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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (24 page)

BOOK: La radio de Darwin
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—¿Qué?

—Vas a ser una figura decorativa. Pasarás la mitad de tu tiempo en salones, dirigiéndote a personas con sonrisas expectantes, que te dirán a la cara todo lo que quieras oír y luego cotillearán a tu espalda. Te considerarán una de las mascotas de Marge, uno de sus protegidos.

—Oh, vaya —dijo Kaye.

—Creerás que estás haciendo un trabajo importante y luego un día te darás cuenta que has estado haciendo lo que ella ha querido y nada más, todo el tiempo. Cree que ése es su mundo, y funciona de acuerdo a sus reglas. Entonces desearás que alguien te rescate, Kaye Lang. No sé si podré ser yo. Y espero por tu bien que no vuelva a ser otro Saul.

—Te agradezco que te preocupes. Gracias —dijo Kaye en voz baja, pero con cierto desafío—. Yo también sigo mi instinto, Judith. Y además, quiero descubrir qué es realmente la Herodes. Eso no va a ser barato. Creo que tiene razón sobre el CCE. ¿Y si podemos... terminar nuestro trabajo con el Eliava? Por Saul. En memoria suya.

La intensidad de Kushner desapareció y se apoyó contra la pared, sacudiendo la cabeza.

—Muy bien.

—Haces que Cross parezca el diablo —dijo Kaye.

Kushner se rió.

—No es el diablo, pero tampoco es santa de mi devoción.

Se abrió la puerta de la cocina y entró Debra Kim. Pasó la mirada de una a otra, nerviosa, y a continuación dijo implorante:

—Kaye, es a ti a quien quiere. No a mí. Si tú no subes a bordo, encontrará alguna forma de deshacerse de mi trabajo...

—Voy a hacerlo —dijo Kaye, agitando las manos—. Pero Dios, no puedo irme ahora mismo. La casa...

—Marge se ocupará de eso por ti —dijo Kushner, como si tuviese que ayudar a una estudiante lenta, en una materia que tampoco a ella le gustara.

—Lo hará —afirmó Kim rápidamente, iluminándosele la cara—. Es asombrosa.

29. Laboratorio principal del Equipo Especial, Baltimore

FEBRERO

—¡Buenos días, Christopher! ¿Qué tal por Europa? —Marian Freedman mantuvo abierta la puerta trasera situada en lo alto de la escalera de cemento. Soplaba un viento muy frío en el callejón. Dicken se subió la bufanda de punto e hizo un gesto de frotarse los ojos, al tiempo que subía los escalones.

—Sigo con el horario de Ginebra. Ben Tice te envía recuerdos.

Freedman le saludó efusivamente.

—Europa se implica —dijo con dramatismo—. ¿Cómo está Ben?

—Muerto de cansancio. Analizaron la cubierta proteínica la semana pasada. Resultó más duro de lo que pensaban. El SHEVA no cristaliza.

—Debería haber hablado conmigo —dijo Marian.

Dicken se quitó la bufanda y el abrigo.

—¿Hay café caliente?

—En la sala. —Le guió por un pasillo de cemento pintado de un naranja extravagante y le indicó que atravesase una puerta situada a la izquierda.

—¿Qué tal el edificio?

—Apesta. ¿Te enteraste de que los inspectores encontraron tritio en las cañerías? El año pasado, esto era una planta de procesado de desechos clínicos, pero sea como sea, tenían tritio en las tuberías. No teníamos tiempo para protestar y empezar a buscar de nuevo. ¡Qué asco de oferta inmobiliaria! Así que... Nos gastamos diez de los grandes instalando monitores y haciendo reformas. Y además tenemos que guiar por todo el edificio a un inspector de radiaciones de la Comisión de Energía Nuclear con su detector cada dos días.

