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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (27 page)

BOOK: La radio de Darwin
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—Me dedico a comer —dijo, encogiéndose de hombros—. La comida es buena. No me gustan los libros ni las películas. Las enfermeras son agradables, pero esa doctora Lipton... Ésa es dura. Parece amable, pero creo que en realidad no le gusta la gente.

—Seguro que hace un buen trabajo.

—Ya, bueno, señora Lang, ocupe mi sitio una temporada y luego dígame que no tiene ganas de quejarse un poco.

Kaye sonrió.

—Lo que me cabrea es ese enfermero negro, ese hombre. Me trata todo el tiempo como si fuese una especie de ejemplo. Quiere que sea fuerte como su mami. —Miró a Kaye con ojos bien abiertos y sacudió la cabeza—. No quiero ser fuerte. Quiero llorar cuando me hacen las pruebas, cuando pienso en este bebé, señora Lang, ¿lo entiende?

—Sí —dijo Kaye.

—Siento lo mismo que sentía en mis otros embarazos a estas alturas. Me digo que tal vez sea un bebé y ellos se equivoquen. ¿Me convierte eso en una estúpida?

—Si han realizado las pruebas, saben lo que dicen —repuso Kaye.

—No me dejan ver a mi marido. Es parte del acuerdo. Él me pasó la gripe y este bebé, pero le echo de menos. No fue culpa suya. Hablo con él por teléfono. Parece que está bien, pero sé que me echa de menos. Me pone nerviosa estar lejos, ¿sabe?

—¿Quién cuida de sus hijos? —preguntó Kaye.

—Mi marido. Dejan que los niños vengan a verme. Eso está bien. Mi marido los acerca y ellos entran a verme mientras él se queda en el coche. Serán cuatro meses, ¡cuatro meses! —La señora Hamilton le dio vueltas a la fina alianza de oro que tenía en el dedo—. Dice que se siente muy solo, y los chicos a veces no son fáciles de llevar.

Kaye le agarró la mano.

—Sé lo valiente que está siendo, señora Hamilton.

—Llámeme Luella —dijo—. Se lo repito, no soy valiente. ¿Cómo se llama usted?

—Kaye.

—Estoy asustada, Kaye. Si descubre qué es lo que está sucediendo, venga y dígamelo cuanto antes, ¿lo hará?

Kaye se despidió de la señora Hamilton. Se sentía agotada y tenía frío. Dicken la acompañó hasta el piso de abajo y salió con ella de la clínica. Seguía mirándola cuando pensaba que ella no se daba cuenta.

Kaye le pidió que se detuviese un minuto. Cruzó los brazos y se quedó mirando hacia unos árboles que se encontraban tras una extensión de césped bien cuidado.

El césped estaba rodeado de zanjas. La mayor parte del campus del INS era un lío de pasos cortados y zonas en construcción, agujeros llenos de tierra y cemento y bosquecillos de barras de refuerzo sobresaliendo del terreno.

—¿Va todo bien? —preguntó Dicken.

—No —contestó Kaye—. Me siento fatal.

—Tenemos que hacernos a la idea. Está sucediendo en todas partes —dijo Dicken.

—¿Todas las mujeres se ofrecieron voluntarias? —preguntó Kaye.

—Por supuesto. Les pagamos los gastos médicos y una cantidad por día. No podemos obligar a nadie a hacerlo, ni aunque se trate de una emergencia nacional.

—¿Por qué no pueden ver a sus maridos?

—La verdad es que eso quizá sea culpa mía —dijo Dicken—. En la última reunión presenté algunas pruebas de que la Herodes provocará un segundo embarazo, sin relaciones sexuales. Van a informar esta tarde a todos los investigadores.

—¿Qué pruebas? Dios, ¿estamos hablando de concepción inmaculada? —Kaye se puso las manos en las caderas y se volvió para mirarlo de frente—. Has estado siguiendo esto desde que nos encontramos en Georgia, ¿verdad?

