La Tumba Negra (12 page)

Read La Tumba Negra Online

Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La Tumba Negra
13.33Mb size Format: txt, pdf, ePub

»Şehmuz intentó retroceder de rodillas, pero el soldado que había a su lado le dio otro culatazo en el costado izquierdo.

»—¡No te muevas, hombre!

»Se quedó inmóvil, echado sobre el costado izquierdo por el dolor. Me acerqué a él. Me incliné y le dije con voz tranquila pero firme:

»—Es la última vez que te aviso. Sabemos que no fuiste a pescar. Cuando vas a pescar, nunca vuelves antes de que salga el sol. Esta mañana regresaste a casa justo después de la primera oración, cuando todavía estaba oscuro. A tu propio hermano le sorprendió. Y no volviste con pescado ni nada parecido. La verdad es que era imposible que lo hicieras porque no habías estado echando las redes en el Éufrates, sino esperando a Hacı Settar para tirarlo del alminar.

»Şehmuz levantó la cabeza ligeramente y con ojos de desesperación miró primero a los dos soldados que le flanqueaban y luego a mí.

»—Muy bien, mi capitán —dijo—. Se le contaré todo, pero la verdad no es como usted cree. Anoche ni siquiera me pasé por la parte de la mezquita. Anoche estaba fuera del pueblo.

»—Mirad, vuelve a mentir —dije—. Dadme ese cinto.

»—No lo haga, mi capitán —se acurrucó de miedo—. Por Dios que esta vez estoy diciendo la verdad. Anoche estuve en Kara Kabir.

»Ahora me tocó sorprenderme a mí.

»—¿En Kara Kabir?

»—Sí, en Kara Kabir. Estaba sacando ese tesoro que ya sabe usted.

»—Me estás mintiendo otra vez.

»—Por Dios que es verdad, por mi madre.

»—¿Te acompañaba alguien?

»Şehmuz dudó.

»—Mira —sacudí el dedo índice en dirección a su cara—, si no puedes probar que estuviste en Kara Kabir, te encerraré por la muerte de Hacı Settar.

»Mirándome con los ojos salvajes pero temerosos de un chacal acorralado, confesó por fin.

»—Fui con Memili,
el Manco
, y su hijo Bekir.

»—¿Qué encontrasteis en la excavación?

»—Todo lo que encontramos está en la casa del huerto de Memili —dijo con voz derrotada.

»—Ya veremos. Bien, y mientras vosotros estabais buscando el tesoro, ¿dónde estaba Selo, el guarda de la excavación?

»—La nuera del viejo Selo acaba de tener un niño. Llevaba ya muchos días queriendo ir a ver a su nieto. Y Memili le dijo: “Hombre, Selo, para eso están los amigos, tú vete a tu aldea y yo mandaré a Bekir para que monte guardia”. Selo es muy inocente y creyó a Memili. O sea, él estaba en su aldea, no tiene nada que ver con este asunto.

»Después de que Şehmuz confesara, atrapamos a Bekir, el hijo de Memili,
el Manco
, en la estación de autobuses. En el registro de la casa del huerto encontramos, además de las piezas que había dicho, un saco de marihuana. Al principio, Bekir lo negó todo, pero en cuanto le presionamos un poco, admitió que lo que nos había contado Şehmuz era cierto.

Los miembros del equipo de la excavación, que habían estado escuchando atentamente el relato del capitán, se habían quedado boquiabiertos. El primero en deshacerse de la impresión de la historia fue Halaf.

—Yo ya había notado que al tío Selo le pasaba algo raro. Probablemente, cuando llegó por la mañana al sitio de la excavación y vio que pasaba algo extraño, lo comprendió todo, pero ya era demasiado tarde, y no se lo contó a nadie por miedo.

—Tenemos que despedirlo —dijo Kemal—. Lo contratamos para que vigile y entrega la excavación a los ladrones.

—Y, lo más importante, esta noche la excavación no estará segura —susurró preocupada Esra—. Quizá el tío Selo se haya asustado y la haya abandonado.

