Cuando su condiscípulo comprendió lo que sucedía ya era tarde y supo que lo más negativo para él estaba por llegar. Aún con las velas encendidas y el pentáculo a sus pies comenzó a sentir un temblor involuntario que pronto le paralizó.
Delante de la vieja cabaña abandonada podía distinguirse a siete hombres que habían salido de aquel bosque sombrío tan silenciosos como ladrones. Hubo un breve silencio. La luna asomó de pronto entre las nubes y la momentánea claridad moldeó sus siluetas. Todos portaban trabucos y ballestas menos uno que se situó en el centro; vestía una capa oscura que se hinchaba a cada golpe de viento. Era un inquisidor.
Fray Bernardo Torremolinos accedió al interior del chamizo y la luz de las velas se reflejó en el crucifijo de plata que portaba sobre su pecho. El agudo escrutinio del dominico español recorrió la estancia y reparó en el alemán, que aún permanecía sentado. Reconociendo cada signo y huella de aquel ritual supo que se hallaba ante la secta que buscaba: la antigua Sociedad Secreta de los Brujos.
El inquisidor se inclinó para contemplar el pentagrama y las velas negras; luego descubrió a la mujer fallecida y al niño que lloraba preparado para el sacrificio planeado por obra y gracia de una mente enferma.
Tomó al pequeño y lo contempló a la luz de la luna. Desnudo y sucio, temblaba y su piel desabrigada parecía empezar a azularse. Con todo, estaba ileso. Lo sujetó contra su pecho, lo abrigó con la manga de la sotana y enjugó sus pequeñas lágrimas con una de las puntas de su capa. Luego sobrevino un silencio candente.
Fray Bernardo bajó la vista y la clavó como una lanza en aquel abyecto brujo. Sus pupilas irradiaron el poder de una hoguera preparada a su medida.
JARDINES DEL DOLOR
Dariusz Hässler colgaba maniatado del péndulo de la sala de tormentos del convento de Santo Domingo, en Santiago de Guatemala. Su mueca dejaba traslucir todo el dolor que le embargaba y sentía los hombros a punto de flaquear. El alemán maldijo su sino una vez más mientras el sudor le recorría la frente.
—Otra vuelta —enunció una potente voz que resonó en la sala.
Lentamente, sus ayudantes giraron el cabestrante y la soga volvió a tensarse. Las manos de Dariusz se amorataron aún más y sus hombros crujieron al borde de la dislocación.
—El mal es aceptado día tras día y perpetrado por miles de vosotros en actos deshonestos —gruñó el brujo alemán—. Es practicado por humanos desde el amanecer hasta el ocaso, desde la noche oscura hasta la aurora pletórica, formando las notas de una gran misa negra, en sinfonía, por obra de todos; de ricos y pobres, de esclavos y libres que en coro moldean la gran imagen, aquella que luego detestan y de la que reniegan. La imagen de Satán, que es espejo de los hombres…
En la gran estancia reinaba el silencio, todos observaban al reo y las reacciones del dominico ante sus palabras. Fray Bernardo Torremolinos llevaba las sienes afeitadas con esmero y la barba recortada como testimonio de su vida conventual. Ahora acechaba al hereje con afán dominador.
—¿Quién es Cristo para vos? —preguntó el inquisidor.
Dariusz estaba pálido. Su respiración era agitada y escrutaba a los miembros del tribunal con sus ojos negros y profundos. Un hilo de baba le cayó de los labios al responder:
—Cristo es Dios.
—¿Y María? —prosiguió el fraile.
—La madre de Cristo y por ello madre de Dios.
—Entonces ¿María es madre del Padre Celestial?
El alemán se quedó en silencio y dedicó una expresión de desconfianza al inquisidor.
—No… María no es madre del Padre sino del Hijo. Es madre de Dios en cuanto a la encarnación.
—¿Es correcto afirmar entonces que María es madre de Dios? —Fray Bernardo se introducía lentamente en los laberintos de la mente del hereje.
—Lo es.
—¿Y quién engendró a Cristo en María?
—El Espíritu Santo.
—Bien. Pero Cristo mismo confesó ser Hijo de Dios, y afirma ahora que fue engendrado por el Espíritu Santo —aseveró el inquisidor—. ¿Es pues el Espíritu Santo el Padre Celestial?
—No. Es Dios, soplado eternamente de la sustancia del Padre y el Hijo. Es una persona distinta del Padre y el Hijo.
—Pero entonces ¿cuántos dioses tenemos aquí? —inquirió el inquisidor alzando las cejas.
—Uno. Uno solo.
—¿Y quién es el Único Dios?
—Los tres.
