La Tierra permanece (3 page)

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Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

BOOK: La Tierra permanece
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Ish se dirigió entonces a una casa de las afueras que (le había parecido) era la mejor de la ciudad. Saltó del coche, con el martillo en la mano. Esta vez no vaciló un instante. Golpeó tres veces con fuerza, y la puerta cedió. Tal como suponía, había en el vestíbulo un gran aparato de radio. Inspeccionó rápidamente la planta baja y el piso de arriba. No encontró a nadie, y regresó al vestíbulo. La electricidad todavía funcionaba. Esperó unos instantes y luego buscó cuidadosamente. Sólo oyó unos débiles ruidos parásitos. Probó la onda corta, pero sin éxito. Metódicamente, exploró todas las longitudes. Desde luego, pensó, si alguna estación funciona aún, no transmitirá probablemente las veinticuatro horas del día.

Dejó la radio en una longitud que correspondía —o había correspondido— a una potente emisora. Luego se echó en el sofá.

A pesar de aquellos horrores, sentía la curiosidad desinteresada de un espectador, como si asistiese al último acto de una tragedia. Seguía siendo lo que era, o había sido —el tiempo de verbo no importaba—: un intelectual, un sabio incipiente, más inclinado a observar los acontecimientos que a participar en ellos.

Así ocurrió que llegase a contemplar la catástrofe —con una satisfacción irónica, aunque momentánea— como la demostración de un aforismo, enunciado un día por su profesor de economía política: «El desastre temido no llega nunca, la teja cae donde menos se espera». Se había temido una guerra destructora, la pesadilla de ciudades arrasadas, hecatombes de hombres y animales, tierras estériles. Pero, en realidad, sólo la humanidad había sido suprimida, y casi con limpieza, con un mínimo de trastornos. Los sobrevivientes, si los había, serían los reyes de la tierra.

Se instaló cómodamente en el sofá. La noche era cálida. Agotado físicamente por la enfermedad y tantas emociones, no tardó en dormirse.

Allá arriba, en el cielo, la luna, los planetas y las estrellas recorren sus largas y tranquilas órbitas. No tienen ojos, y no ven. Sin embargo, el hombre había imaginado alguna vez que miraban la tierra.

Pero si viesen realmente, ¿qué verían esta noche?

Ningún cambio. Aunque el humo de las chimeneas ya no enturbia la atmósfera, pesadas humaredas surgen aún de los volcanes y los bosques incendiados. Visto desde la luna, el planeta tendrá esta noche su resplandor de costumbre; ni más brillante, ni más oscuro.

Se despertó en pleno día. Abrió y cerró la mano. El dolor de la mordedura era ahora una pequeña molestia local. Sentía la cabeza despejada, y comprendió que la otra enfermedad, si había habido otra enfermedad, también desaparecía. Se le ocurrió algo. La explicación era evidente: había padecido aquella enfermedad, combatiéndola con el veneno que tenía en la sangre. Microbio y veneno se habían destruido mutuamente. Aquello, por lo menos, explicaba que siguiese vivo.

Siguió en el sofá, tranquilo e inmóvil, y los fragmentos aislados del rompecabezas comenzaron a ordenarse. Los hombres que había visto en la cabaña... eran sólo unos pobres fugitivos, que huían de la peste. El coche que había subido por la carretera, en medio de la noche, llevaba quizás a otros fugitivos, posiblemente los Johnson. El excitado ovejero había intentado comunicarle los sucesos de la central.

Sin embargo, la idea de ser el único sobreviviente no le perturbaba demasiado. Había vivido solo durante un tiempo. No había asistido a la tragedia, ni había visto morir a sus semejantes. A la vez no podía creer (y no había por qué creerlo) que fuese el último hombre sobre la tierra. Según el periódico, la población había disminuido en un tercio. El silencio que reinaba en Hutsonville demostraba solamente que sus habitantes se habían dispersado o refugiado en otra ciudad. Antes de llorar el fin del mundo, y la muerte del hombre, tenía que descubrir si el mundo ya no existía, y si el hombre había muerto. Ante todo, evidentemente, debía volver a la casa paterna. Quizá sus padres vivían aún. Así, con un plan definido para el día, sintió la tranquilidad que seguía siempre a sus decisiones, aun temporales.

Al levantarse, buscó otra vez en ambas ondas de la radio, sin resultado.

Exploró la cocina. La nevera aún funcionaba. En la despensa había algunos alimentos, aunque no tantos como podía esperarse. Las provisiones, aparentemente habían escaseado en los últimos días. Aun así, había media docena de huevos, una libra de manteca, un poco de jamón, algunas lechugas y unas pocas sobras. En un armarito encontró una lata de jugo de pomelo, y, en un cajón, un pan duro de unos cinco días atrás; la fecha, sin duda, en que la ciudad había sido abandonada.

Estas provisiones, y un fuego al aire libre, le hubiesen bastado para prepararse una buena comida, pero abrió las llaves de la cocina eléctrica y advirtió que las planchas se calentaban. Se preparó un copioso desayuno, y transformó el pan en unas tostadas aceptables. Cuando volvía de las montañas, siempre sentía necesidad de comer legumbres frescas, y al acostumbrado desayuno de huevos, jamón y café, añadió una abundante ensalada de lechuga.

