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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (53 page)

BOOK: La radio de Darwin
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—Tiene usted mucha más experiencia que yo en asuntos de gestión —dijo Dicken—. Sólo sé lo que veo y lo que oigo en las noticias. Y lo que veo es una presión insoportable por todas partes. Los equipos de investigación de la vacuna no han conseguido nada. Sin embargo, Mark hará todo lo que pueda para proteger la salud pública. Quiere que centremos nuestros esfuerzos en luchar contra lo que él considera una enfermedad virulenta. Ahora mismo, la única opción disponible es el aborto.

—Lo que él considera... —dijo Bao con incredulidad—. ¿Y qué es lo que opina usted, doctor Dicken?

El tiempo se estaba volviendo veraniego, un clima cálido y húmedo que a Dicken le resultaba familiar e incluso consolador; hacía que una parte oculta y triste de sí mismo creyese estar en África, algo que hubiese preferido con mucho al curso actual de su existencia. Atravesaron una rampa provisional de asfalto para llegar al siguiente nivel de acera, pasaron por encima de una cinta amarilla de aviso de obras y entraron en el Edificio 10 por la entrada principal.

Dos meses antes, la vida de Christopher Dicken había empezado a hacerse pedazos. La comprensión de que una parte oculta de su personalidad podía afectar a sus opiniones científicas, que una combinación de frustración sentimental y presión laboral podía provocar que asumiese una postura que sabía falsa, había caído sobre él como un enjambre de abejas enfurecidas. De algún modo se las había arreglado para mantener una apariencia externa de calma, de seguir el juego, seguir al grupo, al Equipo Especial. Pero sabía que no podría continuar así por siempre.

—Creo en el trabajo —contestó Dicken, incómodo por haber tardado tanto en responder.

El haberse desmarcado sin más de Kaye Lang y no haberla apoyado en la emboscada que le tendió Jackson había sido un error incomprensible e imperdonable. Cada día que pasaba lo lamentaba más, pero era demasiado tarde para volver a unir los lazos rotos. Aunque todavía podía levantar un muro conceptual y trabajar diligentemente en los proyectos que le asignasen.

Tomaron el ascensor hasta la séptima planta, giraron a la izquierda y encontraron la pequeña sala de reuniones en medio de un largo pasillo de color beige y rosa.

Bao se sentó.

—Christopher, ya conoces a Anita y a Preston.

Saludaron a Dicken sin demasiada alegría.

—Me temo que no tengo buenas noticias —les informó Dicken, sentándose frente a Preston Meeker. Éste, al igual que el resto de sus colegas presentes en la habitación, representaba la quintaesencia de alguna especialidad en salud infantil, en su caso, crecimiento y desarrollo neonatal.

—¿Augustine sigue con ese plan? —preguntó Meeker, belicoso desde el principio—. ¿Sigue promoviendo la RU—486?

—En su defensa —dijo Dicken, deteniéndose un momento para organizar sus ideas, para representar su farsa de siempre de forma convincente—. No tiene alternativas. Los chicos del CCE que estudian retrovirus están de acuerdo en que la teoría de la expresión y complementación tiene sentido.

—¿Lo de los niños como portadores de plagas desconocidas? —Meeker frunció los labios y emitió un sonido despectivo.

—Es una postura muy defendible. Si le añades la probabilidad de que la mayoría de los nuevos bebés nacerán con deformidades...

—Eso no se sabe —dijo House.

Era la actual subdirectora del Instituto de Salud Infantil y Desarrollo Humano; el antiguo subdirector había dimitido hacía dos semanas. Mucha gente del INS con trabajos relacionados con el Equipo Especial de SHEVA estaba dimitiendo.

Con una punzada de dolor, Dicken pensó que de nuevo Kaye Lang demostraba ser una pionera al haber sido la primera en marcharse.

—Resulta indiscutible —dijo Dicken, y no le causó ningún problema el decirlo, porque era la verdad: todavía no había nacido ningún niño normal de una madre infectada por SHEVA—. De doscientos casos, la mayoría han informado de graves malformaciones. Y todos han nacido muertos. —Pero no todos tenían malformaciones, se recordó a sí mismo.

—Si el presidente accede a comenzar una campaña nacional promoviendo el uso de la RU—486 —dijo Bao—, dudo que al CCE se le permita seguir funcionando en Atlanta. En lo que se refiere a Bethesda, se trata de una comunidad inteligente, pero seguimos estando en el Cinturón de la Biblia. Ya he tenido piquetes en mi casa, Christopher. Vivo rodeada de guardias.

—Lo entiendo.

—Puede que sí, pero ¿lo entiende Mark? No responde a mis llamadas ni a mis mensajes de correo electrónico.

—Un aislamiento inaceptable —dijo Meeker.

—¿Cuántos actos de desobediencia civil serán necesarios? —añadió House, juntando las manos sobre la mesa y frotándoselas, recorriendo al grupo con la mirada.

