La puerta del destino (21 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: La puerta del destino
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—Pueden disponer de ideas.

—Sí. Tuppence tiene buenas ideas, a menudo. Ella se figura que en la casa hay algo escondido.

—Es posible. Otros habrán pensado lo mismo. Nadie ha encontrado nada hasta el presente, pero nadie se ha movido realmente con seguridad tampoco. Las casas... ya se sabe... Cambian de manos, viven en ellas otras familias sucesivamente, los Lestrange, los Mortimer, los Parkinson... Hay que recordar a un chico de estos últimos.

—¿Alexander Parkinson?

—Así que poseen información sobre él. ¿Cómo llegó a sus manos?

—Dejó un mensaje en las páginas de uno de los libros de Robert Louis Stevenson:
Mary Jordan no murió de muerte natural
. Lo encontramos nosotros.

—Alguien dijo que todos los seres humanos llevaban escrito su destino en la frente. Adelante, pues, los dos, amigo mío. Crucen la Puerta del Destino...

Capítulo VI
-
La puerta del destino

El establecimiento del señor Durrance quedaba en la esquina de una calle. El escaparate ofrecía un despliegue de fotografías clásicas: dos o tres retratos de boda, un bebé tumbado en una alfombra, desnudo, las caras de unos cuantos jóvenes barbudos acompañados de sus novias... Ninguna de aquellas fotos tenía nada de particular y en varias se notaba el paso del tiempo. Había allí también tarjetas postales en gran número, de cumpleaños, uno o dos grupos de bañistas, etcétera. Allí vendían, asimismo, carteras de bolsillo baratas, papel para escribir y sobres con adornos florales.

Tuppence vagó un poco por el local. Junto a ella, un cliente aludía a los resultados de su máquina fotográfica y solicitaba consejos para obtener un buen rendimiento.

Detrás del mostrador se encontraba una mujer de canosos cabellos y un joven alto, de larga y rubia cabellera, con una barba incipiente, quien se acercó a Tuppence.

—¿En qué puedo servirla?

—Quería saber si tenían álbumes para fotografías.

—Para sus fotos, ¿verdad? —inquirió el joven, innecesariamente—. Nos quedarán dos o tres por aquí. Recibimos muy pocos ahora. El público prefiere las transparencias, naturalmente.

—Ya —contestó Tuppence—. Es que los colecciono, ¿sabe? Colecciono álbumes antiguos. Como éste.

Tuppence mostró con el aire de un prestidigitador el álbum que le habían enviado.

—¡Oh! Este álbum ya tiene muchos años —dijo el señor Durrance—. Más de cincuenta, quizá. Sí. Por entonces, según tengo entendido, se hacían estas cosas. Rara era la familia que no poseía un álbum de fotografías.

—También se usaban los álbumes de cumpleaños o natalicios —explicó Tuppence.

—Si... Algo recuerdo acerca de ellos. Mi abuela tenía uno. Todos los amigos y amigas estampaban sus firmas en sus páginas. Aquí vendemos tarjetas de cumpleaños, pero el público no las pide mucho. Las de felicitación de San Valentín tienen mejor acogida, tanto como las de Navidad.

—Yo me he preguntado si guardarían aquí algún álbum antiguo. Yo los quiero como coleccionista. Poseo ya varios ejemplares curiosos —afirmó Tuppence.

—La manía del coleccionismo se halla hoy muy extendida —declaró Durrance—. La gente colecciona las cosas más raras. No creo que tengamos por aquí un ejemplar tan antiguo como el suyo. Sin embargo, podría mirar.

Durrance se inclinó sobre el mostrador, tirando de un cajón.

—Aquí tengo de todo —manifestó—. Siempre me estoy haciendo el propósito de clasificarlo, pero no creo que sea vendible el material contenido en este cajón. Hay muchas fotos de bodas, desde luego. En su momento, a la gente suelen interesarles, pero nadie se presenta aquí buscando fotografías de bodas que se celebraron hace mucho tiempo.

—Usted quiere decir que nadie viene a este establecimiento para decirle, por ejemplo: «Mi abuela se casó en esta población. Quisiera saber si conserva usted fotografías de su boda», ¿no es eso?

