En un rincón de una de las estancias, Sachi distinguió, en la penumbra, una masa encorvada y pinchuda que parecía un monstruoso erizo. Las guardianas la hicieron pasar deprisa. Entonces Sachi vio otro bulto detrás de una puerta. Era un montón de broza. En todas las cámaras había montones de broza y hierba seca escondidos en los rincones oscuros. Sachi supo instintivamente para qué eran, y esa idea le heló la sangre. Así que ése era el destino que los dioses querían que compartiera con las otras mujeres del palacio. Al final llegaron ante unas puertas cerradas, de las que colgaban unas borlas rojas gigantescas. Las guardianas se arrodillaron y entonaron: «La Retirada Shoko-in.»
Se abrió una puerta. Al otro lado había una mujer arrodillada, con la cabeza sobre el tatami. Sachi dio un grito ahogado. Conocía esa espalda rolliza y ese grueso pelo recogido en un sencillo moño. Todas las mañanas, cuando vivía en el palacio, esa cabeza había estado allí, haciéndole una reverencia en la puerta de su habitación. Al verla, el palacio dejó de parecer un lugar tan extraño. Al menos estaba en casa.
La mujer levantó la cabeza. Se tapó la boca con una mano y sonrió hasta que sus ojos desaparecieron entre los pliegues de sus redondas y sonrosadas mejillas. Las lágrimas resbalaban por su regordeta cara.
—¡Nunca pensé...! —exclamó—. ¡Nunca pensé...! ¡Honorable Señora! ¡Nunca pensé que volvería a veros!
—¡Haru! ¡Hermana Mayor!
—Bienvenida a casa. ¡Bienvenida a casa!
Haru, que se había hecho cargo de Sachi cuando, asustada y cohibida, había llegado de la aldea, y que la había convertido en una dama; que le había enseñado a hablar como una dama de la corte del shogun, a deslizarse dando lentos y pudorosos pasitos en lugar de dar grandes zancadas como una campesina; a escribir, a comer con educación, a cantar, a bailar; que se lo había explicado todo y la había corregido con amabilidad. El día que ordenaron a Sachi presentarse en la cámara de Su Majestad, fue quien le dijo qué tenía que hacer, y que no tuviera miedo. Haru, con sus historias y sus chistes: el cuento del cadáver en el palanquín, los chismes sobre los polvos de lagarto asado y los tallos de setas...
Sachi intentó decir algo, pero las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Taki también lloraba.
La joven se enjugó las lágrimas con la manga y se arrodilló. Le cogió ambas manos a Haru y se las apretó con fuerza. Necesitaba estar segura de que se encontraba ante una mujer de carne y hueso, y no ante un fantasma. Escudriñó su rostro. Haru tenía arrugas en la frente y canas en el pelo. Sus ojos todavía chispeaban cuando reía, pero se apreciaba en ellos una nueva tristeza.
—Hermana Mayor. Doy gracias a los dioses. Sobreviviste al incendio.
—Sí, los dioses me protegieron —dijo Haru sonriendo—. Y a ti también.
—¿Dónde están todas, Hermana Mayor? ¿Dónde está Su Alteza? ¿Dónde están las damas?
Pero Haru no contestó. Miraba a Sachi con extrañeza, como si ella también estuviera viendo un fantasma.
—¡Jamás pensé! —volvió a decir—. Pareces una...
Sachi sabía qué debía parecer: una salvaje, o una loca, con el cabello enmarañado y los dientes blancos, y con aquella holgada ropa de campesina.
Haru sacudió la cabeza.
—Debo de estar envejeciendo —dijo—. Venid, tenéis que bañaros y cambiaros. Informaré a Su Alteza de vuestra llegada. Pero... ¿cómo habéis llegado aquí? ¿Cómo habéis podido atravesar la ciudad? Me han dicho que las calles están llenas de bandidos sureños y que toda la población ha huido. No debisteis venir. Aquí no hay nada, sólo muerte, para todas nosotras.
