Al día siguiente, Ish atravesó las altas llanuras de las Montañas Rocosas. Era una región dedicada a la cría de ovejas, y había más cadáveres. Muy lejos, en la falda de una loma, creyó ver unas ovejas que huían rápidamente, pero no podía asegurarlo.
Pero vio, otra vez, una escena aún más extraña. En un prado verde, a orillas de un arroyo, algunas ovejas pacían tranquilamente. Ish miró, casi buscando al pastor. Sólo vio dos perros. El pastor había desaparecido, pero los perros seguían con su acostumbrada tarea, juntaban los animales, no permitían que se alejaran del agua y, sin duda, mantenían a distancia a los merodeadores nocturnos. Ish detuvo el coche y sujetó a Princesa para que no perturbara la pacífica escena. Los dos perros, al oír el auto, ladraron furiosamente y devolvieron al rebaño a algunos animales dispersos. En las ciudades, la electricidad corría aún por los cables después de la desaparición del hombre. Del mismo modo, en las grandes praderas, los perros guardaban aún los rebaños. Pero, pensó Ish, eso no duraría mucho.
La carretera atravesaba amplias llanuras. U.S. 66, se leía en los mojones. Había sido en otro tiempo una ruta importante, el camino de los Okies a California, como decía la canción. Ahora la carretera estaba desierta. Ningún autobús iba a Los Ángeles; los camiones no corrían hacia el este y el oeste; no había carromatos cargados de muebles y gentes que iban a la recolección de frutas; no pasaban bruñidos autos de turistas, ni siquiera carretas tiradas por escuálidos caballos.
Ish descendió al valle del río Grande, franqueó el puente y subió por el largo camino de Albuquerque. Albuquerque era la más grande de las ciudades que había cruzado hasta entonces. Tocó la bocina y prestó atención. Nadie respondió y le pareció inútil retrasarse.
Aquella noche durmió en un hotel de las afueras de Albuquerque, en lo alto de una cuesta que bajaba a la ciudad. El hotel estaba en sombras. No había ya corriente eléctrica.
Al día siguiente, subió a la montaña y se encontró ante unos picos separados por vastas planicies. Sintió otra vez el frenesí de la velocidad y echó a correr por la recta carretera. Los picos desaparecieron a lo lejos. Texas se abrió ante él con la monotonía del Panhandle. El calor se hizo de pronto tórrido. A su alrededor se extendían hasta el infinito los campos de rastrojos. Los segadores habían segado el trigo poco antes que los alcanzara la muerte. Aquella noche durmió en los suburbios de Oklahoma.
Por la mañana bordeó la ciudad y tomó la ruta 66 hacia Chicago. Pero al cabo de unos kilómetros encontró un árbol que bloqueaba la carretera. Bajó a estudiar la situación. Una tromba huracanada había cruzado sin duda la llanura. El álamo cerraba la ruta en una confusión de ramas y hojas. Se necesitaría medio día de trabajo para limpiar el camino. Ish sintió de pronto que el episodio era como un símbolo del drama que se había propuesto observar. ¡La famosa carretera 66! ¡Bloqueada por un árbol! Aunque lo quitara del camino, habría habido otros accidentes similares, o los habría pronto. Las tormentas cubrirían la ruta de barro, los taludes se desmoronarían, una crecida se llevaría un puente. Pocos años más, y sólo un pionero en una carreta podría tomar la ruta 66 de Chicago a Los Ángeles.
Ish pensó en dar un rodeo por el campo, pero las lluvias recientes habían ablandado la tierra. El mapa indicaba que a quince kilómetros había un camino que lo devolvería a la ruta principal. Dio media vuelta y partió.
Pero después de recorrer quince kilómetros comprendió que no necesitaba volver a la carretera 66. El camino lateral lo llevaba directamente al este, y esta dirección era tan buena como cualquier otra. Ese árbol caído, pensó, ha cambiado quizás el curso futuro de la historia humana. Quién sabe qué podría hacer yo en Chicago. Ahora ocurrirá algo distinto.
Cruzó, pues, Oklahoma hacia el este. Los campos estaban desiertos. Las lomas onduladas, con verdes robles achaparrados, eran las de siempre. En las llanuras se sucedían los sembrados de trigo y algodón. El cereal estaba alto, y las espigas asomaban sobre los matorrales. Pero el algodón se marchitaba rápidamente.
El calor era aplastante, y poco a poco destruía en Ish los hábitos de la vida civilizada. Se afeitaba aún todos los días, porque se sentía así más cómodo, no porque le preocupara su propio aspecto. Pero el cabello, mal recortado, le caía en largas mechas. Vestía un par de pantalones y una camisa de cuello abierto. Todas las mañanas tiraba la camisa y se ponía una limpia. Había perdido su sombrero de fieltro gris, y en un bazar de Oklahoma había tomado uno de esos ordinarios sombreros de paja que usaban los cosechadores para protegerse del sol.