—Nunca me han pedido nada semejante —repuso Durrance—. Claro que nunca se sabe... El público pide las cosas más estrambóticas, a veces. Hay quien viene, de vez en cuando, a preguntarnos si conservamos el negativo de la foto de un bebé. Todo el mundo sabe cómo son las madres. Si se les han perdido, buscan las fotos de sus hijos cuando eran pequeños. Se trata, generalmente, a decir verdad, de fotografías horribles. También hemos sido visitados alguna que otra vez por la policía, al intentar identificar a alguien. Le hablan a uno de un joven que de niño vivió aquí y los agentes pretenden saber qué aspecto tenía de niño, analizando los cambios, la semejanza, según. Esto pasa cuando es buscado un criminal o un estafador —añadió Durrance con una sonrisa—. Y en ocasiones hemos prestado buenos servicios.

—Ya veo que le inspira interés el tema de la fotografía en relación con el delito y la investigación policíaca —apuntó Tuppence, un tanto a la aventura.

—Verá usted... Todos los días se leen en los periódicos cosas así. ¿Por qué se supone que tal o cual hombre mató a su esposa hace seis meses?, se pregunta uno, por ejemplo. Estas cuestiones resultan interesantes, ¿no le parece? Circula el rumor de que la mujer está viva. Otras personas afirman que su cadáver fue enterrado en alguna parte, que nadie ha podido dar con él. Cosas así... Bien. Una fotografía del individuo puede resultar útil.

—Cierto —confirmó Tuppence.

Experimentaba la impresión de que no iba a obtener del fotógrafo el menor dato provechoso, pese a que la conversación discurría por buenos cauces.

—No creo que tenga entre sus fotos antiguas una de una mujer llamada... Mary Jordan, me parece que se llamaba... Sí, un nombre de ese estilo. Hablo de hace mucho tiempo, ¿eh? Supongo... supongo que de hace sesenta años. Me parece que falleció en este poblado.

—Son muchos años, desde luego —declaró el señor Durrance—. Mi padre tenía la costumbre de guardar cuanto caía en sus manos. No quería desprenderse de nada nunca. Por esta razón, quizá, se acordaba de todo, especialmente si se trataba de un episodio de resonancia. Mary Jordan... Yo me acuerdo de algo relacionado con tal nombre, me parece. Estaba relacionado con la Armada, con un submarino, por otro lado. Se dijo que ella era una espía. La mujer era medio extranjera. Era hija de madre rusa o alemana... ¿O era japonesa su madre?

—No sé. Yo me pregunté si conservarían ustedes alguna foto de ella.

—No creo, no creo. Echaré un vistazo por aquí cuando disponga de unos minutos libres. Se lo haré saber si doy con algo. ¿Es usted escritora, señora?

—A ratos. Ahora estoy pensando en un pequeño libro. Quiero recoger en él hechos de hace un siglo hasta nuestros días, sucesos curiosos referentes a crímenes y aventuras. Por supuesto, las fotos viejas son muy interesantes y como ilustraciones de mi obra vendrían muy bien.

—Le prometo hacer cuanto pueda para ayudarla. Debe de ser muy interesante lo que hace usted, es decir, su trabajo.

—Aquí vivió una familia llamada Parkinson —indicó Tuppence—. Creo que en cierta época vivieron en nuestra casa.

—iAh! Usted es la señora de la casa de la colina, ¿verdad? Se llama «Los Laureles»... O «Katmandú»... No me acuerdo cómo se llamó últimamente.
Swallow’s Nest
[3]
fue uno de sus nombres, no sé por qué.

—Supongo que se llamó así porque anidaban muchas golondrinas en el tejado —sugirió Tuppence—. Todavía lo hacen...

—Es posible. Ahora, resulta un nombre muy chocante ése para una casa.

Tuppence tenía la impresión de haber iniciado unas relaciones satisfactorias con aquel joven, si bien no esperaba que se derivaran grandes cosas de ellas. Después de comprar unas cuantas tarjetas postales y papel de escribir, se despidió del señor Durrance.

De vuelta a su casa, decidió echar un nuevo vistazo a KK. Fue aproximándose a la puerta... De pronto se detuvo. Luego, siguió avanzando. Cerca de aquélla, alguien parecía haber depositado un montón de ropas o algo semejante. Tuppence frunció el ceño.

