Read La puerta del destino Online
Authors: Agatha Christie
La señora Lupton, una mujer ya muy entrada en años, que se apoyaba en dos bastones, hizo un gesto de complacencia.
—Yo me acuerdo de cuando vivía la señora Parkinson... ¿Saben ustedes a quién me refiero? A la señora Parkinson que vivía en la casa solariega. Aquella anciana era una mujer maravillosa y una verdadera dama.
—Vi otros apellidos en aquellas tumbas —siguió diciendo Tuppence—: los Somers, los Chatterton...
—¡Oh! Ya veo que se ha familiarizado rápidamente con nuestra geografía humana del pasado.
—Me parece haber oído hablar también de los Jordan, de una tal Annie
o Mary Jordan...
Tuppence miró a su alrededor, inquisitiva. El apellido Jordan no suscitó el menor interés en sus oyentes, por lo que pudo apreciar.
—Creo recordar que en una de estas casas, en la casa de la señora Blackwell, me parece, hubo una cocinera apellidada Jordan. Susan Jordan, se llamaba, si la memoria no me es infiel. No duró más de seis meses en aquel hogar. Era una muchacha que dejaba bastante que desear en muchos aspectos.
—¿Hace mucho tiempo de eso?
—No, ¡qué va! Ocho o diez años, tal vez. No, no hará más.
—¿Hay algún Parkinson actualmente aquí?
—No. Todos se fueron. Uno de ellos contrajo matrimonio con una prima, yéndose a vivir a Kenya, me parece.
Tuppence se esforzó por trabar conversación con la señora Lupton, de quien sabía que estaba relacionada con el cuadro directivo del hospital infantil de la localidad.
—¿Les interesan a ustedes unas colecciones de libros para niños? —le preguntó—. Dispongo de bastantes, todos ellos de ediciones antiguas. Me entraron en un lote especial, cuando nos quedamos con algunos de los muebles de nuestra casa que fueron subastados.
—Es usted muy amable, señora Beresford. Por supuesto, nosotras disponemos de algunos ya, muy buenos, que nos cedió uno de nuestros favorecedores. Son ediciones especiales, recientes. Siempre me ha dado pena obligar a los chicos a leer esos volúmenes anticuados, de formatos incómodos.
—¿Usted cree? —contestó Tuppence—. A mí siempre me han gustado los libros que tuve de pequeña. Algunos procedían de mi abuela, de cuando era niña. Me parece que a ésos les tenía todavía más cariño. Siempre me acordaré de mis lecturas de
La isla del tesoro
, de
La granja de los cuatro vientos
, de la señora Molesworth, y de algunas obras de Stanley Weyman.
Tuppence echó un vistazo en torno a ella... Después, dándose por vencida, consultó su reloj de pulsera, lanzó una exclamación para hacer ver lo tarde que se le había hecho y se despidió de la señorita Little y sus colaboradoras.
Tuppence encerró el coche en el garaje, dirigiéndose a la entrada principal de la casa. Albert salió por una puerta procedente de atrás, saludándola con una leve reverencia.
—¿Quiere que le sirva el té, señora? Supongo que se sentirá fatigada.
—Pues no, Albert —respondió Tuppence—. He tomado ya el té. Me sirvieron el mismo en el Instituto. Acompañado de un buen pastel, por cierto. Sin embargo, los bollos dejaban bastante que desear.
—Cuesta trabajo sacarlos bien —opinó Albert—. Son casi tan difíciles como los pastelillos que hacía Amy.
—Me acuerdo muy bien de ellos. Eran inimitables.
Albert había perdido a su esposa, Amy, unos años atrás. Secretamente, Tuppence pensaba que lo que Amy había hecho siempre a la perfección eran las tartas.
—Tenía un punto muy particular, desde luego. Yo creo que se nace con ciertos dones para hacer ciertas cosas, señora.
—¿Dónde para el señor Beresford? ¿Ha salido?
—No. Se encuentra arriba, en la habitación que usted sabe. Me refiero a esa especie de pequeña biblioteca...
—¿Qué está haciendo allí? —preguntó Tuppence, ligeramente sorprendida.
—Viendo libros, creo. Debe de estar ordenándolos, me figuro, dándoles los últimos toques a las estanterías.
—Me extraña —confesó Tuppence—. Ha mirado con bastante desdén esos volúmenes, desde el principio.
—Bueno, hay muchos caballeros que piensan como él que gustan de los libros trascendentes de más enjundia, de tipo científico, por ejemplo.
—Subiré por ahí un momento. ¿Dónde está Hannibal?
—Creo que con el señor.
En aquel instante, sin embargo, se presentó el perro. Primeramente, ladró con furia, como corresponde a un perro guardián que se precie de su papel. A continuación, al ver que la persona recién llegada no se había presentado en la casa para robar las cucharas de plata u otra cosa de valor, al advertir que se trataba de su querida dueña, cambió radicalmente de actitud. Bajó los últimos peldaños de la escalera serpenteando, con la lengua fuera y moviendo el rabo constantemente.
—¡Ah! Te alegras de ver a mamá, ¿eh? —dijo Tuppence.