—Desde antes de Georgia. Ucrania, Rusia, Turquía, Azerbaiyán, Armenia. La Herodes empezó a afectar a esos países hace diez o veinte años, puede que incluso antes.

—¿Y luego leíste mis artículos y todo encajó? ¿Eres una especie de cazador furtivo científico?

Dicken hizo una mueca y negó con la cabeza.

—Para nada.

—¿Y yo soy el catalizador? —preguntó Kaye, incrédula.

—No es tan sencillo, Kaye.

—¡Me gustaría que me mantuviesen informada de lo que sucede, Chris!

—Christopher, por favor. —Dicken parecía incómodo, como si desease disculparse.

—Me gustaría que tú me mantuvieses informada de lo que sucede. Actúas como una sombra, siempre detrás, y aún así, ¿por qué será que tengo la sensación de que debes ser una de las personas con más poder en el Equipo Especial?

—Gracias, es un error de apreciación muy común —dijo Dicken, con una sonrisa irónica—. Intento no meterme en líos, pero no estoy seguro de que lo haga bien. A veces me escuchan, cuando las pruebas son consistentes, como sucede en este caso. Informes de hospitales armenios, incluso un par de hospitales de Los Ángeles y Nueva York.

—Christopher, tenemos dos horas hasta la próxima reunión —dijo Kaye—. Llevo dos semanas metida en conferencias sobre el SHEVA. Creen que han encontrado mi nicho. Una madriguera segura, buscando otros HERV. Marge me ha preparado un bonito laboratorio en Baltimore, pero... No creo que el Equipo Especial tenga mucho trabajo para mí.

—A Augustine le molestó mucho que te unieses a Americol —dijo Dicken—. Tenía que haberte avisado.

—Entonces, tendré que centrarme en trabajar con Americol.

—No es mala idea. Tienen recursos. Y a Marge parece que le gustas.

—Cuéntame más de cómo son las cosas... ¿en el frente? ¿Es así como lo llaman?

—«El frente» —afirmó Dicken—. A veces decimos que vamos a conocer a los soldados de verdad, la gente que está enfermando. Nosotros sólo somos trabajadores; ellos son los soldados. Ellos soportan la mayor parte del sufrimiento y la muerte.

—Me siento como si aquí estuviese de más. ¿Estás dispuesto a hablar con una intrusa?

—Encantado —dijo Dicken—. Sabes a lo que me enfrento, ¿verdad?

—A un monstruo burocrático. Creen que saben lo que es Herodes. Pero... un segundo embarazo, ¡sin sexo! —Kaye sintió un ligero escalofrío.

—Han racionalizado esa información —dijo Dicken—. Esta tarde vamos a discutir el posible mecanismo. No creen estar ocultando nada. —Hizo un gesto con la cara, como un niño que tuviese un secreto—. Si me preguntas cosas que no pueda responder...

Kaye bajó las manos de las caderas, exasperada.

—¿Qué tipo de preguntas no te está haciendo Augustine? ¿Y si estamos interpretándolo todo mal?

—Exacto —dijo Dicken. Se ruborizó y cortó el aire con la mano—. Exactamente. Kaye, sabía que tú lo entenderías. Mientras hablamos de qué sucedería si... ¿te importa si me desahogo contigo?

Kaye se echó hacia atrás ante esta perspectiva.

—Quiero decir, admiro tanto tu trabajo...

—Tuve suerte, y tenía a Saul —dijo Kaye, algo rígida. Dicken parecía vulnerable, y eso no le gustaba—. Christopher, ¿qué demonios estás ocultando?

—Me sorprendería que no lo supieses ya. Todos estamos evitando lo obvio, o lo que, en todo caso, resulta obvio para algunos de nosotros. —La observó atentamente con la mirada entornada—. Si te digo lo que pienso, y si tú estás de acuerdo en que es posible, en que es probable, tienes que dejarme decidir cuándo plantearlo. Esperaremos a tener todas las pruebas necesarias. He estado moviéndome en terreno de suposiciones durante un año, y estoy seguro de que ni Augustine ni Shawbeck quieren oír lo que pienso. A veces creo que no soy mucho más que el chico de los recados con un nombre más importante. Entonces... —Varió el peso de un pie a otro—. ¿Será nuestro secreto?

