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Authors: Jean Baudrillard

La sociedad de consumo (38 page)

BOOK: La sociedad de consumo
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Estos dos mecanismos actúan enérgicamente, sin que por ello logren desarmar el proceso crítico de inversión, de conversión subversiva de la abundancia en violencia. Por lo demás, es inútil epilogar y gemir, como lo hacen
todos
los críticos, sobre esta «fatalidad» de la violencia, sobre el «encadenamiento», sobre la profilaxis moral y social posible ni, por el contrario, sobre el laxismo paternalista. («Es necesario que los jóvenes se liberen»). Algunos expresarán su nostalgia de los tiempos en los que «la violencia tenía un sentido», la vieja y buena violencia guerrera, patriótica, pasional, racional, en el fondo: la violencia sancionada por un objetivo o por una causa, la violencia ideológica y hasta la individual, del rebelde, que correspondía aún al esteticismo individual y podía considerarse como una de las Bellas Artes. Todos intentarán remitir esta violencia nueva a modelos anteriores y tratarla con los medicamentos conocidos. Pero hay que comprender que esta violencia, que ya no es propiamente histórica, que ya no es sagrada, ritual ni ideológica y que tampoco es acto puro e individual, está estructuralmente vinculada con la abundancia. Por eso mismo es irreversible, siempre inminente y tan fascinante para todos, lo quieran o no: el hecho es que esta violencia está arraigada en el proceso mismo de crecimiento y de satisfacción multiplicada, en el que todos estamos actualmente implicados. De vez en cuando, en el seno de nuestro universo cerrado de violencia y de tranquilidad consumida, esta violencia nueva termina por reasumir
a los ojos de todos
—muy brevemente antes de resorberse en objeto de consumo— una parte de la función simbólica perdida.

Serge Lentz (
La jauría humana
): las últimas escenas del filme son de un salvajismo tal que, por primera vez en mi vida, salí de una proyección con las manos temblorosas. En las salas de Nueva York esas mismas escenas provocaban reacciones insensatas. Cuando Marión Brando se abalanza contra un hombre para pegarle, algunos espectadores, enloquecidos, se ponen de pie y aúllan: «¡Mátalo! ¡Mátalo! ¡Aniquílalo!».

Julio de 1966: Richard Speck entra en una sala de enfermeras del sur de Chicago. Amordaza y ata a ocho muchachas de alrededor de veinte años. Luego, las ejecuta una a una a cuchilladas o estrangulándolas.

Agosto de 1966: Ch. J. Whitman, estudiante de arquitectura de la universidad de Austin en Texas, se instala con una docena de fusiles en lo alto de una torre de cien metros que domina la ciudad universitaria y se pone a disparar: 13 muertos, 31 heridos.

Ámsterdam, junio de 1966: por primera vez desde la guerra, durante varios días, hubo enfrentamientos de una violencia inusitada en el centro mismo de la ciudad. El edificio de Telegraaf fue tomado por asalto. Hubo camiones incendiados, escaparates destrozados, carteles arrancados. Miles de manifestantes desenfrenados. Millones de florines en pérdidas. Un muerto, decenas de heridos. La rebelión de los Provos.

Montreal, octubre de 1969: el martes estallaron graves desórdenes como consecuencia de una huelga de policías y de bomberos. Doscientos conductores de taxis saquean los locales de una compañía de transporte. Tiroteo: dos muertos. Después de este ataque, un millar de jóvenes se dirige hacia el centro de la ciudad, rompiendo escaparates y saqueando las tiendas a su paso. Diez ataques a bancos, diecinueve agresiones a mano armada, tres explosiones terroristas, innumerables robos. Ante la amplitud de estos acontecimientos, el gobierno puso el ejército en estado de alerta y, mediante una ley de urgencia, intervino la policía.