Hannibal contestó que se sentía muy complacido. Saltó sobre sus piernas con tal ímpetu que estuvo a punto de derribarla.
—Quieto, querido, quieto. Supongo que no querrás matarme, ¿verdad?
Hannibal quiso hacerle ver que lo único que deseaba era comérsela, debido a que la quería mucho.
—¿Dónde está papá? ¿Se encuentra arriba?
Hannibal comprendió. Subió corriendo un par de peldaños, volviendo la cabeza para ver si ella lo seguía.
Tuppence se encontró a su esposo ante una estantería sacando y poniendo libros alternativamente en ella.
—¿Qué haces, Tommy? Yo me figuré que habías salido a dar un paseo con Hannibal...
—Fuimos a dar un paseo, efectivamente. Estuvimos en el cementerio.
—¿Y cómo se te ocurrió llevar a Hannibal a ese lugar? Seguro que a nadie le agrada ver perros por allí.
—Lo llevaba de la correa —explicó Tommy—. Por otra parte, fue él quien me condujo allí. Al parecer, le gustaba el sitio.
—Ya sabes como es Hannibal —dijo Tuppence—. Es un perro muy aferrado a la rutina. Si adquiere la costumbre de visitar el cementerio nos va a costar trabajo apartarlo de él.
—Querrás decir obstinado.
Hannibal volvió la cabeza, restregando la misma con la pierna de su dueña.
—Te está diciendo que es muy inteligente. Más inteligente de lo que nosotros creemos.
—¿Qué quieres darme a entender con eso?
—¿Lo has pasado bien? —preguntó Tommy, cambiando de tema.
—Bueno, tanto como pasarlo bien... He estado hablando con unas personas que se mostraron muy amables conmigo y creo que pronto seré una feligresa más de la parroquia. Al principio, en estos intentos de acercamiento a los demás, debes desplegar cierto tacto. No sabes quién es quién... Ahora todo el mundo viste igual y las diferencias entre las personas no pueden ser determinadas de buenas a primeras. De momento, sólo se ven caras bonitas y caras feas. Lo otro viene después.
—He querido decirte que Hannibal y yo somos dos seres muy inteligentes —afirmó Tommy.
—Antes te has referido únicamente al perro.
Tommy alargó una mano, sacando un libro del estante más próximo.
—
Secuestrado
—señaló—. ¡Oh, sí! Otro libro de Robert Louis Stevenson. Aquí debió de haber alguien que sentía una extraordinaria afición por las obras de Robert Louis Stevenson.
La Flecha Negra
,
Secuestrado
,
Catriona
... Todavía hay otros dos libros. Lo más seguro es que Alexander Parkinson tuviera una abuela o una tía generosa que se los regalara.
—Bueno, ¿y qué? —inquirió Tuppence.
—Que he dado con su tumba —repuso Tommy.
—Que has dado... ¿con qué?
—En realidad, fue Hannibal. Está en un rincón del cementerio, cerca de una de las puertas laterales del templo. Me imagino que es la que corresponde a la sacristía. La lápida está con las letras un poco borrosas, pero se puede leer el nombre. Contaba catorce años cuando murió. Alexander Richard Parkinson. Hannibal andaba husmeando por allí. Logré descifrar la inscripción...
—Catorce años —consideró Tuppence—. ¡Pobre chico!
—Sí, es muy triste. Además...
—Tú estás pensando en algo. A ver, Tommy... ¿Qué es?
—Estuve reflexionando. Supongo, Tuppence, que me has contagiado tu curiosidad. Es lo que sucede siempre. Cuando llevas algo entre manos no te lo reservas, sino que acabas por conseguir que quienes están a tú alrededor concentren su atención en lo mismo.
—No acabo de entender, Tommy, querido.
—Me pregunté si no nos hallábamos ante la clásica causa y su efecto.
—¡Explícate, hombre!
—Verás... Alexander Parkinson, laboriosamente, compuso una especie de código y un mensaje. Me imagino que se entretendría lo suyo con ello.
Mary Jordan no murió de muerte natural
. Supongamos que eso era cierto. Imaginemos que, efectivamente, Mary Jordan, quienquiera que fuese, no falleció de muerte natural... Bueno, ¿no lo ves? Lo que tenía que venir luego era la muerte de Alexander Parkinson...
—Quieres decir que... Tú piensas que...
—Hay que reflexionar... Me empezó a extrañar una cosa. Un chico de catorce años. No se alude allí a la causa de la muerte. Supongo que, comúnmente, esto no figura en las lápidas sepulcrales. Había solamente una frase:
«Sólo ante Tu presencia se experimenta el pleno gozo».
Algo por el estilo, al menos. Pero es que todo pudo ser debido a que sabía algo que entrañaba un peligro para otra persona. Y, claro, murió...
—¿Quieres decir que fue asesinado? Me parece que estás dejando volar tu imaginación —opinó Tuppence.
—Bueno, tú fuiste quien lo empezó todo, haciendo cabalas, fantaseando... Es lo mismo.
