La sombra del viento (38 page)

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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

BOOK: La sombra del viento
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—Ahora que lo menciona, a ratos me parecía percibir un murmullo disonante y arrítmico, como si un macaco intentase tocar el piano.

Barceló frunció el ceño. Clara seguía tecleando en la distancia.

—No se preocupe, Daniel. He encajado palizas peores. Ese Fumero no sabe pegar ni un sello.

—Luego, el que le ha hecho una cara nueva es el mismísimo inspector Fumero —dijo Barceló—. Ya veo que se mueven ustedes en las altas esferas.

—A esa parte de la historia no había llegado todavía —dije yo.

Fermín me lanzó una mirada de alarma.

—Tranquilo, Fermín. Daniel me está poniendo al corriente del sainete este que se llevan ustedes entre manos. Debo reconocer que el asunto está interesantísimo. Y usted, Fermín, ¿cómo anda de confesiones? Le advierto que tengo dos años de seminarista.

—Yo le ponía lo menos tres, don Gustavo.

—Todo se pierde, empezando por la vergüenza. La primera vez que viene usted a mi casa y acaba en la cama con la doncella.

—Mírela, pobrecilla, mi ángel. Sepa que mis intenciones son honestas, don Gustavo.

—Sus intenciones son asunto suyo y de la Bernarda, que ya es mayorcita. Y ahora, a ver. ¿En qué pesebre se han metido ustedes?

—¿Qué le ha contado usted, Daniel?

—Hemos llegado hasta el segundo acto: entrada de la
femme fatale
—precisó Barceló.

—¿Nuria Monfort? —preguntó Fermín.

Barceló se relamió con deleite.

—¿Pero es que hay más de una? Esto parece el rapto del serrallo.

—Le ruego que baje la voz, que aquí mi prometida está presente.

—Tranquilo, que su prometida lleva en las venas media botella de brandy Lepanto. No la despertaríamos ni a cañonazos. Ande, dígale a Daniel que me cuente el resto. Tres cabezas piensan mejor que dos, especialmente si la tercera es la mía.

Fermín hizo amago de encogerse de hombros entre los vendajes y cabestrillos.

—Yo no me opongo, Daniel. Usted decide.

Resignado a tener a don Gustavo Barceló a bordo, continué mi relato hasta llegar al punto en que Fumero y sus hombres nos habían sorprendido en la calle Moncada horas antes. Concluida la narración, Barceló se levantó y anduvo arriba y abajo por la habitación, cavilando. Fermín y yo le observábamos con cautela. La Bernarda roncaba como un becerrillo.

—Criaturita —susurraba Fermín, embelesado.

—Varias cosas me llaman la atención —dijo finalmente el librero—. Evidentemente, el inspector Fumero está en esto hasta el frenillo, aunque cómo y por qué es algo que se me escapa. Por un lado está esa mujer…

—Nuria Monfort.

—Luego tenemos el tema del regreso de Julián Carax a Barcelona y su asesinato en las calles de la ciudad tras un mes en que nadie sabe de él. Obviamente, la fámula miente por los codos y hasta sobre el tiempo.

—Eso vengo yo diciéndolo desde el principio —dijo Fermín—. Pasa que aquí hay mucha calentura juvenil y poca visión de conjunto.

—Quién fue a hablar: san Juan de la Cruz.

—Alto. Tengamos la fiesta en paz y ciñámonos a los hechos. Hay algo en lo que Daniel ha contado que me ha parecido muy extraño, todavía más que el resto, y no por lo folletinesco del embrollo, sino por un detalle esencial y aparentemente banal —añadió Barceló.

—Deslúmbrenos, don Gustavo.

—Pues helo aquí: eso de que el padre de Carax se negase a reconocer el cadáver de Carax alegando que él no tenía hijo. Muy raro lo veo yo. Casi contra natura. No hay padre en el mundo que haga eso. No importa la mala sangre que pudiera haber entre ellos. La muerte tiene estas cosas: a todo el mundo le despierta la sensiblería. Frente a un ataúd, todos vemos sólo lo bueno o lo que queremos ver.

