La senda del perdedor (31 page)

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Authors: Charles Bukowski

Tags: #Biografía,Relato

BOOK: La senda del perdedor
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—¡Tira los hombros hacia atrás! ¡Por qué miras al suelo! ¿Qué coño hay ahí abajo?

Yo nunca crearía ninguna moda o estilo. Mi camiseta blanca estaba manchada con vino y repleta de quemaduras de cigarrillos y puros, con círculos de sangre y vómito. Además era muy pequeña y no cubría mi ombligo. Y mis pantalones también me iban pequeños y no llegaban a cubrirme el tobillo y se ceñían fuertemente.

Los tres estaban plantados ahí abajo mirándome. Les devolví la mirada.

—¡Oíd, muchachos, subid a beber un trago!

Los dos hombrecillos se miraron e hicieron muecas. La patrona, una Carole Lombard desvaída, me miró impasible. Señorita Kansas, la llamaban. ¿Estaría enamorada de mí? Llevaba zapatos rosas de tacón alto y un traje de brillantes lentejuelas negras que me lanzaban pequeños destellos. Sus pechos eran algo que un mero mortal jamás podría ver, sólo los reyes, dictadores, gobernantes y filipinos.

—¿Alguien tiene un cigarrillo? —pregunté—. Me he quedado sin ninguno.

El hombrecillo oscuro que estaba en pie a un lado de la señorita Kansas hizo un leve movimiento con su mano derecha hacia el bolsillo de su chaqueta y un paquete de Camel saltó en el aire del vestíbulo. Hábilmente cogió el paquete con la otra mano. Con el invisible golpecito de un dedo en la base del paquete un cigarrillo sobresalió, largo, verídico, singular y expuesto, listo para ser cogido.

—¡Vaya, mierda, gracias! —dije.

Empecé a bajar las escaleras, di un paso en falso, casi me caigo y hube de agarrarme al pasamanos para enderezarme, reajustar mis percepciones y seguir bajando. ¿Estaba borracho? Me acerqué al hombrecillo que sostenía el paquete e hice una pequeña reverencia.

Cogí el Camel, lo tiré al aire, lo recogí y me lo embutí en la boca. Mi moreno amigo permaneció inescrutable, su mueca desaparecida al bajar yo las escaleras. Mi pequeño amigo se inclinó hacia adelante, cubriendo con el cuenco de sus manos una llama, y encendió mi cigarrillo.

Inhalé, exhalé.

—Escuchad, ¿por qué no subís todos a mi habitación y nos tomamos un par de tragos?

—No —dijo el tío enano que había encendido mi cigarrillo.

—Quizás podamos oír a Beethoven o Bach en la radio. Soy un tío educado, ¿sabéis? Soy estudiante…

—No —dijo el otro hombrecillo.

Pegué una gran calada del cigarrillo y luego miré a Carole Lombard, alias señorita Kansas.

Luego volví a mirar a mis dos amigos.

—Ella es vuestra. Yo no la quiero. Ella es vuestra. Tan sólo venid arriba. Beberemos un poco de vino. En la magnífica habitación número 5.

No hubo respuesta. Yo me balanceaba un poco sobre mis pies a medida que el vino y el whisky luchaban por poseerme. Dejé que el cigarrillo colgara de la comisura de mi boca mientras enviaba una voluta de humo. Continué oscilando el cigarrillo de ese modo.

Yo ya sabía lo de los estiletes. En el poco tiempo que llevaba ahí había visto dos representaciones con estilete. Desde mi ventana una noche, asomado para oír las sirenas, vi un cuerpo justo debajo de la ventana en la acera de la calle Temple, iluminado por la luna y los faroles. Y en otra ocasión también otro cuerpo. Noches del estilete. Una vez fue un blanco y la otra uno de ellos. En cada una de ellas la sangre corría por el pavimento, sangre verdadera, fluyendo por el suelo hasta caer en un sumidero, podías ver cómo goteaba en el sumidero sin sentido alguno… podía caber tanta sangre en un solo hombre.

