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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

La Tumba Negra (11 page)

BOOK: La Tumba Negra
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Esra estaba esperando una oportunidad para cambiar de conversación cuando Murat insistió en el tema con otra pregunta:

—En la antigua Mesopotamia no había guerras de religión, ¿no?

—La deportación de los armenios no tiene relación alguna con la religión —le respondió Bernd dando su opinión—. Los dirigentes del Partido de la Unión y el Progreso desterraron a los armenios para turquizar Anatolia.

—Es un punto de vista muy interesante —dijo Timothy. Concentró su mirada sobre Bernd—. ¿De dónde viene su interés por el tema?

—Estoy preparando una tesis titulada
Masacres provocadas por la civilización
—explicó Bernd con gesto inquieto—. Y, como es natural, me veo obligado a estudiar todas las grandes matanzas.

—Ninguna masacre en el mundo ha sido tan organizada y extensa como la de Hitler —dijo Teoman. Ni en su cara ni en su voz había el menor reproche. Las palabras salieron de su boca con una enorme naturalidad.

—Y no hay que olvidar las bombas atómicas que los americanos tiraron en Hiroshima y Nagasaki —añadió Kemal, que desde el principio de la conversación le andaba buscando las vueltas a Timothy—. Exterminar de un golpe a cientos de miles de inocentes no es que quede muy atrás de las salvajadas de Hitler.

—Yo creo que cada masacre debe ser estudiada en sí misma —intervino Esra buscando un punto de acuerdo—. Una matanza, por terrible que sea, no debe hacernos olvidar las otras.

—A eso no tengo nada que objetar —dijo Timothy. Luego volvió la mirada a Murat y recondujo la conversación hacia Mesopotamia—. Hace un momento has hecho una pregunta muy inteligente. Cuando existía el politeísmo, es decir, cuando nuestros hititas aún no habían sido borrados de la faz de la tierra, no había guerras por causas religiosas. Incluso, cuando un pueblo conquistaba a otro pueblo, tomaba las estatuas de los dioses de los vencidos y las llevaba a sus propios templos, porque así tenían más dioses y eran más poderosos, o eso creían. Las luchas relacionadas con la fe empezaron cuando aparecieron las religiones monoteístas.

Bernd estaba preparándose para responderle cuando Teoman preguntó:

—¿Y qué le pasó a Nadide,
la Infiel
, Tim? Estabas contándonoslo.

—Sí, Nadide,
la Infiel
… —Tim retomó el hilo de la historia con una sonrisa—. Su verdadero nombre es Nadia. Por aquel entonces tenía diez años. La criaron sus vecinos y le cambiaron el nombre por el de Nadide, que empezó a educarse como musulmana. Pero no olvidó lo que había aprendido de pequeña. Mientras aprendía a ser una buena musulmana, seguía rezando en secreto a Jesucristo. Pasaron los años, se casó, tuvo hijos. Un día su nuera encontró una cruz junto al Corán que Nadide siempre tenía a la cabecera de la cama. La nuera, a la que no le gustaba mucho su suegra, se encargó de divulgarlo por la aldea. Así se hizo público el secreto que Nadide llevaba tantos años guardando y desde ese día la llamaron Nadide,
la Infiel
.

—Como insulto, claro —dijo Bernd con una expresión acusadora en sus ojos azules.

—No creo que fuera como insulto —respondió Timothy ganándose una vez más la admiración de Esra—. No le dé demasiada importancia al hecho de que la llamaran «infiel», los campesinos la aceptaron como era. Aparte de un par de impertinentes, nadie se inmiscuyó en sus creencias. Y ella siguió creyendo de todo corazón tanto en Jesús como en Mahoma. «¿No son los dos profetas de Dios? ¿No protegen los dos a la gente? Yo creo en Dios y les rezo a los dos», eso nos dijo.