—No, él no ha abandonado el yacimiento —replicó el capitán con voz decidida—. Nos lo hemos llevado a la comandancia para interrogarle. Dejé allí a dos hombres de guardia.

Esra le lanzó una mirada de agradecimiento.

—Gracias. Mañana resolveremos la cuestión de la vigilancia. —Seguía obsesionada con el asunto del interrogatorio—. Así pues, Şehmuz no es el asesino de Hacı Settar, ¿no? —preguntó.

—Eso parece —respondió el capitán. La alegría que había demostrado desde su llegada pareció enturbiarse.

—Me da la impresión de que se equivoca —le contradijo Kemal—. Lo que nos ha contado no demuestra que Şehmuz no haya sido el asesino. Después de ocultar en la casa del huerto lo que habían robado, pudo ir a la mezquita y matar a Hacı Settar.

—Es difícil estar seguro —aceptó Eşref con voz tranquila—. Mañana llegará desde Antep el equipo técnico. Tomarán las huellas dactilares. Sólo entonces podremos decir algo con seguridad.

—Entonces deberíamos volver a nuestra cena —dijo Teoman, que estaba muerto de hambre—. De todas maneras, para descubrir lo que ha ocurrido, no nos será de ninguna utilidad pasar hambre.

Séptima tablilla

Nunca descubrimos lo que le había ocurrido a mi abuelo Mitannuwa. Los emisarios que enviamos para que lo buscaran regresaron con las manos vacías. Cuando perdimos toda esperanza de encontrarlo, mi padre Araras comenzó a mostrar más interés por mí. No voy a decir que le alegrara que Mitannuwa hubiera desaparecido, pero quiso aprovechar aquella oportunidad que le proporcionaba su ausencia. Comenzó a dedicarme gran parte del tiempo que le dejaban libre los asuntos de palacio. No le agradaba que escribiera poesía y me obligada a trabajar en las tablillas oficiales. Cumplí sus deseos, pero continué escribiendo poesía en secreto. Es extraño, pero yo no estaba en absoluto molesto con él, todo lo contrario, cada día que pasaba le entendía mejor.

Mitannuwa decía que mi padre era el cómplice del rey. Según fui viviendo con él, comprendí que estaba equivocado, que tan sólo era un hombre de Estado comprometido con sus obligaciones.

Ese año, en la época de la vendimia, nuestro soberano enfermó de algo que primero le provocó contracciones en las piernas, luego fuertes dolores y acabó por matarlo en una semana. Se hicieron sacrificios y ofrendas a Teshup, dios de la tormenta, a su esposa Hepat, diosa del sol, y a sus hijos Sharruma y Kupaba por la salud de nuestro rey. Se ordenó que trajeran a nuestra ciudad a los mejores adivinos de la tierra entre los dos ríos para que descubrieran cómo dispersar las nubes del mal que rodeaban el lecho de nuestro monarca.

Los adivinos sacrificaron un cordero y observaron sus entrañas. Descubrieron que la parte gruesa del hígado estaba al revés y sacudieron la cabeza desesperados.

Luego soltaron una pareja de águilas en la pradera que hay Éufrates abajo. Pero las aves volaron en direcciones contrarias en lugar de encontrarse en el cielo.

Más tarde dejaron dos anguilas en un estanque, pero nadaron en direcciones opuestas, indicando así que a nuestro rey le había llegado la hora de abandonar el mundo.

Las predicciones de los adivinos resultaron ciertas: el rey Astarus agotó su fuerza vital en siete días y al final del séptimo ascendió para encontrarse con los dioses. También por él, como por su padre Kamanas, se celebraron ceremonias que duraron catorce días y catorce noches. Su cuerpo fue quemado y el fuego se elevó hacia las divinidades. Las cenizas se guardaron en una urna de barro.