—De acuerdo, amigos míos —les dije—. Sin rencor. Beberé solo.

Me di la vuelta y comencé a subir la escalera.

—Señor Chinaski —oí que decía la voz de la señorita Kansas.

Me giré y la miré, flanqueada como estaba por mis dos pequeños amigos.

—Vaya a su habitación y duerma. Si causa usted alguna otra molestia, llamaré al Departamento de Policía de Los Angeles.

Me giré y seguí subiendo la escalera.

No es posible vivir en ningún lado, ni en esta ciudad, ni en este sitio, ni en esta jodida existencia es posible la vida.

Mi puerta estaba abierta. Entré. Quedaba un tercio de botella de vino barato.

—¿Quizás quedaba otra botella en el armario?

Abrí la puerta del armario. Ninguna botella. Pero sí decenas y veintenas de billetes por todos lados. Había un rollo de veinte metido en un par de zapatos viejos con agujeros en la suela; y en el cuello de una camisa colgaba un billete de diez; y en una vieja chaqueta otros diez asomaban en un bolsillo. La mayor parte del dinero estaba en el suelo.

Recogí un billete, lo metí en el bolsillo de mi pantalón, fui hasta la puerta, la cerré y di vueltas a la llave; luego bajé la escalera camino al bar.

55

Un par de noches más tarde Becker vino a verme. Supongo que mis padres le dieron mis señas o me localizó a través de la Universidad. Yo tenía anotados mi nombre y dirección en la oficina de empleo de la Universidad bajo el calificativo de «trabajos no especializados». «Trabajaré en cualquier cosa honesta», había escrito en mi tarjeta. Nadie llamó.

Becker se sentó en una silla mientras yo servía un poco de vino. Llevaba puesto un uniforme de los marines.

—Veo que te han cogido —dije.

—Perdí mi trabajo con la Western Union. Era la única solución que me quedaba.

Le pasé su bebida.

—¿Entonces no eres un patriota?

—Demonios, no.

—¿Por qué los marines?

—Oí hablar de la dureza de su campamento. Quise ver si era capaz de pasar la prueba.

—Y lo hiciste.

—Lo hice. Hay unos cuantos locos ahí. Hay peleas casi todas las noches. Nadie las detiene. Casi se matan los unos a los otros.

—Me gusta eso.

—¿Por qué no te unes a nosotros?

—No me gusta levantarme temprano por las mañanas y recibir órdenes.

—¿Y cómo te lo vas a hacer?

—No lo sé. Cuando se me acabe el último centavo, me acercaré a las colas de la Beneficencia.

—Hay tíos verdaderamente raros en los marines.

—Los hay en todos los sitios.

Le serví a Becker otro vino.

—El problema es —dijo— que no tienes mucho tiempo para escribir.

—¿Todavía quieres ser escritor?

—Claro. ¿Y tú qué?

—También —contesté—, pero es bastante desesperanzador.

—¿Quieres decir que no eres lo suficientemente bueno?

—No, son ellos los que no son suficientemente buenos.

—¿Qué es lo que quieres decir?

—¿Lees las revistas? ¿Los libros de «Mejores Narraciones Cortas del Año»? Al menos hay una docena de ellos.

—Sí, los leo…

—¿Lees el
New Yorker? ¿El Harper's? ¿El Atlantic?

—Claro…

—Estamos en 1940. Todavía están publicando basura del siglo XIX, pesada, elaborada, pretenciosa. O bien te entra dolor de cabeza leyéndola o bien te quedas dormido.

—¿Qué es lo que falla?

—No son más que trucos y lugares comunes, pequeños jueguecitos de intriga.

—Da la impresión de que te han rechazado.

—Sé que me rechazarían. ¿Para qué gastar en sellos? Necesito vino.

—Voy a abrirme camino —dijo Becker—. Verás un día mis libros en los escaparates.

—No hablemos de escribir.

—He leído tus cosas —dijo Becker—. Estás demasiado amargado y odias todas las cosas.

—No hablemos de escribir.

