaqueta de la oficina y los discretos zapatos de tacón en el gigantesco bolso Louis Vuitton y los había reemplazado por un enorme collar de un millón de vueltas y unos taconazos de Loubutin a medio camino entre el botín y la sandalia, en un estilo que aproximadamente seis mujeres en todo el planeta habrían podido llevar sin arriesgarse a ser confundidas con dominatrices profesionales. Cosas que habrían parecido directamente baratas si se las hubiera puesto cualquier otra mujer (pintalabios color escarlata, medias de rejilla color carne y sujetador de encaje negro asomando bajo la camiseta sin mangas), parecían atrevidas y originales cuando se las ponía Nola. Su falda de tubo, que al ser la mitad de un traje caro resultaba perfectamente apropiada para uno de los entornos de trabajo más conservadores de Wall Street, hacía resaltar ahora su firme trasero y sus piernas perfectas. Si Nola hubiera sido cualquier otra mujer, Brooke la habría odiado profundamente.

Brooke consultó su BlackBerry.

—Entre la Décima y la Undécima. Es exactamente donde estamos, ¿no? ¿Dónde está el local?

Con el rabillo del ojo, vio una sombra que se escurría, y soltó un chillido.

—Tranquila, Brooke. Te tiene mucho más miedo ella a ti que tú a ella —comentó Nola, agitando en dirección a la rata una mano adornada con una sortija enorme.

Brooke se apresuró a cruzar la calle, al ver que las numeraciones pares estaban en la otra acera.

—Para ti es fácil decirlo, porque podrías atravesarle el corazón con un pisotón de esos tacones de aguja. Pero estas botas planas que llevo yo son un riesgo añadido.

Nola soltó una carcajada y echó a andar con gracia detrás de Brooke.

—Mira, creo que es ahí —dijo, señalando el único edificio de la manzana que no parecía en ruinas.

Las chicas bajaron por una pequeña escalera que iba desde la calle hasta la puerta de un sótano sin ventanas. Julian le había explicado a Brooke que los locales para ese tipo de presentaciones cambiaban constantemente y que la gente del mundillo de la música siempre andaba buscando nuevos sitios de moda para llamar la atención y despertar interés; aun así, ella se había imaginado un sitio parecido a una versión reducida del Joe's Pub. Pero ¿qué era aquel local donde estaban? No había ninguna cola delante de la entrada, ni un cartel que anunciara la actuación de aquella noche. Ni siquiera encontraron en la puerta a la típica joven con carpeta, que con expresión petulante ordenaba a todo el mundo que diera un paso atrás y aguardara su turno.

Brooke experimentó una pequeña oleada de angustia, hasta que abrió la pesada puerta del local, semejante a la de la cámara acorazada de un banco, y se sintió rodeada por un cálido manto de semioscuridad y risas discretas, y por el aroma sutil pero inconfundible de la marihuana. El espacio no era más grande que el salón de una casa amplia, y todo (las paredes, los sofás e incluso los paneles de la pequeña barra montada en un rincón) estaba revestido de lujoso terciopelo burdeos. La lámpara solitaria apoyada sobre el piano arrojaba una luz tenue sobre el taburete vacío. Cientos de diminutos cirios de iglesia se multiplicaban en los espejos que cubrían las mesas y el techo, en un estilo que de algún modo conseguía ser increíblemente sexy, sin una sola alusión nostálgica a los ochenta.

La gente parecía escogida y trasplantada de una fiesta junto a una piscina en Santa Bárbara, directamente a Nueva York. Cuarenta o cincuenta personas, casi todas jóvenes y atractivas, deambulaban por la sala, bebiendo en vasos de cóctel y exhalando penachos de humo de cigarrillo en largas y lánguidas bocanadas. Los hombres iban vestidos casi uniformemente de vaqueros, y los pocos que aún llevaban el traje formal, se habían aflojado la corbata y desabrochado el botón más alto de la camisa. Casi ninguna de las mujeres llevaba tacones de aguja ni uno de esos vestidos negros de cóctel, cortos y ceñidos, que eran casi un uniforme en Manhattan. En lugar de eso, iban y venían enfundadas en túnicas con estampados maravillosos, y llevaban pendientes de cuentas tintineantes y vaqueros tan perfectamente gastados que Brooke habría deseado deshacerse allí mismo de su vestido negro de punto. Algunas llevaban diademas entre hippies y chic sobre la frente y lucían preciosas melenas largas hasta la cintura. Nadie parecía preocupado por su aspecto, ni estresado (algo muy poco habitual en Manhattan), lo que lógicamente duplicó el nerviosismo de Brooke. Aquello tenía muy poco que ver con el público habitual de Julian. ¿Quiénes eran esas personas y por qué todas y cada una de ellas eran mil veces más guapas y elegantes que ella?

—Respira —le susurró Nola al oído.

—Si yo estoy así de nerviosa, no puedo ni imaginar cómo se sentirá Julian.

—Ven, vamos a buscar unas copas.

Nola se echó la melena rubia sobre un hombro y le ofreció la mano a su amiga; pero antes de que empezaran a moverse entre la gente, Brooke oyó una voz familiar.

BOOK: La última noche en Los Ángeles
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