Al preso solo le dio tiempo a ver la sombra de una porra estrellándose contra su cara. Luego tres moles se abalanzaron sobre él. Uno le colocó las manos detrás de la espalda y lo esposó; el otro lo colocó de rodillas; y el tercero le propinó una patada en el estómago. Agarrándolo de las axilas, lo arrastraron hasta el salón. Rieron y se felicitaron mientras seguían golpeándole: «este por los tres días que hemos tenido que dormir a la intemperie». «Este por hacernos comer entrañas de oveja». «Te vamos a dejar con la sangre justa para llegar al pelotón de fusilamiento, cabrón.»
Entre el jolgorio, aparecieron los rumanos. El hombre portaba una botella y la mujer, con una llamativa sonrisa, invitaba a los policías de nuevo a sentarse. El preso estaba demasiado dolorido por dentro y por fuera como para mirarlos.
—¡Tuica
! —dijo el hombre llenando los vasos con el líquido con ese nombre.
—¡Gracias! ¿Cómo se dice «salud» en su idioma? —preguntó uno de los agentes.
—Noroc
! —respondió el rumano, alzando el vaso.
—¡NOROC! —repitieron todos y bebieron.
El ruido despertó al bebé. La mujer, con él en los brazos, apartó la manta que lo envolvía y lo mostró a los agentes.
Los policías exclamaron todo tipo de alabanzas al verlo.
—Es realmente guapo, señora —dijo el jefe—. No sabe el bien que le ha hecho colaborando con nosotros. Le prometo que hablaré con mis superiores para que tengan una recompensa por ayudarnos en la detención de este indeseable. Por cierto, me he dado cuenta de que viven solos en este pueblo. ¿Cómo han llegado a esta situación? ¿No han pensado alguna vez en viajar a la ciudad y buscar allí…?
La mujer interrumpió al policía acercándole al niño. El marido a su vez comenzó a dar palmas, animando a los demás a que lo siguieran, dando a entender que era una de las cosas que más le gustaba a su hijo. Los policías, embriagados por el éxito y el alcohol, siguieron el juego. El líder tomó al bebé, aunque al poco se lo pasó a uno de sus compañeros. Radu los miraba a todos intensamente. De pronto comenzó a reír. El ruido de las voces, las palmadas y el balanceo en las rodillas de los policías hizo que estallara en carcajadas. Alzaba los brazos pasando de uno a otro. De los policías a su padre, luego a su madre, de esta de nuevo a los policías, en un círculo sin fin.
El preso miraba la escena sobrecogido. Vio al padre levantarse e ir hacia la chimenea. Allí descolgó una de las cruces y la depositó en el suelo. Luego descolgó otra, y otra. Los oficiales siguieron jugando con el niño, cuya sombra, agrandada por la luz del fuego, bailaba una danza sobre las paredes cada vez más desnudas.
La mujer sirvió más
tuica
. Los agentes estaban tan achispados que se rieron hasta del extraño comportamiento del hombre, que seguía retirando cruces, santos y biblias.
—¡Está borracho! —gritó uno de ellos—. ¡Ya no cree en Dios! ¡Solo cree en el alcohol!
A medida que las cruces caían, el preso deseó tener las manos libres para poder aferrarse con fuerza a las que llevaba colgadas al cuello. Cada grito de alegría del niño presagiaba algo inminente y horrible.
Uno de los agentes empezó a sentirse mal. Se levantó, y sin poder evitarlo, vomitó en una esquina.
—Algo me ha sentado mal… —dijo creyendo que había sido a causa de la bebida, pero cuando vio que el vómito era de color rojo, soltó un alarido.
—¿Qué ocurre? —dijo el jefe haciendo ademán de levantarse; pero se detuvo al ver que la cara de su otro compañero, que sostenía ahora al bebé, se había vuelto blanca. El compañero aflojó las manos y el bebé estuvo a punto de caer, pero el jefe lo agarró antes de que se golpeara contra el suelo. Volvió a mirar al agente y vio que no respiraba. Tenía la cabeza echada hacia atrás, la boca abierta y los glóbulos oculares totalmente negros; como si hubieran reventado dentro de sus órbitas.
Al girarse hacia el que vomitaba, lo encontró tirado en el suelo, cubierto de sangre.
—¡Nos habéis envenenado! —Gritó horrorizado.
El hombre tomó de la mano a su mujer y la alejó del policía. Este miró confundido alrededor, y luego se fijó en el bebé que aún llevaba en brazos. Unos ojos color avellana lo miraban, mientras unas manitas jugaban a agarrarle la nariz.
—No puede ser…
Sintió una presión en el pecho. Su respiración se detuvo. Una parte de su ser le gritó que se apartara de aquel niño. Que lo lanzara lejos. Otra le susurró que solo era un niño inofensivo. Pero ver los cadáveres de sus compañeros hizo que una de sus manos se separara del bebé y se acercara a su pistola.
El preso, arrodillado y esposado detrás de él, vio su oportunidad. Se levantó con esfuerzo, y dobló su espalda hasta que su cabeza quedó en dirección a la espalda del policía, corrió hacia él y lo embistió con todas sus fuerzas.