Volvió al sofá. En una mesita había una caja de laca roja; la abrió y extrajo un cigarrillo. Hasta ahora, reflexionó, la vida material no ofrece problemas.

El cigarrillo estaba bastante fresco. Con un buen desayuno y un buen cigarrillo, el humor de Ish cambió sensiblemente. En realidad, había apartado todas las inquietudes, dejándolas para más tarde, si descubría que estaban justificadas.

Cuando acabó de fumar, pensó que no valía la pena lavar los platos; pero, como era naturalmente cuidadoso, comprobó si había cerrado la nevera y las llaves de la cocina. Luego recogió el martillo, que le había sido tan útil, y salió por la puerta destrozada. Se metió en el coche y partió hacia la casa paterna.

A casi un kilómetro de la ciudad, pasó delante del cementerio, y le asombró que el día anterior no hubiese pensado en él. Sin bajar del coche, advirtió una nueva y larga hilera de tumbas, y una excavadora junto a un montón de tierra. Las gentes que habían abandonado Hutsonville, pensó, no eran quizá muy numerosas.

Más allá del cementerio, la carretera atravesaba un terreno llano. Ante aquel espacio desierto, Ish se sintió otra vez deprimido. Hubiera deseado oír, por lo menos, el traqueteo de un camión cuesta arriba; pero no hubo tal camión.

En un campo, algunos novillos y caballos movían la cola espantando los insectos, como en cualquier mañana de verano. Más lejos, las aspas de un molino giraban lentamente, y delante del abrevadero, en un suelo húmedo, crecían las hierbas. Y eso era todo.

Sin embargo, aquella carretera no era muy transitada, y en cualquier otro día Ish hubiera podido recorrer varios kilómetros sin ver a nadie. Al fin llegó a la carretera principal. Las luces rojas del cruce estaban encendidas. Frenó automáticamente.

Pero las cuatro calzadas, donde había corrido un río de camiones, autobuses y coches, estaban desiertas. Después de detenerse un momento ante las luces rojas, Ish se puso otra vez en marcha.

Un poco más lejos, mientras corría libremente por la carretera, se sintió envuelto en una atmósfera lúgubre y espectral. Se inclinó sobre el volante, como dominado por un sopor. De cuando en cuando, algún espectáculo insólito parecía despertarlo.

Algo saltó ante él, en el camino. Aceleró rápidamente. ¿Un perro? No; advirtió unas orejas puntiagudas, y unas patas flacas, de color claro, un gris amarillento. Era un coyote, que corría tranquilamente por la carretera, en pleno día. Un instinto misterioso le había advertido que el mundo había cambiado, y que podía tomarse nuevas libertades. Ish se acercó, tocando la bocina, y el animal dio media vuelta, pasó al otro lado de la carretera y se alejó sin parecer demasiado asustado...

Dos coches volcados, en un ángulo extravagante, bloqueaban parcialmente el camino. Ish se detuvo. El cadáver aplastado de un hombre asomaba debajo de uno de los autos. No había otros cuerpos, pero la sangre cubría la carretera. Aunque le hubiese parecido necesario, no habría podido levantar el coche para sacar el cuerpo y darle sepultura. Siguió adelante...

En una ciudad importante (Ish no registró su nombre) se detuvo para abastecerse de gasolina. Había aún electricidad. Llenó el depósito en una estación de servicio. Como el coche había andado mucho tiempo por las montañas, revisó el radiador y la batería, y echó un litro de aceite. Un neumático necesitaba aire. Apretó la válvula compresora y oyó el ruido del motor. Sí, el hombre había desaparecido, pero todos sus ingeniosos aparatos marchaban todavía, sin su vigilancia...

En la calle principal de otra ciudad, tocó largo rato la bocina. Realmente, no esperaba ninguna respuesta, pero esa calle, sin saber por qué, le parecía más normal. Los coches se alineaban a lo largo de las aceras. Parecía un domingo por la mañana, con los negocios cerrados, cuando la gente no ha iniciado aún sus idas y venidas. Pero no era tan temprano, pues el sol había subido en el cielo. De pronto comprendió por qué se había detenido, y por qué la calle parecía ilusoriamente animada. Frente a un restaurante llamado
The Derby
funcionaba aún un letrero luminoso: un caballito que movía las patas, galopando. A la luz del día, sólo el movimiento llamaba la atención; la luz rosada era apenas visible. Ish miró un rato y advirtió el ritmo: uno, dos, tres. Y las patas del caballo se recogían casi debajo del tronco. Cuatro... las patas reaparecían y el vientre parecía tocar el suelo. Uno, dos, tres, cuatro. Uno, dos, tres, cuatro. Galopaba frenéticamente, y esa carrera sin testigos no llevaba a ninguna parte. Era un caballo valiente, pensó Ish, aunque insensato e inútil. Símbolo quizá de esa civilización que había enorgullecido al hombre, y que, lanzada al galope, no alcanzaba ninguna meta, destinada algún día, ya sin fuerza, a detenerse para siempre...