Pero no todas se habían marchado. Todavía quedaban suficientes sirvientas para que las grandes bañeras se desbordaran de agua caliente. Sachi pensó que, de no haber sido así, habría sido el final. Sentadas lado a lado en unos pequeños taburetes de madera, junto a las bañeras, Taki y ella se turnaron para frotarse la espalda; ya no había doncellas encargadas del baño, y de cualquier forma, Sachi estaba acostumbrada a hacerlo todo con Taki.
—Métete conmigo en el agua, Taki —dijo.
Después de quitarse de encima el polvo del camino, tan concienzudamente como pudieron, se metieron en el agua caliente, se sumergieron hasta el cuello y se quedaron un rato allí sentadas, sintiendo cómo las iba abandonando el cansancio acumulado durante el viaje. Sachi agradecía el vapor que formaba remolinos alrededor, porque ocultaba sus lágrimas. Aquel lúgubre y resonante palacio no era el hogar que ella recordaba. Había pensado que, aunque el resto del mundo hubiera cambiado, dentro de los muros del castillo encontraría un refugio. Pero se había equivocado.
Shinzaemon... Shinzaemon... ¡Habría dado cualquier cosa por que Shinzaemon estuviera allí con ella! Era como si le faltara algo, una parte de sí misma. Sin él, el mundo era un lugar desolado. Nunca había sentido una tristeza tan profunda.
Intentó figurarse su cara: sus rasgados ojos, sus pobladas cejas, su ancha nariz, sus carnosos labios. Rememoró cada día, cada momento que habían pasado juntos, todas las cosas que Shinzaemon había dicho y había hecho: la vez que le dio la orquídea silvestre, el momento en que dijo que la acompañaría a la aldea... Sachi intentó recordar el roce de la palma de su mano y su olor salado. Sabía que no le convenía obsesionarse tanto, pero no se arrepentía en absoluto. Le bastaba recordar a Shinzaemon para sentirse feliz.
El delgado rostro de Taki, de mejillas hundidas, se había puesto colorado a causa del calor. Sachi vio que Taki también estaba llorando.
—Creía que cuando llegáramos al palacio volvería a ser yo misma —confesó Taki sorbiéndose la nariz. Se desplazó un poco, y Sachi notó el calor de su piel al mismo tiempo que el agua, caliente y humeante, formaba ondas—. No sabía que fuera posible sentir algo así por alguien. No sabía que existieran esos sentimientos. Si nos hubiéramos quedado aquí, nada de todo eso habría pasado. Se nos subió a la cabeza tanta libertad. No dejo de repetírmelo. Nos dejamos llevar por nuestras emociones.
Pero ya no eran las mismas, pensó Sachi. Taki nunca había salido de la casa de sus padres ni del palacio de las mujeres. No había conocido otro tipo de vida. Era posible que el viaje y el convivir con hombres se le hubieran subido a la cabeza. Todo era tan nuevo para ella que era lógico que se hubiera embriagado, de modo que no era de extrañar que se hubiera enamorado del apuesto Toranosuké. Sachi, en cambio, había crecido lejos del palacio y siempre había sabido que ése no era el único mundo que existía.
—Cuando llegamos aquí, pensé que sería como despertar de un sueño —dijo Taki exhalando un suspiro—. Pero no consigo despertar. Tengo la sensación de que el sueño es esto.
—Es como el cuento de Urashima y la hija del rey dragón —replicó Sachi con voz queda—. ¿Qué era real y qué era un sueño: su pueblo, del que se había marchado trescientos años atrás, o el palacio bajo el mar?
Taki murmuró los primeros versos de un poema:
Kakikurasu / A través de la sombra más negra
Kokoro no yami ni / de la oscuridad del corazón deambulo
Madoiniki / desconcertada
Sachi lo conocía; era un hermoso poema, escrito cientos de años atrás por el gran poeta y amante Ariwara no Narihira. Parecía estar en perfecta sintonía con sus sentimientos. Olvidando un momento su tristeza, Sachi y Taki recitaron el final juntas, y sus voces resonaron en la gran sala de baños:
Yume utsutsu to wa / Tú que conoces el mundo del amor, decide:
Yohito sadame yo / ¿es mi amor un sueño, o es real?