El lugar del rey Astarus lo ocupó nuestro nuevo señor, Pisiris, el ahora favorito de los dioses. Cuando Pisiris subió al trono, era joven como Astarus. Pero no se parecía en absoluto a él. Astarus era un rey que no tenía confianza en sí mismo. Quizá, por ese motivo, era incapaz de hacer nada sin consultar a la Asamblea de Nobles. Pisiris, en cambio, era un hombre ambicioso, despiadado y con una confianza infinita en sí mismo. Tres meses después de ocupar el trono ya había conseguido que la Asamblea de Nobles se convirtiera en un órgano inútil. Comenzó a no tener en cuenta las decisiones de la Asamblea. Mi padre intentó oponerse, pero el rey le amenazó abiertamente: «O estás de mi lado o pondré fin a la tradición de grandes escribas de palacio que vuestra familia ha disfrutado desde hace tantos años», le dijo. Araras sabía que el rey se equivocaba, pero no era hombre que pudiera oponerse a él. No voy a decir que fuera un cobarde, sino que le habían educado así. Era capaz de organizar hábilmente inimaginables intrigas contra los monarcas extranjeros e incluso contra los nobles de nuestra Asamblea para proteger los intereses del soberano, pero no sabía hacerlo contra el propio Pisiris.

Aparte del despotismo del que hacía gala, el nuevo rey tenía en la cabeza ideas mucho más peligrosas. Quería ser considerado como uno de los emperadores hititas de la época del gran reino. Sin tener en cuenta las débiles fuerzas de nuestro pequeño país, empezó a forjar planes secretos contra el Imperio asirio, bajo cuya soberanía vivíamos. Mi padre prevenía de la manera adecuada al flamante rey sobre esos proyectos y le sugería continuamente que abandonara su peligroso objetivo. Pero Pisiris era demasiado joven para ver la realidad, era ignorante y estaba cegado por la ambición. No prestó oídos a los consejos de mi padre, y éste, al final, dejó de poner objeciones a los excesos del soberano, que podían acabar con la vida de ambos, y comenzó a vivir según sus deseos. Al fin y al cabo, Pisiris era su rey y el representante en la tierra de los dioses. Oponerse a él significaba despertar la ira de las divinidades y atraer la mala fortuna.

8

Durante toda la cena Esra estuvo pensando en la mala fortuna que se cernía sobre ellos. El resto del equipo devoraba con apetito el pescado de sus platos. Teoman engullía a toda velocidad grandes bocados mientras charlaba con Murat; Kemal seguía refunfuñando; Elif se reía a carcajadas con una alegría artificial; Timothy, incapaz de dejar pasar la oportunidad de una conversación, le dirigía al capitán preguntas sobre temas militares; Bernd escuchaba lo que los demás decían con una sonrisa introspectiva, y Halaf, a dos pasos de la mesa, aceptaba los elogios sobre lo deliciosa que había resultado la comida. Mientras, ella, al mismo tiempo que sentía las cada vez más suplicantes miradas de Eşref, que estaba agobiado por las preguntas del americano y buscaba alguna forma de evadirlas, no dejaba de pensar en la muerte de Hacı Settar, sin llegar a ninguna conclusión. Ya no creía posible que Şehmuz fuera el asesino. Con todo, no podía impedir desear que lo fuera, pues eso resolvería todos los problemas y les libraría de la sombra nefasta de aquella muerte que pendía como una pesadilla sobre los trabajos de la excavación. Pero ¿por qué iba a haber cometido Şehmuz dos delitos seguidos en una sola noche? Y, además, no lo veía capaz de llevar a cabo un asesinato como aquél. Subir al alminar en la oscuridad de la madrugada, esperar a Hacı Settar, empujarlo desde allí al vacío cuando llegara y además vestirse de negro para ocultar su identidad… Por alguna extraña razón a Esra no le encajaba esa forma de actuar con la personalidad de Şehmuz. ¿Cómo iba a anunciar públicamente que quería matar a Hacı Settar el mismo hombre que se disponía a hacer todo aquello?

—Está muy pensativa —le dijo el capitán mientras tomaban el té—. Creía que le alegraría que hubiéramos encontrado las tablillas.

Esra volvió a la realidad.