Bao se levantó y tomó un rotulador para escribir sobre la pizarra. Rápida y casi ferozmente trazó las palabras en rojo brillante, señalando:

—Dos millones de abortos de la primera fase de la Herodes, el mes pasado. Los hospitales están desbordados.

—Visito esos hospitales —dijo Dicken—. Es parte de mi trabajo.

—También visitamos a los pacientes, aquí y en el resto del país —dijo Bao, tensando los labios por la irritación—. Tenemos a trescientas madres infectadas con SHEVA en este mismo edificio. A algunas de ellas las visito cada día. Nosotros no estamos aislados, Christopher.

—Lo siento.

Bao asintió.

—Se han recibido informes de setecientos mil embarazos de la segunda fase de la Herodes. Bueno, aquí es donde fallan las estadísticas, no sabemos qué es lo que está sucediendo —dijo Bao y contempló a Dicken—. ¿Qué ha pasado con todos los demás? No están informando. ¿Lo sabe Mark?

—Lo sé —contestó Dicken—. Mark lo sabe. Es una información delicada. No queremos reconocer cuánto sabemos hasta que el presidente decida la política a seguir respecto a la propuesta del Equipo Especial.

—Creo que puedo imaginarlo —dijo House, sarcástica—. Las mujeres con cultura y medios están comprando la RU—486 de forma ilegal, o abortando por otros medios, en diferentes fases del embarazo. Hay una auténtica revolución en la comunidad médica, en las clínicas para mujeres. Han dejado de enviar informes al Equipo Especial debido a las nuevas leyes que regulan los procedimientos para los abortos. Supongo que Mark intenta convertir en oficial lo que ya está sucediendo por todo el país.

Dicken hizo una pausa para ordenar sus ideas y apuntalar su tambaleante fachada.

—Mark no tiene control sobre la Cámara de Representantes ni sobre el Senado. Él habla y ellos no le hacen caso. Todos sabemos que los índices de violencia doméstica están subiendo. A las mujeres se las está obligando a abandonar sus hogares. Divorcios. Asesinatos. —Dicken dejó que el mensaje calase, al igual que lo había hecho en su propia mente durante los últimos meses—. La violencia contra las mujeres embarazadas está en su máximo histórico. Algunas incluso están utilizando quinacrina, cuando pueden conseguirla, para esterilizarse a sí mismas.

Bao sacudió la cabeza con tristeza.

Dicken continuó.

—Muchas mujeres saben que la salida más fácil es detener los embarazos de la segunda fase antes de que lleguen a término y aparezcan otros efectos secundarios.

—Mark Augustine y el Equipo Especial se resisten a describir esos efectos secundarios —dijo Bao—. Suponemos que te refieres a las membranas faciales y a los melanismos en ambos padres.

—También me refiero al paladar silbante y las deformaciones vomeronasales —contestó Dicken.

—¿Por qué aparecen también en los padres? —preguntó Bao.

—No tengo ni idea —respondió Dicken—. Si el INS no se hubiese quedado sin los casos de estudio clínico por un exceso de celo del personal, todos podríamos saber mucho más, y en condiciones medianamente controladas.

Bao le recordó a Dicken que nadie de la sala tenía nada que ver con el fin de los estudios clínicos del Equipo Especial en ese mismo edificio.

—Lo entiendo —dijo Dicken, y se odió a sí mismo con una ferocidad que apenas logró ocultar—. No estoy en desacuerdo. Se está poniendo fin a todos los embarazos de la segunda fase, excepto los de los pobres, los que no pueden acceder a una clínica o comprar las pastillas... o...

—¿O qué? —preguntó Meeker.

—Los devotos.

—¿Devotos de qué?

—De la naturaleza. De la opinión de que esos niños deben tener una oportunidad, a pesar de las probabilidades de que nazcan muertos o malformados.

—Augustine no parece creer que deba darse una oportunidad a ninguno de los niños —dijo Bao—. ¿Por qué?

—La Herodes es una enfermedad. Así es como se combaten las enfermedades.

«Esto no puede continuar mucho más. O bien dimitirás o te matarás intentando explicar cosas que no entiendes y en las que no crees.»

—Vuelvo a repetirlo, no estamos aislados, Christopher —dijo Bao, meneando la cabeza—. Pasamos por las salas de maternidad y por los quirófanos de esta clínica, y visitamos otras clínicas y hospitales. Vemos sufrir a las mujeres y a los hombres. Necesitamos una aproximación racional que tenga en cuenta todos los puntos de vista, todas las presiones.

Dicken frunció el ceño, concentrándose.

—Mark sólo está prestando atención a la realidad médica. Y no hay consenso político —añadió en voz baja—. Es un momento peligroso.

—Eso por decirlo suavemente —dijo Meeker—. Christopher, mi opinión es que la Casa Blanca está paralizada. Te culpan si haces algo y desde luego te culpan si no lo haces, y las cosas siguen así.

—El propio gobernador de Maryland está implicado en esa llamada «Revuelta Sanitaria Nacional» —dijo House—. Nunca había visto tanto fervor religioso por aquí.