Una humareda se elevaba en el aire. Ish sintió que el corazón le saltaba en el pecho. Dobló rápidamente por una calle lateral. Pero antes de llegar, supo ya que no encontraría a nadie. En efecto, era sólo una granja que empezaba a arder. Aun en un lugar deshabitado, muchas cosas podían provocar un incendio. Un montón de grasientos desperdicios que se inflamaban espontáneamente, o algún aparato eléctrico aún enchufado, o el motor de una nevera. La granja estaba condenada. No había modo de apagar el fuego, ni motivos para molestarse. Dio media vuelta y volvió a la carretera...

Conducía lentamente, y a menudo se detenía a investigar, sin muchas esperanzas. A veces veía algunos cadáveres, pero, en general, sólo encontraba soledad y vacío. La incubación, parecía, había sido bastante lenta, y los enfermos no habían caído en las calles. Una vez atravesó una ciudad donde el olor de los cuerpos putrefactos envenenaba la atmósfera. Recordó haber leído en el diario que ciertas zonas habían servido de puntos de concentración, transformándose así en enormes morgues. Todo hablaba de muerte en aquella ciudad. No era necesario detenerse.

Al caer la tarde, llegó a lo alto de las lomas, y la bahía se abrió ante él, envuelta en el esplendor del sol poniente. En distintos puntos de la ciudad, que se extendía hasta perderse de vista, se alzaban algunas columnas de humo. Fue hacia la casa de sus padres. No tenía esperanzas. Sólo un milagro lo había salvado a él. ¡Milagro de milagros si la epidemia había perdonado a su familia!

Salió del bulevar y dobló hacia la avenida San Lupo. Todo tenía el mismo aspecto, aunque las aceras no estaban muy limpias. Pero la calle mantenía aún su decoro. No había cadáveres, aunque eso era inimaginable en la avenida San Lupo. Vio a la vieja gata gris de los Hatfields que dormía al sol en los escalones del porche, como tantas otras veces. Despertada por el ruido del motor, se levantó estirándose perezosamente.

Se detuvo frente a la casa. Tocó dos veces la bocina, y esperó. Nada. Salió del coche y subió las escaleras. Sólo después de entrar advirtió que no habían cerrado la puerta.

La casa estaba en orden. Echó una ojeada, aprensivamente, pero todo era normal. Quizá le habían dejado una nota, indicándole adónde habían ido. Buscó en vano en la sala.

Arriba no había tampoco nada raro; pero en la habitación de sus padres, las dos camas estaban sin hacer. Sintió un vahído, y salió de la habitación, tambaleándose.

Agarrándose a la barandilla, volvió a bajar las escaleras. La cocina, pensó, y la cabeza se le despejó un poco ante la perspectiva de algo concreto.

Al abrir la puerta, tuvo una impresión de vida y movimiento. Era sólo el segundero del reloj eléctrico. En ese instante dejaba la vertical, iniciando su descenso hacia el seis. Casi en seguida lo sobresaltó un ruido repentino. El motor de la nevera había comenzado a zumbar, como si la llegada de un ser humano hubiese turbado su reposo. Ish, sacudido por un violento malestar, se inclinó rápidamente sobre la pileta y vomitó.

Ya repuesto, volvió a salir y se sentó en el coche. No se sentía enfermo, pero sí débil y tremendamente abatido. Si hiciera una especie de investigación policíaca, revolviendo armarios y cajones, probablemente descubriese algo. Pero ¿de qué serviría torturarse así? La historia, en sus líneas principales, era demasiado clara. No había adentro ningún cadáver; por fortuna. Tampoco habría espectros, imaginaba... Aunque el reloj y la nevera casi lo parecían.

¿Debía regresar a la casa, o continuar el viaje? Pensó en el primer momento que no se atrevería a entrar otra vez en aquellos cuartos vacíos. Se le ocurrió luego que sus padres, si por rara fortuna seguían con vida, volverían como él a la casa. Al cabo de media hora, venciendo su repugnancia, franqueó el umbral.

Recorrió otra vez las habitaciones, donde se oía el lenguaje patético de las casas abandonadas. De cuando en cuando algún objeto le hablaba con más fuerza... la costosa enciclopedia que su padre había comprado recientemente, después de muchas dudas... la maceta de geranios de su madre, que ahora necesitaba agua... el barómetro que su padre consultaba todas las mañanas, antes del desayuno. Sí, era una sencilla casa de un humilde profesor de historia que vivía entregado a sus libros, y de una mujer —secretaria de la YWCA— que había hecho de ella un hogar.

Al cabo de un rato, se sentó en la sala. Entre los muebles, los cuadros y los libros familiares, fue sintiéndose poco a poco menos abatido.

Al caer el crepúsculo, recordó que no había comido desde la mañana. No tenía apetito, pero su debilidad podía deberse a la falta de alimento. Revisó un armario y abrió una lata de sopa. No había más pan que un mendrugo mohoso. En la nevera encontró manteca y un poco de queso. Descubrió unas galletas en otro armario. La presión del gas era débil, pero alcanzó a calentar la sopa.

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