—Una mujer encantadora —se lanzó de nuevo Murat—. Tiene ocho hijos y veinticuatro nietos. Tiene por lo menos ochenta años, pero se sigue tiñendo el pelo con alheña y te mira directamente con sus suaves ojos negros.

Kemal, molesto porque Murat se hubiera dejado llevar por tal arrebato y hablara de la anciana con tanto entusiasmo, no pudo contenerse:

—Muchacho, has escogido la profesión equivocada. Deberías haber sido sociólogo, así podrías mezclarte más a menudo con las buenas gentes del país.

—No hace falta ser sociólogo. Ya se relacionan bastante con la gente los arqueólogos.

Era la primera vez desde que habían comenzado las excavaciones que Murat hablaba con una voz tan decidida, tan firme: parecía desafiar a Kemal. Aquello no se le escapó a Esra, que lo miró de reojo. Se había echado el largo pelo rizado hacia atrás y clavaba la mirada en Kemal, que se atusaba la espesa barba sin bigote, como la de un sacerdote asirio. «El muchacho está dejando de ser un aprendiz», pensó Esra con una sensación parecida al orgullo.

Era uno de sus mejores estudiantes. No sólo era trabajador, sino también inteligente y, lo más importante, amaba enloquecidamente la arqueología. Su único defecto era que tenía la cabeza un poco obnubilada por la parapsicología. Pero ella no puso ninguna objeción en que su uniera al equipo, pues pensó que todo el mundo tenía sus cosas.

Murat no dio crédito a sus oídos cuando oyó la propuesta de su profesora y se pasó el día flotando de alegría. Pero al pensárselo mejor empezó a preocuparse por si no era capaz de hacerlo bien. Los demás le abrumaban, casi todos sabían más y tenían más experiencia que él, y además llevarían con ellos a dos arqueólogos extranjeros. Pero en las pocas semanas que llevaban juntos aquel inteligente muchacho se había dado cuenta de que nadie es perfecto. Pudo ver que todos, incluida Esra, por la que tanto respeto sentía, tenían defectos y que hasta podían comportarse de manera estúpida. Había dos cosas importantes que no había que descuidar en la excavación: la primera consistía en hacer el trabajo lo mejor posible, y la segunda era adaptarse a la vida en común y al trabajo compartido. Los días que había pasado allí le habían demostrado que esta última era la más difícil. Todo el mundo intentaba cumplir sus obligaciones de la mejor manera. Pero en lo que se refería a la vida en común, rápidamente aparecían las distintas personalidades de cada cual y estallaban grandes disputas sobre las cuestiones más simples, desde la comida hasta el turno para la ducha. Era imposible evitar las discusiones, lo importante era seguir adelante sin que se provocaran rencores. A pesar de todo aquello, a Murat la vida en las excavaciones le pareció mucho mejor de lo que había esperado, le resultaba fascinante. Era imposible que alguien tocara aquella tierra y aquel polvo impregnados por el olor característico de un pasado milenario, por pálidos pero permanentes colores, por temblorosas pero profundas arrugas, y no sintiera su corazón, su mente y su cuerpo envueltos por un intenso sentimiento de curiosidad. Por mucho que uno quisiera, no podía librarse de esa sensación y se pasaba la vida corriendo de una zanja a otra buscando, como un detective que persigue la verdad, pruebas deformadas por el tiempo y los rastros mínimos que han dejado los siglos.

Tras aquella respuesta de Murat, Kemal le miró de forma aviesa, pero no rechistó.

—¿No tenemos nada de alcohol para tomar con el pescado? —la voz ronca de Timothy quebró el agobiante silencio de la mesa.

—Sería mejor que esta noche no bebiésemos —dijo Esra con el gesto de quien espera comprensión—. Mañana hay que trabajar. No quiero ver a nadie con resaca en el yacimiento.

—No pasa nada por una copa —dijo Teoman apoyando a Timothy.

