La puerta del destino (30 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: La puerta del destino
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—Albert, entretanto, observaba lo que pasaba en el dormitorio mirando por el resquicio de la puerta.

—Fue una buena idea encerrar a Hannibal en el cuarto de baño, dejando, claro está, la aldabilla medio suelta. Ya sabes que a Hannibal se le da bien lo de abrir puertas. Salió de su encierro hecho un tigre de Bengala.

—Muy atinada tu imagen, querida.

—Supongo, Tommy, que el señor Crispin, o como se llame ese hombre, habrá dado fin ya a sus indagaciones. Sin embargo, me pregunto cómo relacionará a la señorita Mullins con Mary Jordan o con una figura peligrosa como la Jonathan Kane... Son, en fin de cuentas, seres del pasado...

—No creo que se hayan limitado a encajarse en el pasado. Pienso que puede haber una nueva edición, por así decirlo, de ese hombre. Hay muchos jóvenes amantes de la violencia, de la violencia a cualquier coste, además, en la actualidad; tenemos a los superfascistas de hoy, quienes añoran los días espléndidos de Hitler y su alegre grupo.

—He estado leyendo
Count Hannibal
—informó Tuppence a su esposo—. Es una de las mejores obras de Stanley Weyman. Figura entre los volúmenes que Alexander había reunido arriba.

—¿Y qué hay sobre ese libro?

—Verás... Estuve pensando que actualmente todo sigue igual. Y que, probablemente, siempre ha ocurrido lo mismo. Pensaba en los pobres niños que se encuadraron en la Cruzada Infantil, saturados de alegría, de vanidad, ¡pobrecillos! Pensaban ellos que habían sido designados por el Señor para liberar Jerusalén, que el mar se abriría ante todos para que pudieran continuar su camino, como hizo Moisés, según la Biblia. Tenemos ahora a lindas chicas y jovencitos que comparecen todos los días ante los tribunales por haber atropellado a algún viejo pensionista o persona ya entrada en años, poseedores de una pequeña cantidad de dinero, titulares de una modesta cartilla de ahorros. Evoqué la Matanza de San Bartolomé... Fíjate en que todas esas cosas suceden de nuevo. Recientemente fueron mencionados los nuevos fascistas en conexión con una universidad perfectamente respetable. ¡Oh, bien! Supongo que nadie nos dirá nunca nada. ¿Crees realmente que el señor Crispin averiguará algo más acerca de un escondite que nadie ha descubierto todavía? Las cisternas... Acuérdate de algunos robos de bancos. Los ladrones suelen esconder su botín en las cisternas. Yo diría que son sitios demasiado húmedos para ocultar en ellos algo. ¿Crees que cuando haya dado fin a sus investigaciones, o lo que esté haciendo, volverá aquí para continuar cuidando de mí... y de ti, Tommy?

—Yo no necesito que cuide mí —repuso Tommy.

—No tengo más remedio que tildar de arrogante tu actitud —dijo Tuppence.

—Me figuro que volverá para despedirse de nosotros.

—¡Oh, sí! Por el hecho de ser un hombre de buenas maneras, ¿no?

—Querrá asegurarse de nuevo de que te encuentras bien.

—He sido herida levemente y el médico se ocupa ya de eso.

—Siente una gran afición por la jardinería —afirmó Tommy—. Es lo que he creído ver en él, al menos. Desde luego, es cierto que trabajó para un amigo suyo que se llamaba Solomon. Solomon murió hace algunos años, pero estimo que de este modo disfruta de una excelente cobertura. Puede decir con toda tranquilidad que trabajó para él y la gente se inclina a creerle en seguida. Da, pues, la impresión, inmediatamente, de actuar
bona fide
.

—Sí. Supongo que es preciso siempre reparar en tales detalles —contestó Tuppence.

Sonó el timbre de la puerta y Hannibal se lanzó como un auténtico tigre sobre ella, dispuesto a acabar con cualquier intruso que pretendiera penetrar en la casa sin previa autorización de sus dueños. Tommy volvió con un sobre en las manos.

—Está dirigido a los dos. ¿Lo abro? —consultó.

—Adelante —repuso Tuppence.

Tommy lo abrió.

—¡Vaya! Esto plantea unas posibilidades para el futuro.

—¿De qué se trata?

—Es una invitación del señor Robinson. Para ambos. Nos invita a cenar con él dentro de un par de semanas. Cree que para entonces te habrás repuesto del todo y que volverás a ser la de siempre. La cena será en su casa de campo. Por Sussex, creo.

—¿Crees que con ese motivo nos hará alguna revelación? —inquirió Tuppence.

—Puede ser.

—¿Qué te parece si me llevo mi lista? El caso es que me la sé de memoria, sin embargo.

Tuppence la leyó rápidamente.


La Flecha Negra
, Alexander Parkinson, los taburetes de loza de la época victoriana Oxford y Cambridge, Grin-hen-Lo, KK, el vientre de «Mathilde», Caín y Abel, «Truelove»...

—Ya está bien, mujer —dijo Tommy—. Eso parece un acertijo.

—Lo es —confirmó ella—. ¿Crees que habrá en casa del señor Robinson alguien más aparte de nosotros?

—El coronel Pikeaway probablemente.

—En ese caso será mejor que me lleve unas tabletas contra la tos, ¿no te parece? De todas maneras, tengo ganas de conocer al señor Robinson. Me cuesta trabajo creer que sea tan fornido como tú aseguras... ¡Oh! ¡Ay, Tommy! ¿Has pensado que dentro de dos semanas se presentará aquí Deborah con los niños, a fin de pasar una temporada con nosotros?

