En tiempos romanos, la opción no era entre monarquía y democracia, sino entre un gobierno eficiente y honesto y un gobierno ineficaz y deshonesto. Desde la época de los Gracos, el gobierno romano bajo el Senado se hizo cada vez más ineficaz y deshonesto. Más aún, la misma oposición al Senado consistía muy a menudo en políticos del mismo carácter o canallescos, y ambas partes utilizaban al populacho para alcanzar el poder.
En las condiciones de la época, la mejor manera de lograr un gobierno eficiente y honesto era mediante alguna persona que fuese eficiente y honesta y tuviese suficiente energía y capacidad para dominar a otros hombres y hacer que fuesen también eficientes y honestos o reemplazarlos. (En otras palabras, alguien con el poder de un Presidente norteamericano fuerte.)
Julio César no era ideal para tal fin; ningún hombre habría sido ideal. Pero fue uno de los hombres más capaces de la historia y nadie en Roma, por entonces, podía haberse desempeñado mejor. Hubo épocas en su vida en que se mostró derrochador, deshonesto, traicionero o cruel, pero también podía ser concienzudo y eficiente, suave y benigno. Sobre todo, parecía que ansiaba ver bien gobernada a Roma, y para ello necesitaba afirmarse en el poder. No veía otro camino.
Puesto que era dictador vitalicio, poseía todo el poder, pero quería ser rey. También esto tenía cierto sentido. Como dictador, su muerte habría dado la señal para una nueva lucha por el poder, mientras que, si hubiera sido rey, podía ser sucedido por un hijo o algún otro pariente de manera natural y habría habido paz continua. (Por supuesto, la historia de los otros reinos de la época mostraban que prácticamente todos eran víctimas de la guerra civil entre miembros de la familia gobernante, pero cabía esperar que esto no ocurriera en un pueblo tan acostumbrado a ser gobernado por la ley como el romano.)
Pero los romanos sentían un horror por la dignidad de rey que se remontaba a la época de los Tarquinos. Todo niño romano era educado en la historia antigua de Roma, y los relatos sobre los Tarquinos y la gloriosa creación de la república originaba en su mente una predisposición perdurable contra los reyes. Además, la historia de Roma mostraba que la República había triunfado sobre todos los reinos orientales, uno tras otro. Obviamente, pues, la forma republicana de gobierno era mejor que la monarquía.
La oposición secreta a César, pues, creció después de su retorno de España. Parte de la oposición venía de miembros del viejo partido senatorial, que veía en las reformas de César la destrucción del viejo sistema que, según pensaban, había creado la grandeza de Roma. Otra parte provenía de gente que temía el establecimiento de una monarquía. Otros eran individuos personalmente celosos de César y a quienes irritaba el hecho de que, alguien que antes había sido solamente otro político, ahora fuese reverenciado y casi adorado. En verdad, se empezó a rendir honores divinos a César, y quienes se negaban a que un hombre se convirtiese en rey se negaban aún más a que se convirtiese en un dios.
Entre los que conspiraban contra César estaba Marco Junio Bruto, nacido alrededor del 85 a. C. Era sobrino de Catón el Joven y había acompañado a éste a Chipre cuando Catón fue obligado a abandonar la ciudad por César y Pompeyo. En Chipre, Bruto no manifestó rasgos de carácter muy elevados, pues arrancó dinero a los provincianos de la manera más implacable.
Era natural, quizá, que el sobrino de Catón estuviese de parte de Pompeyo. Acompañó a Catón y Pompeyo a Grecia y combatió en el ejército de Pompeyo en Farsalia. Allí Bruto fue hecho prisionero, pero César lo perdonó y lo liberó.
Antes de marcharse a África para combatir con las fuerzas de Catón, César hasta puso a Bruto al frente de la Galia Cisalpina. Mientras Catón se suicidaba antes que someterse a César, su sobrino estaba realizando una buena labor en favor de César en el Valle del Po.
Cuando César volvió de España, Bruto se casó con su prima, Porcia, hija de Catón, y César lo nombró para un alto cargo en la misma Roma. Luego se unió a la conspiración contra César, presumiblemente porque temía que César se proclamase rey.
Es común considerar a Bruto como un patriota de elevado espíritu, principalmente por el retrato que Shakespeare hizo de él en su obra Julio César. En ésta se le llama «el más noble romano de todos ellos» (aludiendo al resto de los conspiradores), pues se suponía que sólo él había entrado en la conspiración por idealismo. Pero este idealismo habría sido más convincente si se hubiese manifestado un poco antes y si no hubiese aceptado hasta el último momento el perdón y los honores que recibió de César.
Otro de los conspiradores era Cayo Casio Longino. Este había acompañado a Craso a Partia, y, después de la desastrosa derrota de Garres, llevó los restos del ejército a Siria. Luego, cuando los partos invadieron a su vez Siria, Casio los derrotó y los obligó a retirarse.
