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Authors: Graham Joyce

Tags: #Intriga

La tierra silenciada (12 page)

BOOK: La tierra silenciada
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—¿Crees que alguna vez superaremos esto? ¿La tristeza? ¿El pesar?

Jake apuró la copa y la dejó en la mesa.

—Vamos a divertirnos un rato.

Subieron con el telearrastre hasta una pista larga y fácil y bajaron de espaldas todo el camino. Luego eligieron una empinada pista roja y descendieron por ella con un zigzagueo en extremo preciso; primero Zoe se ciñó exactamente a los surcos dejados por él, y luego invirtieron el orden. Encontraron el parque de snowboard y dieron allí unos cuantos saltos. Su pericia en el esquí había mejorado de una manera que no guardaba proporción con el tiempo que llevaban esquiando. Zoe comentó que los esquiadores siempre se recordaban a sí mismos mejores de lo que eran en realidad; Jake coincidió, pero añadió que él no recordaba haber sido nunca tan bueno. Desde luego no esquiaban sin esfuerzo, pero su destreza técnica los sorprendía a los dos.

En el parque de snowboard había un puesto de control con un equipo de megafonía que emitía por altavoces colocados en las pistas. Jake encontró un cedé de Jimi Hendrix, subió el volumen al máximo y dedicaron el resto de la tarde a deslizarse a toda velocidad por los aparatos del parque de snowboard, virando en los medio tubos y los cuartos de tubo, saltando sobre las pirámides y las mesas. Los dos habían empezado con el snowboard pero se habían pasado al esquí por la velocidad.

Al cabo de un par de horas la luz comenzó a menguar. Jake quiso dejar la música encendida, pero Zoe lo obligó a apagarla, diciendo que le gustaba oír el sonido de la luna y las estrellas sobre la nieve, y de pronto a él le pareció tan acertado que no lo cuestionó. Se dejaron llevar por los esquís hasta el hotel.

Al llegar al pie de la pista, un perro ladró claramente en medio del frío. El ladrido pareció quedar suspendido en el aire gélido.

—¡Esta vez sí lo he oído, Jake!

—Por allí. Cerca de los árboles.

—Sí, ¡allí está!

Al pie de la ladera, unos cuantos árboles dispersos separaban dos pistas de principiantes. Había allí sentado un perro negro de tamaño medio, apuntándolos con el hocico, con las patas delanteras plantadas entre las traseras. Volvió a ladrar, y el sonido reverberó hasta ellos a través del aire frío del crepúsculo. El perro se relamió y su lengua roja destelló en el claroscuro de la luz menguante.

Jake llamó al perro con un silbido.

—Ven, ven.

El perro se levantó, pero si bien meneaba la cola, parecía reacio a acercarse. Jake impulsó los esquís y avanzó en dirección al perro, silbando, llamándolo. El perro volvió a ladrar.

Jake se detuvo y sacó los pies de las fijaciones. Dio dos pasos hacia el perro y paró en seco.

—¡Dios mío! —exclamó.

—¿Qué pasa? —Zoe se aproximó desde atrás. El perro seguía moviendo el rabo, al parecer contento—. Vamos, chico.

—No es un chico —corrigió Jake—. Es perra. Es mi perra. Sadie.

Sadie era la perra con que Jake se había criado. La había tenido desde cachorro y el animal había muerto cuando él contaba ya dieciocho años, antes de conocer a Zoe.

La perra, como si respondiese al nombre, corrió hacia Jake, aullando y meneando el rabo. Casi delirando de felicidad por haber encontrado a Jake, saltó sobre él, dejando manchas amarillas de orina en la nieve. Jake se arrodilló y abrazó a la perra, que a su vez le lamió la cara.

—¿Qué pasa? —preguntó Zoe.

—¡Es mi perra, es mi perra, es mi perra! —Jake reía y lloraba simultáneamente—. Hacía muchísimos años que no la veía, y la echaba de menos, y ahora ha vuelto. —Con las rodillas hundidas en la nieve y la perra lamiéndole las lágrimas de la cara, miró a Zoe con una sonrisa en los labios—. Ha vuelto.

