La tumba del niño (2 page)

Read La tumba del niño Online

Authors: Eugenio Prados

Tags: #Terror, #Relato

BOOK: La tumba del niño
4.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

El animal agachó la cabeza y la volvió a levantar. Lo miraba. El preso se acercó y sintió la fortaleza de sus patas y el enorme tamaño de su cabeza. Descubrió lo que era cuando avanzó un poco más y un relincho rompió el silencio del paisaje. Un caballo.

Un maldito caballo, se dijo el preso recuperando el aliento. Como una sombra difuminada entre la tierra donde pastaba, el animal retrocedió ante su presencia. El preso se fijó en que llevaba la brida puesta. ¿Dónde estaba su dueño? Estiró las manos para alcanzarla, pero el corcel volvió a retroceder y con un resoplido huyó trotando hacia la oscuridad.

—¡Espera! —Gritó el preso.

No iba a dejarlo escapar. Lo siguió a distancia con la esperanza de que regresara al lugar de donde había salido. Caminó detrás de sus herraduras durante largo tiempo, hasta que delante del hocico del animal aparecieron unas sombras. Al principio creyó que eran rocas hundidas en la tierra, como menhires prehistóricos. Luego observó que eran construcciones más recientes. Un puñado de casas, apenas una docena, por donde el caballo se introdujo y desapareció.

El preso quedó a las puertas del pueblo. Ninguna luz se atisbaba dentro de las viviendas. Estaban todas abandonadas.

Se armó de valor y caminó hacia el interior, con la inconsciencia como única arma y la desesperación del perseguido como única guía.

Capítulo 3

El pueblo

Recorrió las calles del pueblo, pero no encontró al caballo. No escuchaba el traqueteo de sus herraduras, ni su inquieto relinchar. Giró en cada esquina, pero solo encontró soledad y silencio. Intrigado, entró en una de las casas, que en realidad era un comercio. Una panadería.

Eso es lo que dedujo al ver el pequeño mostrador, las balanzas y los carteles indicando ofertas: tres barras al precio de una; tartas por encargo; precio especial en el pastel de carne. De aquellos manjares no quedaba ni rastro. Penetró en el interior y vio el horno donde se cocía el pan y utensilios como rodillos, jarras medidoras, batidoras y amasadoras. Pero ninguna persona. Abrió varios cajones y en uno de ellos encontró un cuchillo. El mango estaba algo suelto, pero la hoja de acero, larga y estriada, parecía en buen estado. Un oscuro sentimiento cruzó su mente. Un recuerdo que no logró concretar.

Allí, con la ayuda del filo giratorio de las hojas de una batidora, logró abrir las esposas.

Con el cuchillo colgado del cinturón, recorrió la panadería sin comprender qué había sucedido para que los dueños del establecimiento, y el resto de habitantes del pueblo, hubieran desaparecido. No quedaba ni una miga de pan que llevarse a la boca, pero todo lo demás seguía en su lugar.

Pensar en pan recién hecho hizo que el preso dejara a un lado el misterio del pueblo y sus habitantes y se centrara en necesidades más primarias. Rebuscó por toda la tienda en busca de algo que comer, pero solo encontró una solitaria magdalena. Se abalanzó sobre ella y le hincó el diente. Un terrible dolor recorrió su boca al tiempo que su colmillo derecho salía volando por los aires. La magdalena estaba tan dura como la roca contra la que había chocado al lanzarse al vacío.

Abatido, el preso se sentó en el suelo, sin saber si reír o llorar.

Un ruido en el exterior le despertó de sus lamentaciones e hizo que se dirigiera hacia la entrada de la panadería. Con los dedos rozando el mango del cuchillo, asomó la cabeza por la puerta y miró hacia la calle. El viento silbaba junto a otro sonido más pausado que se perdía calle abajo, casi al final del pueblo.

«Por Dios que sea el caballo», pensó saliendo de la tienda. En menos de cinco minutos atravesó el pueblo hasta llegar a una destartalada casa de piedra en las afueras. Recubierta por el musgo, parecía más una pequeña colina que un hogar. Tampoco se veía en ella luz alguna, ni ningún atisbo de vida.

Junto a la casa se intuían las formas de un establo. La puerta de entrada estaba rota. El preso se acercó y tragó saliva.

—Eh… eh… —susurró a la oscuridad—. Caballo…

Un movimiento extraño dentro del establo. Unos segundos de silencio. Después un relincho.

El preso se sobresaltó, para después alegrarse por haberlo encontrado. Sintió que el caballo lo había reconocido, y después de unos instantes de inquietud su respiración se había normalizado.

Giró el preso entonces la vista hacia la casa y pensó que era muy probable que los dueños del caballo hubieran huido dejando allí al animal. Algo extraño, dedujo, porque en aquel lugar lejos de cualquier carretera un caballo era sin duda el mejor medio para desplazarse.

Miró por las ventanas y al no ver nada fue hasta la puerta principal y la empujó.