—Ya sé yo a lo que tú le llamas una copa —contestó ella, y añadió con voz suplicante—: De verdad, creo que sería mejor que esta noche no bebiésemos.

En otro momento Teoman habría hecho todo lo posible para convencer a la jefa de la excavación, pero se dio cuenta de que aquella noche no estaba de humor y no se atrevió a discutir con ella porque no sabía por dónde podría salir.

—Bueno, ya beberemos en otra ocasión —dijo con la seriedad de un hombre que se doblega a su destino—. Pásame el pan para que lo corte.

Elif salió de la cocina, desde la que empezaba a surgir el aroma a pescado frito, y se acercó a la mesa llevando un vaso de zumo de limón.

—¿Dónde está el pescado? —la pinchó Teoman mientras cortaba el pan en finas rebanadas.

—No te impacientes —le respondió la joven con una sonrisa que mostraba sus dientes, perfectos como perlas—. Acabamos de ponerlo en la sartén.

Kemal clavaba la mirada en la joven con unos ojos que parecían devorarla. Elif no le hizo el menor caso y dejó en la mesa el vaso que llevaba.

«Sólo nos faltaba esto —pensó Esra abrumada—. Ahora este imbécil de Kemal se nos va a deprimir. Espero que se equivoque, espero que a Elif no le interese Tim».

Mientras pensaba en todo aquello se oyó el motor de un automóvil. Todos miraron hacia el camino. Al principio sólo se vio la luz de un par de faros.

—Será el jeep del capitán —conjeturó Teoman.

El vehículo se detuvo a la derecha del camino, a unos veinte metros del emparrado. Eşref bajó, seguido por un sargento y dos soldados.

—¡Vaya, hombre! —dijo Teoman con un enfado teatral—. ¡Ahora vienen cuatro! ¡Nos quedamos sin cena!

Esra, después de lanzarle una mirada que lo hizo callar, se puso en pie y se acercó al coche. Estaba seria y fulgores de enojo le cruzaban los ojos pardos.

—Lo siento mucho, llego tarde —dijo el capitán. Se estaba disculpando, pero en su actitud se podía notar la alegría burlona del niño inteligente que acaba de obtener un éxito inesperado. Continuó hablando con la misma alegría pícara—. Pero no he venido con las manos vacías. En el coche tengo algo que les pertenece.

Esra estaba confundida, no sabía a qué podía referirse.

—Venga conmigo —continuó él después de estrecharle la mano—. Hay algunas tablillas de ese escriba de palacio. ¿Cómo se llamaba?

—¿Patasana? —susurró Esra intentando comprender lo que sucedía.

—Sí, sí, textos suyos. O, más exactamente, eso es lo que yo creo. Además, también hemos recuperado una copa de oro, una estatuilla de un ciervo de plata y otra de una mujer y un collar de bronce.

—¿Dónde los han encontrado? —preguntó Esra, curiosa, mientras caminaba junto al capitán.

—En la casa del huerto de Memili,
el Manco
—le explicó Eşref. Mientras tanto, ya habían llegado a la puerta abierta del jeep—. Mire, aquí están —y señaló con la mano los objetos en el suelo del coche.

Lo primero que le llamó la atención a Esra fue la estatuilla de la mujer, luego vio el ciervo, la copa y el collar. Junto a todo aquello había dos tablillas, una de ellas rota. Tomó la que estaba intacta y la examinó a la luz escasa del coche. Eran tablillas de arcilla de dieciocho por veintisiete, escritas a seis columnas por delante y por detrás y con un colofón en el que se resumía lo que estaba escrito en ellas, como las que usaba Patasana. Cuando su mirada se deslizó a los sellos de abajo, comprendió que el capitán tenía razón; eran tablillas del gran escriba.

—¡No lo entiendo! ¿Cuándo las robaron?

—Anoche —contestó Eşref, satisfecho de poder sorprender a la joven—. Le explicaré con detalle lo ocurrido ahora mismo. Pero tengo que llevarme todo esto porque son pruebas periciales.

