La última concubina (35 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

BOOK: La última concubina
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Uno se abalanzó sobre Sachi, y pegó su cara a la de ella.

—Peaje —gruñó, y tendió una negra mano con la palma hacia arriba. Hablaba en el dialecto del Kiso—. Mil mon de cobre.

El tipo tenía una cara delgada y puntiaguda, de rata. Su boca era un agujero con unos pocos dientes amarillos, rodeados de raigones renegridos. Llevaba la ropa sucia y hecha jirones, pero tenía unos brazos musculosos y unos pequeños y destellantes ojos. Llevaba el pelo recogido en un moño grasiento. Sachi había oído hablar de tipos como aquél; eran delincuentes que merodeaban por los salones de juego de las partes más pobres de la ciudad. En circunstancias normales, sus caminos nunca se habrían cruzado. ¿Dónde estaban los oficiales que vigilaban el camino? Por lo visto, el orden que todos habían dado siempre por hecho se había derrumbado por completo. Sachi retrocedió, asqueada, pero el hombre fue tras ella.

—No, mejor aún —dijo el individuo señalando los caballos con la cabeza—. Nos llevaremos eso.

Algunos de los hombres ya estaban sujetando las riendas de los caballos de carga. ¡Iban a llevarse el michiyuki!

Sachi miró alrededor, desesperada. Eran unos diez, quizá veinte bandidos contra ella, Taki y Shinzaemon. Estaba a punto de sacar la funda de la alabarda cuando el hombre la agarró por las muñecas y se las apretó con fuerza con sus huesudas manos. Era canijo, pero muy fuerte. Sachi forcejeó con fiereza; sus ojos se llenaron de lágrimas de frustración.

De pronto se oyó un silbido, como si alguien aspirara entre los dientes. Unas ásperas voces exclamaron: «Hora!», y después se produjo un silencio. Los bandidos se habían quedado inmóviles. Sachi los miró, desconcertada. Tenían la boca abierta y los ojos como platos.

Sachi se dio la vuelta. Shinzaemon iba a la cola del grupo. Se había quitado la manga derecha del kimono para liberar el brazo con que manejaba la espada, revelando su musculoso hombro y el tatuaje de la flor de cerezo. Algunos de los bandidos y los mozos que llevaban los caballos de carga tenían tatuajes que les cubrían la piel desde el codo hasta la rodilla y hasta el cuello: preciosas escenas de guerreros, geishas y actores de kabuki, exquisitamente dibujados y coloreados. El de Shinzaemon era muy diferente: era sencillo y sin pretensiones.

Tenía la espada en la mano. Miró a los bandidos y frunció ligeramente el entrecejo; entonces esbozó una sonrisa, como si nada pudiera divertirlo más que enfrentarse a aquellos tipos.

De pronto los bandidos se arrodillaron en la calzada y empezaron a golpearse la cabeza contra el suelo.

—Perdónanos, amo, perdónanos —farfullaban—. Lo sentimos mucho, amo. Ten piedad de nosotros.

La sonrisa de Shinzaemon se ensanchó. Le lanzó una mirada de nostalgia a su espada y entonces, lenta y deliberadamente, la guardó en su vaina. Volvió a cubrirse el hombro con la manga del kimono e hizo una seña con la barbilla. Los bandidos dieron media vuelta y huyeron corriendo hacia el bosque.

Sachi estaba perpleja. El tatuaje de Shinzaemon no había tenido el mismo efecto sobre los soldados sureños cuando se los habían encontrado. Había muchas cosas de él que no sabía: qué había sido, qué había hecho en el pasado.

—Bueno —dijo Taki en voz baja cuando se pusieron de nuevo en marcha—. Ha habido suerte. Al menos no tenemos que preocuparnos por los bandidos con Shin a nuestro lado.

Esa noche, en el puesto de control, se hospedaron en una sencilla posada, la clase de establecimiento donde paraban los viajeros corrientes, esos por los que ellos se hacían pasar. Hombres y mujeres dormían juntos en la misma habitación, y hasta tenían que prepararse ellos las camas.

