La reliquia de Yahveh (17 page)

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Authors: Alfredo del Barrio

BOOK: La reliquia de Yahveh
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Y aquí no acababan las dificultades, los egipcios solían usar una mezcla de ideogramas y fonogramas para formar frases con sentido, si esculpían una casa y unas piernas en acción de andar la traducción era "salir de casa", porque la palabra egipcia para "piernas" se pronunciaba con las mismas consonantes que el término "salir". El difícil idioma de los antiguos egipcios llevaba muerto mucho tiempo, ya incluso los romanos desconocían el valor lingüístico de los jeroglíficos; pensaban que, simplemente, los dibujos eran alegorías de carácter simbólico que se usaban para decorar las tumbas.

Cualquier escritura jeroglífica presentaba problemas a los estudiosos; pero, al mismo tiempo, la lengua sagrada de los habitantes del Nilo se perpetraba sin espacios entre palabras y sin ningún signo de puntuación, por eso los expertos se habían limitado a transcribir literalmente el significado de los signos usando una prosa plana, sin rastro de emotividad y, en muchos casos, ininteligible e incoherente para cualquiera que intentase leerla como se lee cualquier libro.

John Winters era de los que pensaba que los egipcios no podían haberse tomado tantas molestias para ornamentar sus tumbas con frases y expresiones tan anodinas. El no conocer la pronunciación vocálica de los signos limitaba bastante su traslación poética, pero John lo intentaba en cada traducción. Él creía firmemente en el valor lírico de las inscripciones, aunque nunca se esforzó en defender sus teorías en foros públicos o frente a otros egiptólogos más entumecidos y con menos imaginación.

Marie también se sorprendió de la habilidad del inglés, sobre todo por el marcado tono poético que le había dado a la traducción de los jeroglíficos de la entrada. La suya era mucho más prosaica y pedestre, la de John sonaba elevada, como correspondía a un rey. Empezó a mirar al inglés con otros ojos, ya no le veía como un simple policía con conocimientos de egiptología, sino como un egiptólogo que había preferido ejercer el extraño oficio de detective. ¿Y había tanta diferencia entre las dos profesiones?

Los tres investigadores intercambiaron impresiones sobre el significado de los últimos versos.

—¿A qué se puede referir la expresión "los cuatro principios"? —interrogó Marie. —No tengo ni la más remota idea —asumió John—. Traduzco a la primera cualquier texto jeroglífico, pero la mitología y religión egipcia parece que las tengo algo olvidadas.

—A mí no me resulta nada familiar este enunciado —intervino Alí—, quizá sea alguna fórmula religiosa particular del Tercer Periodo Intermedio. Esa época fue bastante oscura y siempre surgen cambios en los credos y cánones litúrgicos cuando acaecen tiempos de crisis. Ésta, en concreto, pudo ser empleada en las ceremonias que se realizaban en Bubastis, la ciudad de la diosa gata Bastet.

—Lo de "el atajo está debajo" tampoco me resulta conocido —volvió a inquirir Marie.

—Yo creo que este párrafo es una de las típicas maldiciones que los egipcios ponían a la entrada de cualquier tumba para asustar a los posibles profanadores — propuso John, bromeando, como explicación más natural—. Como la que encontró Howard Carter en la tumba de Tutankamón. Esperemos que ésta no sea tan efectiva como aquella, los miembros de esa misión arqueológica murieron en extrañas circunstancias al poco tiempo.

—Sí, además Lord Carnarvon falleció sólo a los dos meses de abierta la tumba — remató Marie divertida.

La francesa descubría atónita la desconocida jovialidad de su ex-alumno, había hablado con ella más en los últimos dos días que en los siete meses que pasaron juntos en Francia rescatando vasijas.

—¿Cómo rezaba la maldición de Tutankamón?

—Creo que era algo parecido a esto —dijo John y empezó a recitar con voz tétrica.

Sobre los intrusos de una tumba sellada

Caerá el castigo más horrible.

La muerte tocará con sus veloces alas

Al que moleste al faraón muerto.

A Marie le estaba empezando a gustar el humor negro de John, por eso decidió seguirle el juego. En cambio, Alí no parecía mantener la misma opinión. Se quedó quieto, como paralizado, no le hacían la más mínima gracia ese tipo de bromas. No es que fuese supersticioso, pero creía firmemente que lo mejor era no tentar a la suerte y no jugar con los muertos.

—Vamos, no sean niños —dijo el egipcio visiblemente indignado—, esa maldición se demostró que fue una invención de los periodistas.

—Ya, ya. Pues ésta es bien real —mostró John señalando la lápida con el dedo extendido y los ojos bien abiertos, con pose teatral y acabando de turbar el ánimo del aprensivo Alí.

No sacaron nada más en claro de la inscripción, tampoco les preocupaba demasiado estando como estaban, a punto de romper el sello de la tumba, de violar su silencio.

