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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La tía Julia y el escribidor (13 page)

BOOK: La tía Julia y el escribidor
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—Tanto quejarse ya consiguieron el redactor nuevo que querían, par de flojos. El Gran Pablito trabajará con ustedes. ¡No se duerman sobre sus laureles!

El refuerzo que recibió el Servicio de Informaciones fue más moral que material, porque a la mañana siguiente, cuando, puntualísimo, el Gran Pablito se presentó a las siete en la oficina, y me preguntó qué debía hacer y le encargué dar la vuelta a una reseña parlamentaria, puso cara de espanto, tuvo un acceso de tos que lo dejó amoratado, y tartamudeó que era imposible:

—Si yo no sé leer ni escribir, señor.

Aprecié como fina muestra del espíritu risueño de Genaro-hijo el que nos hubiera elegido para nuevo redactor a un analfabeto. Pascual, a quien el saber que la Redacción se bifurcaría entre él y el Gran Pablito había puesto nervioso, recibió la noticia del analfabetismo con franca alegría. En mi delante riñó a su flamante colega por su espíritu apático, por no haber sido capaz de educarse, como había hecho él, ya adulto, yendo a los cursos gratuitos de la nocturna. El Gran Pablito, muy asustado, asentía, repitiendo como un autómata "es verdad, no había pensado en eso, así es, tiene usted toda la razón”, y mirándome con cara de inminente despedido. Lo tranquilicé, diciéndole que se encargaría de bajar los boletines a los locutores. En realidad, se convirtió en un esclavo de Pascual, quien lo tenía todo el día trotando del altillo a la calle y viceversa, para que le trajera cigarrillos, o unas papas rellenas que vendía un ambulante de la calle Carabaya y hasta yendo a ver si llovía. El Gran Pablito soportaba su servidumbre con excelente espíritu de sacrificio e incluso demostraba más respeto y amistad hacia su torturador que hacia mí. Cuando no estaba haciendo mandados de Pascual, se encogía en un rincón de la oficina, y, apoyando la cabeza en la pared, se dormía instantáneamente. Roncaba con unos ronquidos sincrónicos y sibilantes, de ventilador enmohecido.

Era un espíritu generoso. No le guardaba el más mínimo rencor a Pedro Camacho por haberlo sustituido por un advenedizo de Radio Victoria. Se expresaba siempre en los términos más elogiosos del escriba boliviano, por quien sentía la más genuina admiración. Con frecuencia, me pedía permiso para ir a los ensayos de los radioteatros. Cada vez volvía más entusiasmado:

—Este tipo es un genio —decía, ahogándose—. Se le ocurren cosas milagrosas.

Traía siempre anécdotas muy divertidas sobre las proezas artísticas de Pedro Camacho. Un día nos juró que éste había aconsejado a Luciano Pando que se masturbara antes de interpretar un diálogo de amor con el argumento de que eso debilitaba la voz y provocaba un jadeo muy romántico. Luciano Pando se había resistido.

—Ahora se entiende por qué cada vez que hay una escena sentimental se mete al bañito del patio, don Mario —hacía cruces y se besaba los dedos el Gran Pablito—. Para corrérsela, para qué va a ser. Por eso le sale la voz tan suavecita.

Discutimos largamente con Javier sobre si sería cierto o una invención del nuevo redactor y llegamos a la conclusión de que, en todo caso, había bases suficientes para no considerarlo absolutamente imposible.

—Sobre esas cosas deberías escribir un cuento y no sobre Doroteo Martí —me amonestaba Javier—. Radio Central es una mina para la literatura.

El cuento que estaba empeñado en escribir, en esos días, se basaba en una anécdota que me había contado la tía Julia, algo que ella misma había presenciado en el Teatro Saavedra de La Paz. Doroteo Martí era un actor español que recorría América haciendo llorar lágrimas de inflamada emoción a las multitudes con "La Malquerida" y "Todo un hombre" o calamidades más truculentas todavía. Hasta en Lima, donde el teatro era una curiosidad extinta desde el siglo pasado, la Compañía de Doroteo Martí había repletado el Municipal con una representación que, según la leyenda, era el non plus ultra de su repertorio: la Vida, Pasión y Muerte de Nuestro Señor. El artista tenía un acerado sentido práctico y las malas lenguas decían que, alguna vez, el Cristo interrumpía su sollozante noche de dolor en el Bosque de los Olivos para anunciar, con voz amable, al distinguido público asistente que el día de mañana la Compañía ofrecería una función de gancho en la que cada caballero podría llevar a su pareja gratis (y continuaba el Calvario). Fue precisamente una representación de la Vida, Pasión y Muerte lo que había visto la tía Julia en el Teatro Saavedra. Era el instante supremo, Jesucristo agonizaba en lo alto del Gólgota, cuando el público advirtió que el madero en el que permanecía amarrado, entre nubes de incienso, Jesucristo-Martí, comenzaba a cimbrearse. ¿Era un accidente o un efecto previsto? Prudentes, cambiando sigilosas miradas, la Virgen, los Apóstoles, los legionarios, el pueblo en general, comenzaban a retroceder, a apartarse de la cruz oscilante, en la que, todavía con la cabeza reclinada sobre el pecho, Doroteo-Jesús había empezado a murmurar, bajito, pero audible en las primeras filas de la platea: "Me caigo, me caigo". Paralizados sin duda por el horror al sacrilegio, nadie, entre los invisibles ocupantes de las bambalinas, acudía a sujetar la cruz, que ahora bailaba desafiando numerosas leyes físicas en medio de un rumor de alarma que había reemplazado a los rezos. Segundos después los espectadores paceños pudieron ver a Martí de Galilea, viniéndose de bruces sobre el escenario de sus glorias, bajo el peso del sagrado madero, y escuchar el estruendo que remeció el teatro. La tía Julia me juraba que Cristo había alcanzado a rugir salvajemente, antes de hacerse una mazamorra contra las tablas: "Me caí, carajo". Era sobre todo ese final el que yo quería recrear; el cuento iba a terminar así, de manera efectista, con el rugido y la palabrota de Jesús. Quería que fuera un cuento cómico y, para aprender las técnicas del humor, leía en los colectivos, Expresos y en la cama antes de caer dormido a todos los escritores risueños que se ponían a mi alcance, desde Mark Twain y Bernard Shaw hasta Jardiel Poncela y Fernández Flórez. Pero, como siempre, no me salía y Pascual y el Gran Pablito iban contando las cuartillas que yo mandaba al canasto. Menos mal que, en lo que se refería al papel, los Genaros eran manirrotos con el Servicio de Informaciones.

