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Authors: Jorge Molist

La reina oculta (49 page)

BOOK: La reina oculta
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96

«Pulvis es et in pulverem reverteris.»

[(«Polvo eres y al polvo volverás.»)]

Libro del Génesis, III-19

Desde mi cruz, entre sueños desvanecidos y realidad, contemplaba aquel espectáculo increíble del ejército tembloroso y sufriente, de la invocación, de la nigromancia, de la lucha del verbo y del combate con espada...

Me sentía morir poco a poco, con cada gota de sangre perdida, y llegó un momento en que dejé de esforzarme por la vida para, encomendándome al Señor, pedirle perdón por mis pecados. Me abandoné en sus brazos. La muerte me parecía un alivio y quise cerrar los ojos para siempre. Pero algo estaba reteniéndome, algo me hacía conservar la vida y eran mis caballeros. Recobré mis sentidos y recé por ellos. Entreabrí los ojos y vi a Hugo batallando a poca distancia. Después a Guillermo, que se unía a él. Y la esperanza floreció cual primavera para decaer cuando vi aquella imitación de hombre que Berenguer había creado, que ahora se cebaba en los compañeros de Guillermo y luego en él.

Fue algo tan suave como el pañuelo de Sara lo que dio muerte a aquel ser poderoso y terrible cuyo nombre era Adán, así llamado porque debía ser el primero de una raza que, por fortuna para el mundo, empezó y terminó en él.

El cuerpo del golem permaneció unos instantes sobre Guillermo. Luego, dejó caer la espada y se colapso. El de Montmorency quedó inmóvil, debajo, tanto tiempo que yo temí que estuviera herido o muerto. Pero a continuación, se recuperó y se unió a la lucha que Hugo sostenía con los dos soldados, hasta que uno de ellos cayó herido y el otro decidió huir. Sin nadie que les detuviera, se lanzaron sobre el líder de los que declamaban a coro, el rabino llamado Salomón ben Abraham. El hombre no hizo intento de huir y continuó con sus salmodias hasta que las espadas le hicieron callar. Después, los caballeros golpearon a un par más y eso provocó que el resto se dispersara, al principio, aún declamando sus oraciones, pero al fin callaron uno a uno, conforme Hugo y Guillermo les acometían. Entonces, la resonancia del verbo que venía de la sala opuesta lo llenó todo en olas de voz, de fuerza.

Mis caballeros, espadas en mano, se fueron a Berenguer con intención de acabar con su vida y éste no trató de huir. Hugo levantaba ya su arma contra él cuando Sara de detuvo.

—Dejadle —le dijo.— Le necesitamos vivo. Las almas tomarán venganza por el dolor de nacimiento y muerte que ese hombre les ha obligado a experimentar.

El arzobispo, con la mirada extraviada, contemplaba el infinito cual reo esperando el golpe del verdugo en su cuerpo.

Aquellos seres vestidos de soldado dejaron de retorcerse cuando los hombres de Salomón callaron y, uno tras otro, con estrépito, fueron cayendo al suelo, convertidos en tierra cenicienta. Entonces, una nube de polvo se elevó en la gran estancia central hasta convertirse en algo casi sólido que empezó a girar en torbellino. Contemplábamos fascinados y temerosos aquel fenómeno terrible. Al final, aquel polvo vivo pareció, por unos instantes, tomar el aspecto de faz colérica y, después, cual enjambre de saetas y a gran velocidad, se lanzó sobre el arzobispo Berenguer. Mis caballeros, espantados, se apartaron de un salto y el hombre empezó a retorcerse en el suelo, convulso, como antes hicieran los golems. Parecía sufrir un inmenso dolor y se agitaba entre gemidos estremecedores.

Era el castigo, como Sara nos diría después, al rabino que, con una arrogancia inaudita, se creyó capaz de emular a Adonai, el Creador. Capturó almas desencarnadas y las quiso esclavizar en un cuerpo de barro. Ahora ellas, llenas de cólera, habían tomado venganza por los sufrimientos pasados. Por eso quería al arzobispo aún vivo, para que fuera su víctima y evitar así que otros sufriéramos aquel odio.