Entre los tres decidieron que lo mejor era taladrar el marco de piedra hasta conseguir una abertura lo suficientemente grande como para introducir una larga palanca capaz de mover la piedra, no querían destrozar la formidable estela.

Al cabo de un par de horas lo lograron, metieron una alargada palanqueta por la oquedad, hicieron fuerza entre todos y la piedra crujió, emitiendo seguramente su primer quejido en tres milenios. Movieron la rocosa plancha hasta dejar una rendija suficientemente ancha como para meter la cabeza, claro que, antes de hacerlo, aseguraron la inestable mole pétrea para que la maldición del faraón Sheshonk no se cumpliera, aplastando a alguien, antes siquiera de atravesar el umbral.

Marie se atribuyó la potestad de mirar primero. Echó un ansioso vistazo por la abertura en cuanto pudo hacerlo.

—¿Ves algo? —le preguntó John muy en su papel.

—Lo veo… todo negro —pronunció solemne Marie.

Esta vez hasta Alí río las payasadas de los dos europeos, que emulaban la conocida conversación entre Carter y Carnarvon cuando abrieron la tumba de Tutankamón. "Veo cosas maravillosas" había respondido Carter, pero en la tumba de Sheshonk parece que éste no era el feliz caso.

El sol viajaba por todo lo alto del cielo, pero los tres exploradores se habían resguardado de su despiadado castigo usando uno de los numerosos toldos de fuerte lona que había cargado Osama en el camión para proteger la entrada a la tumba. Donde estaban reinaba la sombra. Marie pidió una linterna y volvió a meter cuidadosamente la cabeza y la mano que sostenía la recién adquirida luz.

—¿Qué ves? ¿Qué ves? —siguió teatral John.

—Veo mucha mierda —respondió Marie.

Marie se incorporó, los dos hombres esperaban la explicación de una frase tan poco grandilocuente.

—Parece que antes de sellar la tumba los obreros tapiaron la entrada con arena y piedras desmenuzadas, el agua de las riadas que ha discurrido por las laderas del monte se ha debido filtrar —esclareció Marie un poco compungida—. Ya me pasó en una excavación anterior, la tierra se ha debido convertir en una amalgama casi tan dura como el cemento, habrá que picarla.

Justo en ese momento apareció el 4x4 de Osama. Le seguían otros dos coches tan destartalados que era imposible adivinar la marca y el modelo de los mismos.

Osama cerró de nuevo el muro de lonas, aparcando el todoterreno en el hueco que había ocupado antes de que lo movieran esa mañana, cruzó unas palabras con los siete individuos que habían bajado de los dos ruinosos vehículos y se dirigió hacia el lugar donde estaban sentados los arqueólogos.

—¿Algún progreso? —dijo a modo de saludo.

—Pues no muchos —declaró Marie—, hemos conseguido mover la losa, pero parece que tendremos que sacar unos cuantos metros cúbicos de escombros antes de seguir adelante.

—Entonces traigo buenas noticias, al final he tenido que contratar a siete personas.

Marie le miró con cara de perplejidad.

—No he podido hacer otra cosa —se justificó Osama—, los siete son de la misma familia y se empeñaban en trabajar todos por el mismo dinero que les ofrecía a los cuatro que vinieran. Si solamente quieren usar dos obreros emplearé a los cuatro restantes como vigilantes, dos por el día y dos por la noche. El séptimo, el más joven, asegura que es cocinero, pensé que era una buena idea tener a alguien que preparase la comida y la cena. Yo puedo arreglarme con la latas de comida militar, pero no sé si podrán hacerlo ustedes.

—Parece que los cuatros obreros serán necesarios desde el principio, hay que desescombrar esta cámara —indicó Marie.

A la francesa le complacía que el teniente Osman se dirigiera a ella antes que a su compatriota, o a John, cuando había que tomar alguna decisión. Sabía que a un árabe le costaba acostumbrarse a ser mandado por una mujer. Esperaba que los
fellah,
el nombre egipcio que se daba a los obreros y a los campesinos nativos, abrigasen una mente tan abierta como la que parecía poseer Osama.

—Entonces se lo diré inmediatamente —aprobó Osama solícito—. Dos de ellos se irán ahora y volverán esta noche para efectuar el turno de vigilancia. En cuanto al cocinero, le diré que prepare algo con lo que encuentre en las latas, mañana jueves traerá comida fresca.

—¿Han participado en alguna excavación arqueológica? —preguntó John al teniente casi cuando se había dado ya media vuelta para irse.

—¡Ah, sí! Olvidé mencionarlo. Cuatro de ellos han estado en varias excavaciones, aseguran que saben lo que tienen que hacer. Los que no tienen experiencia los usaré como centinelas.

Osama volvió a dar media vuelta, pero otra vez se paró y regresó a decir algo a los investigadores.

—Otra cosa, por lo que les he dado a entender, creen que soy una especie de policía o agente del gobierno. Les he dejado advertir mi pistola, para que tengan muy claro que no voy a tolerar ningún robo. ¿De acuerdo? No hablan mucho inglés, pero si les preguntan corroboren este detalle.