Fray Bernardo Torremolinos era el inquisidor más prestigioso y docto de Cartagena de Indias. No solo tenía en su haber el exterminio de la herejía en Nicaragua y Panamá sino también la censura de libros, escritos y publicaciones de todo el virreinato castellano. Podía reconocer la semilla herética solo con analizar los rasgos de la faz de cualquiera de sus sospechosos. Difícilmente se equivocaba. Sabía cuándo un hombre mentía y cuándo no, reconocía la tensión en la voz cuando delataba y la armonía de aquella que era honesta. De esta manera, el fraile comenzaba a comprender que el brujo al que ahora se enfrentaba poseía el perfil exacto de aquellos que andaba buscando, y por quienes había hecho el largo viaje desde Cartagena hasta Santiago de Guatemala según las órdenes de Roma. Ese reo parecía ser uno de ellos: un brujo de la antigua Sociedad Secreta.
El dominico comprobó que su notario asentaba cada palabra dicha por el procesado, pues de todos los interrogatorios se llevaba rigurosa acta así como de la fecha en que se realizaban. En ese caso, de todo lo dicho aquel día, 27 de diciembre de 1598, serían prueba escrita de condena o absolución según el dictado de su propia lengua.
—Si admitís que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son Dios por igual… ¿Estáis creyendo en tres dioses diferentes? —indagó el inquisidor.
Dariusz Hässler tragó saliva y frunció el ceño. Luego vociferó:
—No hay tres dioses diferentes en Dios, ni confieso a Dios como suma de tres poderes. Confieso a Dios como una sustancia Única, Todopoderosa, que existe y subsiste en las tres personas de la Trinidad. Confieso un solo Dios en Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, mas nunca a tres dioses en tríada. La tríada no es Trinidad.
El alemán era su hombre. Ahora lo confirmaba. Los exactos conocimientos teológicos eran la evidencia final que necesitaba.
Fray Bernardo dio un paso y se situó justo debajo de él, al pie del péndulo que lo mantenía suspendido en el aire.
—Veo que aceptáis y creéis en Dios tal como es, pero aun así lo aborrecéis de forma visceral. ¿Qué haríais vos para combatirlo?
—Confundiría a los hombres como lo hizo Simón… Simón el Mago —dijo, y el inquisidor pareció interesado; Dariusz hablaba despacio y con cierta erudición mientras su cuerpo se balanceaba en un extremo de la soga—, quien engañó a las gentes tras la muerte del Nazareno. Y así habría de hacerlo yo, diría que el camino para salvarse está en mi poder y no en la Iglesia de los apóstoles. Confrontaría al vulgo con los sucesores de Pedro. La confusión es la única manera de carcomer el mensaje del Cristo.
—¿Mediante qué procedimiento?
—Dividiendo la unidad de la Iglesia, creando nuevas hermandades que odien el mensaje del Vicario, que aborrezcan a los santos y demonicen su historia y que, a la vez, se hagan llamar cristianos y misioneros. Y que detesten a María…
—¿María? ¿Por qué a María?
—Porque María fue la única que sostuvo la Iglesia aun cuando Pedro negaba a Cristo. María no le abandonó, ni siquiera en la vía dolorosa, cuando todos los que le amaban se escondían. Ella es sinónimo de fidelidad, es la madre de un rey. A María se la debe difamar más que al Pontífice. Yo haría que los fieles la vieran con fobia, que su imagen fuera causa de rechazo y así el vómito negro del caos empañaría el único testimonio de amor incondicional de una criatura hacia el Hijo de Dios: el testimonio de esa mujer. Es lo que haría, tal cual intentó Simón el Mago, el impostor.
—¿Sabéis que Simón pereció cuando se enfrentó al apóstol Pedro?
Dariusz hizo una mueca que expresaba toda su reticencia.
—Este mundo siempre engendrará un nuevo Simón, el mundo entero es de Satanás y sus hijos. Los sucesores apostólicos están solos ante la venida de los próximos difamadores.
Fray Bernardo cambió repentinamente de tercio.
—Habladme de los niños sacrificados en vuestros rituales diabólicos. —Clavó en la presa sus iris, como dos flechas, y se dispuso a encauzar su interrogatorio de acuerdo con las órdenes de Roma.
—Pretendéis saber demasiado.
—¡Hablad! —insistió el español con tono intimidador.
—No sé a qué os referís.
—No desafiéis a vuestro inquisidor… —Su semblante se endureció—. Sabéis que poseo infinitos accesos a la verdad. Por ello, confesad qué significan las muertes de esos niños en los aquelarres.
Dariusz permaneció impávido. Su rostro blancuzco contrastaba con el negro profundo de sus ojos, oscuros y hundidos como los de un cuervo. Parecía dispuesto a enmudecer indefinidamente, pero fray Bernardo estaba ansioso y decidido a arrancarle una respuesta.
—Una vuelta más —ordenó.
Los carceleros elevaron aún más al reo gracias a la polea. Este pendía ya a más de siete pies del suelo con las muñecas atadas a su espalda y se veía obligado, por su propio peso, a estirar los brazos al límite de la articulación de sus hombros. Las antorchas prendían en las paredes e iluminaban el silencio. Los rostros que le escrutaban parecían de piedra.
—Habladme del asesinato de los niños y su significado —insistió el inquisidor.
—No simbolizaron nada —negó Dariusz temblando tras sondear al fraile—. Los maté yo solo —mintió— en un acto de maldad absoluta para ofrecérselos al dios Baal.