Zoe se sentó en cuclillas junto a la perra y a su marido.

—Jake… ¿estás seguro de que es tu perra?

—Sadie, te presento a Zoe. Zoe, te presento a Sadie. ¡No puedo creerlo! ¡Es increíble!

La perra lamió la cara a Zoe y enseguida concentró de nuevo su atención en Jake. Zoe quería compartir esa felicidad, pero no daba crédito a lo que veía. Aunque la emocionaba ver esa nueva señal de vida, no le entusiasmaban los perros ni tenía experiencia con los cánidos.

—Jake, ¿cómo puedes estar seguro de que es tu perra?

Jake se echó a reír.

—¿Oyes eso, Sadie? ¿Lo oyes? Cariño, si tienes un perro, lo reconoces cuando lo ves. Sencillamente lo reconoces.

—Vale. Es solo que… para mí es igual que otros muchos perros.

—¡Atiende, Sadie! Dice que eres igual que otros muchos perros. Tesoro, si me pasara años y años sin verte, te reconocería igualmente. Pues con Sadie es lo mismo.

—Vale. Es solo que… ¿seguro que no te engañas porque quieres que sea Sadie?

—Ya verás. Sin mirar, sé que tiene una cicatriz en el pliegue interior de la oreja izquierda. Una vez se hizo un corte feo en una alambrada. Acércate.

Obligó a la perra a quedarse quieta y le echó atrás la oreja. Zoe observó con atención la parte rosada y carnosa del interior. Era cierto: allí tenía una pequeña cicatriz. O quizá era una sombra. Tal vez sí era una cicatriz, pensó.

—¡Uf!

—Esto es maravilloso —dijo Jake. Se levantó de la nieve y abrazó a su mujer—. Vamos, llevémosla al hotel.

Regresaron los tres al hotel, trotando la perra felizmente tras los pasos de Jake.

—¿Crees que aceptan perros? —preguntó Zoe.

Esta vez ni siquiera se molestaron en dejar el equipo en las taquillas; se limitaron a abandonarlo todo en el vestíbulo enmoquetado, junto con las botas, los guantes y las chaquetas de esquiar. Jake pasó por la cocina para buscarle algo a la perra. Echó un vistazo a los filetes todavía frescos y relucientes sobre la encimera junto a las verduras troceadas; enseguida los descartó.

—¡Nada de carne vieja para ti, Sadie!

Optó por entrar en la cámara frigorífica y coger un filete del estante. Lo descongeló en el microondas y lo frió en una sartén. Lo dejó enfriar antes de ponerlo en una fuente y ofrecérselo a la perra. Sadie meneó el rabo y se relamió, pero apartó el hocico del filete.

—¿Esto no es de tu gusto, chica? ¿Qué te han dado de comer aquí?

Se preguntó por qué Sadie no quería comer. Cualquier perro devoraría un filete, tuviese hambre o no. Jake se agachó y cogió la cabeza de Sadie entre sus manos, justo por detrás de las orejas, fláccidas como bolsas. Quería olerle el aliento para averiguar qué había estado comiendo. Pensando que era un juego, Sadie lo lamió. Jake sintió en la cara una bocanada del aliento de la perra, pero no olía a nada. Intentó recordar el olor del aliento de un perro.

A pescado, pensó, a eso olía aunque el perro no hubiese comido pescado; y a harina, como las galletas; y a tierra, como el mantillo después de la lluvia; y a la hierba amarillenta de un prado; y al agua de charca; y… basta. Se dijo que ya bastaba. Se dijo que ya bastaba porque con ese proceso de remembranza acudían a su mente todas las cosas que nunca más olería o saborearía salvo en la memoria; y si bien la memoria podía devolvérselas momentáneamente, esa era una idea agridulce.