Dicken se paró junto al tablón de anuncios que había en la sala. Estaba dividido en dos secciones, la parte más grande era una pizarra, la más pequeña, a la izquierda, un corcho lleno de notas clavadas. «Se busca compañero para compartir piso. ¡Sale más barato!» «¿Puede recoger alguien a mis perros en cuarentena en el aeropuerto de Dulles el miércoles? Trabajo todo el día.» «¿Conoce alguien una buena guardería en Arlington?» «Necesito que alguien me acerque a Bethesda el lunes. Mejor alguno de metabolismo o de excreción: de todas formas tengo que hablar con alguien de esos departamentos.»

Se le humedecieron los ojos. Estaba cansado, pero ver cómo el equipo se ponía en marcha, cómo la gente se unía, desplazando a sus familias y cambiando de vida, viajando desde todo el mundo, le conmovía profundamente.

Freedman le ofreció un café en un vaso de plástico.

—Está recién hecho. Nuestro café es bueno.

—Diurético —comentó Dicken—. Debería ayudaros a eliminar el tritio.

Freedman hizo una mueca.

—¿Habéis inducido la expresión? —preguntó Dicken.

—No —respondió Freedman—. Pero los ERV dispersos de los simios se parecen tanto al SHEVA en su genoma que da miedo. Estamos confirmando lo que ya suponíamos: viene de muy antiguo. Entró en el genoma de los primates antes de que nosotros y los monos verdes nos escindiésemos.

Dicken se bebió el café rápidamente y se limpió los labios.

—Entonces no es una enfermedad —dijo.

—Guau. No he dicho eso. —Freedman le recogió el vaso y lo tiró a una papelera—. Se manifiesta, se extiende, infecta. Eso es una enfermedad, venga de dónde venga.

—Ben Tice ha analizado doscientos fetos rechazados. Todos tenían una gran masa folicular, parecida a un ovario, pero con sólo unos veinte folículos. Todos y cada uno...

—Lo sé, Christopher. Tres folículos rotos, o menos. Me envío su informe ayer por la tarde.

—Marian, las placentas son minúsculas, el amnios es sólo una bolsita, y después del aborto, que es increíblemente suave, muchas de las mujeres ni siquiera sienten dolor, ni siquiera desprenden el endometrio. Es como si siguiesen estando embarazadas.

Freedman empezaba a ponerse nerviosa.

—Christopher, por favor...

Entraron otros dos investigadores, dos jóvenes negros, reconocieron a Dicken, aunque nunca se habían visto, saludaron y se acercaron a la nevera. Freedman bajó la voz.

—Christopher, no voy a meterme entre Mark Augustine y tú cuando salten las chispas. Sí, has demostrado que las muestras de tejido de las víctimas de Georgia tenían SHEVA. Pero sus bebés no eran como estas cosas porta-óvulos deformes. Eran fetos con un desarrollo normal.

—Me encantaría conseguir uno para analizarlo.

—Pues si lo haces, llévatelo a otro sitio. No somos un laboratorio criminal, Christopher. Tengo aquí a ciento veintitrés personas, treinta monos verdes y doce chimpancés. Y tenemos una misión muy específica. Exploramos la expresión de virus endógenos en los simios. Eso es todo —le susurró a Dicken estas últimas palabras junto a la puerta. A continuación dijo, alzando la voz—: Venga, ven y echa un vistazo a lo que hemos hecho.

Guió a Dicken a través de un pequeño laberinto de cubículos-oficina, cada uno con su propio monitor de pantalla plana. Pasaron junto a varias mujeres con batas blancas de laboratorio y un técnico con mono verde. El aire olía a antiséptico hasta que Marian abrió la puerta de acero que conducía al laboratorio animal principal. Entonces Dicken pudo percibir el olor a pan viejo de la comida de mono, el hedor a orina y a heces y, de nuevo, el olor a jabón y a desinfectante.

