Y allí, plantado al aire libre sobre el camino de hierro por el que viajaría, estaba el imponente monstruo de hierro. Sachi pensó en lo orgullosa y emocionada que habría estado Haru si hubiera podido verlo, y tuvo que contener las lágrimas. Era enorme, y negro, tal como Haru lo había descrito aquel día, años atrás. Se alzaba ante ellos proyectando una enorme sombra —jamás habían visto nada parecido—, escupiendo humo y haciendo mucho ruido.
Caminaban a su lado contemplando las inmensas ruedas y las largas bielas que las enlazaban; entonces se apartaron para admirar la enorme chimenea. Subieron tímidamente los escalones de una de las grandes cajas donde viajaban los pasajeros, y se asomaron al interior. Sachi jamás había imaginado que algo pudiera ser tan grande. Aquello parecía una ciudad en miniatura; era del tamaño de una calle llena de casas. De vez en cuando se oía un fuerte chillido y salía una bocanada de humo de la chimenea.
Los dignatarios que estaban allí reunidos eran casi todos hombres. Sólo habían sido invitadas algunas mujeres de alto rango que tenían algún vínculo especial con el emperador. Muchos de los dignatarios eran extranjeros.
Edwards fue a saludarlos. Se había vuelto más serio desde aquel infortunado viaje a la montaña, y ya no era tan desenfadado y juvenil como antes. Su pelo ya no brillaba como el oro, tenía arrugas en la cara y sus ojos estaban un poco desteñidos, aunque seguían siendo del color del cielo un día despejado. Se sonrieron y se saludaron inclinando la cabeza. Edwards preguntó por el hijo de Sachi, el pequeño Daisuké, y ella preguntó por el doctor Willis. Luego estuvieron recordando los viejos tiempos.
—¿Encontró alguien el oro de los Tokugawa? —preguntó Edwards con su habitual franqueza.
En todos esos años, nadie había sacado a colación ese desagradable recuerdo.
—Creo que si lo hubieran encontrado, nos habríamos enterado. Supongo que ese anciano del pueblo de Oguri seguirá allí arriba, cavando —respondió Daisuké, y compuso una triste sonrisa.
—Nunca he entendido por qué Mizuno no sabía dónde estaba —terció Shinzaemon—. ¿No le dijo el anciano nada cuando estuvo usted allí con él, después de que nosotros nos marcháramos?
—Por lo visto, Oguri y Mizuno se pelearon —explicó Edwards—. Alguien los oyó gritar en el pueblo. Así fue como empezaron los rumores sobre el oro. El anciano cree que Oguri engañó a Mizuno. Encontró un pretexto para alejarlo de allí y se deshizo del oro antes de que regresara. El anciano está convencido de que Mizuno debía de saber dónde estaba enterrado. En aquel páramo, seguramente. El problema es que enterraron el oro en primavera, y en verano la hierba lo había cubierto todo. No hay nada que ayude a distinguir un punto de otro. La hierba lo cubre todo.
Sachi se estremeció al recordar la fosa. Pensó con añoranza en Haru. Haru había sido la custodia de su historia; sus destinos habían estado entretejidos incluso antes de que naciera Sachi, desde que Haru era niña y se criaba junto a Okoto. Había guardado el secreto mientras había podido. Y al final ese secreto la había enfrentado con Mizuno. A Sachi se le humedecieron los ojos al pensar que Haru ya no estaba allí para compartir con ellos esas maravillosas y nuevas experiencias.
Sin embargo, también entendía que su tío, Mizuno, hubiera hecho lo que hizo. Así habían sido siempre las cosas en los viejos tiempos. Todos sabían qué tenían que hacer, y lo hacían sin pararse a pensar si querían hacerlo ni si tenían derecho a hacerlo. Cumplían con su deber.
Por eso Shinzaemon y Daisuké eran diferentes, y también Sachi. Ellos pensaban por sí mismos.