Después de instalar a Taki, Sachi y Shinzaemon se sentaron fuera, en un banco. Las estrellas brillaban en el negro firmamento. Estaba tan oscuro que ni siquiera veían la silueta de las montañas. Se oía el agua correr por las alcantarillas, y de vez en cuando, el correteo de algún animal por la maleza del bosque que había detrás.

Sachi dio una calada a su pipa. Como a todas las mujeres del palacio, le gustaba fumar de vez en cuando. Las brasas relucían, rojas, y las chispas iluminaban la oscuridad. Estaban sentados uno al lado del otro, pero sin tocarse.

—Nunca había visto brillar tanto las estrellas —dijo Shinzaemon en voz baja—. Nunca pensé que estaría en un sitio como éste... con alguien como tú.

Se quedaron allí hasta altas horas de la noche. Sachi le habló a Shinzaemon de su infancia en la aldea: de cómo nadaba en el río, de esa vez que Genzaburo peleó con un jabalí, del paso de las estaciones en las montañas, de las procesiones que pasaban por la aldea y de los daimios que se hospedaban en la posada. Al final le habló de la princesa; le contó que su comitiva era tan larga que había tardado cuatro días en pasar, y que se había llevado a Sachi y había ordenado que la llevaran al castillo de Edo. Pero se detuvo ahí: no le habló del palacio ni del shogun, y él tampoco le preguntó nada.

—Yo también pasé mucho tiempo en las montañas —dijo Shinzaemon—. Cuando era niño, salía con los cazadores de osos. Era muy pendenciero. Mis padres siempre estaban enfadados conmigo. Pero entonces encontré algo útil que hacer con mi espada.

—¿Y ese tatuaje? —preguntó Sachi con timidez—. ¿Me vas a hablar de él?

—Siempre quise mejorar con la espada, sobre todo cuando empezó a haber revueltas. Pasé un año en la Academia Militar de Edo. Entonces oí hablar de un maestro que era el último defensor de la técnica «mano del Buda». En esa época ya estaba retirado. Pasé una temporada con él en la tierra de las nieves. Era un gran maestro. Una vez iniciados, los discípulos podíamos llevar una flor de cerezo tatuada en el hombro. Por lo visto, todos los bandidos del centro de Japón conocen ese tatuaje. Desde entonces, nunca he tenido problemas con ellos. Es a mi maestro a quien temen, no a mí. O quizá teman a la mano del Buda. Quizá prefieran no averiguar en qué consiste esa técnica secreta.

Sachi lo oyó chascar la lengua en la oscuridad.

No hablaron del futuro. Cada día que pasaba estaban más cerca de Edo y del momento en que deberían separarse.

Caminaban día tras día, diminutos bajo los peñascos, como figuras de un dibujo a tinta. A veces el camino se llenaba de gente, y otras veces, el grupo caminaba solo. Superaron puertos de montaña nevados, contemplando, impresionados, los picos que se alzaban sobre ellos. Rezaban en los santuarios que había en las cumbres, suplicando a los dioses que los protegieran. A veces subían cuestas entre árboles que se alzaban hacia el cielo, con un follaje tan denso que el camino quedaba oscuro como la noche. Treparon por rocas, pasaron por puentes endebles que oscilaban sobre barrancos que daban mareo, vadearon cascadas y arroyos y buscaron el camino por extensiones de hielo y nieve. A veces, en los sitios donde la nieve se había fundido, tenían que avanzar con el barro hasta las rodillas.

Formaban parte de la interminable procesión que transitaba la ruta Nakasendo. Avanzaban con dificultad, parándose de vez en cuando para ajustarse los cordones de las sandalias de paja y frotarse las doloridas piernas. Llevaban las sandalias de recambio colgadas del cinturón, y tiraban las viejas cuando se rompían. Cuando llovía o hacía frío, se ponían abrigos de paja y seguían caminando como pequeños pajares móviles. Cuando el sol abrasaba, se protegían con los sombreros de paja. Nadie que las viera con su sucia ropa de viaje habría podido imaginar que eran cortesanas.