La puerta crujió y entró. El silencio era sepulcral. Solo la luz de la luna iluminaba la estancia. Era una casa de una sola planta, amplia, con dos dormitorios y un salón principal que servía como cocina y comedor. No se distinguían muebles ni cuadros, pero el preso notó que estaban allí, petrificados en el tiempo como el resto de aquel pueblo. Al fondo de la casa había una chimenea.

Se acercó porque había visto moverse algo dentro de ella. Al llegar donde reposaban las cenizas el estómago le dio un vuelco: había una luz. Unas brasas que brillaban intermitentes entre los leños calcinados. Imposible. Entonces, a ambos lados de su cuerpo, sintió la presencia de dos personas. Las brasas resplandecieron, y el brillo de dos pares de pupilas, unas situadas a su derecha y otras a su izquierda, se distinguieron en la oscuridad. Un escalofrío recorrió su espinazo. Me han atrapado, pensó. Son los policías. Me llevan de vuelta al furgón. Luego el fusilamiento. La muerte.

Pero lo que escuchó le demostró lo equivocado que estaba.

—Noapte bună
. —Dijeron dos voces a la vez.

Y el miedo que hasta ahora había sentido se multiplicó por mil.

Capítulo 4

El hombre y la mujer

EL fuego de la chimenea revivió al caer un tronco sobre las brasas y una viva llama iluminó la vivienda dentro de la impenetrable noche. Sentado en una silla, el preso acercó las manos al fuego, y mientras fingía calentárselas, porque más que el cuerpo lo que tenía helada era la sangre, apartó la mirada de los ojos que sin pestañear lo observaban y la dirigió hacia el mobiliario que iluminaba la lumbre. La inquietud volvió a apoderarse de él.

Desde la chimenea, y recorriendo todas las paredes, había colgadas decenas de cruces. Estaban unas encima de otras sin orden alguno; y además de distintos materiales y tamaños —enormes, diminutas, de madera, de hierro, de piedra, de plata—, las había de diversas formas, la mayoría con la de la cruz latina, pero también había de Caravaca, ortodoxas, de San Andrés, hasta una celta. Cada una proyectando su palpitante sombra ante el fuego.

—Va place carnea
? —preguntó entonces una de las voces, la más grave.

Apartó el preso la vista de las cruces y miró a los dueños de la casa. No respondió. Primero, porque no entendía una palabra de lo que le decían, y segundo porque aún no había tenido tiempo de asimilar todo lo sucedido. El salto del furgón, la caída por el precipicio, la persecución de la policía, la larga caminata, el caballo, el pueblo abandonado. Demasiadas emociones en tan poco tiempo. Y ahora ellos. Dos personas que habían salido de la nada y que lo miraban con los ojos más profundos que jamás había visto. Un hombre y una mujer, sentados frente a él, de espaldas al fuego.

—Va place carnea
? —Repitió el hombre.

—No entiendo —respondió el preso, intentando descifrar lo que le preguntaba. Vio que el hombre se llevaba la mano a la boca—. ¿Comer? ¿Me ofreces comida?

—Da
! —exclamó el hombre—.
Comer. Da
!

Y antes de que el preso dijera más, el hombre se levantó y se dirigió hacia el pequeño rincón donde se encontraba la cocina. Con gran alboroto sacó una parrilla de metal y empezó a colocar unas cosas sobre ella, girando de vez en cuando la cabeza hacia el preso y sonriéndole. Este enseguida comprendió que el hombre estaba nervioso, y que su torpe amabilidad solo acentuaba esa sensación. Luego el hombre se dirigió hacia la chimenea y allí, calmando un poco el fuego, colocó la parrilla.

En pocos segundos se escuchó el chisporroteo de la carne. El hombre, ya sin la sonrisa, volvía a mirarlo fijamente. La mujer no había dejado de hacerlo ni un segundo. El preso, turbado, se sorprendió ante el aspecto de ambos.

El hombre y la mujer, el matrimonio, según dedujo al ver sendos anillos en sus dedos, eran dos personas terriblemente envejecidas para su edad. Parecían rondar los cuarenta años, pero aparentaban muchos más. Sus rostros estaban ahogados en arrugas, con la piel recorrida por surcos que marcaban con fuerza sus frentes, sus párpados y sus bocas. El hombre lucía una barba canosa y llevaba colocado un grueso abrigo abrochado hasta el cuello. En la mujer, entre los estragos que el tiempo había hecho en su persona, se distinguían los rasgos de una pasada belleza: una boca de labios carnosos y rojizos, cejas bien perfiladas, y un mechón de cabello castaño que sobresalía bajo el pañuelo negro que cubría su cabeza. Y entre el torrente de arrugas, unos ojos color avellana que fulguraban con una intensidad mayor que las ascuas de la chimenea. El preso se sintió vencido por aquella mirada y bajó la cabeza. ¿Quién era esta gente?

El olor a carne asada se hizo más fuerte. El hombre volvió a levantarse y un minuto más tarde le acercó un plato con lo que parecían unas salchichas. La saliva comenzó a acumularse en su boca nada más verlas.

—Mititei, mititei
—le indicó el hombre acercándole un cuchillo y un tenedor.