Sachi miró en torno a sí. Al fondo, separadas de la multitud, había un grupo de mujeres. Iban vestidas igual que Sachi y Taki, con trajes de cortesana. Al mirarlas, Sachi dejó de oír los chillidos metálicos del silbato y los mecánicos resoplidos de la gran locomotora. En medio de aquel grupo había una mujer menuda y delgada, con él negro y reluciente cabello cortado como lo llevaban las viudas y las monjas. Estaba tan quieta que pasaba completamente desapercibida. Miraba al suelo, como si se hubiera retirado tan hondo dentro de sí misma que le causara dolor salir. En medio de la multitud, Sachi no veía nada más que su carita pálida, con unos ojos grandes y etéreos. Se olvidó de todo salvo de aquel amor tan especial que siempre había sentido por la princesa.
Al ver a Sachi, los labios de Kazu dibujaron una dulce sonrisa.
—¡Niña! —dijo—. La Retirada Shoko-in. Cuánto tiempo. ¡Estás preciosa!
También saludó a Taki con alegría.
—Dedico la mayor parte del tiempo a la plegaria y la contemplación —explicó cuando le preguntaron cómo estaba—. Pero mi sobrino el emperador me pidió que saliera aunque sólo fuera por esta vez. Su Majestad ha sido muy bueno conmigo. Me pidió muchas veces que volviera a Kioto, y una vez fui allí de visita. Pero ahora que Su Majestad ha establecido su corte en Tokio, he vuelto aquí. Llevo una vida muy tranquila. La familia Shimizu todavía me acoge; escribo poesía y medito. Estoy contenta.
Sachi se olvidó de todo menos de la luminosa presencia de la princesa. Allí de pie, vestida de cortesana, era como si el tiempo se hubiera detenido, como si siguieran en el palacio.
—¿Y Haru? —preguntó de pronto la princesa mirando alrededor.
Cuando Sachi le dijo que Haru había muerto, la princesa se quedó callada unos instantes, con la cabeza agachada y tapándose los ojos con una mano.
Entonces Sachi vio que Shinzaemon la miraba con sus penetrantes ojos, y se estremeció de miedo. ¿Qué pensaría la princesa cuando descubriera que Sachi se había unido a otro hombre en lugar de pasar el resto de su vida dedicada al recuerdo del shogun, como había hecho ella? ¿No pensaría que Sachi estaba ligada para siempre —aunque sólo fuera por honor— al clan Tokugawa? Ésa había sido la elección de la princesa.
Temblorosa, Sachi le presentó a Shinzaemon.
—Os presento a mi esposo —dijo—. Luchó por los Tokugawa hasta el final.
La princesa no titubeó.
—Bienvenido —dijo—. Me alegro mucho de conoceros. Shoko-in ha sido una leal amiga y hermana para mí durante muchos años. Nos une un lazo que nunca podrá romperse; yo como esposa, y ella como concubina del shogun. Si las cosas hubieran ido de otra forma, Shoko-in se habría convertido en una de las damas más elevadas del país. Estamos ligadas para siempre a los Tokugawa.
»Quizá seamos reliquias del pasado, pero también somos supervivientes. Todos hemos encontrado un lugar en este nuevo mundo. Me satisface bendecir vuestra unión.
La princesa inclinó la cabeza con formalidad ante Shinzaemon.
Era el último secreto, el último misterio. Ahora Shinzaemon sabía que Sachi no sólo había sido una cortesana, sino la última concubina del shogun. Se había levantado el último velo que todavía había entre ellos. En el pasado, Shinzaemon —un ronin de Kano— y Sachi —la concubina del shogun— jamás habrían podido estar juntos. Habían hecho con éxito eso en lo que los padres de ella habían fracasado, y habían conseguido vivir como querían vivir.