Casio estuvo del lado de Pompeyo, estuvo al mando de una escuadra de la flota de Pompeyo y obtuvo también algunas victorias. Después de la batalla de Farsalia, reconsideró la situación. Pasó a Asia Menor; allí se encontró con César en ocasión de la guerra contra Farnaces y se entregó a la merced del conquistador. César lo perdonó y le permitió que siguiese prestando servicios bajo su mando.
Al parecer, Casio fue el espíritu inspirador de la conspiración. Se había casado con Junia, hermana de Bruto, y a través de ella se acercó a Bruto y lo persuadió a que se uniera a la conspiración.
Otro de los conspiradores era Décimo Junio Bruto, que había sido uno de los generales de César en la Galia y había sido gobernador de ésta durante un tiempo. César hasta lo hizo uno de sus herederos. Otro aún era Lucio Cornelio Cinna, hijo y tocayo del Cinna que había sido cónsul con Mario (véase
La dominación de Sila
en el capítulo 8) y hermano de la primera mujer de César.
En febrero del 44 a. C. (709 A. U. C.), los conspiradores pensaron que debían apresurarse. Ya César estaba tanteando el terreno para ver cómo caía al pueblo romano la idea de la monarquía. En una fiesta celebrada el 15 de febrero, Marco Antonio, el fiel amigo de César, le ofreció una diadema o faja de lino, que en el Este era el símbolo de la monarquía. Siguió un tenso silencio, y César la rechazó diciendo: «Yo no soy rey, sino César». Hubo tumultuosos aplausos. El intento había fracasado.
Sin embargo, los conspiradores estaban seguros de que César haría una nueva tentativa y pronto. Se estaba preparando para llevar las legiones más allá del Adriático, quizá para una campaña contra los partos. Antes de marcharse quería que se le proclamase rey, y una vez que se uniese a su ejército estaría rodeado por soldados devotos y entonces sería imposible matarlo.
El Senado había sido convocado para el 15 de marzo (los «idus de marzo», según el calendario romano), y todo el mundo estaba convencido de que ese día César trataría de proclamarse rey. Se han contado toda clase de historias sobre los idus de marzo: que César recibió advertencias proféticas sobre ese día, que su mujer, Calpurnia, tuvo malos sueños y le pidió que no acudiese al Senado, etc.
Presuntamente, César pasó la mañana en la incertidumbre sobre si ceder a las supersticiones o no, hasta que Décimo Bruto fue enviado a visitarlo. Este le señaló que el prestigio de César se derrumbaría si permanecía en su casa, y César, consciente de la importancia de la «imagen» pública, se decidió a ir.
Cuando se dirigía a la Cámara del Senado, alguien puso en su mano un mensaje, en el que se le delataba la conspiración, pero César no tuvo ocasión de leerlo. Lo tenía en la mano cuando entró al Senado.
Los conspiradores, todos los cuales eran amigos de César y éste los conocía bien, lograron rodearlo cuando se acercó al Senado y estaban cerca de él cuando se sentó al pie de la estatua de Pompeyo (justamente). Marco Antonio, que podía haber defendido a César, fue deliberadamente llamado aparte por uno de los conspiradores para hacerle entablar conversación. (Algunos eran partidarios de matarle también, pero Marco Bruto se opuso por considerarlo un innecesario derramamiento de sangre.) César estaba solo, pues, cuando súbitamente salieron a relucir puñales. César, desarmado, trató desesperadamente de luchar con el salvaje atentado en masa, hasta que reconoció entre los atacantes a Marco Junio Bruto, que era uno de sus favoritos.
¿Et tu, Brute?
(«¿Tú también, Bruto?»), balbuceó, y desistió de defenderse. Fue apuñalado veintitrés veces. El dictador de Roma yacía muerto en un charco de sangre al pie de la estatua de Pompeyo.
Muerto César, Bruto se levantó de un salto, blandiendo su puñal manchado de sangre, y gritó a los senadores que él había salvado a Roma de un tirano. En particular apeló a Cicerón para que concluyese la reorganización del gobierno.
Pero la ciudad se hallaba en un estado de parálisis, en el que nadie esperaba más que el horror y la efusión de sangre. Los partidarios de César estaban demasiado aturdidos para emprender una acción inmediata. Hasta Marco Antonio se escabulló para esconderse.
Pero al llegar la noche, la situación empezó a moverse. Había una legión que se hallaba bajo el mando de uno de los leales generales de César, Marco Emilio Lépido, hijo y tocayo del general que había sido derrotado por Pompeyo treinta y tres años antes (véase
Nuevos hombres
en el capítulo 8). Esas tropas fueron llevadas a Roma, de modo que los conspiradores tuvieron que moverse con cautela.
Mientras tanto, Marco Antonio había recobrado la calma lo suficiente como para echar mano a los tesoros que César había reservado para la campaña militar que había planeado, y para persuadir a Calpurnia a que le entregase los documentos de César.
En cuanto a los asesinos, trataron de ganar a Cicerón para su causa, quien decidió unírseles. Luego (teniendo en consideración las tropas de Lépido) negociaron con Marco Antonio, quien también pareció llegar a un acuerdo con ellos. El peligro de guerra civil se había evitado, aparentemente.