Pasaron dos o tres semanas antes de que conociera al hombre de Radio Victoria que había reemplazado al Gran Pablito. A diferencia de lo que ocurría antes de su llegada, en que uno podía asistir libremente a la grabación de los radioteatros, Pedro Camacho había prohibido que nadie, fuera de actores y técnicos, entrara al estudio, y, para impedirlo, cerraba las puertas e instalaba ante ellas la desarmante mole de Jesusito. Ni el propio Genaro-hijo había sido exonerado. Recuerdo la tarde en que, como siempre que tenía problemas y necesitaba un paño de lágrimas, se presentó en el altillo con las narices vibrándole de indignación y me dio sus quejas:

—Traté de entrar al estudio y paró el programa en seco y se negó a grabarlo hasta que me largara —me dijo, con voz descompuesta—. Me ha prometido que la próxima vez que interrumpa un ensayo me tirará el micro a la cabeza. ¿Qué hago? ¿Lo despido con cajas destempladas o me trago el sapo?

Le dije lo que quería que le dijera: que, en vista del éxito de los radioteatros ("en aras de la radiotelefonía nacional, etcétera") se tragara el sapo y no volviera a meter las narices en los dominios del artista. Así lo hizo y yo quedé enfermo de curiosidad por asistir a la grabación de alguno de los programas del escriba.

Una mañana, a la hora de nuestro consabido café, después de un cauteloso rodeo me atreví a sondear a Pedro Camacho. Le dije que tenía ganas de ver en acción al nuevo encargado de los efectos especiales, de comprobar si era tan bueno como él me había dicho:

—No dije bueno —sino mediano —me corrigió, inmediatamente—. Pero lo estoy educando y podría llegar a ser bueno.

Bebió un trago de su infusión y me quedó observando con sus ojitos fríos y ceremoniosos, presa de dudas interiores. Por fin, resignándose, asintió:

—Muy bien. Venga mañana, al de las tres. Pero esto no se podrá repetir, lo siento mucho. No me gusta que los actores se distraigan, cualquier presencia los turba, se me escurren y adiós trabajos con la catarsis. La grabación de un episodio es una misa, mi amigo.

En realidad, era algo más solemne. Entre todas las misas que recordaba (hacía años que no iba a la iglesia) nunca vi una ceremonia tan sentida, un rito tan vivido, como esa grabación del capítulo décimo séptimo de "Las venturas y desventuras de Don Alberto de Quinteros", a la que fui admitido. El espectáculo no debió de durar más de treinta minutos —diez de ensayo y veinte de grabación— pero me pareció que duraba horas. Me impresionó, de entrada, la atmósfera de recogimiento religioso que reinaba en el cuartucho encristalado, de polvorienta alfombra verde, que respondía al nombre de "Estudio de Grabación Número Uno" de Radio Central. Sólo el Gran Pablito y yo estábamos allí de espectadores; los otros eran participantes activos. Pedro Camacho, al entrar, con una mirada castrense nos había hecho saber que debíamos permanecer como estatuas de sal. El libretista-director parecía transformado: más alto, más fuerte, un general que instruye a tropas disciplinadas. ¿Disciplinadas? Más bien embelesadas, hechizadas, fanatizadas. Me costó trabajo reconocer a la bigotuda y varicosa Josefina Sánchez, a quien había visto ya tantas veces grabar sus parlamentos masticando chicle, tejiendo, totalmente despreocupada y con aire de no saber lo que decía, en esa personita tan seria que, cuando no revisaba, como quien reza, el libreto, sólo tenía ojos para mirar, respetuosa y dócil, al artista, con el temblor primerizo con que la niñita mira el altar el día de su primera comunión. Y lo mismo ocurría con Luciano Pando y con los otros tres actores (dos mujeres y un muchacho muy joven). No cambiaban palabra, no se miraban entre ellos: sus ojos iban, imantados, de los libretos a Pedro Camacho, y hasta el técnico de sonido, el huatatiro Ochoa, al otro lado del cristal, compartía el arrobo: muy serio, probaba los controles, apretando botones y encendiendo luces y seguía con ceño grave y atento lo que pasaba en el estudio.

