La Saga de los Malditos (2 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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—No te alarmes, ya sabes que nuestro pueblo sufre cíclicamente calamidades sin fin, pero luego las aguas vuelven a su cauce y la vida continúa, estamos hechos de carne de superviviente así ha sido y así será siempre.

—¿Te has enterado de los planes del obispo Tenorio al respecto de la ampliación de la catedral?

—No hagas caso querido amigo, casi siempre resultan ser habladurías de gentes desocupadas, además, ¿te parece el tema más preocupante que los cuarenta años de peregrinaje que nuestro pueblo pasó en el desierto tras la marcha de Egipto? o ¿cuando nuestros padres partieron a la esclavitud de nuevo en tiempos de Nabucodonosor? o ¿cuando Tito destruyó el templo en Jerusalén?

—Aquello pasó, Isaac, y nosotros estamos aquí y lo que me preocupa es el hoy, no el ayer.

—Tú lo has dicho, «aquello pasó y nosotros estamos aquí», nada ni nadie podrá con la supervivencia de nuestro pueblo. —El rabino golpeó cariñosamente con su diestra la rodilla de su huésped—. Nuestra sangre es demasiado espesa, querido amigo. Pase lo que pase, sobreviviremos.

—Tal vez tengas razón. ¡Adonai sea siempre alabado!, pero yo no tengo la misma fortaleza que tú, si esta boda que estamos planificando no goza del fruto de una vida apacible y nuestros hijos tiene que vivir como perros, el que los hijos de sus hijos nos recuerden encuadrados en unos tiempos terribles, no me consuela.

—Dime qué es lo que tanto te desasosiega.

—Se dice en los corrillos de la lonja que el obispo Tenorio pretende ampliar el claustro de la catedral y para ello necesita derribar quince o veinte casas de la aljama de las Tiendas, como sabes yo vivo al lado mismo y mi negocio está a cuatro pasos, si algo de esto es cierto va a ser mi ruina.

—Estás poniendo el carro delante de los bueyes, nada de esto ha ocurrido y cuando algo se concrete yo dejaré caer las palabras oportunas en los oídos convenientes, nada temas querido amigo, hablemos ahora del asunto que nos compete y que tanta alegría ha de traer a tu casa y a la mía.

Tenorio

El prelado frisaría la cincuentena pero su aspecto era el de un hombre que todavía no había cumplido los cuarenta años. Alto y atlético, con un cuerpo ahormado por el ejercicio físico, dueño de una abundante cabellera castaña de la que se mostraba muy orgulloso, un perfil griego que podía hacer palidecer de envidia a cualquiera de las copias de las estatuas de Praxiteles y de Fidias que ornaban su cámara, y un mentón que señalaba sin duda una voluntad inquebrantable. Segundón de una familia de la baja nobleza, había ido escalando los puestos de la jerarquía eclesiástica, coadjutor, párroco, presbítero, canónigo, arcipreste, hasta su actual estatus, beneficiándose, sin duda, de las prebendas y ventajas que representaba el tener un tío carnal cardenal de la curia romana. Su ambición no conocía límites y cualquiera que hubiera sido su profesión, ya que la eclesiástica fue una mera coyuntura, hubiera llegado a lo más alto, tal era su desmedido afán y su tenacidad. Tenía por costumbre marcarse metas y cumplirlas y una vez conseguidas saltar al siguiente proyecto, sin dilación, no dudando en dejar a la orilla del camino, rotos y malparados, a todos aquellos que hubieran tenido la osadía de oponerse a su colosal pasión o a su férrea voluntad. Acostumbraba vestir ropas seculares y el único símbolo que denunciaba su condición de eclesiástico era la tirilla roja que ceñía su cuello, la cruz de Malta de su capotillo y el solideo morado que cubría su tonsurada cabeza.

Aquella mañana estaba el prelado, Alejandro Tenorio y Enríquez, en su despacho dictando correspondencia a un numerario que con una escribanía portátil abierta sobre sus rodillas se las veía y deseaba para poder seguir fielmente el rápido dictado de su ilustrísima.

—Perdón reverencia, ¿me podéis repetir el último párrafo?

—¡A fe mía! Que estáis espeso esta mañana, ¿desde dónde queréis que repita?

—Desde «se tomarán las».

—Se tomarán las medidas oportunas, a la mayor brevedad y diligencia, para que la obra quede terminada para la festividad de San Judas Tadeo del próximo año a fin de que para dicha señalada celebración podamos honrar la visita de su eminencia el cardenal Enríquez de Ávalos mostrándole la obra que a mayor gloria del Señor se haya hecho en el templo. ¿Lo habéis captado?

—Desde luego, ilustrísima.

—Pues ponedlo a limpio y no en pergamino precisamente, quiero que sea en vitela, y dádselo al coadjutor para que me lo pase a la firma a fin de que lo selle con mi lacre.

—Así se hará, si no mandáis otra cosa.

—Podéis retiraros.

El hombrecillo recogió rápidamente los trebejos de la escritura y cuando ya alcanzaba la puerta la voz del prelado lo retuvo.