El asesinato de la residencia Polanski: cinco personas más o menos célebres asesinadas en una casa situada en las colinas de Los Ángeles, entre ellas, la mujer de Román Polanski, director de películas sadofantásticas. Homicidio de ídolos, ejemplar porque materializa, con una especie de ironía fanática en los detalles mismos del asesinato y en la puesta en escena, ciertas características de las películas que habían contribuido al éxito y la gloria de las víctimas. Interesante, además, porque ilustra la paradoja de esta violencia: a la vez salvaje (irracional, sin objetivo evidente) y ritual (ajustada a los modelos espectaculares impuestos por los medios de comunicación masiva, en este caso, las películas del mismo Polanski). Asesinato, como el de la torre de Austin, no pasional, no canallesco, no interesado, desviado de los criterios jurídicos y de responsabilidades tradicionales. Asesinatos irreflexivos y, sin embargo,
reflejados de antemano
(en este caso, de manera alucinante, hasta el mimetismo)
por los modelos mediáticos
y que, por la misma vía, se reflejan en
acting out
o en muertes semejantes (como en el caso de los suicidios a lo «bonzo»). Sólo esto los define: su connotación espectacular de noticiario de actualidad, concebidos de entrada como guiones de películas o reportajes periodísticos, y su intento desesperado, a través del desplazamiento de los límites de la violencia, de ser «irrecuperables», de transgredir y de romper ese orden transmitido por los medios de comunicación masiva del que son cómplices hasta en su vehemencia asocial.

SUBCULTURA DE LA NO VIOLENCIA

Solidarios (aunque formalmente opuestos) de esos fenómenos de una violencia inédita son los fenómenos modernos de no violencia. Desde el LSD al
flower potver
, de las manifestaciones psicodélicas a los
hippies
, del zen a la
pop music
, todos estos fenómenos tienen en común el repudio de una socialización basada en el
standing
y en el principio de rendimiento, el rechazo de toda esta liturgia contemporánea de la abundancia, del éxito social y del
gadget
. Ya se trate de un repudio violento, ya se trate de uno no violento, es siempre una postura en contra del activismo de la sociedad de crecimiento, de la compulsión al bienestar como nuevo orden represor. En este sentido, la violencia y la no violencia desempeñan, como todos los fenómenos anómicos, el papel de reveladores. Lo que revelan los
beats
y los
rockers
, por un lado, y los
hippies
, por el otro, de esta sociedad que pretende ser —y se ve a sí misma— hiperactiva y pacificada, es que sus características profundas son, por el contrario, la
pasividad
y la
violencia
. Unos recuperan la violencia latente de esta sociedad para volverla contra ella llevándola al paroxismo. Los otros llevan la pasividad secreta, orquestada (detrás de la fachada de hiperactividad) de esta sociedad hasta una práctica de dimisión y de asocialidad totales, con lo cual hacen que la sociedad, siguiendo su propia lógica, se niegue a sí misma.

Dejemos de lado toda la temática cristiana, budista, lamaísta, de Amor, de Despertar, de Paraíso en la tierra, las letanías hinduistas y la tolerancia total; la pregunta debería plantearse más bien del modo siguiente: los
hippies
y su comunidad ¿constituyen una verdadera alternativa a los procesos de crecimiento y de consumo? ¿No son acaso la imagen inversa y complementaria de esos procesos? ¿Son una «antisociedad» capaz de hacer tambalear, a largo plazo, el orden social en su conjunto? ¿O no son más que un florón decadente o sencillamente uno de los múltiples avatares de las sectas epifánicas que, en todas las épocas, se han lanzado fueran del mundo para alcanzar el paraíso en la tierra? Tampoco en este caso habría que tomar por subversión de un orden lo que no sería más que una metamorfosis.

