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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

La tierra moribunda (15 page)

BOOK: La tierra moribunda
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Una piedra silbó a quince centímetros de la cabeza de Elai, y en el mismo instante otra golpeó su muslo.

Ulan Dhor reconoció la derrota. No podía luchar contra las piedras con su espada.

—Será mejor que nos retiremos… —Esquivó un gran trozo de pavimento que hubiera podido partirle el cráneo.

—Volvamos a la cinta —dijo la muchacha con voz apagada e impotente—. Podemos refugiarnos al otro lado de la plaza. —Una piedra, ya casi sin fuerza, golpeó su mejilla; lanzó un grito de dolor y cayó de rodillas.

Ulan Dhor gruñó como un animal y buscó hombres a quienes matar. Pero ninguna persona viva, hombre, mujer o niño, eran visibles, aunque las piedras continuaban lloviendo contra su cabeza.

Se inclinó, recogió a Elai y echó a correr hacia la rápida cinta central de la calle.

La lluvia de piedras cesó finalmente. La muchacha abrió los ojos, parpadeó y volvió a cerrarlos.

—Todo gira —murmuró—. Me he vuelto loca. Casi puedo pensar…

Ulan Dhor creyó reconocer la torre donde había pasado la noche. Saltó de la cinta y se acercó al portal. Estaba equivocado; una lámina de cristal cortaba el paso a la torre. Mientras dudaba, se fundió en un punto directamente frente a él y formó un portal. Ulan Dhor lo contempló pensativo. Más magia de los antiguos constructores…

Era una magia impersonal, e inofensiva. Ulan Dhor lo cruzó. El portal se hizo pequeño, volvió a unirse, y fue de nuevo una transparente lámina de cristal a sus espaldas. El vestíbulo estaba desierto y era frío, aunque las paredes mostraban metales intensamente coloreados y vivos esmaltes. Un mural decoraba una de las paredes…, hombres y mujeres con flotantes ropas, pintados cuidando flores en jardines curiosamente brillantes y soleados, jugando al aire libre, bailando.

Muy hermoso, pensó Ulan Dhor, pero no era un lugar donde pudiera defenderse de un ataque. Los pasillos a ambos lados estaban vacíos y llenos de ecos; frente a él había una pequeña estancia con un suelo de resplandeciente azabache, que parecía radiar luz. Entró. Sus pies se alzaron del suelo; flotó, más ligero que una pluma. Elai ya no pesaba en sus brazos. Lanzó una ronca e involuntaria llamada, se debatió para devolver sus pies al suelo, no consiguió nada.

Flotó hacia arriba como una hoja arrastrada por el viento. Ulan Dhor se preparó para la horrible caída cuando la magia dejara de actuar. Pero los pisos iban pasando hacia abajo, y el nivel del suelo fue haciéndose más distante. Un maravilloso conjuro, pensó hoscamente Ulan Dhor, robarle a un hombre su contacto con el suelo. ¿Cuánto tardaría en relajarse la fuerza y estrellarlos en una muerte segura?

—Adelanta una mano —dijo Elai débilmente—. Sujétate a la barra.

Hizo lo indicado, se aferró a una especie de asidero, se empujó hacia uno de los pisos y, sin creer todavía en su propia seguridad, se halló con los pies posados en el suelo de un apartamento de varias habitaciones. Meros montones de polvo era todo lo que quedaba del mobiliario.

Depositó a Elai en el suave suelo; ella alzó una mano a su rostro y sonrió débilmente.

—Oh… duele.

Ulan Dhor observó con una extraña sensación de debilidad y laxitud. Elai dijo:

—No sé qué vamos a hacer ahora. Hay no hay hogar para mí; así que vamos a morirnos de hambre, porque nadie va a darnos comida.

Ulan Dhor rió hoscamente.

—Nunca va a faltarnos comida…, no mientras el propietario de un tenderete Verde no pueda ver a un hombre con una capa gris… Pero hay otras cosas más importantes: las tabletas de Rogol Domedonfors…, y parecen completamente inaccesibles.