Todas las mañanas, Sachi se ponía un par de sandalias nuevas, se remangaba las faldas del kimono, cogía su alabarda y se ponía en marcha, muy decidida. Se sentía más fuerte a medida que pasaban los días, aunque tenía los pies rozados y doloridos, por muchas veces que se cambiara las sandalias de paja.

Taki también caminaba con decisión, como una muchacha del campo. Tenía color en las mejillas, antes pálidas, y sus grandes ojos destellaban. Ya no protestaba por el frío ni por lo duro que era el camino. Sachi veía que estaba emocionada, pues sabía que iba hacia Edo, hacia su casa.

Ella sabía que también debería estar emocionada. Volvía al palacio, donde estaba la princesa; se repetía una y otra vez que volvía al lugar donde encontraría a su madre. Sin embargo, cada día que pasaba sabía que estaba más cerca del momento en que tendría que despedirse de Shinzaemon.

Por las noches, él y Sachi se sentaban juntos. A veces hablaban; otras, no. Comentaban los incidentes del día, o hablaban de su infancia, de libros que habían leído y de la música y la poesía que les gustaba. A veces sus manos se rozaban. Ambos eran conscientes de que lo que estaban haciendo era incorrecto, pero allí, en el camino, nadie sabía quiénes eran. Además, se dirigían a la guerra. Shinzaemon suponía que moriría, y Sachi no tenía ni idea de qué sería de ella.

Siete días después de abandonar la aldea, superaron el puerto de Usui, el último de los cuatro grandes puertos de montaña de la ruta Nakasendo. Era una cuesta larga y dura. Ya en lo alto, respirando aquel aire enrarecido, contemplaron la llanura de Kanto. Más allá estaba Edo. Unas cumbres oscuras se alzaban a lo lejos, bordeando la llanura como las almenas de una fortaleza. Shinzaemon señaló las angulosas formas del monte Miyogi, el monte Haruna y el monte Akagi. Más hacia el sur, reluciendo en el horizonte, se distinguía una silueta fantasmal: el cono perfecto del monte Fuji. Rezaron en el santuario Rumano, en lo alto del puerto, y emprendieron la marcha por el resbaladizo y traicionero suelo de pizarra de la cresta, hasta descender al puesto de control de Sakamoto. A medida que descendían, iban notando el aumento de la temperatura. Iban del invierno hacia la primavera.

Al día siguiente, por la noche, llegaron a la ciudadela de Takasaki. Se marcharon antes del amanecer. A las puertas de la ciudad había cadáveres atados a unas cruces; era una advertencia para los descontrolados que pretendieran aprovecharse del caos reinante para asaltar a los viajeros. Las montañas se alzaban, imponentes, a sus espaldas, monstruosas siluetas destacadas contra el oscuro firmamento. A partir de ese momento, caminarían por las llanuras.

Hacia la hora del caballo, cuando el sol estaba en el cenit, llegaron a un río demasiado ancho y rápido para vadearlo.

—El río Toné —dijo Shinzaemon—. Cuando lo hayamos cruzado, estaremos en el último tramo del trayecto.

El río bajaba muy lleno, pues había recibido la nieve del deshielo. Las casas que había al otro lado parecían pintadas en un paisaje. La gente que estaba en la orilla escudriñaba las aguas, impaciente. Un viejo transbordador zigzagueaba precariamente hacia ellos, impulsado por un barquero calvo con una larga pértiga de bambú; en la popa iba otro individuo, acuclillado, que dirigía el timón. El viento agitaba los juncos que crecían al borde del agua.

Un anciano de manos nudosas, que llevaba un cinturón lleno de monedas atado a la cintura, gruñó algo en un dialecto tan tosco que Sachi no entendió ni una sola palabra.