—Qué gran cita es ésa, don Gustavo —adujo Fermín—. ¿Le importa si la añado a mi repertorio?

—Para todo hay excepciones —objeté—. Por lo que sabemos, el señor Fortuny era un tanto particular.

—Todo lo que sabemos de él son chismes de tercera mano —dijo Barceló—. Cuando todo el mundo se empeña en pintar a alguien como un monstruo, una de dos: o era un santo o se están callando de la misa la media.

—A usted es que le ha caído en gracia el sombrerero por cabestro —dijo Fermín.

—Con todo respeto a la profesión, cuando la semblanza del villano tiene por toda base el testimonio de la portera del inmueble, mi primer instinto es el de la desconfianza.

—Por esa regla de tres no podemos estar seguros de nada. Todo lo que sabemos es, como usted dice, de tercera mano, o de cuarta. Con porteras o no.

—No te fíes del que se fía de todos —apostilló Barceló.

—Qué velada tiene usted, don Gustavo —alabó Fermín—. Perlas cultivadas al por mayor. Quién tuviera su visión preclara.

—Aquí lo único realmente claro en todo esto es que necesitan ustedes de mi ayuda, logística y probablemente pecuniaria, si pretenden resolver este pesebre antes de que el inspector Fumero les reserve una
suite
en el presidio de San Sebas. Fermín, ¿asumo que está usted conmigo?

—Yo estoy a las órdenes de Daniel. Si él lo ordena; yo hago hasta de niño Jesús.

—Daniel, ¿qué dices tú?

—Ustedes se lo dicen todo. ¿Qué propone usted?

—Éste es mi plan: en cuanto Fermín esté repuesto, tú, Daniel, casualmente, le haces una visita a la señora Nuria Monfort y le pones las cartas sobre la mesa. Le das a entender que sabes que te ha mentido y que esconde algo, mucho o poco, ya veremos.

—¿Para qué? —pregunté.

—Para ver cómo reacciona. No te dirá nada, por supuesto. O te mentirá otra vez. Lo importante es clavar la banderilla, valga el símil taurino, y ver adónde nos conduce el toro, en este caso la ternerilla. Y ahí es donde entra usted, Fermín. Mientras Daniel le pone el cascabel al gato, usted se aposta discretamente vigilando a la sospechosa y espera a que ella muerda el anzuelo. Una vez lo haga, la sigue.

—Asume usted que ella irá a algún sitio —protesté.

—Hombre de poca fe. Lo hará. Tarde o temprano. Y algo me dice que en este caso será más temprano que tarde. Es la base de la psicología femenina.

—¿Y mientras tanto usted qué piensa hacer, doctor Freud? —pregunté.

—Eso es asunto mío y a su tiempo lo sabrás. Y me lo agradecerás.

Busqué apoyo en la mirada de Fermín, pero el pobre se había ido quedando dormido abrazado a la Bernarda a medida que Barceló formulaba su discurso triunfal. Fermín había ladeado la cabeza y le caía la baba sobre el pecho desde una sonrisa bendita. La Bernarda emitía ronquidos profundos y cavernosos.

—Ojalá éste le salga bueno —murmuró Barceló.

—Fermín es un gran tipo —aseguré.

—Debe de serlo, porque por la pinta no creo que la haya conquistado. Anda, vamos.

Apagamos la luz y nos retiramos de la estancia con sigilo, cerrando la puerta y dejando a los dos tórtolos a merced de su sopor. Me pareció que el primer aliento del alba despuntaba en las ventanas de la galería al fondo del corredor.

—Supongamos que le digo que no —dije en voz baja—. Que se olvide.

Barceló sonrió.

—Llegas tarde, Daniel. Tendrías que haberme vendido ese libro hace años, cuando tuviste la oportunidad.