—Si miras a Thomas Wolfe…

—¡Maldito sea Thomas Wolfe! ¡Suena como una vieja al teléfono!

—Vale, ¿quién es tu autor?

—James Thurber.

—Ese destripador de la clase media alta…

—El sabe que todo el mundo está loco.

—Thomas Wolfe habla de la tierra…

—Sólo los gilipollas hablan sobre las tareas del escritor…

—¿Me estás llamando gilipollas?

—Sí…

Le serví otro vino y luego otro más para mí.

—Eres un tonto por ponerte ese uniforme.

—Primero me llamas gilipollas y luego tonto. Pensé que éramos amigos.

—Y lo somos, sólo que no creo que te estés cuidando.

—Cada vez que te veo tienes una copa en las manos. ¿A eso le llamas cuidarte?

—Es el mejor método que conozco. Sin la bebida hace tiempo que me hubiera cortado mi maldito cuello.

—Eso es un cuento.

—Es un cuento que funciona. Los predicadores de la plaza Pershing tienen su Dios. ¡Yo me bebo la sangre del mío!

Alcé mi vaso y me bebí hasta la última gota.

—Te estás escapando de la realidad —dijo Becker.

—¿Y por qué no?

—Nunca serás un escritor si huyes de la realidad.

—¿De qué coño hablas? ¡Eso es lo que hacen los escritores!

Becker se puso en pie.

—Cuando me hables, no alces la voz.

—¿Qué prefieres hacer, levantarme la polla?

—¡Tú no tienes polla!

Le cogí de improviso con un derechazo que aterrizó tras su oreja. El vaso voló de su mano y él cruzó la habitación tambaleándose. Becker era un tío fuerte, mucho más que yo. Chocó con la esquina de la cómoda, giróse, y estrellé otro puñetazo contra su rostro. Se quedó balanceándose cerca de la ventana abierta y tuve miedo de volverle a atizar porque podía caerse a la calle.

Becker intentó recomponerse sacudiendo la cabeza para aclararse.

—Vale ya —dije—, peguémonos otro trago. La violencia me da náuseas.

—De acuerdo —contestó Becker.

Cruzó la habitación y recogió su vaso. El vino barato que yo bebía no estaba cerrado con corcho sino con un tapón a rosca. Desenrosqué el tapón de otra botella. Becker me tendió su vaso y lo rellené. Me serví otro vaso y posé la botella. Becker vació el suyo. Yo el mío.

—Sin rencor —dije.

—Demonios, no, compañero —dijo Becker mientras posaba el vaso. Justo entonces me clavó un derechazo en el estómago. Me doblé y al hacerlo me cogió por la nuca, agachándome aún más, y me propinó un rodillazo en la cara. Caí de rodillas, la sangre manando de mi nariz y empapando mi camisa.

—Sírveme otro trago, compañero —dije—, y pensemos que ya ha pasado todo.

—Levántate —replicó Becker—, eso era sólo el capítulo primero.

Me puse en pie y avancé hacia Becker. Bloqueé su gancho justo a la altura de mi codo y le aticé un directo en la nariz. Becker se tambaleó hacia atrás, Ambos sangrábamos abundantemente por la nariz.

Salté sobre él. Ambos luchamos ciegamente. Paré algunos puñetazos pero me incrustó otro en la boca del estómago. Me agaché y entonces le propiné un gancho en la barbilla. Fue un magnífico golpe. Un golpe de suerte. Becker cayó de lado y chocó contra la cómoda. Su nuca se estrelló contra el espejo y el espejo saltó hecho añicos. Estaba grogui. Le tenía en mis manos. Le aferré por la pechera de su camisa y le aticé un derechazo tras su oreja derecha. Cayó sobre la alfombra donde se mantuvo a cuatro patas. Crucé la habitación y me serví otro vaso con mano insegura.

—Becker —le dije—, suelo pegarme cerca de dos veces por semana. Tan sólo me entraste de mala manera.

Vacié mi vaso. Becker se levantó. Se quedó un rato mirándome. Luego vino a mi encuentro.