«Queremos tener tiempo para vivir y para amar. Las flores, las barbas, el pelo largo, la droga, todo eso es secundario… Ser
hip
es, ante todo, ser amigo del hombre. Un
hippie
es alguien que trata de mirar el mundo con una mirada nueva, desjerarquizada: un no violento respetuoso y amante de la vida. Alguien que tiene valores verdaderos y criterios verdaderos, libertad antes que autoridad, creación antes que producción, cooperación y no competencia… Sencillamente alguien amable y abierto que evita perjudicar a los demás. He aquí lo esencial.» «Por regla general, es hacer lo que uno cree que está bien cuando y donde sea, sin preocuparse por ser aprobado o desaprobado, con la única condición expresa de que eso que uno haga no lastime ni perjudique a nadie…»

Los
hippies
alimentaron inmediatamente la crónica del mundo occidental. Aficionada a las sociedades primitivas, la sociedad de consumo los incluyó de inmediato en su folclore, como una flor rara e inofensiva. Desde un punto de vista sociológico, ¿no son, finalmente, más que un producto de lujo de las sociedades ricas? ¿No son también ellos, con su espiritualidad orientalista, sus manifestaciones psicodéli- cas variopintas, marginales que sólo exacerban ciertos rasgos de su sociedad?

Pues, en el fondo, continúan estando condicionados por los mecanismos fundamentales de esta sociedad. Su asocialidad es comunitaria, tribal. Con respecto a los
hippies
, uno puede evocar el «tribalismo» de McLuhan, esa resurrección en la escala planetaria, bajo el signo de los medios masivos, del modo oral, táctil, musical, de comunicación propio de las culturas arcaicas, anterior a la era visual y tipográfica del Libro. Predican la abolición de la competencia, del sistema de defensa y de las funciones del yo, con lo cual no hacen más que traducir en términos más o menos místicos lo que Riesman describía ya como «
otherdirectedness
», evolución objetiva de una estructura personal del carácter (organizada alrededor del yo y del superyó) hacia un «ambiente» grupal en el que todo viene de los otros y se difunde hacia los otros. El modo de transparencia afectiva cándida característico de los
hippies
no puede sino hacernos evocar el imperativo de sinceridad, de apertura, de «calor» que es el del
peer group
. En cuanto a la regresión y al infantilismo, que constituyen el encanto seráfico y triunfante de las comunidades
hippies
, es evidente que sólo se hacen eco —exaltándolos— de la irresponsabilidad y el infantilismo en que la sociedad moderna encierra a cada uno de sus individuos. En resumidas cuentas, el «ser humano», acorralado por la sociedad productivista y la obsesión del
standing
, celebra en los
hippies
su
resurrección sentimental
, donde persisten, detrás de la aparente anomia total, todas las características estructurales dominantes de la sociedad modal.

Riesman habla, respecto de la juventud estadounidense, de un estilo «kwakiutl» y de un estilo «pueblo», con referencia a los modelos culturales definidos por Margaret Mead. Los kwakiutl son violentos, agonísticos, competitivos, ricos y practican el consumo desenfrenado en el
potlatch
. Los pueblos son mansos, bondadosos, amables, viven y se contentan con poco. Así, nuestra sociedad actual puede definirse por la oposición formal de una cultura dominante, la del consumo desenfrenado, ritual y conforme, una cultura violenta y competitiva (el
potlatch
de los kwakiutl) y una subcultura laxista, eufórica y dimiten- te, la de los
hippies/
pueblo Pero todo nos lleva a creer que, así como la violencia se resorbe de inmediato en «modelos de violencia», también la contradicción se resuelve aquí en coexistencia funcional. El extremo de la adhesión y el extremo del rechazo se juntan, como en el anillo de Moebius, por una simple torsión. Y los dos modelos, en el fondo, se desarrollan en áreas concéntricas alrededor del mismo eje del orden social. John Stuart Mill lo expresó cruelmente: «En nuestros días, el solo hecho de dar ejemplo de inconformismo, la simple negativa a plegar la rodilla ante los usos, es en sí mismo un
servicio.
»