—Supongo que continuaremos por ese camino, pero que no llegaremos a nada concreto, ya que todo ocurrió hace años y años. Tuppence y Tommy se miraron.
—Eso fue alrededor de la época en que andábamos ocupados con las investigaciones del caso Jane Finn —declaró él.
Los dos volvieron a mirarse. Ambos pensaban en el pasado...
Cuando se piensa en una mudanza, lo normal es que, por anticipado, se prevea una operación agradable, hasta cierto punto. Esto, después, no se acomoda a la realidad, generalmente.
Hay que iniciar una serie de relaciones enojosas con electricistas, albañiles, carpinteros, pintores, empapeladores, suministradores de frigoríficos, cocinas de gas, tapiceros; hay que entenderse con los instaladores de las cortinas, con los abastecedores de linóleo, si procede, con los vendedores de alfombras... Todos los días hay una tarea que realizar; es preciso atender de cuatro a doce llamadas a la puerta: son visitas largo tiempo esperadas y también imprevisibles.
Pero había momentos de optimismo, en los que Tuppence anunciaba el fin de sus actividades en determinado sector.
—Creo que ahora nuestra cocina está lista. Ocurre, sin embargo, que no he podido dar todavía con el recipiente más adecuado para guardar la harina —declaró Tuppence.
—¿Tiene ese detalle mucha importancia? —preguntó Tommy.
—Pues sí que la tiene. Tú compras harina y te la despachan en bolsas de papel. No me parece una envoltura adecuada para su almacenaje. De vez en cuando, Tuppence formulaba otras sugerencias.
—«Los Laureles». ¡Qué nombre más tonto para una casa, ¿no te parece? No sé por qué fue bautizada esta casa con él. «Los Laureles». No he visto laureles por ninguna parte aquí. Podían haberla llamado «Los Plátanos Silvestres». Los plátanos silvestres son muy bellos —puntualizó la esposa de Tommy.
—Antes de llamarse «Los Laureles» tuvo el nombre de «Long Scofield», según me han dicho —declaró Tommy.
—Ese nombre tampoco me dice nada —indicó Tuppence.
—¿Quiénes vivían aquí entonces?
—Creo que eran los Waddington.
—Se siente una confusa... Primero, los Waddington y luego los Jones, la familia que nos la vendió... Antes, fueron los Blackmore, ¿no? Y en alguna ocasión, supongo, los Parkinson. Muchos Parkinson... Siempre voy a parar a ellos.
—¿Por qué?
—Me imagino que es porque ando siempre haciendo preguntas a diestro y siniestro —contestó Tuppence—. Y es que pienso que si lograra averiguar algo sobre los Parkinson, podríamos también dar un paso adelante en... en nuestro problema.
—El problema de Mary Jordan, ¿no?
—No, exactamente. Tenemos el problema de los Parkinson y el problema de Mary Jordan. Tiene que haber un puñado de problemas más. Mary Jordan no murió de muerte natural... Y el siguiente mensaje era: «Fue uno de nosotros». ¿A quién se refería? ¿A un miembro de la familia Parkinson? ¿A una persona, cualquiera, que vivía por aquellos días en la casa? Supongamos que hubiera habido de dos a tres Parkinson, y algún otro Parkinson mayor, gente con nombres distintos, pero que estuviera enlazada por el parentesco con los dueños de la vivienda: una tía, una sobrina, un sobrino... Con la familia conviviría también, quizás, una doncella y una cocinera, y tal vez una ama de llaves... ¿Y por qué no pensar en una chica
au pair
? «Uno de nosotros» se refiere a los integrantes de un hogar. Antes había en las casas más gente que ahora. Bien. Mary Jordan pudo ser una doncella, una sirvienta, la cocinera, incluso. ¿Y por qué había de haber alguien deseoso de que muriera? ¿Por qué habían de atentar contra su vida?... ¡Ah! Pasado mañana voy a participar en otro café colectivo, Tommy.
—Últimamente, Tuppence, sientes mucha inclinación por ese tipo de reuniones.
—Es una manera como otra cualquiera de trabar relación con los vecinos y otras personas que también viven por aquí. Después de todo, no es tan grande la población. Y todos están hablando siempre de sus tíos y tías mayores, de la gente que conocen. Probaré suerte, para empezar, con la señora Griffin, evidentemente un gran personaje de la vecindad. Yo diría que está habituada a llevarlo todo con mano de hierro. Manda en el párroco, en el médico, en su enfermera. No se le escapa nadie.
—La enfermera te será útil, seguramente.
—No creo. Murió... Bueno, me refiero a la que trabajaba aquí en la época de los Parkinson. Ésta de ahora lleva poco tiempo en el poblado. Vive completamente desentendida de él. A mí me parece que no ha conocido a un solo Parkinson, ni de oídas.
Tommy replicó, fatigado:
—No sabes lo que daría porque nos olvidáramos por completo de los Parkinson, querida.
—A causa de que así no tendríamos ningún problema, ¿verdad?
—¡Tuppence! Ya estamos otra vez con los problemas dichosos.
—Pensaba en Beatriz —explicó Tuppence.