—Y se lo agradezco de veras. Si no hubieran encontrado esas tablillas, quizá la historia de Patasana habría quedado incompleta… Pero…

Dudó, como si no encontrara la palabra adecuada.

—¿Pero…? —repitió Eşref.

Ella miró a los demás de reojo. Cada cual iba a lo suyo.

—Tómese el té y caminemos un poco.

El capitán comprendió que no quería hablar delante de sus compañeros. Se terminó el té en un par de tragos.

—Nosotros vamos a dar un paseo —dijo Esra a los otros. Al ver que el capitán también se levantaba, Halaf saltó a toda velocidad:

—Pero volverán, ¿no? Todavía no he servido la fruta.

—Muchas gracias —contestó Eşref con una sonrisa sincera—. La cena estaba deliciosa. He comido demasiado. No creo que pueda tomar nada más.

Poco después ambos avanzaban por el camino de tierra. Apenas se habían alejado unos metros cuando Esra preguntó:

—¿Bajamos a la orilla del Éufrates? Esta noche hay luna llena y todo está muy claro.

—Como usted quiera —contestó el capitán. Intentaba ocultar sus sentimientos, pero la alegría de su voz revelaba lo feliz que le hacía aquella propuesta.

En los labios de Esra apareció una sonrisa pícara.

—¿Y si dejamos ya de tratarnos de usted?

—De acuerdo —dijo él con un gesto tímido, pero también de alivio.

—Tenías razón —dijo Esra agachando ligeramente la cabeza para no darse con una rama de granado que sobresalía de la valla del huerto de la abuela Hattuç—. Sospechábamos del hombre equivocado.

—Bueno, tampoco podemos decir que no sirviera para nada. Así hemos logrado atrapar a unos traficantes de antigüedades.

—Pero no hemos encontrado al asesino —replicó Esra—. ¿Y si interrogas a Fayat?

—Ya sé que sospechas de los integristas. Pero tampoco me parece muy realista esa posibilidad —contestó Eşref. Clavó la mirada en el camino iluminado por la pálida luz de la luna llena, como si lo que buscaban estuviera en algún lugar más allá—. En esta zona no hay ninguna organización integrista tan potente como para cometer asesinatos.

—¿Y el círculo de los de los cursos de Corán, Abid Hoca, Fayat?

—¿Ésos? —el capitán frunció los labios—. Por el amor de Dios, no tienen lo que hay que tener para ser asesino. Puede que parezcan muy duros, pero todos son unos ineptos a los que les da miedo su propia sombra. De no ser por Hacı Settar, no creo que hubieran podido abrir los cursos de Corán.

—He oído hablar de una organización llamada Hizbullah.

—Por aquí no existe Hizbullah. Hizbullah está más por la zona de Batman. En mi opinión, esto sólo pueden haberlo hecho los separatistas.

—Muy bien, ¿y ellos actúan por aquí?

—No se meten en acciones armadas, pero estoy seguro de que se dedican a trabajos de agitación y propaganda entre la gente.

—¿Agitación y propaganda?

—Así lo llaman ellos —le explicó el capitán—. O sea, intentan ganar nuevos miembros para la organización y que la gente se enfrente al Estado.

Esra no estaba en absoluto de acuerdo.

—Yo no he visto por aquí ni un solo terrorista ni he sido testigo de intentos parecidos.

Eşref se detuvo, se volvió hacia ella y le preguntó:

—¿No puede ser parte de todo eso la muerte de Hacı Settar?

Esra también se detuvo. Lo miró. Una brisa ligera que procedía del Éufrates traía consigo el olor agrio de las adelfas, cuyos colores eran invisibles en la oscuridad. Los agudos rasgos de la cara del capitán parecían más acusados a la luz de la luna. Al mirarlo Esra sintió un escalofrío en el corazón.

Other books

Hard To Bear by Georgette St. Clair
What If I'm Pregnant...? by Carla Cassidy
Hexed by Michael Alan Nelson
B0078XH7HQ EBOK by Catherine Hanley
Thin Line by L.T. Ryan
Sword Play by Linda Joy Singleton
The Demon Hunters by Linda Welch