Llegué a casa al amanecer, arrastrando aquel absurdo traje de prestado y el naufragio de una noche interminable por calles húmedas y relucientes de escarlata. Encontré a mi padre dormido en su butaca del comedor con una manta sobre las piernas y su libro favorito abierto en las manos, un ejemplar del
Cándido
de Voltaire que releía un par de veces cada año, el par de veces que le oía reírse de corazón. Le observé en silencio. Tenía el pelo cano, escaso, y la piel de su rostro había empezado a perder la firmeza alrededor de los pómulos. Contemplé a aquel hombre al que una vez había imaginado fuerte, casi invencible, y le vi frágil, vencido sin saberlo él. Vencidos acaso los dos. Me incliné para arroparle con aquella manta que hacía años que prometía donar a la beneficencia y le besé la frente como si quisiera protegerle así de los hilos invisibles que lo alejaban de mí, de aquel piso angosto y de mis recuerdos, como si creyera que con aquel beso podría engañar al tiempo y convencerle de que pasara de largo, de que volviese otro día, otra vida.

34

Pasé casi toda la mañana soñando despierto en la trastienda, conjurando imágenes de Bea. Dibujaba su piel desnuda bajo mis manos y creía saborear de nuevo su aliento a pan dulce. Me sorprendía recordando con precisión cartográfica los pliegues de su cuerpo, el brillo de mi saliva en sus labios y en aquella línea de vello rubio, casi transparente, que le descendía por el vientre y a la que mi amigo Fermín, en sus improvisadas conferencias sobre logística carnal, se refería como «el caminito de Jerez».

Consulté el reloj por enésima vez y comprobé con horror que todavía faltaban varias horas hasta que pudiese ver —y tocar— de nuevo a Bea. Probé a ordenar los recibos del mes, pero el sonido de los fajos de papel me recordaba el roce de la ropa interior deslizándose por las caderas y los muslos pálidos de doña Beatriz Aguilar, hermana de mi íntimo amigo de la infancia.

—Daniel, estás en las nubes. ¿Te preocupa algo? ¿Es Fermín? —preguntó mi padre.

Asentí, avergonzado. Mi mejor amigo se había dejado varias costillas por salvarme la piel unas horas antes y mi primer pensamiento era para el cierre de un sujetador.

—Hablando del César…

Alcé la vista y allí estaba. Fermín Romero de Torres, genio y figura, vistiendo su mejor traje y con aquella planta de caliqueño retorcido entraba por la puerta con sonrisa triunfal y un clavel fresco en la solapa.

—Pero ¿qué hace usted aquí, infeliz?, ¿no tenía usted que guardar reposo?

—El reposo se guarda solo. Yo soy hombre de acción. Y si yo no estoy aquí, ustedes no venden ni un catecismo.

Desoyendo los consejos del doctor, Fermín venía decidido a reintegrarse a su puesto. Lucía una tez amarillenta y picada de moretones, cojeaba de mala manera y se movía como un muñeco roto.

—Usted se va ahora mismo a la cama, Fermín, por el amor de Dios —dijo mi padre, horrorizado.

—Ni hablar. Las estadísticas lo demuestran: más gente muere en la cama que en la trinchera.

Todas nuestras protestas cayeron en saco roto. Al poco, mi padre cedió, porque algo en la mirada del pobre Fermín sugería que aunque le doliesen los huesos hasta el alma, más le dolía la perspectiva de estar solo en su habitación de la pensión.

—Bueno, pero si le veo levantar cualquier cosa que no sea un lápiz, me va a oír.

—A sus órdenes. Tiene usted mi palabra de que yo hoy no levanto ni sospecha.