—Pero tenemos que descifrar las tablillas —susurró ella preocupada—. Los otros objetos, basta con que los fotografiemos, pero permítanos que copiemos las tablillas.

—¿Y cuánto se tarda en copiarlas?

—Un día es suficiente.

—Que no sea más, porque el fiscal me pedirá las pruebas.

—Muy bien —dijo ella respirando aliviada—. Mañana se las entregaré personalmente.

Timothy, Murat y Teoman, curiosos por saber lo que estaba ocurriendo, se habían acercado a ellos. Los tres miraban la tablilla que Esra tenía en las manos.

—Tablillas de Patasana —dijo ella con un gesto de derrota—. Y otras cuatro piezas importantes que nos habían robado sin que nos enteráramos.

—¿Dónde deben dejar los soldados todos estos objetos? —preguntó el capitán mientras los arqueólogos observaban asombrados las piezas dentro del jeep.

—No, no, ya nos los llevamos nosotros —dijo Esra. Eşref fue incapaz de saber si lo decía porque no quería molestar más a sus hombres o porque temía que las piezas sufrieran algún daño. Pero no insistió. De hecho, Murat y Teoman ya habían cogido las tablillas con sumo cuidado. El joven se quedó mirando un saco que había en el interior del vehículo.

—¿Nos llevamos ese saco también?

—Eso no es suyo —respondió el capitán—. Es marihuana.

—¿Marihuana? —preguntó sorprendida Esra.

—Sí, también la hemos encontrado en casa del Manco. Diez minutos más tarde el capitán Eşref estaba a la mesa contando lo ocurrido. Los temores de Teoman resultaron infundados porque ni el sargento ni los soldados se quedaron a cenar. Todos escuchaban con atención, incluidos Halaf, nervioso por el retraso, y Teoman, que sentía retortijones de pura hambre.

—Interrogamos a Şehmuz, que nos dijo que no estaba huyendo sino haciendo el trayecto habitual en el microbús. El sargento primero İhsan, que fue quien lo capturó, me lo confirmó: «No parecía que el hombre estuviera huyendo, mi capitán», me dijo. Le pregunté a Şehmuz por Hacı Settar, y en cuanto lo oyó nombrar, su cara picada perdió el color.

»—Yo no lo he matado —nos dijo.

»—Sí que lo mataste —le contesté—. Tenemos testigos.

»—Es mentira —aulló Şehmuz—. Se lo juro por Dios, mi capitán.

»—No, no es mentira. No lo niegues, sabemos que mataste a Hacı Settar.

»—De verdad se lo juro, por Dios —e intentó abrazárseme a las piernas.

»Uno de los soldados creyó que me atacaba y le dio un culatazo en la cabeza. Şehmuz cayó al suelo aturdido, pero consiguió ponerse de rodillas.

»—Haré lo que me pida, no me joda, mi capitán —me rogaba sin que le importara la sangre que le caía de la cabeza. Ahora tenía buen cuidado en no acercárseme.

»—Muy bien. ¿Dónde estabas anoche? —le pregunté.

»—En casa —respondió con gesto inocente.

»—Entendido —dije—. Por lo que se ve, no vas a decirnos la verdad.

»—Se lo juro, mi capitán, le estoy diciendo la verdad. Con la mano sobre el Corán, le digo la verdad.

»—¡No jures! —grité—. Me estás mintiendo en la cara. Hemos hablado con tu hermano y no te vio hasta la oración de la mañana.

»La cara ensangrentada de Şehmuz se ensombreció por un instante, pero pronto se recuperó e intentó explicarse.

»—Fui a pescar, mi capitán —dijo con voz temblorosa—. El comandante del puesto que había antes de usted había prohibido pescar, y por eso no me atrevía a confesárselo.

»—¿A quién te crees que estás engañando? —dije acercándome a él.

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