Le llevó hasta una habitación espaciosa, con las paredes de cemento, donde había tres chimpancés hembras, cada una en un habitáculo individual cerrado, de plástico y acero. Cada habitáculo disponía de su propio sistema de ventilación y suministro de aire. Un operario del laboratorio había insertado una barra con abrazadera en el habitáculo más cercano, y la chimpancé intentaba apartarla. Lentamente, la abrazadera se cerró, sujeta por el operario, que esperó, silbando, hasta que la chimpancé se sometió al fin. La abrazadera la sujetaba casi acostada; ya no podía morder, y sólo agitaba un brazo entre las barras, lejos de donde el técnico de laboratorio iba a realizar su tarea.

Marian observó, inexpresiva, mientras sacaban al chimpancé del cubículo. La abrazadera giró sobre las ruedas de goma y un técnico tomó muestras de sangre y flujo vaginal. La chimpancé emitió chillidos de protesta y gesticuló. Tanto el técnico como el operario desoyeron sus chillidos.

Marian se acercó a la abrazadera y tocó el brazo de la chimpancé.

—Tranquila Kiki, tranquila bonita. Ésa es mi chica. Lo sentimos, cariño.

Los dedos de la chimpancé acariciaron repetidamente la mano de Marian. La chimpancé gesticulaba y se retorcía, pero ya no chillaba. Cuando la devolvieron a su encierro, Marian se volvió para enfrentarse al técnico y al operario.

—Denunciaré al próximo hijo de perra que trate a estos animales como si fuesen máquinas —dijo con voz ronca y dura—. ¿Queda claro? Intenta comunicarse. Ha sido violada y necesita sentir a alguien para tranquilizarse. Sois lo más parecido que tiene a amigos o familia. ¿Me entendéis?

El operario y el técnico se disculparon avergonzados.

Marian pasó enfadada junto a Dicken y le hizo un gesto con la cabeza para que la siguiera.

—Estoy seguro de que todo irá bien —dijo Dicken, alterado por la escena—. Confío plenamente en ti, Marian.

Marian suspiró.

—Volvamos a mi despacho y hablemos allí un poco más.

Durante el camino de vuelta al despacho, encontraron el pasillo vacío, con las puertas cerradas a ambos lados. Dicken gesticuló abiertamente mientras hablaba.

—Ben está de mi parte. Opina que es un suceso significativo, no sólo una enfermedad.

—Entonces, ¿se enfrentará a Augustine? ¡Toda nuestra financiación se basa en la idea de encontrar un tratamiento, Christopher! Si no es una enfermedad, ¿por qué vamos a buscar un tratamiento? La gente sufre, se siente enferma, y cree que estamos perdiendo bebés.

—Esos fetos rechazados no son bebés, Marian.

—Entonces, ¿qué demonios son? Tengo que continuar con lo que sé, Christopher. Si todos empezamos a teorizar...

—Estoy haciendo un sondeo —dijo Dicken—. Quiero saber qué opinas.

Marian se paró junto a su mesa, puso las manos sobre la superficie de formica, tamborileando con las uñas. Parecía exasperada.

—Soy bióloga molecular y especialista en genética. No sé una mierda sobre mucho más. Me lleva cinco horas cada noche leer una centésima parte de lo que necesitaría para mantenerme al día en mi propio campo.

—¿Te has conectado a MedWeb, Bionet, Virion?

—No me conecto demasiado excepto para bajarme el correo.

—Virion es un netzine algo informal de Palo Alto. Funciona sólo por suscripción privada. Lo dirige Kiril Maddox.

—Lo sé. Salí con Kiril en Stanford.

Eso sorprendió a Dicken, frenándole.

—Eso no lo sabía.

—¡Por favor, no se lo digas a nadie! Ya entonces era un gilipollas brillante y subversivo.

—Palabra de boy scout. Pero deberías echarle un vistazo. Hay treinta mensajes anónimos. Kiril me ha asegurado que todos son investigadores auténticos. Lo que se murmura no va de enfermedad ni de tratamiento.