Taki dio un suspiro.
—No tardaremos en despertar —dijo—. No estamos en un cuento de hadas. No somos campesinas ni niñas, y no podemos seguir ciegamente nuestras emociones. Eso sólo lleva al desastre. Cuanto antes volvamos a la realidad, mucho mejor.
Sachi pensó que Taki tenía razón. Sin embargo, no había olvidado que la noche siguiente, Shinzaemon quizá estuviera esperándola en el puente. Después de mañana por la noche, se dijo con firmeza. Entonces habría llegado el momento de contener esos infantiles sentimientos.
Después del baño, se quedó sentada en silencio mientras Taki se afanaba alrededor de ella, tiñéndole los dientes de negro y depilándole las cejas. Antes, cuando se había mirado en el espejo, había visto reflejado el luminoso rostro que veía Shinzaemon. Ahora ese reflejo era pálido y lánguido.
Con mucho cuidado, Taki le maquilló la cara, le aplicó carmín en las mejillas y le perfiló los labios hasta convertirlos en un capullo de rosa; luego dibujó dos alas de palomilla en la frente. A continuación le cepilló el pelo y se lo untó con aceite, hasta que colgó como una reluciente cortina negra. Fue levantando mechones uno a uno y puso debajo un incensario para perfumárselo; por último, le vistió una capa tras otra de kimonos, como correspondía a una viuda que había tomado las órdenes sagradas.
Poco a poco, la pequeña Sachi, la hija del jefe de la aldea, la viajera anónima del Camino de la Montaña Interior, fue desapareciendo. Ante ella, en el espejo, estaba la Retirada Shoko-in, la concubina viuda de Su difunta Majestad, el shogun Iemochi. Taki le hizo los últimos arreglos en las túnicas, doblando y alisando los cuellos hasta que quedaron perfectamente alineados. Cuando Taki la ayudó a ponerse el haori, Sachi adoptó un semblante triste, pues era consciente de las preocupaciones y las responsabilidades que pesaban sobre sus hombros con cada capa de ropa.
Sin embargo, en su interior sabía que ya no era la misma persona. Bajo los polvos blancos había color en sus mejillas, y una nueva luz brillaba en sus ojos. Había visto demasiadas cosas, había estado en demasiados sitios. Sabía qué se esperaba de ella y estaba decidida a cumplir su deber. Sin embargo, había probado la libertad y nunca volvería a ser la de antes.
Sachi fue a las habitaciones de la princesa y se arrodilló frente a la puerta, aterrada de pensar qué encontraría y cómo sería recibida. Respiró hondo y, despacio, abrió la puerta.
Pese al silencio reinante, Sachi imaginaba encontrar una antecámara con biombos dorados a lo largo de las paredes, llena de cajas con incrustaciones de oro sobre estantes lacados, con un montón de damas de honor charlando y riendo, entrando y saliendo con rollos de seda para kimonos, con sus lujosas túnicas de seda haciendo frufrú. Pero la habitación estaba casi vacía. Sólo había unos pocos colgadores con unos kimonos aireándose, un solo baúl de kimonos y una caja de cosméticos.
La princesa estaba casi completamente sola. Ni siquiera estaba escondida detrás de un biombo, sino arrodillada frente a una mesita en medio de la habitación, con un pincel en los delgados dedos, escribiendo. Terminó la pincelada que estaba trazando y dejó el pincel. Entonces miró alrededor, inclinó la cabeza y tocó el tatami con las yemas de los dedos.
—Os he causado muchos problemas —murmuró en el lenguaje arcaico de la corte imperial. Su voz no había cambiado: era el mismo susurro de pajarillo que Sachi tan bien conocía—. Debéis de estar cansada. Habéis recorrido un largo camino. Debéis de haber soportado muchas incomodidades.