El policía perdió el equilibrio. La pistola cayó a un lado, el niño a otro. La madre cogió al asustado bebé que empezó a llorar. El agente, tumbado en el suelo, sentía que sus fuerzas se evaporaban. Como si la energía de todas sus células escapara de su cuerpo y fueran llevadas a otro lugar…
El preso se colocó frente a él. Un odio irrefrenable le invadía por completo. El mismo que sintió cuando atacó a los dos prestamistas. Un impulso de crueldad, una sed de sangre. Levantó un pie, dolorido aún por la carrera hasta la casa, y lo estampó contra la cara del policía. Luego lo hizo otra vez. Siguió haciéndolo mientras el niño lloraba a sus espaldas. Atrapado dentro de aquel sueño que le cegaba la razón.
Al cabo de unos minutos, todo quedó en silencio. La negrura del exterior invadió también el interior de la casa. Los crucifijos yacían tirados por el suelo junto a los dos hombres sacrificados por el niño. El tercero era un ser casi sin cabeza. El bebé se calmó mamando leche de su madre. Su ser estaba repleto de almas, pero aún así seguía bebiendo.
Las brumas del sueño se disiparon y el preso comenzó a vislumbrar de nuevo la realidad. Sintió un terrible mareo y cayó al suelo. Antes de perder el conocimiento, pensó que el día siguiente era el último de vida del niño. Luego lo llevarían de nuevo a su tumba y todo quedaría en calma. Del crimen que había cometido contra el policía no recordaba nada.
La decisión
Una sensación angustiosa le despertó cerca del amanecer. Imágenes cruzaron rápidamente su mente. Se vio a sí mismo golpeando al policía hasta la muerte. ¿Había matado otra vez? Quiso levantarse, pero se detuvo al ver al hombre y a la mujer sentados a los pies de la cama.
Eran dos siluetas, él a su derecha y ella a su izquierda, iluminadas por la pálida luz del sol que despuntaba en el horizonte. Entre los dos, dentro de su cuna, el niño.
—Gracias —dijo el preso viendo que volvía a tener las manos libres sin las esposas—… Gracias por ayudarme y… perdón. Nunca debí de haber tomado el caballo. Si no lo hubiera hecho, los policías jamás habrían pisado vuestra casa, y Radu —alzó la vista en dirección a la cuna—… ¿Está dormido?
La mujer negó con la cabeza.
—Os ayudaré a ocultar los cuerpos.
Esta vez fue el hombre quien negó. Él y su carretilla se habían encargado de todo.
—Perdonadme… solo os pido eso.
Los rumanos mantuvieron un profundo silencio. Parecían más viejos y cansados que nunca. La mujer entonces abrió los pliegues de su falda y sacó algo de su regazo. Estiró la mano y se lo acercó al preso.
El brillo de aquel utensilio aceleró el corazón del fugitivo. Era el cuchillo. El que había ocultado en la habitación y que después había desaparecido. Lo habían tomado ellos. Todos sus errores estaban saliendo a la luz. Ya no era ese hombre perdido que una noche apareció en su casa; ahora sabían que era un prófugo, un perseguido por la ley, un condenado a muerte. Había robado su caballo y ocultado un arma. Y había matado a un hombre. Lo había hecho delante de ellos, ahora lo recordaba perfectamente, poseído por ese lado salvaje que había jurado una y mil veces controlar.
La mujer le acercó más el cuchillo.
El preso, lentamente, alargó la mano y lo tomó. Entonces ella, con ojos vidriosos, le dijo:
—Aveţi de a ucide Radu.
Un temblor sacudió al preso. No entendía sus palabras, pero estaba claro lo que la mujer le pedía. Cuchillo. Matar. Radu. Saltó de la cama apartándose del matrimonio e interponiendo el cuchillo entre ellos.
—¡Jamás!
—Am făcut ceva pentru tine
—continuó la mujer—.
Acum, trebuie să faci ceva pentru noi
El hombre tradujo la frase casi al unísono:
—Nosotros hemos hecho algo por ti. Ahora, tú tienes que hacer algo por nosotros.
El pacto era claro; y en el fondo justo. Se lo había dicho la mujer de forma clara cuando le narró su historia: la única diferencia en los siete años desde la primera muerte y resurrección de Radú era su presencia. Desde el comienzo lo consideraron la llave para liberarlos de su hijo.
—Pero hoy morirá —replicó el preso—. Y durante un año permanecerá así. Podéis abandonar el pueblo. ¿Qué sentido tiene…?
Pero sabía que no huirían. Jamás se separarían voluntariamente de él. Envejecerían y morirían en aquel lugar con tal de poder verlo unos pocos días cada año. Solo una mano ajena era capaz de romper el ciclo. La mano de un criminal, de un asesino. Su mano.
—Tienes que hacerlo antes de medianoche. Cuando aún vive
—le dijo el hombre—.
No se puede matar lo que está muerto. Solo lo vivo puede morir.
Cada frase martilleaba su conciencia. Sentía que todas las posibles decisiones que podía tomar se iban reduciendo solo a una. Comprendió que la verdadera encrucijada no la estaba sufriendo él ante la idea de un posible asesinato, sino el matrimonio con el infinito dolor con el que le pedían que lo hiciera.