—¿Qué? Eso es diez veces la tarifa normal —le gritó Shinzaemon—. ¡Sinvergüenza! ¡Avaro! El país está en llamas y lo único que te interesa es cuánto dinero puedes sacar, ¿no?

—Lo siento, señor —dijo el anciano. Sachi estaba acostumbrándose al acento—. Ésa es la tarifa, señor. O lo tomáis, o lo dejáis. O cruzáis por vuestra cuenta.

La barca se acercó crujiendo y gruñendo; iba tan cargada que parecía que fuera a hundirse bajo el peso de tanta gente y tanta mercancía. El barquero apoyaba todo el peso de su cuerpo en la pértiga, y cada vez que se daba impulso estaba a punto de caer al agua. En la popa había un grupo de porteadores. Estaban de pie, con aire desvalido, alrededor de unas cajas fuertes; no llevaban más ropa que un taparrabos, y estaban pálidos y temblorosos. En la proa había unos cuantos personajes bien alimentados que parecían los amos de los porteadores. Tenían un aire sospechoso. De vez en cuando miraban por encima del hombro, como si los estuvieran siguiendo. Sachi, con la cara bien tapada con el pañuelo, los miró con curiosidad.

Parecían comerciantes de Edo, como esos que llevaban los rollos de seda al palacio. Vestían trajes costosos de telas suntuosas, sencillas por fuera, pero con lustrosos forros que se veían en el cuello y en los puños. Mas esos presuntos comerciantes tenían algo raro. Los hombres que estaban agrupados alrededor de ellos llevaban dos espadas que asomaban por debajo de sus capas de chonin, y daba la impresión de que protegían a los tres que estaban en el centro, cuyas caras quedaban ocultas bajo sus sombreros de viaje.

La proa del transbordador llegó a la orilla del río levantando mucha agua, y los viajeros desembarcaron; pasaron tan cerca de Sachi que la joven habría podido tocarlos. Al pasar el primero de los hombres a su lado, el viento agitó las mangas de su traje, y Sachi percibió un débil perfume. La joven cerró los ojos e inhaló. Era una mezcla de flores de ciruelo, suave y dulzón; un perfume de invierno con una pizca de camelia. «Ese hombre no es ningún comerciante», pensó Sachi. Las fragancias tan sofisticadas como ésa no estaban al alcance de los comerciantes, y además, ni siquiera se les permitía utilizarlas. Y había algo que le resultaba familiar. Un lejano recuerdo se agitó en su mente.

Por un instante volvía a estar en el palacio, deslizándose por las grandes estancias con sus techos artesonados y sus paredes doradas y relucientes, y con el dobladillo acolchado de la cola de su traje susurrando tras ella. Las mujeres con que se cruzaba hablaban y reían, y cada una llevaba un perfume distinto. Sachi y Taki caminaban deprisa detrás de Tsuguko, cuyo largo y entrecano cabello rozaba el suelo. Pero ¿adónde iban y por qué? Sachi intentó recordarlo. Ese perfume le producía una terrible aprensión.

Abrió los ojos. Miró hacia abajo y le vio una mano a aquel hombre. Era blanca, suave y carnosa, y llevaba las uñas arregladas, como una mujer. De pronto Sachi dio un respingo. Había olido ese perfume en el tatami de la sala de audiencias de la princesa. Era un olor tan abrumador que le produjo mareo. Una sedosa voz de hombre resonaba en sus oídos; susurraba, utilizando el enrevesado lenguaje de la corte, que Su Majestad el shogun estaba gravemente enfermo.

Su Majestad el shogun. Sachi vio su liso y pálido torso, su infantil sonrisa. Había pensado que, con el tiempo, el dolor se haría menos intenso, pero notó cómo las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Entonces vio a la princesa llorando detrás de sus biombos y la oyó preguntar: «Oguri. Oguri. La enfermedad del shogun... ¿es natural?» Oguri. Así se llamaba.

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