Unos segundos después, apretaba el paso, echaba a correr, casi. Unos metros más allá, tornó a detenerse. No se trataba de un bulto de ropa. Había allí unas ropas, viejas, es cierto. Como el cuerpo que cubrían. Tuppence se inclinó sobre éste, incorporándose rápidamente. Instintivamente, una de sus manos buscó la puerta del recinto, para no caerse.

—¡Isaac! —exclamó—. ¡Isaac! ¡Oh! ¡Pobre Isaac! Creo, creo que está muerto.

Un hombre se aproximaba corriendo desde la casa. Acababa de oír sus voces.

—¡Oh, Albert! Ha sucedido algo terrible. Es Isaac, el viejo Isaac. Está aquí, muerto... Alguien le ha asesinado.

Capítulo VII
-
La encuesta

El doctor había dado a conocer su informe. Dos transeúntes casuales, que pasaron no lejos de la puerta de la finca, declararon como testigos. Habían hablado los miembros de la familia, facilitando detalles sobre la salud del viejo Isaac en los últimos tiempos, citando los nombres de personas que podían sentir alguna animosidad contra él (un par de adolescentes que habían sido reñidos por Isaac seriamente, con motivo de unas travesuras). La policía había oído rotundas afirmaciones de inocencia. Habían hecho acto de presencia también varios de sus patronos esporádicos, entre ellos Prudence y Thomas Beresford. El veredicto había sido: asesinato cometido por persona o personas desconocidas.

Tommy pasó un brazo por los hombros de Tuppence cuando caminaban junto a un grupo pequeño de gente que esperaba a la salida del juzgado.

—Lo hiciste muy bien, Tuppence —dijo él cuando entraban ya en su jardín, en dirección a la casa—. Muy bien, realmente. Mucho mejor que los otros. Te expresaste con toda claridad y te escucharon con atención. El juez pareció sentirse muy complacido contigo.

—No me interesa que nadie se sienta complacido conmigo —contestó Tuppence—. Me ha producido un gran disgusto la muerte del viejo Isaac. El pobre fue aporreado en la cabeza brutalmente...

—Alguien se la tenía guardada al pobre, supongo —indicó Tommy.

—¿Por qué? ¿Por qué?

—Lo ignoro, querido.

—Yo también, pero he pensado que podía tratarse de algo que tuviera que ver con nosotros.

—¿Quieres decir que...? ¿Qué quieres decir, Tuppence?

—Tú me entiendes. Es... este lugar. Nuestra casa. Nuestra nueva y querida casa. Con su jardín y todo lo demás. Es como si... Yo creía que era la casa que por todo nos convenía.

—Yo todavía sigo creyéndolo.

—Sí. Tú te has mostrado en todo momento más optimista que yo. A mí me asaltó en seguida una inquietud... Pensé que aquí existe algo malo, perverso, algo que proviene del pasado.

—No las pronuncies de nuevo... —pidió Tommy.

—Que no pronuncie... ¿qué?

—¡Oh! Esas dos palabras que tú sabes.

Tuppence bajó la voz. Acercándose mucho a Tommy, dijo en un susurro:

—¿Mary Jordan?

—Pues sí. En ella estaba pensando.

—También estaba en mi mente, supongo. Pero, ¿qué tiene que ver lo sucedido con lo de por aquí ahora? Nada. Me imagino que nada.

—El pasado no debería tener que ver nada con el presente... Pero en ocasiones, uno se halla íntimamente ligado con el otro, por lazos que no somos capaces de imaginar, que no creemos que puedan existir.

—Según tú, pues, muchas cosas del presente son consecuencia directa del pretérito...

—Sí, es una especie de larga cadena. Con soluciones de continuidad, ciertamente, y sólidos empalmes de vez en cuando.

—Jane Finn y todo lo demás... Como Jane Finn en nuestras aventuras cuando éramos jóvenes y además deseábamos tenerlas.

—Y las tuvimos —dijo Tommy—. A veces, cuando miro hacia atrás, me pregunto cómo pudimos escapar de todo aquello con vida.