Volvió a coger la cabeza de la perra entre sus manos, y ella lo lamió, y esta vez olfateó en su aliento cálido todo aquello que acababa de evocar. Salió de la cocina, y la perra lo siguió.

Encontró a Zoe en su habitación.

—¿Podemos tener a Sadie en la habitación con nosotros?

—Ahora mismo agradecería incluso la presencia de las pulgas de Sadie si las tuviera. Me parece maravilloso el simple hecho de ver a otro ser vivo.

—Bueno, deduzco que en realidad es otro ser muerto. Me explico: la enterré hace años en el jardín de atrás. La enterré bajo un ciruelo que nunca había dado fruto. Al año siguiente, y ya siempre a partir de entonces, ese árbol dio montones de fruta.

—Los nutrientes.

—¿O quizá una manera suya de volver para saludar? ¿Me permites decirte una cosa? No lloré cuando mi padre murió, y sin embargo me deshice en lágrimas cuando enterré a Sadie. ¿Me convierte eso en mala persona?

—¿Mala persona?

—Albergaba sentimientos más hondos por mi perro. Ciertas personas dirían que eso no está bien.

—Cuando estabas vivo, no te preocupaba mucho lo que dijeran «ciertas personas». ¿Por qué habría de preocuparte ahora que estás muerto? Caray, se me hace raro decir eso, pero ya sabes a qué me refiero. Tu padre nunca te mostró afecto, o eso me contaste.

Jake se acercó a la ventana y contempló el lento despliegue de la oscuridad sobre la impoluta blancura que cubría la tierra como mazapán en una tarta nupcial.

—Era frío como la nieve. Comida en la mesa, ropa que ponerse, una educación práctica, y jamás un solo abrazo. Ni uno solo.

—Era otra generación, Jake.

—Pues en eso se equivocaron. Si yo tuviera un hijo, lo…

—¿Lo qué?

Jake se volvió hacia la perra.

—¡Ven aquí, chica!

Zoe estuvo a punto de articular una palabra. Pero no pudo.

Esa noche, antes de prepararse para irse a la cama, Jake tendió una manta en el suelo a fin de que Sadie pudiera hacerse su guarida contra la pared. Sadie se echó sobre la manta como si siempre hubiese dormido allí. Se quedó tendida con la cabeza entre las patas delanteras, mirándolos; sus ojos parecían los de un peluche. Jake entró en el cuarto de baño para lavarse los dientes. Mientras Zoe retiraba el edredón, ocurrió algo.

Las luces se debilitaron por un momento, parpadearon y se apagaron. Al cabo de unos segundos de oscuridad, se encendieron de nuevo.

Jake salió del baño con el cepillo de dientes en la mano.

—¿Qué ha sido eso?

—Se ha ido la luz.

—Ya lo sé. Pero ¿por qué?

Zoe se quedó mirándolo.

—¿Se ha ido en todo el pueblo?

—Ni idea.

—¿Crees que ha sido solo en nuestra habitación? ¿O solo en nuestro hotel?

Ella movió la cabeza en un gesto de negación.

—Me pregunto qué significará —dijo Jake.

Sadie, de pie, lo miraba. Ladró, una sola vez.

—¿Tiene que significar algo? —preguntó Zoe.

Jake se aproximó a la ventana.

—Fuera las luces siguen encendidas.

—Ven a acostarte.

—Me pregunto qué habrá pasado.

—Ven a acostarte —insistió Zoe.

7

Por la mañana Zoe se levantó de la cama, se puso el albornoz y salió a buscar el desayuno. Deseaba crear una apariencia de relativa normalidad para Jake, y una bandeja con tostadas, beicon, café y zumo, amén de una flor sustraída del vestíbulo, podían servir a sus propósitos. Y eso sí era extraordinario: las flores frescas en sus jarrones de cristal no parecían más en peligro de perder la frescura que la comida de la cocina. Con andar silencioso, recorrió el pasillo enmoquetado y llamó el ascensor.