LA FATIGA

Hoy existe un problema mundial de la fatiga como hay un problema mundial del hambre. Paradójicamente, uno excluye al otro: la fatiga endémica, incontrolable, es, junto con la violencia incontrolable de la que hablábamos antes, exclusiva de las sociedades ricas y, entre otras cosas, es el resultado de haber superado el hambre y la carestía endémica, que continúan siendo los problemas mayores de las sociedades preindustriales. La fatiga como síndrome colectivo de las sociedades post-industriales entra así en el campo de las anomalías profundas, de las «disfunciones del bienestar». Este «nuevo mal del siglo» debe analizarse en conjunto con los demás fenómenos anómicos cuyo recrudecimiento marca nuestra época, cuando todo debería contribuir a resolverlos.

Como la nueva violencia carece de objeto, esta fatiga carece de causa. No tiene nada que ver con la fatiga muscular ni energética. No corresponde al desgaste físico. Por supuesto, se habla impulsivamente del «desgaste nervioso», de «depresión» y de conversión psicosomática. Este tipo de explicación hoy forma parte de la cultura de masas: está en todos los periódicos (y en todos los congresos). Todos pueden parapetarse como detrás de una evidencia nueva, con el placer moroso de estar acorralados por los propios nervios. Ciertamente, esta fatiga significa al menos una cosa (tiene la misma función reveladora que la violencia y la no violencia): que esta sociedad —que se muestra y se ve a sí misma siempre en progreso continuo hacia la abolición del esfuerzo, la resolución de las tensiones y hacia más facilidad y automatismo— es en realidad una sociedad de tensión, de estrés, de
doping
, en la cual el balance global de satisfacción acusa un déficit cada vez mayor, en la cual el equilibrio individual y colectivo están cada vez más amenazados a medida que, coincidentemente, se multiplican las condiciones técnicas que permitirían alcanzarlos.

Los héroes del consumo están fatigados. Pueden proponerse diversas interpretaciones en el plano psicosociológico. En lugar de igualar las oportunidades y disminuir la competencia social (económica, de estatus), el proceso de consumo hace que la competencia en todas sus formas se vuelva más violenta, más aguda. Con el consumo, finalmente, sólo estamos en una sociedad de competencia generalizada,
totalitaria
, que se instala en todos los niveles: económico, del saber, del deseo, del cuerpo, de los signos y de las pulsiones, una sociedad donde todo se
produce
hoy como valor de intercambio, en un proceso incesante de diferenciación y sobrediferenciación.

También podemos admitir, junto con Chombart de Lauwe, que esta sociedad, en lugar de emparejar, como pretende hacerlo, «las aspiraciones, las necesidades y las satisfacciones», crea distorsiones cada vez más marcadas, tanto en los individuos como en las categorías sociales, siempre en pugna con el imperativo de competencia y de movilidad social ascendente y con el imperativo hoy intensamente interiorizado de maximizar el propio goce. Bajo el peso de tantas presiones adversas, el individuo se desintegra. La distorsión social de las desigualdades se agrega a la distorsión interna entre necesidades y aspiraciones para hacer una sociedad cada vez menos conciliada, más desintegrada, en estado de «malestar». La fatiga (o «astenia») se interpretará pues como respuesta —que adquiere la forma de un rechazo pasivo— del hombre moderno a estas condiciones de existencia. Pero debemos ver que ese «rechazo pasivo» es, en realidad, una
violencia latente
y que, como tal, es sólo una de las respuestas posibles; las otras son las de la
violencia abierta
. También en este caso debemos recurrir al principio de ambivalencia. Fatiga, depresión, neurosis siempre pueden convertirse en violencia abierta y recíprocamente. La fatiga del ciudadano de la sociedad post-industrial no dista mucho de la huelga larvada, el trabajo a reglamento, el
sloiving down
de los obreros de las fábricas o del «aburrimiento» escolar. Todas éstas son formas de resistencia pasiva «encarnadas», en el sentido en que decimos «uña encarnada», que se desarrolla en la carne hacia el interior.

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