—Sí, y cuando lo hagan público me uniré a ti para desfilar hasta el despacho de Augustine.

—¿Lo prometes?

—¡Ni lo sueñes! No soy una brillante investigadora con una reputación internacional que proteger. Soy el tipo de chica que trabaja en la cadena de montaje, con dificultades para llegar a fin de mes y una desastrosa vida sexual, a la que le encanta su trabajo y quiere conservar su empleo.

Dicken se masajeó la parte posterior del cuello.

—Está sucediendo algo. Algo realmente grande. Necesito una lista de gente en la que apoyarme cuando se lo diga a Augustine.

—Cuando lo intentes, quieres decir. Te expulsará del CCE de una patada en el culo.

—No lo creo. Espero que no. —Y a continuación le preguntó, con mirada maliciosa—. ¿Cómo lo sabes? ¿También salías con Augustine?

—Era un estudiante de medicina —contestó Freedman—. Me mantenía a una distancia segura de los estudiantes de medicina.

El Puma de Jessie se encontraba en un semisótano al final de la calle, con un pequeño letrero luminoso en la entrada, una placa en relieve de falsa madera y un pasamanos de bronce brillante. En el interior del largo y estrecho salón, un hombre fornido, con falso esmoquin y pantalones negros, servía cerveza y vino entre las mesas de madera, y siete u ocho mujeres desnudas intentaban bailar sobre un pequeño escenario, una después de otra, en general con poco entusiasmo.

Un cartel escrito a mano, colocado sobre la tarima de los músicos junto a la jaula vacía, decía que el puma estaba enfermo esa semana, así que Jessie no actuaría. Fotos del flexible felino y su neumática y sonriente dueña rubia ocupaban la pared que se encontraba detrás de la barra.

La sala, apenas de tres metros de ancho, estaba abarrotada, y llena de humo. Dicken se sintió mal desde el momento en que se sentó. Echó una ojeada a los espectadores y vio hombres mayores, con traje, en grupos de dos o tres, y jóvenes con vaqueros, solos, todos ellos blancos y sosteniendo vasos de cerveza.

Un hombre de cuarenta y muchos se acercó a una bailarina que salía del escenario y le susurró algo, a lo que ella asintió. A continuación él y sus amigos se dirigieron a una habitación trasera para divertirse en privado.

Dicken no había tenido más que un par de horas para sí mismo desde hacía un mes. Por casualidad tenía esa tarde libre, sin relaciones sociales, ningún sitio a donde ir excepto la pequeña habitación del Holiday Inn, así que se había acercado caminando hasta la zona de clubes, pasando junto a numerosos coches de policía y unos cuantos guardias en bicicleta y a pie. Había pasado un rato en una librería de una gran cadena, encontrando casi insoportable la perspectiva de pasar su noche libre simplemente leyendo, y sus pies le habían llevado de forma automática hasta donde había pretendido ir desde el primer momento, aunque sólo fuese para mirar a una mujer con la que no tuviese ninguna relación de trabajo.

Las bailarinas eran bastante atractivas, todas de unos veintitantos, impactantes en su brusca desnudez, con pechos, por lo que podía apreciar, poco naturales, y el vello púbico afeitado hasta formar un pequeño punto de exclamación. Ninguna de ellas le miró cuando entró. En unos minutos habría sonrisas por dinero y miradas por dinero, pero al principio no hubo nada.

Pidió una Budweiser, las alternativas eran Coors, Bud o Bud lite, y se apoyó en la pared. La mujer que se encontraba en el escenario en ese momento era joven, delgada, con pechos que sobresalían dramáticamente y no concordaban con su estrecha caja torácica.

La observó con poco interés después de diez minutos de contorsiones y miradas penetrantes, la mujer se cubrió con una bata de rayón que le llegaba hasta los muslos y descendió del escenario, mezclándose con la gente.

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