Cuando Hugo y Guillermo se recuperaron del estupor que tal escena les causó y vieron que ningún peligro nos acechaba, se apresuraron a bajarme de la cruz. Entonces fui consciente de mi desnudez y me avergoncé. Sara les guió explicándoles cómo moverme.

Me desataron con cuidado, extendieron su manto en el suelo y me depositaron sobre él. La mujer midió mi pulso, escuchó mi corazón, besó mi frente y, al buscar el calor entre mis pechos, dijo:

—Creo que hemos llegado a tiempo. Está muy débil, pero vuestra dama vivirá.

Ellos suspiraron aliviados y vinieron a besarme en frente y mejillas, asegurándome su devoción. Yo apenas pude musitar un gracias.

Sara aseguró mis vendas para contener de una vez las hemorragias. Recuperó mis vestidos y me los puso, ya que yo era incapaz de moverme. Empezaban a preparar unas parihuelas cuando el rabino David Quimhi llegó con los supervivientes de su grupo. Sus voces habían callado al derrumbarse el ejército. El rabino abrazó a Sara y a Hugo.

Después, entonaron junto a la mujer y los suyos una oración de gracias y alabanza al Altísimo.

—Os doy las gracias, Hugo de Mataplana, por la ayuda que nos disteis —dijo el rabino.— Sin vosotros, no hubiéramos podido detener al arzobispo y al rabino Salomón.

Hugo repuso que sin ellos no hubiera podido rescatarme y apreció su valor.

—Que Adonai os conceda vuestros deseos —concluyó David Quimhi.

Sara sonrió al oír la frase y a continuación inquirió:

—¿Y qué deseabais? ¿En busca de qué vinisteis a Narbona?

Hugo y Guillermo se miraron sorprendidos. El único propósito que recordaban era rescatarme, y tanto se empeñaron en ello que habían olvidado lo que les trajo a la ciudad.

—La carga de la séptima mula —repuso al fin Hugo.

—Levantad la piedra del ara —dijo la mujer.

Quitaron el lienzo que vestía el altar y vieron que éste estaba formado por una gran losa rectangular que cubría lo que tenía aspecto de un sarcófago. Al quitar la lápida, vieron en su interior, colocados en rollos, los documentos que buscaban.

Guillermo y Hugo se miraron con una sonrisa incrédula. Allí estaba la carga de la séptima mula; «la herencia del diablo».

97

«¡Desterrados de Sión que están en Sefarad!»

Yehuda Ha-Levi, 121

Otra urgencia impedía a Guillermo ver el contenido de aquellos documentos tan ansiados y corrió al lugar donde Renard había caído. Éste yacía sobre un gran charco de sangre. El tajo que recibió de Adán era terrible y Guillermo, sólo al verlo, supo que se moría. Sus ojos vidriosos reconocieron al caballero y trabajosamente quiso levantar su mano. Éste la tomó. El ribaldo quería hablar y le escuchó atento.

Pero Renard fue incapaz de pronunciar palabra y Guillermo le dijo:

—No paséis cuidado, que he de cumplir lo prometido. Protegeré a los vuestros.

Una sonrisa acudió a los labios de Renard y expiró. El de Montmorency se arrodilló frente al cuerpo musitando una oración al tiempo que recordaba el desdén y desprecio que antes sentía por los ribaldos. Se percató de la ironía de que fuera uno de ellos, fiel a su palabra e increíblemente leal, quien diera la vida para salvar la suya.

—Pocos caballeros hubieran sabido ser tan bravos y gallardos —susurró al muerto.— Os prometo que, cuando llegue a Carcasona, nada le ha de faltar a vuestra mujer e hijo.

Los supervivientes salieron por el camino de las mazmorras en una gran comitiva.