—Decid a mi secretario que haga pasar al maestro de obras.

—Ahora mismo, reverencia.

El amanuense abrió la puerta con sigilo y abandonó la cámara.

El obispo Tenorio se retrepó en su imponente sillón de madera de roble oscuro cuyos brazos estaban rematados por cabezas de grifo y cantos de baobab y en tanto llegaba el coadjutor ordenó sus ideas. Su catedral debía superar en magnificencia, riqueza y boato a las más reputadas de todo el orbe hispánico y para ello se debía reformar la entrada de poniente y dar al claustro la proporción y dignidad que el conjunto del templo requería a fin de que su armonía fuese perfecta. Su plan tenía un doble motivo, primero hacer méritos ante su tío el cardenal Enríquez a fin de que su próxima promoción no pareciera una razón de nepotismo familiar sino una verdadera cuestión de méritos adquiridos y, en segundo lugar, satisfacer el odio irrefrenable que, como descendiente fanático de «converso»
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, profesaba hacia aquella raza maldita a la que sus ancestros habían pertenecido y habían renunciado gracias a que, en tiempos, abrazaron la fe de Jesucristo.

Unos nudillos golpearon suavemente la hoja de la maciza puerta y apenas se abrió una cuarta, asomó por ella el orondo y rubicundo rostro de su fiel secretario fray Martín del Encinar que desde tiempos muy lejanos estaba a su servicio.

—¿Dais vuestra venia?

—Pasad fray Martín y acomodaos, debo despachar con vos asuntos que requieren de vuestra discreción, capacidad y eficacia.

—Soy todo oídos, reverencia.

El clérigo descargó su oronda humanidad en uno de los dos sillones que se ubicaban frente a la mesa del obispo.

—Imagino que llamasteis a maese Antón Peñaranda según mi mandato, ¿no es así?

—Esperando en la antesala lo tenéis.

—Bien, es como sabéis un excelente artesano y afamado maestro de obras.

—Me constan sus capacidades, tiene en la ciudad más trabajo del que puede asumir, me contaba hace un momento que se ha visto obligado a dar empleo a gentes recién llegadas que no están habilitadas para oficio tan exigente como el suyo, de tal guisa que pierde más tiempo adiestrándolas en el menester del cartabón y la plomada que preparando en su taller planos y medidas que luego deberán ser interpretados a fin de bien realizarse y que no es posible estar en misa y repicando campanas.

—Pues va a tener que delegar ya que la obra que le encomendaremos requiere plena dedicación, esfuerzo y desde luego su presencia continuada.

Los ojos del fraile denotaron curiosidad.

—¿Qué es lo que queréis hacer?, si es que os cuadra decírmelo.

El prelado se retrepó en su frailuno sillón y sonrió misterioso.

—La basílica está inacabada, eso es evidente.

—No os comprendo, la iglesia es una de las más hermosas y reputadas del reino.

—Es por lo que os digo que está inacabada, debe ser la más hermosa, solemne e importante, no una de ellas, ¿me comprendéis?

—Y ¿qué pretendéis hacer para que tal sea?

—La puerta de poniente no está a la altura de las otras dos, ya sabéis que el escultor del pórtico, don Diego Cabezas, murió al caer de lo alto del andamio y que las estatuas de los cuatro evangelistas están por terminar.

—Ciertamente, pero no es obra que maese Antón deba atender en exclusiva, se puede ir haciendo a poco que el maestro encuentre un buen lapidario que trabaje bien la piedra, que se traslade a Toledo y sea capaz de asumir el encargo, haberlos haylos y muy buenos en el reino de Murcia.

—No es ahí donde se requiere su presencia.

—¿Entonces?

—Atended lo que os voy a decir, quiero que el templo tenga el claustro y el peristilo que merece y para ello es para lo que necesito la presencia y dedicación absolutas de maese Antón.

—Pero ilustrísima, ¿por dónde queréis agrandar el claustro?, como no sea invadiendo la aljama, no veo yo posibilidad alguna.

—Exactamente, vuestra caridad, en su perspicacia, ha dado con la solución del problema.

—Pero reverencia, ahí viven gentes y no creo yo que abandonen de buen grado sus casas para que vuesa mercé pueda ampliar el claustro.

—Nadie ha dicho que lo hagan de buen grado, lo que sí os digo es que lo harán.

Al añadir esto último los ojos del prelado emitieron un acerado brillo y una expresión de dureza que no pasaron inadvertidos al coadjutor.

—Viven en ella gentes que tienen el paso franco y que entran en el Alcázar Real casi todos los días, son adversarios a tener en cuenta —apuntó el clérigo.


«Deus Vult
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, ¿os dice algo esta divisa?

—Entiendo reverencia, pero no veo la manera.

—Cuando el pueblo quiere algo, ni el rey osa oponerse, nuestra misión es hacer que el pueblo lo desee ardientemente, ¿me habéis comprendido? Si conseguimos despertar este anhelo, habremos allanado el obstáculo.

—Pero reverencia, cuando la yesca prende y el viento sopla, las consecuencias son imprevisibles.