Se convino en llegar a un compromiso. El Senado ratificaría todas las acciones de César, de modo que se mantuviesen sus reformas. También se acordó que se consideraría válido el testamento de César, desconocido hasta ese momento. A cambio de esto se asignarían provincias a los principales conspiradores, asignaciones que les daría poder y los llevaría fuera de Roma.
Hechos estos acuerdos no parecía haber razón para no permitir un funeral público a César. Marco Bruto, con la opinión de algunos de los otros conspiradores, pensó que sería una acción peligrosa, que conciliaría y consolaría a los admiradores de César.
En el funeral, Marco Antonio se levantó para pronunciar una oración fúnebre. Relató las grandes hazañas de César y leyó su testamento, por el cual donaba sus jardines para uso del público y en el que cada ciudadano romano recibía un donativo de, quizá, unos 25 dólares en dinero moderno. Este ejemplo de magnanimidad conmovió profundamente al pueblo.
Marco Antonio siguió describiendo las heridas que César había recibido como recompensa de toda su grandeza y generosidad, e inmediatamente todo el público clamó venganza contra los conspiradores. Aquellos de los presentes que eran amigos de los conspiradores se sobresaltaron y trataron de ponerse a salvo. Marco Antonio era, por el momento, el amo de Roma.
Una nueva personalidad había llegado a Roma, un joven de diecisiete años llamado Cayo Octavio.
Cayo Octavio era nieto de Julia, la hermana de Julio César, y era, por ende, sobrino nieto del dictador. Había nacido en 63 a. C., el año de la conspiración de Catilina. César no tenía hijos, de modo que Octavio era su heredero natural.
Octavio era un joven enfermizo, y obviamente poco dotado para la guerra. Tampoco su tío abuelo deseaba meterlo en guerra; lo necesitaba vivo como heredero suyo. Por ello, cuando César hizo sus preparativos para la campaña contra los partos, ordenó a Octavio que se trasladase a Apolonia, ciudad situada al sur de Dirraquio, donde pudiera completar sus estudios.
Estaba allí cuando le llegaron las noticias del asesinato de César e inmediatamente partió para Italia. En su testamento, César lo nombraba su heredero, y el testamento había sido ratificado por el Senado. Octavio tenía intención de exigir lo que consideraba suyo, aunque su familia pensó que ello suponía lanzarse a peligrosas aguas políticas y lo instó a que no lo hiciera.
La llegada de Octavio contrarió a Marco Antonio, que se consideraba el heredero real, en términos de poder. No deseaba compartir el poder con un joven enfermizo. Según el testamento de César, éste adoptaba a Octavio como hijo, pero Marco Antonio impidió la ratificación de este punto por el Senado. Pero Octavio adoptó el nombre de Cayo Julio César Octaviano.
Pero Marco Antonio tampoco lo tenía todo a su favor. Muchas de las tropas estaban del lado de Octavio, aunque sólo fuese a causa del nombre de César. Más aún, Cicerón, enemigo jurado de Marco Antonio, se puso de parte de Octavio (a quien esperaba usar para sus propios fines) y pronunció una serie de eficaces y potentes discursos contra Marco Antonio.
Marco Antonio decidió que era hora de ganar popularidad mediante victorias militares. Uno tras otro, los conspiradores habían abandonado Roma para marcharse a sus respectivas provincias. Marco Bruto estaba en Grecia, Casio en Asia Menor, y Décimo Bruto en la Galia Cisalpina. Este era el que se hallaba más cerca de Roma, por lo que Marco Antonio lo eligió como primera víctima. Lépido había sido enviado a España para ocuparse de los restos de los pompeyanos que allí quedaban, pero Marco Antonio confiaba en dar cuenta solo de Décimo Bruto. Obligó al Senado a reasignarle la Galia Cisalpina y marchó hacia el Norte. Así comenzó la Tercera Guerra Civil.
Pero tan pronto como Marco Antonio partió, el Senado fue persuadido por Cicerón y el joven Octavio a declarar a Marco Antonio enemigo público y a enviar un ejército contra él. Este ejército estaba al mando de los dos cónsules, y Octavio era segundo comandante. (Así, Octavio se encontró combatiendo en defensa de Décimo Bruto, asesino de su tío abuelo, y contra Marco Antonio, el más leal adepto de su tío abuelo. Pero esto sólo era un primer paso en los planes de largo alcance de Octavio. Hasta entonces nadie se había percatado de que el heredero de César, aunque no era un general, era un político tan hábil como el mismo César.)
Décimo Bruto se fortificó en Mutina, la moderna Módena, y no pudo ser desalojado de allí. Marco Antonio, con un enemigo dentro de la ciudad y otro fuera de ella, fue derrotado, y en abril del 43 a. C. tuvo que conducir a su ejército en retirada a través de los Alpes, a la Galia Meridional, donde se encontraba entonces Lépido, después de volver de España.