—¿Y las otras cosas? ¿Te acuerdas de cuándo nos asociamos, fingiéndonos detectives?

—Nos divertimos lo nuestro —afirmó Tommy—. ¿Te acuerdas?

—No quiero recordar nada. Si me refiero al pasado es por lo que en él pudimos aprender, por lo que supuso para nosotros como ejercicio... Luego, tras aquel episodio, vivimos otra prueba.

—¡Ah! —exclamó Tommy—. La de la señora Blenkinsop, ¿eh?

Tuppence se echó a reír.

—La señora Blenkinsop... Nunca olvidaré aquel momento, cuando entré en la habitación y os vi sentados allí...

—Como tuviste valor, Tuppence, para hacer lo que hiciste? Moviste el guardarropa o lo que fuera aquel mueble y escuchaste la conversación que sostuve con el señor No-sé-qué. Y más adelante...

Tuppence rió de nuevo.

—N o M y «Goosey Goosey Gander».

Tommy se quedó pensativo antes de decir:

—Tú, sin embargo, no irás a sugerirme que todos esos episodios nos han llevado a esto...

—En cierto modo, sí —declaró Tuppence—. Yo me imagino que el señor Robinson no hubiera dicho lo que dijo, o muchas de las cosas que mencionó, de no haber tenido presente ésas. Aludió a mí también...

—Es que tú representas mucho en ellas.

—Pero ahora todo cambia. Estoy pensando en Isaac. Ha sido asesinado. Le hundieron el cráneo a golpes. Precisamente en nuestro jardín.

—¿No pensarás que esto está relacionado con...?

—Es inevitable pensar así —indicó Tuppence—. Eso es lo que quiero decir. Ya no estamos investigando un enigma de tipo detectivesco. Ya no centramos nuestra atención en el pasado para preguntarnos cuál fue la causa de la muerte de una persona hace muchos años. Todo se ha hecho personal. Completamente personal. ¡Pobre Isaac! ¡Muerto!

—Era un hombre muy viejo y probablemente esto ha tenido que ver con su desaparición.

—¿Es que no oíste el informe del médico esta mañana? Alguien deseaba eliminarlo. ¿Por qué razón?

—Si la cosa guarda relación con nosotros dos, ¿por qué no han llevado a cabo la misma intentona? —preguntó Tommy.

—Quizá prueben suerte en tal sentido. Cabe la posibilidad de que él se hallara en condiciones de decirnos algo. Tal vez se disponía a hacernos alguna revelación. Puede ser que amenazara a alguien, advirtiéndole que iba a hablar con nosotros, a confiarnos lo que pudiera saber sobre la joven o uno de los Parkinson. ¿Jugará algún papel aquí el asunto del espionaje de la guerra de 1914? Me refiero a los secretos que fueron vendidos... Y claro, había que obligarle a callar. Pero si nosotros no hubiésemos venido a vivir aquí, si no hubiésemos hecho ciertas preguntas, si no hubiésemos pretendido saber, eso no habría ocurrido.

—No te muestres tan afectada.

—Estoy profundamente afectada. Y lo que haga en lo sucesivo no será ya para distraerme o divertirme. Esto no tiene nada de divertido. Vamos a actuar de un modo diferente ahora, Tommy. Vamos a dar caza a un asesino. ¿Quién es el asesino? Desde luego, no lo sabemos. Pero podemos averiguarlo. Aquí ya no se trata del pasado, sino de ahora. Hablamos de una cosa que sucedió hace unos días, seis días. Hablamos del presente. Fue aquí, está relacionado con nosotros, con esta casa. Y tenemos que descubrir al culpable... Lo descubriremos. No sé cómo, pero alcanzaremos la meta señalada utilizando las pistas de que dispongamos. Me siento como un perro, con el hocico pegado al suelo, olfateando un rastro. Tendrás que convertirte en un perro de caza, Tommy. Habrás de ir de un sitio para otro. Como has estado haciendo hasta ahora. Tendrás que hacer averiguaciones por tu cuenta. Tiene que haber gente por los alrededores que esté informada de determinados hechos, por lo que les ha sido referido... Habrán oído ciertos relatos. Sabrán de algunos rumores, de habladurías...

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