—¿Decís que los cinco niños empalados obedecieron a un sacrificio espiritual? —El inquisidor sonrió. Sabía cuándo un hereje escondía algo—. Hace unos años nuestra Santa Inquisición detuvo en Venecia a un asesino que cometió unos crímenes similares a estos perpetrados, aunque no con niños sino con mujeres, también en época del solsticio y bajo los mismos rituales. Esas muertes fueron ofrecidas igualmente al dios Baal de los caldeos. El asesino se llamaba Eros Gianmaria, de la Sociedad Secreta de los Brujos. La Inquisición supo que esos sacrificios tenían un propósito bien claro. —Abrió sus palmas como si fuera a disponerse a rezar pero por el contrario fingió sorpresa—. ¿Y ahora repetís esos oscuros asesinatos y suponéis que voy a aceptar que vuestros aquelarres no obedecieron al mismo propósito que los de ese brujo italiano?
—No busquéis coincidencias. No las hay.
—¡Soy un inquisidor! —gritó el español—. No intentéis jugar conmigo, recuerdo miles de prontuarios y documentos, miles de rostros… Para mí no hay engaños posibles ni falsas pistas y no comeré de vuestra podrida carnada. Sé reconocer a los herejes que se esconden tras rostros como el vuestro.
Dariusz abrió los labios y una gota de sudor cayó desde la punta de su nariz.
—¡No os diré nada, maldito inquisidor católico! ¡Pronto el mundo abominará de todos vosotros y los brujos habremos vencido!
La sala entera esperaba, los guardias también sudaban mientras sujetaban la soga con sus brazos velludos. El alemán mantenía el desafío en el fondo de sus pupilas; fray Bernardo, su fe inquebrantable en la ortodoxia. La tensión era insoportable: dos hombres enfrentados por el antiguo rito de la tortura.
A un gesto del fraile los carceleros liberaron la cuerda. El cuerpo de Dariusz Hässler se precipitó al vacío desde casi diez pies hasta que el tope de la soga detuvo abruptamente la caída.
El resultado fue atroz, la cuerda restalló en el aire mientras los hombros del preso se dislocaron en un macabro sonido de cartílagos destrozados. Los brazos giraron por detrás de la nuca hasta quedar por encima de la cabeza, los húmeros se desencajaron junto con la escápula y la clavícula y quedaron en una postura antinatural. El grito fue inhumano, un lamento grotesco y sostenido, un dolor que le arrancó un llanto forzado.
Otra señal de fray Bernardo y los guardias volvieron a tirar de la soga. Las rodillas de Dariusz abandonaron el suelo, inertes y flácidas, mientras era ascendido vencido por la maquinaria de tormentos que ahora lo exponía como un trapo consumido. El inquisidor español lo escudriñó con avidez victoriosa.
—Habladme de los niños sacrificados y su significado —inquirió una vez más.
Dariusz tragó saliva, el dolor le era insoportable.
—Sacadme de aquí… os lo suplico —graznó.
—Confesad y os daré el alivio que necesitáis.
—No puedo —se quejó contrayendo el rostro—, es imposible pensar con este dolor. Bajadme, os lo imploro. Vos, que sois un sacerdote católico… tened piedad de mí.
El inquisidor se pasó lentamente los dedos por la barbilla. Escuchaba con atención cada súplica del reo, cada lamento y sollozo. Finalmente se volvió hacia sus ayudantes y un leve asentimiento de su cabeza bastó.
Bajaron lentamente al hereje hasta que quedó desarticulado en el suelo. Silbaba hilachas de aliento entrecortado y desfallecido, su saliva se derramaba burbujeando y humedeciendo la tierra compacta del piso de la mazmorra. Dos hombres acomodaron al reo contra la pared, le lavaron la cara con lienzos y agua tibia. El médico y el sangrador se ocuparon de atender al hereje con el afán de devolverle la voluntad y la conciencia que fray Bernardo le había quitado.
Tras un momento, el sangrador se incorporó e hizo una señal sutil. Poco después, el médico lo confirmó: el reo estaba listo, podía proseguir con la sesión.
De las cinco horas que llevaban de interrogatorio, al menos una la habían utilizado los sanadores de forma intermitente para impaciencia del tribunal, ansioso por conseguir la confesión. El notario del Santo Oficio mojó nuevamente la pluma en el tintero a la espera de una confesión forzada por el hábil interrogatorio del inquisidor, que parecía haber perforado por fin la dura terquedad de Dariusz, el preso más enigmático del virreinato.
El dominico levantó la vista de un grueso volumen con tapas de cuero y volvió al centro de la sala; el
Malleus maleficarum
o «Martillo de brujas», manual para inquisidores impreso en Alemania en el siglo xv y escrito por los teólogos dominicos Heinrich Kramer y Jakob Sprenger, era testimonio inequívoco de las influencias germánicas en su praxis de indagador. Las antorchas iluminaban la mazmorra con un resplandor cobrizo, como si fuese la antesala misma del Infierno.