—Muy al contrario, son absolutamente previsibles, podremos ampliar el claustro y librar a los buenos cristianos de Toledo de esta inmunda plaga, mataremos dos pájaros de un tiro y el futuro de la cristiandad alabará nuestro gesto. Decid al maestro que pase.

Esther

Esther Abranavel tenía quince años y era la más hermosa flor de la aljama del Tránsito. Había crecido bajo el manto protector del gran rabino, su padre, que en ella había volcado todo el torrente de amor que anteriormente había entregado a su esposa, muerta, hacía ya ocho años, cuando la epidemia de peste asoló la ciudad. Desde entonces, la niña siempre estuvo bajo la tutela de un aya, doña Sara, que ocupó en el corazón de la muchacha el lugar que al morir dejó vacante su progenitora y aunque su padre, cumpliendo con la ley mosaica, había contraído, hacía ya tres años, nuevas nupcias con una hermana de su difunta madre, viuda y sin descendencia, que fue siempre muy bondadosa con ella, la persona que más quería, luego de su padre, era sin duda su aya. La escena se desarrollaba en la cámara de la muchacha ubicada en el segundo piso de la vivienda. Abatida y anegada en llanto, echada boca abajo en su cama adose lada lloraba Esther desconsoladamente en tanto que el ama sentada a un costado del lecho, acariciaba pacientemente su hermosa cabellera intentando, vanamente, calmar tanto desconsuelo.

—Ahora no lo entendéis pero cuando pasen los años veréis cuán sabia es la decisión de vuestro padre que además es sin duda la más adecuada y conveniente para vos.

La muchacha respondía entre hipos y lágrimas.

—Así boca abajo y de esta manera no os comprendo, si os dais la vuelta y me relatáis vuestras cuitas como una mujer adulta, entonces tal vez me podáis convencer de vuestras ideas.

Esther dio media vuelta, lentamente, sobre sí misma, con un gesto característico en ella se retiró los cabellos del rostro y contuvo su desesperado llanto, el ama enjugó sus lágrimas con un pañuelo y añadió:

—Esto está mejor, ¡ea!, decidme ahora, sin histerismos, qué es lo que os aflige.

—¡Pues ocurre, ama, que jamás me casaré con Rubén! ¡No le quiero! Y mi padre no parece entender lo que le digo.

—Vamos a ver, muchacha, vuestro señor padre, como padre y como rabino, sabe perfectamente lo que os conviene, inclusive por encima de lo que vos podáis creer, y os lo repito, ahora no lo entendéis pero cuando pasen los años lo comprenderéis mucho mejor y le estaréis agradecida.

—¡Que no y que no, ama! No me vais a convencer y no me voy a casar y si se me obliga me escaparé.

—Y ¿adónde vais a ir, muchacha?, no digáis despropósitos, os encontrarían en unas horas y lo que conseguiríais sería irritar al autor de vuestros días cuyo único defecto ha sido malcriaros en demasía y el resultado de tanta condescendencia salta a la vista. Además, Rubén Ben Amía es un excelente muchacho que os dará hijos y un lugar notable dentro de la comunidad.

—¡No estoy enamorada de él y no me voy a casar pese a quien pese! ¡Ya lo sabéis, ama!

—No sabéis lo que estáis diciendo, ninguna mujer ama a su marido cuando la desposan, es luego cuando el amor florece, al igual que el chopo al ser bañado por el río, y va entrando en la pareja.

—No me convenceréis; mi amiga Judit era un cascabel, ved que hace un año la casaron, no he vuelto a verla sonreír.

—Rubén os ama desde que erais niños y será un buen esposo.

—¡Tal vez para otra pero no para mí! Yo le aprecio, ama, pero como amigo y compañero de juegos, no para desposarlo y darle hijos.

—No sé qué mal pájaro se os ha metido en esa loca cabecita vuestra pero estoy cierta de que cuando cumpláis los veinte pensaréis de otra manera.

—¡Cuán equivocada estáis!, no quiero enterrar mi juventud al lado de un hombre mustio y deslucido que se dedica a estudiar los viejos manuscritos, noche y día, a la luz de un candil.

—Tanta cerrazón me asusta y no la entiendo. Ahora intentad dormir, no es bueno que vuestro padre os vea de esta guisa.

Al esto decir, el ama se levantó del gran lecho y la obligó a levantar las piernas para retirar el cobertor. La muchacha se refugió entre las frazadas de las finas sábanas y la mujer la cubrió con el grueso edredón relleno de lana de recental. Luego se acercó a la ventana y corrió los espesos cortinajes de recamado terciopelo de Coimbra flecado de oro, después paseó su mirada en derredor para comprobar que todo estaba en orden, hecho lo cual y antes de partir, se inclinó sobre la muchacha y le depositó su nocturno y acostumbrado ósculo en la frente. Después, alzando el candil a la altura del voluminoso pecho, se aproximó al candelabro de cuatro brazos que lucía en el rincón sobre el arcón de madera de sándalo y tras aplicar la capucha del apagavelas a cada uno de los encendidos pabilos, abandonó la cámara cerrando tras de sí la gruesa puerta.

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