—De acuerdo —dijo Marie que siempre se adelantaba en toda contestación que implicase poder de decisión.

El teniente volvió a hablar con los lugareños, dos cogieron un coche y volvieron por donde habían venido.

Los nuevos miembros de la expedición eran todos miembros del clan Zarif, una familia de pastores del pueblo más cercano. Los cinco individuos que se habían quedado y que ahora contemplaban los arqueólogos eran dos hermanos de unos 50 años, Ahmed y Amir, y sus tres sobrinos, Ramzy, Husayn y Gamal, de 30, 25 y 18 años aproximadamente. El más pequeño era el que haría las veces de cocinero.

Entre todos los hombres retiraron completamente y cuidadosamente la pesada piedra que hasta entonces había guardado la entrada de la tumba. La dejaron a un lado, donde no estorbase, y vuelta a la ladera, para evitar miradas indiscretas. Después, antes de que nadie les dijera nada, los cuatro trabajadores cogieron unos picos y unos capachos cercanos y se pusieron a retirar las escorias y detritus que cubrían la primera cámara del sepulcro.

Marie los vigilaba, sabía que le habían exigido actuar rápido, pero no permitiría que cualquier hallazgo pudiera ser destruido por precipitación suya o por la inexperiencia de los operarios. Si los demás tenían prisa, ella procuraría no tener ninguna o solamente la imprescindible.

Al caer la tarde la familia Zarif ya había sacado un buen montón de cascotes. Ahora se podían ver un par de irregulares peldaños cortados a pico en la propia roca caliza de la montaña y, al fondo de la pieza de entrada, se adivinaba otra puerta.

En una situación normal se hubiese procedido al cribado sistemático de toda la tierra que se retiraba de la tumba, nunca se sabe lo que se podía encontrar, pero Marie consideró que en este caso no era necesaria tanta escrupulosidad. Dejaría de todas formas el montón localizado para que futuros arqueólogos lo examinasen más detalladamente.

A la hora de irse, los Zarif ayudantes se habían cruzado con los Zarif vigilantes, estos últimos eran a todas luces los hermanos mayores de Ahmed y Amir, los obreros que frisaban los cincuenta años de edad, y los padres de los tres más jóvenes. Los dos individuos que velarían por la seguridad del campamento respondían a los nombres de Ismail y Omar, y parecían contar con alrededor de 55 años. Todos los familiares cruzaron unas palabras antes de separarse.

Los siete Zarif parecían recortados por el mismo troquel. Las gastadas túnicas, que algún día debían haber sido blancas, les llegaban hasta los ajados pies calzados con sandalias de cuero. En la cabeza llevaban un gorro, para protegerse del sol, un poco más lucido que las vestiduras. Los mayores llevaban bigote tupido, los jóvenes no, y el más pequeño, Gamal, el cocinero, era el único que llevaba el pelo un poco más largo; también el suyo era más liso que el del resto de sus parientes, rizado hasta llegar al ensortijamiento.

Marie se encontró con el teniente Osman cuando ambos se dirigían a cenar a la tienda cocina.

—¿Qué tal se han portado los trabajadores? —preguntó Osama para empezar una conversación.

—Bastante bien —respondió Marie con sorna—. Yo creo que los dos sobrinos no han cavado una zanja en la vida pero los dos tíos sí. Se nota que han trabajado en otros yacimientos y dirigen con mano férrea el quehacer de los dos más jóvenes.

—Me alegro, de todas formas vigílelos.

—Es curioso que aceptasen trabajar los siete por el mismo dinero que pagaríamos a cinco.

—No es tan raro —aseguró.

Osama cruzó los brazos y asentó las piernas en el suelo como el que se dispone a dar una larga explicación sin moverse del sitio.

—Verá profesora, ustedes los occidentales tienden a creer que todo el mundo piensa con sus mismos parámetros mentales, pero eso no siempre ocurre. Y la lógica de la familia Zarif es perfectamente inteligente.

—Explíquese —animó ingenua Marie.

—Lo que nosotros les hemos propuesto es que trabajen cinco personas por, digamos 1.000 libras egipcias o 1.000 dólares, como prefiera. ¿No es cierto?

—Sí, eso es —Marie mostraba interés por el discurso de Osama.

—Pues bien esos 1.000 dólares se usarán íntegramente para los gastos del clan Zarif, ya que todos viven debajo del mismo techo y los ingresos de la extensa unidad familiar son colectivos, no personales.

—Comprendo.

—La lógica que siguen es que la familia entera va a ganar 1.000 dólares, los que les vamos a proporcionar nosotros, y prefieren repartir el trabajo entre siete que entre cinco. El dinero que van a ganar es el mismo, pero la cantidad de trabajo a la que van a tocar se reducirá considerablemente si los dos miembros restantes, que se iban a quedar de todas formas en casa sin hacer nada, colaboran.

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