—Te matarán —dijo ella ansiosamente—. Los hombres de rojo tienen que luchar en todas partes…, como acabas de ver hoy. Y aunque alcanzaras el templo de Pansiu, hay trampas, pozos ocultos, estacas envenenadas, y los fantasmas de guardia.

—¿Fantasmas? Tonterías. Son hombres, exactamente como los Grises, excepto que llevan el color verde. Vuestro cerebro se niega a ver a los hombres de verde… He oído hablar de tales cosas como obstrucciones de la mente…

—Ningún otro Gris los ve —dijo ella con tono dolido—. Quizá seas tú quien sufre las alucinaciones.

—Quizá —admitió Ulan Dhor con una hosca mueca. Se sentaron por un espacio de tiempo en la polvorienta quietud de la vieja torre, luego Ulan Dhor se inclinó hacia delante, sujetó sus rodillas y frunció el ceño. La letargia era el precursor de la derrota.

—Tenemos que considerar ese templo de Pansiu.

—Seremos muertos —dijo ella simplemente. Ulan Dhor, que se sentía algo más animado, dijo:

—Tienes que practicar el optimismo… ¿Dónde puedo encontrar otro coche aéreo? Ella se lo quedó mirando.

—¡Seguro que estás loco! Ulan Dhor se puso en pie.

—¿Dónde puedo encontrar uno? Ella agitó la cabeza.

—Estás decidido a morir, de una u otra forma. —Se levantó también—. Subiremos por el Pozo del No Peso hasta el nivel más alto de la torre.

Se metió sin vacilar en el vacío, y Ulan Dhor la siguió torpemente. Flotaron en la alucinante altura, y las paredes del pozo convergían en un punto muy abajo. En el extremo superior se empujaron hacia la solidez, salieron a una terraza barrida por los vientos. Estaban más altos que las montañas centrales, y las calles de Ampridatvir eran hilos grisáceos allá muy abajo. El puerto era como un pequeño estanque, y el mar se extendía hasta las brumas del horizonte.

Había tres coches aéreos en la terraza, y el metal era tan brillante, el cristal tan transparente y la pintura tan vivida como si los vehículos acabaran de posarse del cielo. El interior era como el del otro coche…, un largo asiento acolchado, un globo montado sobre una varilla, un cierto número de interruptores. La tela del asiento crujió por la edad cuando Ulan Dhor la tanteó con su mano, y el aire confinado olía a rancio. Se metió dentro, y Elai le siguió.

—Te acompañaré; la muerte por caída violenta es más rápida que por hambre, y menos dolorosa que las piedras…

—Espero no caer ni morirnos de hambre —respondió Ulan Dhor. Tocó cautelosamente los interruptores, preparado para echarlos hacia atrás ante cualquier manifestación peligrosa.

El domo restalló sobre sus cabezas; relés con centenares de años de antigüedad cerraron circuitos, las levas giraron, los ejes encajaron en su lugar. El coche aéreo se estremeció, saltó hacia el cielo rojo y azul oscuro. Ulan Dhor sujetó el globo estriado, descubrió cómo hacer girar el bote, cómo hacer subir y bajar su morro. Era puro juego, intoxicación… ¡un maravilloso dominio del aire! Era más fácil de lo que había imaginado. Era más fácil que caminar. Probó todas las manecillas e interruptores, descubrió cómo flotar, caer, frenar. Halló la manecilla de la velocidad y la empujó a fondo, y el viento cantó junto al aparato. Volaron muy por encima del mar, hasta que la isla fue un manchón azul en el borde del mundo. Abajo y arriba…, rozando las crestas de las olas, hundiéndose en los remolinos magenta de las nubes.

Elai permanecía sentada relajada, tranquila, exaltada. Había cambiado. Parecía más cercana a Ulan Dhor que a Ampridatvir; algún sutil lazo había sido cortado.

—Sigamos adelante —dijo—. Adelante y adelante…, cruzando el mundo, más allá de los bosques…

Ulan Dhor la miró de soslayo. Era muy hermosa ahora…, más limpia, esbelta, fuerte, que las mujeres que había conocido en Kaiin. Dijo tristemente:

—Entonces sí que nos moriremos de hambre…, porque ninguno de los dos tiene la habilidad suficiente para vivir por sus propios medios. Y yo estoy ligado a una misión: debo encontrar las tabletas…

Ella suspiró.