—Becker —dije— escucha…

Hizo una finta con su derecha y me atizó en la boca con la izquierda. Comenzamos a pegarnos de nuevo. No nos defendíamos apenas. Sólo nos pegábamos y pegábamos y pegábamos. Me tiró sobre una silla y la silla se desmoronó. Me puse en pie y le paré mientras venía. Osciló hacia atrás y le incrusté otro derechazo. Se estrelló contra la pared y toda la habitación se sacudió. Saltó hacia adelante y me golpeó en la frente. Vi lucecitas verdes, amarillas, rojas… Entonces me dio en las costillas y luego un derechazo en la cara. Yo disparé mi derecha y fallé.

Maldita sea, pensé, ¿es que nadie oye todo este ruido? ¿Por qué no vienen y paran la pelea? ¿Por qué no llaman a la policía?

Becker se abalanzó de nuevo contra mí. No pude parar su derechazo circular y todo se acabó para mí…

Cuando volví en mí, estaba oscuro, era de noche y yo estaba justo debajo de la cama. Sólo sobresalía mi cabeza. Debí de haberme arrastrado hasta ahí. Yo era un cobarde. Había vomitado encima. Me arrastré desde debajo de la cama.

Eché un vistazo al espejo roto y a la silla destrozada. La mesa estaba al revés. Intenté ponerla bien. Me caí al suelo. Dos de las patas de la mesa no estaban encajadas. Intenté arreglarlas lo mejor que pude. Me mantuve en pie un momento y caí de nuevo. La alfombra estaba roja de vino y vómito. Encontré una botella de vino caída sobre ella. Quedaba un poco. Lo bebí y eché un vistazo a mi alrededor buscando más. No había nada. Nada más que beber. Puse la cadena de la puerta. Encontré un cigarrillo, lo encendí y me paré frente a la ventana mirando a la calle Temple. Hacía buena noche.

Entonces alguien dio golpes en la puerta.

—¿Señor Chinaski?

Era la señorita Kansas. No estaba sola. Oí otras voces susurrantes. Estaba con sus pequeños amigos morenos.

—¿Señor Chinaski?

—¿Sí?

—Quiero entrar en su habitación.

—¿Para qué?

—Quiero cambiarle las sábanas.

—Estoy enfermo. No puedo dejarla entrar.

—Sólo quiero cambiar las sábanas. Serán sólo unos minutos.

—No. No puedo dejarla entrar. Venga mañana.

Les oí susurrar. Luego oí cómo bajaban al vestíbulo. Me senté en la cama. Necesitaba malamente un trago. Era sábado por la noche y la ciudad entera estaba borracha.

¿Y si podía escabullirme y salir?

Me acerqué a la puerta y la abrí de golpe, dejando la cadena puesta, para atisbar por la rendija. En la cima de las escaleras estaba uno de los filipinos, el amigo de la señorita Kansas. Tenía un martillo en sus manos y estaba arrodillado. Me miró, hizo una mueca y clavó un clavo en la alfombra. Pretendía estar claveteando la alfombra. Cerré la puerta.

Realmente necesitaba beber algo. Di vueltas por la habitación. ¿Por qué todo el mundo podía estar bebiendo excepto yo? ¿Cuánto tiempo iba a tener que estar en esa maldita habitación? Abrí la puerta de nuevo. La escena era la misma. El filipino me miró, hizo una mueca y clavó otro clavo en el suelo. Cerré la puerta.

Cogí mi maleta y empecé a meter mis pocas pertenencias.

Todavía tenía un poco del dinero que había ganado jugando, pero sabía que no era suficiente para pagar por los estropicios de la habitación. Ni ganas que tenía de hacerlo. Verdaderamente no había sido mía la culpa. Debían de haber parado la pelea. Y encima Becker había roto el espejo…

Ya había hecho la maleta y la sujetaba con una mano mientras sostenía mi máquina de escribir portátil con la otra. Esperé unos segundos frente a la puerta y luego miré de nuevo hacia afuera. El filipino seguía allí. Quité la cadena de la puerta, la abrí de golpe y corrí hacia la escalera.

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