—Claro —dijo Kaye, mirándole a los ojos—. Dime qué crees que le va a suceder a la señora Hamilton.

34. Seattle

Mitch sabía que estaba dormido, o al menos, medio dormido. Eran pocas las ocasiones en que su mente procesaba los hechos de su existencia, sus planes, sus suposiciones, por separado y con obstinada independencia, y siempre sucedía en las fronteras del sueño.

A menudo había soñado con el lugar en que estaba excavando en ese momento, pero mezclando los marcos temporales. Esa mañana, con el cuerpo inerte y su mente consciente convertida en espectador de un teatro que la envolvía, vio a un hombre y una mujer jóvenes, cubiertos con pieles y calzados con sandalias andrajosas de caña y cuero, atadas a los tobillos. La mujer estaba embarazada. Al principio, los vio de perfil, como si se tratase de una exhibición giratoria en un museo, y se entretuvo un rato observándoles desde distintos ángulos.

Poco a poco, sus posibilidades de control terminaron, y el hombre y la mujer caminaron sobre la nieve reciente y el hielo azotado por el viento, bajo la brillante luz del día, la más brillante que había visto en un sueño. El resplandor del hielo les cegaba y ellos se protegían los ojos con las manos.

Al principio, los consideró simplemente personas como él. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que esa gente no era como él. No fueron sus rasgos faciales los que despertaron sus sospechas. Fueron las formas intrincadas de la barba y el pelo facial del hombre, y la espesa y suave mata de vello que rodeaba el rostro de la mujer, dejando a la vista las mejillas, la barbilla huidiza y la frente baja, pero extendiéndose de lado a lado en la zona de las cejas. Bajo esa tupida banda, los ojos eran de un marrón profundo y cálido, casi negro, y su piel mostraba un rico tono oliváceo. Tenía los dedos grises y rosas, extremadamente encallecidos. Ambos tenían narices muy anchas.

«No son de los míos —pensó Mitch—. Pero les conozco.»

El hombre y la mujer sonreían. La mujer se agachó para agarrar un puñado de nieve. Se puso a mordisquearlo, sibilinamente, y luego, cuando el hombre no miraba, lo convirtió rápidamente en una bola y se la lanzó a la cabeza. Le alcanzó con fuerza y él se tambaleó dando un grito. La voz sonó clara y resonante, casi como la de un perro de caza. La mujer hizo gesto de agacharse, a continuación echó a correr y el hombre la persiguió. La tumbó en el suelo, a pesar de sus repetidos gruñidos de súplica y luego se echó atrás, alzó las manos al cielo y le gritó una retahíla de palabras. A pesar del timbre grave de su voz, profunda y modulada, ella no pareció impresionada. Agitó las manos ante él y frunció los labios, emitiendo sonoros chasquidos.

Con la secuencia lenta de un sueño, les vio descender en fila por un sendero embarrado, entre la llovizna de agua y nieve. A través del manto de nubes bajas podía ver fragmentos de bosque, un prado en un valle bajo ellos, y un lago, sobre el que flotaban amplias balsas de troncos con cubiertas de juncos.

«Les va bien —le dijo una voz en su interior—. Los miras ahora y no los conoces, pero les va bien.»

Mitch oyó un pájaro y se dio cuenta de que no era un pájaro sino el sonido de su teléfono móvil. Le llevó unos segundos dejar a un lado la parafernalia del sueño. Las nubes y el valle se rompieron como burbujas de jabón y gimió al tiempo que levantaba la cabeza. Tenía el cuerpo entumecido. Había estado durmiendo de lado, con un brazo doblado bajo la cabeza, y sus músculos estaban rígidos.

El teléfono seguía sonando. Contestó al sexto timbre.