La puerta del ascensor se abrió, y cuando pulsó el botón de la planta baja, la campanilla resonó en torno a ella. Había dado muchas vueltas a cómo hacer para crear esa apariencia de normalidad. Era la única manera de conservar la cordura. Deseaba echarse otra vez a las pistas. Jake parecía más preocupado que ella por las circunstancias de su existencia: se había preguntado en voz alta si estaban destinados a quedarse allí para toda la eternidad. Si era así, había dicho, seguramente les interesaría hacer otras cosas aparte de esquiar.

Zoe había coincidido con él. Estaba preguntándose cuáles podían ser esas «otras cosas» exactamente en una estación de esquí cuando el ascensor llegó al vestíbulo y se abrieron las puertas. Zoe ahogó una exclamación y se llevó la mano a la boca.

El vestíbulo estaba lleno de gente, gente bulliciosa, animada, que charlaba y pululaba por el vestíbulo. En su mayoría vestían ropa de esquiar, pero algunos formaban cola ante el mostrador de recepción y avanzaban lentamente con las maletas a rastras.

Zoe se adentró en la muchedumbre, todavía con la mano en la boca. Detrás del mostrador, tres recepcionistas con elegantes uniformes del hotel, un tanto agobiadas en apariencia, atendían a los recién llegados. Una joven recepcionista, con el pelo recogido en una coleta, sostenía el auricular de un teléfono junto a un oído y se tapaba el otro con la palma de la mano libre. Entretanto, una mujer de mayor edad con el pelo rojo cobrizo y unas gafas de montura negra pasaba la tarjeta de crédito de uno de los nuevos huéspedes que esperaban en la cola. Una tercera aguzaba el oído para escuchar a su jefe, un hombre delgado con traje gris, que intentaba hacerse oír por encima del alboroto y el revuelo del vestíbulo. Daba la impresión de que todos hablaban a la vez.

Al otro lado de las puertas de cristal del hotel, vio llegar un autocar muy moderno. Oyó el resoplido de los frenos neumáticos cuando el vehículo se detuvo en seco para aparcar. La puerta del autocar se abrió y empezaron a bajar más huéspedes.

En otro lugar el portero, al que Zoe reconoció del día de su llegada, atendía a un cliente. Apoyado en una especie de atril de madera clara separado de la recepción, escribía rápidamente en una hoja de papel amarillo. Su librea granate y gris emitía un suave resplandor y en su calva se reflejaban las intensas luces del techo. El sudor manaba copiosamente de su frente.

Zoe dejó de mirar al portero cuando un hombre pasó junto a ella y le dirigió un lascivo guiño. Ella percibió los efluvios de la colonia de aquel hombre y recordó que estaba en medio de esa multitud sin más ropa que su albornoz. Se ajustó el cinturón y se agarró la pechera del albornoz. Alrededor la gente hablaba en animado francés, pero cerca de la ajetreada recepción dos mujeres vestidas con ropa de esquiar hablaban en inglés. Zoe oyó que pronunciaban la palabra «alud».

Se acercó a las inglesas.

—Disculpen —las interrumpió Zoe—, ¿dicen ustedes que ha habido otro alud?

La primera mujer se volvió. Estaba sonrojada, como si ella misma acabara de regresar de las pistas. Tenía las patas de gallo propias de la mediana edad. Asintió vigorosamente.

—Sí, a primera hora de esta mañana.

—Pero ¿ha sido otro alud? ¿Uno nuevo?

La inglesa no tuvo ocasión de contestar porque la joven recepcionista del pelo recogido en una coleta llamó a las dos mujeres. Dejaron allí a Zoe, que esperó sujetándose el albornoz.

La gente que abarrotaba el vestíbulo no parecía en absoluto asustada. Se la veía más bien agitada. Zoe se volvió para ver a los nuevos turistas bajar del autocar frente al hotel. Mientras dirigía la mirada al otro lado del vestíbulo, el portero calvo apartó la vista de sus papeles y se fijó en ella. Enarcó las cejas con una expresión interrogativa.

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