Ni corto ni perezoso, Fermín procedió a calzarse su bata azul y se armó de un trapo y una botella de alcohol con los que se instaló tras el mostrador con la intención de dejar como nuevas las tapas y el lomo de los quince ejemplares usados que nos habían llegado aquella mañana de un título muy buscado,
El Sombrero de Tres Picos: Historia de la Benemérita en versos alejandrinos
, por el bachiller Fulgencio Capón, autor jovencísimo consagrado por la crítica de todo el país. Mientras se entregaba a su tarea, Fermín iba lanzando miradas furtivas guiñando el ojo como el proverbial diablillo cojuelo.

—Tiene usted las orejas rojas como pimientos, Daniel.

—Será de oírle decir majaderías.

—O de la calentura que lleva encima. ¿Cuándo se ve con la fámula?

—No es asunto suyo.

—Qué mal le veo. ¿Ya evita el picante? Mire que es un vasodilatador mortífero.

—Váyase a la mierda.

Como venía siendo costumbre, tuvimos una tarde entre lenta y miserable. Un comprador calado de gris, desde la gabardina a la voz, entró a preguntar si teníamos algún libro de Zorrilla, convencido de que se trataba de una crónica en torno a las aventuras de una furcia de corta edad en el Madrid de los Austrias. Mi padre no supo qué decirle pero Fermín salió al rescate, comedido por una vez.

—Se confunde usted, caballero. Zorrilla es un dramaturgo. A lo mejor le interesa a usted el don Juan. Trae mucho lío de faldas y además el protagonista se lía con una monja.

—Me lo llevo.

Atardecía ya cuando el metro me dejó al pie de la avenida del Tibidabo. La silueta del tranvía azul se adivinaba entre los pliegues de una neblina violácea, alejándose. Decidí no esperar a su regreso e hice el camino a pie mientras anochecía. Al rato vislumbré la silueta de «El ángel de bruma». Extraje la llave que me había dado Bea y procedí a abrir la portezuela recortada sobre la verja. Me adentré en la finca y dejé la puerta casi ajustada, aparentemente cerrada pero preparada para franquear el paso a Bea. Había llegado con antelación deliberadamente. Sabía que Bea tardaría por lo menos media hora o cuarenta y cinco minutos en llegar. Quería sentir a solas la presencia de la casa, explorarla antes de que Bea llegase y la hiciese suya. Me detuve un instante a contemplar la fuente y la mano del ángel ascendiendo desde las aguas teñidas de escarlata. El dedo índice, acusador, parecía afilado como un puñal. Me aproximé al borde del estanque. El rostro tallado, sin mirada ni alma, temblaba bajo la superficie.

Ascendí la escalinata que conducía a la entrada. La puerta principal estaba entornada unos centímetros. Sentí una punzada de inquietud, pues creía haberla cerrado al salir de allí la otra noche. Examiné el cerrojo, que no parecía forzado, y supuse que había olvidado cerrarla. La empujé con suavidad hacia el interior y sentí el aliento de la casa acariciándome la cara, un vahído a madera quemada, a humedad y a flores muertas. Extraje la cajetilla de fósforos que me había procurado antes de salir de la librería y me arrodillé a encender la primera de las velas que Bea había dejado. Una burbuja de color cobre prendió en mis manos y desveló los contornos danzantes de muros tramados de lágrimas de humedad, techos caídos y puertas desvencijadas.

Me adelanté hasta la siguiente vela y la prendí. Lentamente, casi siguiendo un ritual, recorrí el rastro de velas que había dejado Bea y las encendí una a una, conjurando un halo de luz ámbar que flotaba en el aire como una telaraña atrapada entre mantos de negrura impenetrable. Mi recorrido terminó junto a la chimenea de la biblioteca, junto a las mantas que seguían en el suelo, manchadas de ceniza. Me senté allí, enfrentado al resto de la sala. Había esperado silencio, pero la casa respiraba mil ruidos. Crujidos en la madera, el roce del viento en las tejas del techo, mil y un repiqueteos entre los muros, bajo el suelo, desplazándose tras las paredes.

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