—Muy bien. Seremos muertos. ¿Importa eso? Toda la Tierra se está muriendo…

Llegó el atardecer, y regresaron a Ampridatvir.

—Aquí —dijo Elai—. Éste es el templo de Cazdal, y allí está el templo de Pansiu.

Ulan Dhor hizo descender el bote encima del templo de Pansiu.

—¿Dónde está la entrada?

—Cruzando la arcada…, y cada punto alberga un peligro diferente.

—Pero podemos volar —le recordó Ulan Dhor. Hizo descender el bote hasta tres metros por encima del suelo y lo deslizó a través de la arcada.

Guiado por una débil luz al frente, Ulan Dhor maniobró el bote descendiendo el oscuro pasadizo, a través de otro arco; y se hallaron en la nave.

El podio donde reposaba la tableta era como la ciudadela de una ciudad amurallada. El primer obstáculo era un amplio pozo, rematado por una pared de cristal transparente. Luego había un foso de líquido de color sulfuroso, y más allá, en un espacio abierto, cinco hombres en aletargada guardia. Sin ser detectados, Ulan Dhor maniobró el bote por las sombras superiores y lo detuvo directamente encima del podio.

—Preparados ahora —murmuró, e hizo posarse el bote. La reluciente tableta estaba casi a su alcance. Alzó el domo; Elaine se inclinó hacia fuera, agarró la tableta. Los cinco guardias lanzaron un rugido de angustia, corrieron hacia ellos.

—¡Atrás! —gritó Ulan Dhor. Desvió con su espada una lanza que volaba hacia ellos. La muchacha se echó hacia atrás en su asiento, con la tableta en la mano. Ulan Dhor cerró de golpe el domo. Los guardias saltaron a la nave, intentando clavar sus armas en el liso metal, golpeándolo con sus puños. La nave ascendió; uno tras otro perdieron su presa, cayeron aullando al suelo.

De vuelta a través del arco, por el pasadizo, cruzando la entrada…, de nuevo bajo el oscuro cielo. Tras ellos, un gran cuerno lanzó una angustiada llamada.

Ulan Dhor examinó su botín… una placa ovalada de sustancia transparente, con una docena de líneas de marcas sin sentido.

—¡Hemos vencido! —exclamó Elai, extasiada—. ¡Eres el Señor de Ampridatvir!

—Todavía queda la otra mitad —dijo Ulan Dhor—. Está la tableta en el templo de Cazdal.

—Pero… ¡eso es una locura! Ya tienes…

—Una no sirve para nada sin la otra.

Sus alocadas argumentaciones no remitieron hasta que cruzaron flotando el arco de entrada del templo de Cazdal.

Al deslizarse a través de la oscura abertura, el bote chocó contra un cable que retenía un desprendimiento de piedras, impidiendo que cayeran. La primera de ellas golpeó el curvo lado del coche aéreo y lo hizo oscilar. Ulan Dhor maldijo. El ruido habría alertado a los guardias.

Avanzó casi pegado al techo del pasadizo, oculto en la oscuridad. Dos guardias, portando antorchas y avanzando cautelosamente, acudieron a investigar lo ocurrido. Pasaron directamente debajo del bote, y Ulan Dhor aceleró, cruzando el arco y penetrando en la nave. Como en el templo de Pansiu, la tableta resplandecía en medio de una fortaleza.

Los guardias estaban muy alertas, observando nerviosamente la abertura de la entrada.

—¡Aprisa, ahora! —exclamó Ulan Dhor. Envió el bote a toda velocidad, cruzando barreras y pozos y humeantes fosos, lo estabilizó al lado del podio, alzó el domo con un restallido, saltó fuera. Agarró la tableta mientras los guardias avanzaban rugiendo a la carrera, las lanzas extendidas. El primero lanzó la suya; Ulan Dhor se inclinó para eludirla y arrojó la tableta al interior del bote.