Los cinco actores estaba parados en círculo en torno a Pedro Camacho, quien —siempre uniformado de traje negro y corbata de lazo y la cabellera revoloteante— los aleccionaba sobre el capítulo que iban a grabar. No eran instrucciones lo que les impartía, al menos en el sentido prosaico de indicaciones concretas sobre cómo decir sus parlamentos —con mesura o exageración, despacio o rápido—, sino, según era costumbre en él, pontificando, noble y olímpico, sobre profundidades estéticas y filosóficas. Eran, por supuesto, las palabras 'arte' y 'artístico' las que más iban y venían por ese discurso afiebrado, como un santo y seña mágico que todo lo abría y explicaba. Pero más insólito que las palabras del escriba boliviano era el fervor con que las profería, y, quizá aún más, el efecto que causaban. Hablaba gesticulando y empinándose, con la voz fanática del hombre que está en posesión de una verdad urgente y tiene que propagarla, compartirla, imponerla. Lo conseguía totalmente: los cinco actores lo escuchaban alelados, suspensos, abriendo mucho los ojos como para absorber mejor esas sentencias sobre su trabajo ("su misión" decía el libretista-director). Lamenté que la tía Julia no estuviera allí, porque no me creería cuando le contara que había visto transfigurarse, embellecerse, espiritualizarse, durante una eterna media hora, a ese puñado de exponentes de la más miserable profesión de Lima, bajo la retórica efervescente de Pedro Camacho. El Gran Pablito y yo estábamos sentados en el suelo en un rincón del estudio; frente a nosotros, rodeado de una parafernalia extraña, se hallaba el tránsfuga de Radio Victoria, la novísima adquisición. También había escuchado en actitud mística la arenga del artista; apenas comenzó la grabación del capítulo, él se convirtió para mí en el centro del espectáculo.

Era un hombrecito fortachón y cobrizo, de pelos tiesos, vestido casi como un mendigo: un overol raído, una camisa con parches, unos zapatones sin pasador. (Más tarde supe que se lo conocía por el misterioso apodo de Batán.) Sus instrumentos de trabajo eran: un tablón, una puerta, un lavador lleno de agua, un silbato, un pliego de papel platino, un ventilador y otras cosas de esa misma apariencia doméstica. Batán constituía él solo un espectáculo de ventriloquia, de acrobacia, de multiplicación de la personalidad, de imaginación física. Apenas el director-actor hacía la señal indicada —una vibración magisterial del índice en el aire cargado de diálogos, de ayes, y suspiros—, Batán, caminando sobre el tablón a un ritmo sabiamente decreciente hacía que los pasos de los personajes se acercaran o alejaran, Y, a otra señal, orientando el ventilador a distintas velocidades sobre el platino hacía brotar el rumor de la lluvia o el ruido del viento, y, a otra, metiéndose tres dedos en la boca y silbando, inundaba el estudio con los trinos que, en un amanecer de primavera, despertaban a la heroína en su casa de campo. Era especialmente notable cuando sonorizaba la calle. En un momento dado, dos personajes recorrían la Plaza de Armas conversando. El huatatiro Ochoa enviaba, de cinta grabada, ruido de motores y bocinas, pero todos los demás efectos los producía Batán, chasqueando la lengua, cloqueando, bisbiseando, susurrando (parecía hacer todas estas cosas a la vez) y bastaba cerrar los ojos para sentir, reconstituidas en el pequeño estudio de Radio Central, las voces, palabras sueltas, risas, interjecciones que uno va distraídamente oyendo por una calle concurrida. Pero, como si esto fuera poco, Batán, al mismo tiempo que producía decenas de voces humanas, caminaba o brincaba sobre el tablón, manufacturando los pasos de los peatones sobre las veredas y los roces de sus cuerpos. 'Caminaba' a la vez con pies y manos (a las que había enguantado con un par de zapatos), de cuclillas, los brazos colgantes como un simio, golpeándose los muslos con codos y antebrazos. Después de haber sido (acústicamente) la Plaza de Armas a mediodía, resultaba, en cierto modo, una proeza insignificante musicalizar —haciendo tintinear dos fierritos, rascando un vidrio, y, para imitar el desliz de sillas y personas sobre mullidas alfombras, restregando unas tablillas contra su fundillo— la mansión de una empingorotada dama limeña que ofrece té —en tazas de porcelana china— a un grupo de amigas, o, rugiendo, graznando, hozando, aullando, encarnar fonéticamente (enriqueciéndolo de muchos ejemplares) al Zoológico de Barranco. Al terminar la grabación, parecía haber corrido la Maratón olímpica: jadeaba, tenía ojeras y sudaba como un caballo.

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