Aquella misma tarde entró en Arkansas, y le pareció notar un cambio. El tiempo era cálido y húmedo. La vegetación lo invadía todo, carreteras y edificios. Las hiedras y rosales trepadores tapaban las ventanas y colgaban ya de los techos y porches. Las casas más pequeñas parecían retroceder y esconderse en los bosques. Las cercas desaparecían también. La carretera se confundía con el campo. La hierba y las malezas asomaban en las grietas minúsculas del cemento. Los largos brazos de algunas trepadoras llegaban hasta la línea blanca que dividía la ruta, y se unían a los que venían del otro lado.
Los duraznos estaban maduros, e Ish animó un poco su menú de conservas con una incursión a una huerta. Unos cerdos que comían la fruta caída escaparon al verlo. Aquella noche durmió en North Little Rock.
Algunos cerdos mueren en sus resguardadas porquerizas, y las crías gruñen reclamando alimento. Pero otros se pasean libremente. No necesitan al hombre. Los días calurosos buscan el barro a orillas de los ríos, y se instalan allí, satisfechos. Los días frescos se internan en los bosques de robles y se alimentan de bellotas. Las futuras generaciones tendrán patas más ágiles, un cuerpo más delgado y colmillos más largos. La furia de los machos espantará al lobo y al oso. Como el hombre, los puercos comen carne, tubérculos, nueces, frutas. Vivirán
.
A la mañana siguiente, en las afueras de una aldea, Ish saltó casi en el asiento. El espectáculo era sorprendente: un jardín sin malezas, bien regado y cuidado. Detuvo el coche, descendió, y se encontró por primera vez con lo que podría llamarse, generosamente, un grupo social. Era una familia de negros: un hombre, una mujer de mediana edad y un niño. La abultada cintura de la mujer prometía la llegada de un cuarto ciudadano.
Eran gente tímida. El chico se mantenía aparte, curioso, pero asustado, rascándose la cabeza. La mujer guardaba silencio y no hablaba sino cuando se le preguntaba algo. El hombre se había sacado el sombrero de paja y estrujaba nerviosamente el ala gastada y rota. Unas gotas de transpiración, debidas al calor o el nerviosismo, le corrían por la frente negra y brillante.
Ish comprendía apenas el oscuro dialecto, que la turbación hacía aún más ininteligible. Dedujo, sin embargo, que no había por allí otros sobrevivientes. En realidad, sabían muy poco, pues después del desastre no habían hecho más que cortos paseos a pie, sin alejarse del lugar. No eran una familia, sino una asociación fortuita de tres sobrevivientes, tres seres humanos que escapando a la ley de probabilidades se habían salvado en un mismo villorrio.
Ish comprendió pronto que estaban aún afectados por la catástrofe, y que conservaban los arraigados hábitos de su existencia anterior. Apenas se atrevían a hablar en presencia de un blanco, y no alzaban nunca los ojos.
A pesar de la evidente mala disposición de aquella gente, Ish examinó el lugar. Aunque habían podido elegir entre todas las casas de la aldea, se habían contentado con la cabaña donde vivía la mujer antes del desastre. Ish vio desde la puerta la cama y las sillas desvencijadas, la cocina de hierro, la mesa con un mantel de hule y las moscas que zumbaban sobre unos comestibles. El exterior tenía mejor aspecto. El jardín era casi exuberante, había un buen campo de trigo, y cultivaban también algodón. Ish se preguntó qué diablos pensarían hacer con aquel algodón. Aparentemente, habían continuado con las viejas tareas, obteniendo así una sensación de seguridad.
Tenían también pollos y algunos cerdos en un corral. Se turbaron tanto cuando Ish miró los cerdos, que era evidente que los habían sacado de alguna porqueriza ajena. Ahora el hombre blanco los obligaría a devolver los animales.
Ish pidió unos huevos frescos, y les dio un dólar por una docena. Al cabo de un cuarto de hora, agotados todos los temas de conversación, volvió a su auto, con gran alivio de sus huéspedes.
Se quedó un momento ante el volante, sumergido en sus pensamientos. Si me quedara aquí, reflexionó, podría ser un verdadero rey. No les haría mucha gracia, pero con la colaboración de los viejos hábitos acabarían por resignarse. Cultivarían mis legumbres, cuidarían mis gallinas, y hasta tendríamos una o dos vacas. Harían, en fin, todo el trabajo. Yo sería verdaderamente un rey, aunque en pequeña escala.
Pero la idea se le borró en seguida, y se puso en marcha pensando que los tres negros habían solucionado mejor que él el problema de la nueva vida. Como un necrófago, él vivía de los despojos de la civilización. Ellos, por lo menos, llevaban una existencia estable y creadora, pegados a la tierra, y satisfacían sus necesidades con el propio trabajo.
De las seiscientas mil especies de insectos, sólo unas pocas docenas advirtieron la desaparición del hombre, y de éstas las únicas condenadas realmente a la extinción fueron las tres especies de parásitos humanos. Tan antigua, si no honorable, era esta asociación que se la había citado para apoyar la teoría del origen único del hombre. Los antropólogos, en efecto, han señalado que aun en las tribus más aisladas el hombre tiene siempre los mismos parásitos, concluyéndose así que estos insectos nos fueron legados por nuestros antepasados, los primeros hombres-monos.