Shinzaemon se limitó a asentir en silencio, y Sachi sintió un gran alivio. Entonces la miró y sonrió. Ella vio orgullo, admiración y cariño en sus ojos. No, vio algo más que eso. Años atrás, cuando le cogió la mano en los jardines, Edwards le había enseñado una palabra. No era afecto, como el que siente un hombre por sus padres, había dicho; ni respeto, como el que siente un hombre por su esposa; ni deseo, como el que siente un hombre por una cortesana, sino algo más. Recordó las extrañas sílabas extranjeras: rabu, «amor». Ésa era la única palabra que podía expresar lo que veía en los ojos de su esposo: amor.
Había llegado un joven en un carruaje descubierto, rodeado de una nutrida escolta. Sachi sabía que era la misma persona que iba dentro del carruaje con el fénix que habían visto entrar en el castillo en una gran procesión. Entonces todos creían que morirían con sólo mirarlo. Sachi levantó tímidamente la cabeza. El joven llevaba pantalones tradicionales de color rojo, una túnica blanca y unas botas europeas. Era muy joven: tenía la misma edad que Su Majestad el shogun cuando Sachi lo conoció. La joven bajó rápidamente la mirada.
La princesa se adelantó e intercambió unas palabras con el joven; luego le hizo señas a Sachi para que se acercara. El joven desprendía una extraordinaria fragancia que no se parecía a nada que Sachi hubiera olido hasta entonces: la legendaria fragancia imperial.
—La Retirada Shoko-in, única concubina del difunto shogun Iemochi —dijo la princesa—. Ha sido mi leal amiga y hermana, una gran fuente de consuelo para mí durante años.
Sachi hizo una profunda reverencia.
—Ah, el shogun Iemochi —dijo el emperador. Tenía una voz juvenil y aflautada, y hablaba un idioma especial que sólo utilizaban los emperadores—. Lo recuerdo bien —dijo—. Era un hombre muy cortés. Es una tragedia que muriera tan joven. Mi difunto padre le tenía mucho cariño. Ha habido tantas muertes, tanta desdicha. Afortunadamente, ahora avanzamos juntos. Ha sido un placer conocerla, Señora.
Entonces el emperador siguió andando. Pronunció un discurso mientras la locomotora expulsaba nubes de vapor; luego, él y otros dignatarios subieron al tren. Sachi, Shinzaemon, Daisuké y Taki vieron subir también a la princesa.
Se oyó un silbido, las enormes ruedas se pusieron en movimiento, al principio despacio, y luego cada vez más deprisa. El tren arrancó, retumbando, y se perdió en la lejanía.
Mientras me documentaba para escribir La última concubina, encontré una referencia al oro perdido de los Tokugawa en una nota a pie de página de una historia de la compañía Mitsui. Por lo visto, Oguri había sacado el tesoro de monedas de oro de Edo cuando el shogun Yoshinobu todavía estaba en el poder, y lo enterró en las estribaciones del monte Akagi. Poco después le cortaron la cabeza, y se perdió todo rastro del oro. El autor añadía que tres generaciones de buscadores de tesoros habían estado cavando, dejando las laderas bajas del monte Akagi llenas de túneles y trincheras.
Me pareció una historia fascinante, y sin embargo, ésa fue la única referencia al oro que encontré en los muchos libros que consulté, así que al final llegué a la conclusión de que sólo era un rumor. Con todo, la idea del oro y de su desesperada búsqueda había despertado mi curiosidad y mi imaginación.
Cuando estaba terminando este libro, decidí ir al monte Akagi. No abrigaba muchas esperanzas de averiguar algo sobre el oro; sólo quería hacerme una idea del lugar y del paisaje. El monte Akagi está muy apartado —no aparece en ninguna guía turística—, pero al final encontré la dirección de la posada de unas fuentes termales. Cogí el tren bala hasta Takasaki, y luego continué en coche por una larga y sinuosa carretera de montaña.