Pero ya estaban sobre él; iban a empalarlo si intentaba trepar al bote. Saltó hacia delante, desvió una lanza, golpeó con el filo de su espada el hombro del guardia, agarró el mango de la tercera lanza y tiró del hombre hasta ponerlo al alcance de su hoja. El tercer guardia cayó hacia atrás, gritando ayuda. Ulan Dhor se volvió y saltó al bote. El guardia corrió hacia él, Ulan Dhor se dió la vuelta y lo recibió con la punta de su espada contra su mejilla. Chorreando sangre y aullando histéricamente, el guardia cayó hacia atrás. Ulan Dhor empujó la palanca de elevación; el bote ascendió y avanzó hacia la salida.

Y entonces el cuerno de alarma del templo de Cazdal unió su bronco aullido al sonido que llegaba del otro lado de la ciudad.

El bote derivó lentamente bajo el cielo.

—¡Mira! —exclamó Elai, sujetando su brazo. A la luz de las antorchas, hombres y mujeres hormigueaban por las calles…, Verdes y Grises, presas del pánico por el mensaje de los cuernos. Elai jadeó.

—¡Ulan Dhor! ¡Los veo! ¡Los veo! ¡Los hombres de Verde! ¿Es posible… que siempre hayan estado…?

—El conjuro del cerebro se ha roto —dijo Ulan Dhor—, y no sólo para ti. Allá abajo se ven también los unos a los otros…

Por primera vez en lo que recordaban, Verdes y Grises se miraban mutuamente. Sus rostros estaban crispados, contorsionados. Al vacilante resplandor de las antorchas, Ulan Dhor los vio apartarse con revulsión los unos de los otros y oyó el tumulto de sus gritos:

—¡Demonio…! ¡Demonio…! ¡Fantasma Gris…! ¡Vil demonio Verde…!

Miles de obsesos portadores de antorchas pasaban unos al lado de otros, insultándose, gritándose con odio y temor. Todos estaban locos, pensó…, entremezclados, sintiendo sus cerebros constreñidos…

Como a una señal secreta, la multitud se lanzó a la batalla, y los gritos de odio helaron la sangre de Ulan Dhor. Elai apartó la vista, sollozando. Se estaba produciendo una terrible matanza: hombres, mujeres, niños…, no importaba la víctima, si llevaba el color opuesto.

Unos gruñidos más fuertes brotaron a los extremos de la multitud…, un sonido de alegría, y una docena de arrastrantes gauns aparecieron, lanzándose contra Verdes y Grises. Golpearon, rasgaron, arrancaron, y el insano odio se fundió ante el miedo. Verdes y Grises se separaron y huyeron a sus casas, y los gauns vagaron solos por las calles.

Ulan Dhor apartó con un esfuerzo su mirada y se sujetó la frente.

—¿Yo he sido el causante de esto? ¿Todo ha sido por culpa mía?

—Más pronto o más tarde hubiera ocurrido —dijo

Elai apagadamente—. A menos que la Tierra se desvaneciera y muriese primero…

Ulan Dhor tomó las dos tabletas.

—Y aquí está lo que quería lograr… las tabletas de Rogol Domedonfors. Me llevaron un centenar de leguas cruzando el Melantíne; ahora las tengo en mis manos, y son como inútiles pedazos de cristal…

El bote flotaba muy en lo alto, y Ampridatvir se había convertido en un conjunto de pálidos cristales a la luz de las estrellas. A la luminiscencia del panel de instrumentos, Ulan Dhor encajó juntas las dos tabletas. Las marcas se mezclaron, se convirtieron en caracteres, y los caracteres mostraban las palabras del antiguo mago:

Incrédulos hijos… ¡Rogol Domedonfors muere, y así vivirá para siempre en el Ampridatvir al que amó y sirvió! Cuando la inteligencia y la buena voluntad restablezcan el orden en la ciudad; o cuando la sangre y el acero muestren la locura de la credulidad y la pasión refrenadas, y todos excepto los más resistentes hayan muerto: entonces deberán ser leídas estas tabletas. Y le digo a quien las lea: ve a la Torre del Destino con el domo amarillo, asciende al piso superior, muestra rojo al ojo izquierdo de Rogol Domedonfors, amarillo al ojo derecho, y luego azul a ambos; haz esto, digo, y compartirás el poder de Rogol Domedonfors.

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