Compuso su triste y amable sonrisa y pasó a utilizar el lenguaje de las aristócratas de Edo.
—Bienvenida, niña —dijo—. Haru me dijo que habías vuelto. Ven y siéntate a mi lado.
Las lágrimas se agolpaban en los ojos de Sachi. Ver aquella mujer, que siempre había estado rodeada de multitud de damas de honor y que jamás había tenido que hacer nada por sí misma, allí sentada, sola, le partía el corazón.
Sin decir nada, Sachi se arrodilló ante la princesa y la miró a los ojos. Eso suponía una lamentable violación del protocolo, pero necesitaba ver esa cara que tanto amaba.
Bajo el blanco maquillaje, el cutis de la princesa conservaba su transparente palidez. La delicada y curvada nariz, los enormes y tristes ojos, la diminuta y fruncida boca... Nada había cambiado. Estaba tan delgada que parecía que fuera a desvanecerse en cualquier momento en el mundo de los fantasmas. Se le habían soltado unos mechones de pelo, como si incluso hubiera tenido que peinarse ella misma, lo cual era insólito. Entre las cejas, depiladas, Sachi distinguió una fina arruga, una huella de su sufrimiento.
Pero había algo que sí había cambiado. Estaba más erguida. Había una chispa en sus ojos, como si hubiera encontrado algo por lo que luchar tras tantos años viendo pasar la vida con apatía. Parecía más atrevida, más imperiosa.
—Ven —dijo la princesa con dulzura, y condujo a Sachi a uno de los lados de la habitación.
En el altar había una tablilla funeraria y un pequeño daguerrotipo. ¡Esa imagen! Sachi la recordaba muy bien. La cogió con ambas manos y, con reverencia, se la llevó a la frente. Apenas veía, pues tenía los ojos anegados en lágrimas, que resbalaban por sus mejillas estropeándole el maquillaje. Era Su difunta Majestad. Sachi lo recordaba tan culto, tan maduro; pero entonces ella sólo era una cría. Al mirar el retrato, comprendió que el shogun no era más que un niño vulnerable. Las dos mujeres se arrodillaron juntas y rezaron, pasando sus sartas de cuentas.
—Me alegro de que hayáis conservado este retrato, Alteza —susurró Sachi.
—Me recuerda otros tiempos más felices —replicó la princesa—. Y sin embargo... ¿Fueron felices? Me gustaría haber sido mejor esposa para él.
—Estoy segura de que él... —dijo Sachi, pero se interrumpió.
No le correspondía hablar de esas cosas.
La princesa Kazu se enjugó las lágrimas con la manga.
—Me alegro de que hayas vuelto —dijo—. Tengo muchas cosas que contarte. Han pasado muchas cosas desde que te fuiste.
Se produjo un silencio. Sachi esperó respetuosamente a que la princesa continuara.
—Cumpliste muy bien tu misión.
¿Misión? Sachi había olvidado que tenía una misión.
—Nos dijeron que unos rebeldes habían atacado el palanquín imperial. Decían que me habían secuestrado (a mí o a la Retirada, o a ambas) y que me habían llevado a Satsuma, el bastión de los sureños. Sí, el pueblo estaba furioso. Nadie ponía en duda que habían sido los sureños quienes habían incendiado el castillo. Nuestros hombres quemaron las residencias del clan de los Satsuma y los expulsaron de la ciudad. Más tarde encontraron el palanquín imperial, en algún lugar... en algún lugar, lejos de la ciudad.
Se miró las delgadas manos, recogidas sobre el regazo, y volvió a levantar la cabeza.
—Creímos que te habíamos perdido —continuó—. Lloramos tu muerte. Creímos que te habías ido para siempre... —Su voz se fue apagando. Echó un vistazo a la habitación y desplegó las manos en un gesto de impotencia—. Nuestra vida ha cambiado. Nuestro mundo ha llegado a su fin. Nunca imaginé que pudiera llegar este momento. ¡Nunca! ¡Jamás!