Guillermo y Hugo llevaban como rehén al arzobispo Berenguer, que murmuraba incoherencias y parecía haber enloquecido.

—Lo que le ha ocurrido es pavoroso —les dijo el rabino.— Nunca recuperará la razón, nunca volverá a ser el mismo.

Bruna pensó que eso era un alivio. El camino de regreso fue lento debido a los heridos, algunos de los cuales debían ser transportados en parihuelas. No tuvieron ningún mal encuentro en los pasadizos. Los seres creados por Salomón y Berenguer habían desaparecido, quizá para siempre. La guardia del palacio se sorprendió al ver aquel gentío que salía de las mazmorras y al arzobispo, que, sumiso, acataba las órdenes de un joven caballero que hablaba con su mismo acento. Ellos también se apresuraron a obedecer y así todos regresaron a sus casas sin contratiempos.

Pasaron un tiempo en Narbona mientras la salud de Bruna mejoraba con los cuidados de Sara. El rabino David y Hugo tuvieron una extraña negociación con el nuevo mayordomo del arzobispo. Berenguer casi no hablaba y cuando lo hacía era para soltar sandeces. Al morir Elie, la responsabilidad recayó sobre el segundo mayordomo. A éste le asustaban las nigromancias y siempre había intentado mantenerse al margen. Escuchó, incrédulo y horrorizado, el relato de los soldados que sobrevivieron y vio que su señor había perdido la razón. Después, accedió a que los judíos sacaran a sus muertos, enterró discretamente a los cristianos y pactó silencio sobre lo ocurrido. Hizo tapiar la entrada del laberinto, tanto desde el palacio como desde cualquier otro acceso conocido. Nada había ocurrido, según él, y los pasadizos subterráneos se convirtieron en leyenda.

Tampoco al rabino David le convenía proclamar los hechos, en especial el papel del rabino Salomón en ellos y la posibilidad de que alguien creara golems.

—Suficiente presión ejercen los señores cristianos y la Iglesia católica sobre nosotros —decía,— para que se nos cuelgue el sambenito de brujos.

—¿Por qué os habéis opuesto a los planes del arzobispo? —quiso saber Guillermo.— Hubiera mejorado la situación de vuestro pueblo.

—¿A cambio de qué? —se interrogaba el rabino.— ¿De construir una vida basada en la nigromancia? ¿De ofender a Adonai tratando de crear como Él? Sabed que el poder y la conciencia suelen progresar juntos conforme el espíritu del ser humano lo hace. Pero hay excepciones. Hay quien obtiene un gran poder antes de alcanzar la conciencia necesaria y, entonces, hace mal uso de su fuerza, a veces con resultados desastrosos para la humanidad. Ved si no al abad del Císter Arnaldo. Es un caso de poder físico, de fuerza de armas. Sus crueldades horrorizan. Lo mismo hubiera ocurrido con Berenguer y Salomón, sólo que el origen de su poder era la energía sutil, espiritual, que ellos hubieran ensuciado transformándola en fuerza física, en violencia y muerte.

—¿Así que os resignáis a que vuestro pueblo continúe sometido —dijo Hugo,— a que os ultrajen e, incluso, asesinen?

—¡No, claro que no! —repuso el rabino.— Nos defenderemos a toda costa, pero acatando la voluntad de Adonai. Y cuando Él nos conceda un mayor poder espiritual, lo usaremos para su mayor gloria, nunca para insultarle queriendo crear como Él. Tememos su cólera, fuente de todo mal. No, jamás el reino judío de Septimania retornará, al menos no a ese precio, y, si sobre nosotros cae una persecución terrible, nos desterraremos a Sefarad.