—Espero estar hablando con Mitchell Rafelson, el antropólogo —dijo una voz con acento británico.

—Con uno de ellos, en todo caso —dijo Mitch—. ¿Quién es?

—Merton, Oliver. Soy el editor científico de
The Economist
. Estoy preparando un artículo sobre los neandertales de Innsbruck. Me ha costado encontrar su número de teléfono, señor Rafelson.

—No está en la guía. Estoy harto de que me atosiguen.

—Puedo imaginarlo. Escuche, creo que puedo demostrar que Innsbruck ha metido la pata en todo este asunto, pero necesito algunos detalles. Es su oportunidad para explicar lo sucedido a alguien comprensivo. Voy a estar en el estado de Washington pasado mañana, para hablar con Eileen Ripper.

—Bien —dijo Mitch. Consideró la posibilidad de colgar el teléfono sin más e intentar recuperar ese extraordinario sueño.

—Ella está trabajando en otra excavación en la garganta... ¿La garganta Columbia? ¿Sabe dónde queda la Cueva del Hierro?

—He realizado algunas excavaciones cerca de allí —dijo Mitch, estirándose.

—Ya, bueno, todavía no se ha filtrado a la prensa, pero se sabrá la semana que viene. Ha encontrado tres esqueletos, muy antiguos, nada tan extraordinario como sus momias, pero aún así, bastante interesante. Mi historia se va a centrar sobre todo en sus tácticas. En una época de apoyo a los indígenas, ha reunido un consorcio muy astuto para proteger a la ciencia. La señora Ripper solicitó el respaldo de la Confederación de las Cinco Tribus. Ya sabe quiénes son, por supuesto.

—Sí, lo sé.

—Tiene un equipo de abogados
probono
y también ha implicado a algunos congresistas y senadores. Nada parecido a su experiencia con el Hombre de Pasco.

—Me alegra oírlo —contestó Mitch, irritado. Se frotó los ojos—. Eso queda a un día en coche desde aquí.

—¿Tan lejos? Ahora estoy en Manchester. Inglaterra. Hice las maletas y me vine desde Leeds en coche. Mi avión sale aproximadamente dentro de una hora. Me gustaría mucho que pudiésemos hablar.

—Probablemente soy la última persona a la que Eileen querría ver por los alrededores.

—Fue ella quien me dio su número de teléfono. No está usted tan marginado como piensa, señor Rafelson. Le gustaría que le echase un vistazo a la excavación. Supongo que es del tipo maternal.

—Esa mujer es un torbellino —dijo Mitch.

—La verdad es que estoy muy emocionado. He visitado excavaciones en Etiopía, Sudáfrica y Tanzania. He estado dos veces en Innsbruck para intentar ver lo que me dejasen, que no ha sido mucho. Ahora...

—Señor Merton, lamento decepcionarle...

—Ya, bueno, ¿y qué hay del bebé, señor Rafelson? ¿Puede contarme algo más de ese extraordinario bebé que llevaba en la mochila la mujer?

—En esos momentos tenía un dolor de cabeza atroz. —Mitch estaba a punto de colgar el teléfono, a pesar de Eileen Ripper. Ya había pasado por situaciones similares demasiadas veces. Apartó el teléfono del oído. La voz de Merton sonaba aguda y metálica.

—¿Sabe lo que está sucediendo en Innsbruck? ¿Sabía que incluso se han peleado a puñetazos en los laboratorios?

Mitch volvió a acercar el teléfono.

—No.

—¿Sabía que han enviado muestras de tejido a otros laboratorios de diferentes países para intentar alcanzar algún tipo de consenso?

—Nooo —dijo lentamente Mitch.

—Me encantaría ponerlo al día. Creo que hay bastantes posibilidades de que pueda salir de este lío oliendo a rosas, o a lo que sea que crezca en el estado de Washington. Si le pido a Eileen que le llame, que le invite, si le digo que usted estaría interesado... ¿Podríamos vernos?

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