Mititei
era el nombre de esas salchichas, pero el preso lo entendió como una indicación para que se las comiera, y apartando los cubiertos las cogió con las manos y empezó a engullirlas. Estaban deliciosas. Sintió el sabor de la carne de cerdo, el picor del ajo y la pimienta y de otras especias que no logró descifrar. Después el hombre le ofreció una cerveza, que aunque caliente, el preso se la bebió como si fuera agua de manantial. El matrimonio también tomó su ración de salchichas y los tres compartieron un momento de silenciosa intimidad.

Terminada la cena, el preso intentó establecer comunicación con la pareja. Pero tras varias preguntas solo consiguió saber de qué país provenían.

—Suntem români
—respondieron. Somos rumanos.

Sonrieron levemente y luego regresaron a su fija expresión.

«No saben nada de ti, no saben que has escapado, no saben lo que has hecho, no tienes nada que temer», se repetía el preso mientras buscaba una forma de sacar ventaja de la situación. Si pasaba la noche allí estaría a salvo del frío, pero permanecer demasiado tiempo era igual que aguardar a que los policías lo atraparan.

Fue entonces cuando dirigió un gesto al matrimonio tan claro y universal que les indicó de manera perfecta sus intenciones.

Bostezó.

—Oh
! —dijo el hombre saltando de nuevo de la silla—.
Vă este somn
?

El preso asintió restregándose los ojos.

El hombre susurró algo y miró a su mujer. Esta, tras unos segundos de silencio, hizo un gesto con la cabeza, como dándole permiso.

Encendiendo una vela, el marido acompañó al preso hasta uno de los dormitorios. Las cruces colgadas en las paredes siguieron apareciendo en el camino hasta la pequeña cama que le aguardaba. Junto a los crucifijos, el preso descubrió que la casa también estaba llena de estampas de santos, rosarios y biblias. Al llegar a la habitación el hombre se despidió y cerró la puerta, llevándose la vela.

Palpando en la oscuridad, el preso llegó hasta la cama y se tumbó. Escuchó los pasos del hombre alejándose y regresando al salón junto a la mujer. Los escuchó hablar. Era un murmullo continuo e incomprensible. Pero aunque no entendía, estaba claro que la mujer era quien llevaba la voz cantante. El hombre le intentaba explicar algo, pero ella siempre le interrumpía. Luego bajaron la voz hasta hablar casi en un susurro. El preso saltó de la cama y colocó la oreja junto a la puerta. ¿De qué hablaban? ¿Qué ocultaban? ¿Tenían alguna sospecha?

Se dirigió hacia una ventana en busca de luz. Al abrirla, el claro de luna bañó el dormitorio y el preso distinguió mejor el lugar donde iba a pasar la noche. Allí, qué sorpresa, había más cruces. Por lo demás era una habitación sencilla, con una cama, una mesita, un armario y…

Una cuna.

El preso se acercó a ella. Alargó la mano y la tocó. Al hacerlo, la cuna se balanceó. Se acercó más y miró en su interior. Estaba vacía.

Regresó a la cama y se metió con la ropa puesta, los ojos como platos, y el oído pendiente del cuchicheo del hombre y la mujer.

Con cuidado, se llevó la mano al cinturón y desabrochándose la camisa extrajo el cuchillo que había tomado de la panadería y lo guardó bajo el colchón.

—Por si las moscas —dijo fijando la mirada en la cuna, que aún se movía débilmente a la luz de la luna, y ante cuyo movimiento acabó por ceder y quedar dormido.

Fue una noche apacible para el preso. La primera en mucho tiempo. También fue la última.

Capítulo 5

La tumba

La mañana siguiente, nada más despertar, después de haber dormido de un tirón y con la mente fresca y despejada, el preso se dirigió al salón pero no encontró a nadie. La casa, iluminada por el sol, parecía distinta: relucían las paredes de piedra, y hasta los crucifijos, santos y biblias que lo rodeaban todo tenían un aspecto menos amenazador.

Al salir al exterior, la diferencia entre el páramo de la noche anterior y el que veía ahora era espectacular. Frente a él, un valle ondulado con infinitos tonos de verde se perdía en el horizonte. Nubes esponjosas recorrían el cielo y proyectaban sus sombras en la tierra. A sus espaldas el pueblo abandonado; con su docena de casas derruidas o a punto de serlo, en un silencio perpetuo solo interrumpido por bandadas de pájaros que se posaban sobre los deteriorados tejados y piaban.

Encontró al matrimonio en el establo. El hombre cepillaba al caballo mientras la mujer ordeñaba una cabra. Había también un par de gallinas y un enorme cerdo, cuyas presencias el preso no había descubierto hasta ahora.

—Bunã dimineata
! —saludó amistoso el hombre.

El preso le respondió con una inclinación de cabeza, sorprendido al ver cómo también la mujer paraba de ordeñar y le dirigía una amable sonrisa.

Other books

Tea-Totally Dead by Girdner, Jaqueline
Cathedral of Dreams by Terry Persun
Flirting With Disaster by Matthews, Josie
Brain Storm (US Edition) by Nicola Lawson
Chasing a Blond Moon by Joseph Heywood
The Heart's Warrior by Leigh Bale
A Single Shard by Linda Sue Park