La vida de los tres tomó por primera vez un aire de rutina durante los días de recuperación de Bruna. Sólo unos pocos en la comunidad judía conocían su estancia en casa de Sara y su identidad estaba protegida. Hugo y Guillermo se restablecieron de sus heridas al cuidado de los hábiles médicos judíos y se instalaron en la posada con sus papeles anteriores. Uno como caballero cruzado y el otro como trovador que jamás se cansaba ni de conversar ni de preguntar. Pero constantemente visitaban a Sara, para cortejar a Bruna, y también al rabino David, que junto a otros sabios de su comunidad, les ayudaba a revisar los documentos. Aunque todos tenían traducciones latinas, aquellos hombres cultos identificaron los escritos en arameo, la lengua que habló Cristo, encontrando nuevos significados a lo traducido.

—Faltan los documentos más recientes —les advirtió Sara.

—¿Cómo lo sabéis? —quiso saber Hugo.

—Porque lo comentó el arzobispo. Se trata de las genealogías directas de la dama Bruna de Béziers. Por eso, lo primero que le preguntó Berenguer fue por sus abuelos paternos y maternos.

—¿Qué ocurrió con esos escritos?

—Se los quedó la Loba de Cabaret.

—¿Ella? —se extrañó Hugo.— ¿Y por qué?

—El arzobispo pensaba que sustrajo esos documentos por envidia. No quería que ninguna otra dama pudiera llevar el apodo de Dama Grial. Ella identifica el Grial con el Joy, pero una mayoría lo haría con la «Sangre real» del sucesor de Cristo.

—Habrá que recuperarlos —dijo el de Mataplana.

Durante los últimos días, sólo el presente, o quizá el próximo instante, había ocupado la mente de los caballeros, pero conforme Bruna se recuperaba, el futuro más lejano empezó a preocuparles. Cada uno lo rumiaba por su cuenta, hasta que al fin la Dama Ruiseñor abrió el debate.

—¿Y ahora qué vamos a hacer?

—Recuperar el resto de documentos —repuso Hugo.

—Quizá eso sea importante para un caballero de Sión —contestó Guillermo,— pero no para mí. Yo ya sé todo lo que preciso. Mis tres enigmas se han resuelto. Hemos encontrado los documentos, conozco su contenido y sé por qué Arnaldo quería asesinar a Bruna.

—¿Y qué vais a hacer ahora? —inquirió ella.

—No lo sé, pero no pienso separarme de vos. Os amo y os protegeré con mi vida.

A Bruna le enterneció esa nueva declaración hasta el punto de que sus ojos se humedecieron. Y calló a la espera de que Hugo se manifestara.

—Yo también os amo —dijo el de Mataplana.

—¿Me amáis o es sólo vuestro deber de protegerme?

La dama sentía que, mientras Guillermo le dedicaba una devoción incondicional, la posición de Hugo no era tan comprometida.

—Es mi deber y es mi amor, mi señora.

—Bonita respuesta galante, propia de un trovador de la Fin'Amor —repuso ella con resentimiento.

Pero notó en sus manos el contacto de las del de Mataplana, que le miraba con intensidad.

—No os equivoquéis, mi señora. Que no os confunda el Joy y la galanura; os amo mucho más que a mi vida. Y no deseo otra cosa que poderla vivir con vos.

98

«Nos espees sunt bones e trenchant; ñus les feruns vermeilles de chald sane.»

[(«Son buenas y tajantes nuestras espadas; rojas las teñiremos de cálida sangre.»)]

La Chanson de Roland, LXXVI

Llegó el día de dejar Narbona y lo hice con pena. El tiempo de mi recuperación fue de música, canto, amor y una intensa felicidad. Más intensa cuando yo la presentía breve y la disfrutaba apurándola hasta la última gota.

Cuando nos despedimos de nuestros amigos Sara, el rabino David y los demás, no había noticias del arzobispo, nadie le había visto en público y los rumores decían que no estaba bien. Se confirmaba lo esperado. Salimos los tres juntos por la misma puerta por la que entramos, la Real. De nuevo, andábamos el camino, yo otra vez disfrazada de escudero; todo parecía igual, pero ya no lo era.

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