—Está muy extendido. No son sólo los cristianos —dijo Bao—. La comunidad china se ha vuelto hacia sus tradiciones, y con buenos motivos. El fanatismo está en alza. Nos estamos dividiendo en tribus infelices y asustadas, Christopher.

Dicken dirigió la mirada hacia la mesa y luego hacia las cifras de la pizarra, con uno de los párpados palpitándole debido a la fatiga.

—Nos duele a todos —dijo—. Le duele a Mark y también a mí.

—Dudo que a Mark le duela tanto como a las madres —respondió Bao en voz baja.

71. Oregón

10 DE MAYO

—Soy un hombre ignorante y hay montones de cosas que no comprendo —dijo Sam. Se inclinó sobre la cerca que rodeaba los cuatro acres, la granja de dos plantas, el viejo granero y el cobertizo de ladrillo. Mitch metió la mano libre en el bolsillo y apoyó la lata de cerveza sobre el poste mohoso de la cerca. Una vaca blanca y negra, que pastaba en una porción de los doce acres del vecino, les miraba con una falta de curiosidad casi total—. Sólo conoces a esa mujer desde hace cuánto, ¿dos semanas?

—Algo más de un mes.

—¡Vaya velocidad!

Mitch asintió algo avergonzado.

—¿Por qué tanta prisa? ¿Por qué demonios querría alguien quedarse embarazada precisamente ahora? Tu madre hace diez años que pasó la etapa de los sofocos, pero desde lo de la Herodes, se muestra reticente a dejar que la toque.

—Kaye es diferente —dijo Mitch, como reconociéndolo. Habían llegado a este tema de conversación después de haber tratado esa tarde otros muchos temas difíciles. Lo más duro había sido la admisión por parte de Mitch de que había renunciado temporalmente a la idea de buscar trabajo, y que vivirían durante un tiempo del dinero de Kaye. A Sam eso le parecía incomprensible.

—¿Y dónde queda el respeto por uno mismo? —había dicho, y poco después habían abandonado ese tema y habían vuelto a lo que había sucedido en Austria.

Mitch le había hablado de su reunión con Brock en la mansión Daney, y eso le había resultado divertido a Sam.

—Desconcierta a la ciencia —había comentado con sequedad.

Cuando habían empezado a hablar de Kaye, que seguía conversando con la madre de Mitch, Abby, en la gran cocina de la granja, el desconcierto de Sam se había convertido en irritación y luego en ira.

—Admito que puede que yo sea increíblemente estúpido —dijo Sam—. Pero ¿no es absurdamente peligroso hacer algo así, deliberadamente, en estos momentos?

—Podría serlo —admitió Mitch.

—Entonces ¿por qué demonios has aceptado?

—No es fácil responder a esa pregunta —dijo Mitch—. En primer lugar, creo que ella podría tener razón. Quiero decir, creo que tiene razón. Llegados a este punto, tendremos un bebé sano.

—Pero diste positivo en los análisis, y ella dio positivo —dijo Sam, mirándole, con las manos aferrando con fuerza la cerca.

—Cierto.

—Y corrígeme si me equivoco, pero no ha nacido ningún bebé sano de una mujer que diese positivo.

—Todavía no.

—No suena a una gran probabilidad.

—Ella es una de los que descubrieron el virus —dijo Mitch—. Sabe más sobre el tema que nadie en el mundo, y está convencida...

—¿De que todos los demás se equivocan?

—De que en los próximos años pensaremos de otra forma.

—¿Está loca o es sólo una fanática?

Mitch frunció el ceño.

—Cuidado, papá.

Sam levantó las manos.

—Mitch, por el amor de Dios, volé hasta Austria, la primera vez que iba a Europa y tuvo que ser sin tu madre, maldita sea, para recoger a mi hijo en un hospital después de que él... Bueno, pasamos por todo eso. Pero ¿por qué enfrentarse a este tipo de dolor, por qué afrontar este riesgo?

—Desde que murió su primer marido ha estado algo obsesionada con mirar hacia delante, con ver las cosas desde un punto de vista positivo —dijo Mitch—. No puedo decir que la entienda, papá, pero la quiero. Confío en ella. Algo me dice que tiene razón, o no hubiese estado de acuerdo.

—Quieres decir, cooperado. —Sam contempló la vaca y se limpió las manos de moho frotándoselas en los pantalones—. ¿Qué pasa si os equivocáis?

—Conocemos las consecuencias. Viviremos con ellas —dijo Mitch—. Pero no nos equivocamos, esta vez no, papá.

—He estado leyendo todo lo que he podido —dijo Abby Rafelson—. Es asombroso. Todos esos virus. —El sol de la tarde entraba por la ventana de la cocina y formaba trapezoides amarillos sobre el suelo de roble sin barnizar. La cocina olía a café, demasiado café, pensó Kaye, con los nervios de punta, y a tamales, lo que habían comido antes de que los hombres saliesen a dar un paseo.

La madre de Mitch, con más de sesenta años, seguía conservando su atractivo, una especie de belleza autoritaria que surgía de sus pómulos y de sus profundos ojos azules, combinado con una elegancia inmaculada.

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