Desde tiempos muy remotos, a través de miles y miles de siglos, estos parásitos se adaptaron cuidadosamente a su universo: el cuerpo del hombre. Formaban tres tribus que tenían como respectivos dominios la cabeza, los vestidos y las partes sexuales. De este modo, a pesar de sus diferencias de raza, observaron los términos tácitos de una alianza tripartita, dando a su anfitrión un ejemplo que él hubiera debido seguir. Pero esa perfecta adaptación al ser humano les quitó la posibilidad de explotar a otro huésped.
La caída del hombre provocó su ruina. Cuando sintieron que el universo se enfriaba, buscaron otro; no lo encontraron y murieron. Billones de criaturas tuvieron así un triste fin.
Pocos lamentos acompañaron el funeral del Homo Sapiens. El Canis familiaris, como individuo, lanzó quizás algunos tristes aullidos; pero como representante de una especie alimentada con azotes y puntapiés, volvió a unirse alegremente a sus hermanos salvajes. Que el Homo Sapiens se consuele sin embargo, pues hubo tres que lo lloraron sinceramente.
Ish llegó al puente que franqueaba el caudaloso río de aguas pardas. Un camión atascado bloqueaba la carretera de Memphis.
Sintiéndose como un niño que desafía alguna prohibición paterna, Ish cruzó a la izquierda de las vías del ferrocarril, y se lanzó a toda velocidad hacia Tennessee por el camino que lleva a Arkansas.
Nadie lo detuvo. Memphis parecía tan desierta como las otras ciudades, pero el viento del sur traía un vaho fétido desde los que habían sido los populosos barrios de Seale Street. Ish decidió olvidar las ciudades sureñas y volvió otra vez al campo.
No había ido muy lejos cuando al viento sucedió una lluvia. Ish tenía poca prisa y se detuvo en un hotel, al extremo de un pueblo. No se molestó en averiguar el nombre. En la cocina había gas, y se preparó una cena con los huevos. Era un verdadero festín, y sin embargo no se sintió satisfecho. Se preguntó si estaría comiendo lo necesario. Quizá debería proveerse de vitaminas en alguna farmacia.
Más tarde desató a Princesa y la perra desapareció bajo la lluvia con un largo ladrido, como si hubiese encontrado un rastro. Pensó fastidiado que quizá tendría que esperar una hora a la señorita. Pero Princesa volvió casi en seguida, oliendo espantosamente a zorrillo. Ish la encerró en el garaje y la perra se quedó allí, ladrando y quejándose amargamente.
Ish se acostó con la impresión de que le faltaba algo. Quizá la conmoción había sido mayor de lo que había creído. Pensó también que podía pesarle la soledad, o que el instinto sexual estaba haciendo de las suyas.
Una emoción violenta, sabía, tiene a veces curiosos efectos. Recordó la historia de un hombre que había visto cómo su mujer moría en un accidente, y que había quedado impotente durante meses.
Pensó en los negros que había visto por la mañana. La mujer, ya cerca de los cuarenta, muy adelantada en el embarazo, y que sin duda nunca había sido una belleza, no podía haber despertado en él ninguna inquietud. No, aquellas gentes lo habían perturbado por la seguridad de que parecían gozar, gracias al contacto con la tierra. Princesa ladró en ese momento en el garaje. Ish le lanzó una maldición y se echó a dormir.
Por la mañana seguía descontento e inquieto. La tormenta no había cesado del todo, pero ya no llovía. Decidió hacer un paseo a pie por la carretera. Antes de partir, miró dentro de la camioneta y vio el rifle en el asiento. Hasta ahora apenas lo había tocado. Sin saber muy bien por qué, se lo puso bajo el brazo, y echó a andar.
Princesa lo siguió unos pocos metros, luego descubrió un nuevo rastro y, a pesar de la experiencia de la noche anterior, desapareció de prisa entre las lomas ladrando animadamente.
—Buena suerte —le gritó su amo.
En cuanto a él mismo, sólo deseaba estirar las piernas o encontrar un árbol con fruta madura. De pronto vio una vaca y un ternero. El espectáculo no tenía nada de notable. En todos los campos de Tennessee podía ver algo parecido. Lo excepcional era que ahora llevaba el rifle bajo el brazo. Comprendió entonces qué había estado rumiando, de algún modo.
Apoyó el rifle sobre un poste de la cerca y apuntó cuidadosamente a la testuz del ternero. La distancia era suficientemente corta. Oprimió el gatillo y el rifle retrocedió golpeándolo. Cuando el estruendo se apagó Ish oyó que el ternero lanzaba un largo y ronco gemido. Estaba todavía en pie, con las patas separadas, pero se tambaleaba y un hilo de sangre le brotaba del hocico. Al fin se derrumbó.
La vaca, asustada por la detonación, había corrido unos cuantos metros. Ahora miraba, indecisa. Ish ignoraba si lo atacaría en defensa del ternero. Apuntó otra vez y la alcanzó con una bala detrás del cuello. La vaca cayó e Ish la remató con otros dos tiros.