Una vez allí, decidí preguntarle al propietario de la posada sobre el oro de los Tokugawa, por absurdo que pudiera parecer. El posadero no se mostró ni remotamente sorprendido. «No está aquí —me dijo con toda naturalidad—. Está al otro lado de la montaña.» Me lo enseñó en un mapa. Al día siguiente, me dirigí hacia allí bajo la lluvia. Me perdí, encontré una solitaria tienda y me indicaron el camino, a través de bosques y huertos, hasta una casa ruinosa. Al lado había una ondulada extensión de bosque con mucha maleza, con una excavadora en el medio. Acabé tomando el té con un hombre cuya familia llevaba tres generaciones buscando el oro. Mi ficticia versión no coincide exactamente con su relato de cómo llegó el oro al monte Akagi, pero aun así me emocionó descubrir que el oro de los Tokugawa podía existir —aunque nadie lo haya encontrado todavía—, así que lo incluí en mi novela.
El personaje de Sachi y su historia son ficticios, pero el mundo en que ella vivió no lo es. He hecho todo lo posible por trazar un marco histórico lo más exacto posible (aunque me he tomado algunas licencias). Las batallas, los acontecimientos políticos y hasta el clima (muy frío y lluvioso en el verano de 1868) fueron tal como los describo. Los diferentes shogunes (que en los libros japoneses de historia aparecen sencillamente como «el shogun») existieron, y los detalles de sus historias son en gran medida ciertos. La princesa Kazu se casó con el shogun Iemochi cuando sólo tenía quince años; viajó por la ruta Nakasendo y pasó por el valle de Kiso hasta llegar a Edo, y vivió en el castillo.
Sabemos muy poco sobre la vida dentro del palacio de las mujeres. Se guardaba en estricto secreto, y las mujeres que vivieron allí tenían prohibido hablar de ello. Cuando lo desmantelaron, unas pocas doncellas registraron sus recuerdos. He utilizado esos relatos para imaginarme cómo debía de ser la vida en el palacio. Las historias de intrigas y asesinatos son todas ciertas, igual que los nombres de las concubinas: la anciana Honju-in y las demás. La princesa Kazu se empeñó en vestir al estilo imperial, estaba enemistada con su suegra, Tensho-in (la Retirada), y cuando desalojaron a las mujeres del palacio, se trasladó a la mansión Shimizu. Antes de que el shogun emprendiera su último viaje a Kioto, la princesa le regaló una concubina. Después de la muerte del shogun, esa concubina se hizo monja y murió de beriberi en 1877, a los treinta y un años.
Okoto, la madre de Sachi, también existió, y la historia de su relación con el apuesto carpintero es en gran medida cierta. Era miembro de la familia Mizuno, y la última concubina —y favorita— del duodécimo shogun, Ieyoshi. No sabemos cómo se llamaba su amante (de hecho no era carpintero, sino agente de un carpintero, una especie de contratista); pero sí sabemos que se parecía mucho al atractivo actor de kabuki Sojiro Sawamura. Las maquinaciones del hermano de la princesa para introducirla en el palacio del shogun y el triste final de la princesa también son ciertos. Introduje un par de cambios: esos sucesos ocurrieron en 1855, después de la muerte del shogun Ieyoshi, y no en 1850; y no hay constancia de que la princesa tuviera una hija.
En la década de 1860, Japón era un país extraordinario. Nadie sabía que su mundo estaba a punto de cambiar, y no gradualmente, como hizo el nuestro en la época victoriana, sino de la noche a la mañana. Todo el mundo daba por hecho que la vida tal como la conocían seguiría siempre igual. Era un mundo en el que el olor tenía un papel muy relevante, y en el que los vehículos de ruedas sólo se utilizaban para transportar mercancías; la gente viajaba a pie o en palanquín. Se utilizaba poco la pólvora, los samuráis combatían con espadas, y las mujeres samuráis se entrenaban en el uso de la alabarda. Me documenté cuanto pude sobre indumentaria, peinado, incienso, cómo vivía la gente y, en la medida de lo posible, sobre cómo pensaban y sentían. También he mantenido el calendario japonés y he utilizado las medidas horarias y de longitud japonesas.