—Lo haré —dijo bajando el cuchillo—. Pero no aquí.
Una lluvia fina calaba el páramo cuando el preso salió de la casa con el niño en brazos. En medio del pálido amanecer, la humedad había creado una neblina que hizo desaparecer las figuras del hombre y la mujer cuando el preso había avanzado solo unos pocos pasos. Escuchó los tristes suspiros del padre y el llanto desconsolado de la madre.
Le indicaron el camino de regreso a la carretera. A pesar de que no veía un palmo por delante de sus narices, lo recorrió con facilidad, como si lo que hasta ahora había convertido el páramo en un lugar sin principio ni fin, y que había confundido tanto a él como a los policías, hubiera desaparecido. Al cabo de una hora, topó con el sendero que ascendía hasta la carretera.
Durante todo el trayecto no había dejado de observar al niño, que despierto también lo miraba con ojos curiosos. Él lo tapaba con la manta para que no se mojase y le sonreía, sintiéndose enfermo ante la sola idea de hacerle daño.
Según subía, la niebla se hizo menos espesa y enseguida vislumbró el asfalto. Ocultó al niño entre la vegetación. Miró hacia la carretera, pero igual que la noche en la que escapó, ningún coche pasaba por allí. Con mano temblorosa tomó el cuchillo.
—¡Vamos! —se dijo—. ¿No eres un asesino? ¿No has matado ya a tres personas? ¿No eres lo más abyecto que ha pisado la tierra? ¡Pues mátalo! Ellos te han salvado de la policía, y ahora tú tienes que salvarlos de este crío. ¡Mátalo y descuartizalo! ¡Y entierra cada parte en un lugar! ¡Vamos! ¡Hazlo! ¡Hazlo! ¡Hazlo!
Se arrodilló, cogió el cuchillo con ambas manos, cerró los ojos y lo alzó hacia el cielo, y con un grito desgarrador lo bajó con todas sus fuerzas hacia el cuerpo del bebé.
El filo rozó la ropa del niño y luego retrocedió. Entre las gotas de lluvia, el cuchilló voló por los aires y se perdió entre la hierba. Luego se escuchó un gemido. Era el preso, llorando y abrazando al niño. No podía hacerlo. No quería hacerlo. El pacto consistía en que los rumanos iniciaran una nueva vida, pero para eso no necesitaba matarlo. Se lo llevaría lejos, decidió, muy lejos, y lo enterraría en algún lugar donde nadie pudiera descubrirlo cuando resucitara de nuevo. Se sintió entusiasmado ante la idea. Se sintió dueño de sus acciones. El primer paso para controlar el lado irracional de su mente. El comienzo de una nueva existencia libre y…
—Quieto.
Una voz, y la sensación de algo presionando su cráneo, congelaron los pensamientos del preso. Quiso girarse, pero la voz le dijo:
—Muévete un milímetro y tus sesos acaban decorando este lugar. Maldira escoria… ¿Dónde están mis compañeros?
La persona que le apuntaba era el cuarto policía, el que habían dejado a cargo del furgón. Había permanecido allí el mismo tiempo que sus compañeros, sintiéndose solo y culpable; recordando una y otra vez cómo había cerrado la puerta del vehículo cuando introdujo al preso, y devanándose los sesos intentando averiguar cómo había escapado.
—Te he hecho una pregunta ¿Dónde están mis…? Un momento ¿qué es eso?
Avanzó el policía hasta ver por encima del hombro del fugitivo, y descubrió una gruesa manta que envolvía algo.
—Es…
—Sí —dijo el preso—. Es mi hijo.
—¿Cómo?
—Por favor, no le hagas daño. Ven y míralo.
En la cabeza del policía se amontonaron de pronto las preguntas.
—Quería verlo una última vez —dijo a continuación el preso—. Por eso escapé. Pero si vas a detenerme tendré que dejarlo en el suelo y tomará frío. Mejor acércate y tómalo tú.
El policía se colocó frente al preso, que arrodillado le ofreció su retoño. Lo agarró con una mano, mientras con la otra lo seguía apuntando con la pistola. Al pasar de uno a otro, el niño gimoteó, pero al ver la cara del agente comenzó a reir sonoramente.
El preso también rió. Unos pocos minutos más, pensó, y caería muerto como el resto de sus compañeros. Cogería sus llaves y escaparía en el furgón.
—Su madre quería abandonarlo —dijo para hacer tiempo—. Desde el momento que conoció mi condena a muerte rompió todos los lazos conmigo. No quería ser la esposa de un asesino. Repudió todo lo que antes nos había unido, incluído nuestro hijo. Quería darlo en adopción. Por eso al escapar fui directamente hacia nuestra casa. Está por allí, cerca de un pequeño pueblo, y le dije que me haría cargo de él. Ni siquiera me preguntó cómo había escapado. Pasé unos días allí y después ella me dijo que me lo llevara.
El preso siguió hablando, añadiendo más datos a su historia, a la vez que se ponía cada vez más nervioso ante la aparente salud del policía.