—Cuando viene Deborah y los pequeños es la semana próxima, querida.

—Menos mal. Así, pues, todo está en orden —comentó Tuppence.

Capítulo XVI
-
Los pájaros vuelan hacia el sur

—Creí que era ése el coche...

Tuppence, en la puerta de la casa, observaba un tanto nerviosa la carretera. Esperaba de un momento a otro la llegada de Deborah y los tres pequeños. Albert emergió por una puerta lateral.

—El que usted acaba de ver era el coche de la tienda de comestibles. ¿Querrá usted creerlo, señora? Los huevos han vuelto a subir. Jamás volveré a votar por el gobierno actual. La próxima vez votaré a los liberales.

—¿Será necesario que le eche un vistazo al pastel de fresas de esta noche, Albert?

—Yo creo que no. He visto hacerlo muchas veces y me parece que ha salido como usted quiere.

—Usted acabará siendo un gran «chef», Albert. Se trata de la golosina favorita de Janet.

—He hecho, además, una tarta de miel, cosa que al señorito Andrew le gusta mucho.

—¿Están las habitaciones preparadas?

—Si. La señora Shacklebury llegó a buena hora esta mañana. En el lavabo del cuarto de baño puse el jabón que tanto le agrada a la señorita Deborah.

Tuppence respiró aliviada al saber que todo estaba preparado para recibir adecuadamente a los suyos.

Oyóse un claxon a lo lejos y unos minutos más tarde llegaba el coche esperado, conducido por Tommy. De él se apearon en seguida Deborah, una mujer de cerca de cuarenta años, todavía muy hermosa; Andrew, de quince; Janet, de once, y Rosalie, de siete.

—¡Hola, abuela! —gritó Andrew.

—¿Dónde está Hannibal? —preguntó Janet.

—¿Dónde está mi té? —inquirió Rosalie, muy predispuesta siempre a llorar.

Se intercambiaron los besos y abrazos de rigor, Albert se ocupó de los equipajes de los viajeros. Entre las cosas de éstos figuraban una pecera con carpas doradas y una ratita blanca, en su jaula.

—Conque éste es el nuevo hogar, ¿eh? —dijo, Deborah, abrazando a su madre.

—¿Podemos corretear por el jardín? —quiso saber Janet.

—Después del té —contestó Tommy.

—Quiero mi té —insistió Rosalie, con una expresión que daba a entender que lo primero era antes.

Entraron todos en el comedor. El diligente Albert había preparado ya la mesa.

Tras el té, salieron de la casa. Los chiquillos se dedicaron a explorar el jardín, en busca de posibles tesoros, en compañía de Tommy y Hannibal, que en seguida se habían incorporado al jolgorio general. Deborah, que se mostraba severamente solícita con su madre, inquirió:

—He oído contar algunas cosas raras acerca de ti, mamá. ¿Qué has estado haciendo últimamente?

—¡Oh! Hemos tenido que movernos para instalarnos aquí con alguna comodidad —replicó Tuppence, evasiva.

Deborah, naturalmente, no se dio por satisfecha con aquella contestación.

—Tú has estado haciendo algo... ¿Verdad que sí, papá?

Tommy había regresado junto a ellas llevando a su espalda a Rosalie. Janet y Andrew continuaban inspeccionando el nuevo escenario de sus juegos.

—Has estado haciendo algo especial... —repitió Deborah, volviendo al ataque—. Has estado jugando a ser la señora Blenkinsop de nuevo. Derek oyó decir unas cuantas cosas y me escribió contándomelo.

Ella asintió al mencionar Deborah el nombre de su hermano.

—Derek... ¿Qué puede saber Derek? —preguntó Tuppence.

—Derek siempre está bien informado.

—Y para ti también hay, papá —dijo Deborah, volviéndose hacia su padre—. Tú también has andado mezclado en cosas raras. Yo creí que habíais venido aquí a disfrutar en paz de vuestro retiro, a llevar una existencia tranquila, a pasarlo lo mejor posible...

—Tal era nuestra idea —repuso Tommy—, pero el Destino lo dispuso todo de otra manera.

—La Puerta del Destino —dijo Tuppence—. La Caverna del Desastre, el Fuerte del Temor...

—Eso es de Flecker —manifestó Andrew, con consciente erudición.

Era muy aficionado a la poesía y esperaba llegar a ser él mismo un gran poeta. A continuación, dio la cita completa.

«Cuatro grandes puertas tiene la ciudad de Damasco...

La Puerta del Destino, la Puerta del Desierto...

No pases por ella, ¡oh, caravana!, o pasa sin cantar.

¿Has oído ese silencio donde los pájaros están muertos,

aunque algo haya imitado el gorjeo de un pájaro?»

En aquel instante, unos pájaros se deslizaron sobre sus cabezas, abandonando el tejado de la casa.

—¿Qué pájaros son ésos, abuela? —preguntó Janet.

—Son golondrinas que vuelan hacia el sur —contestó Tuppence.

—¿Ya no volverán más por aquí?

—Sí. Regresarán el próximo verano.

—¡Y cruzarán La Puerta del Destino! —exclamó Andrew, mostrando una gran satisfacción.

—Esta casa fue llamada en otro tiempo «Swallow's Nest
[5]
» —explicó Tuppence.

—Pero pensáis dejar esta casa, ¿no? —inquirió Deborah—. Papá me dijo en una de sus cartas que estabais buscando otra.

—¿Por qué? —preguntó Janet—. A mí me gusta ésta.

—Os daré unas cuantas razones —dijo Tommy. Sacó un papel de uno de sus bolsillos y leyó la siguiente relación:

La Flecha Negra
. Alexander Parkinson,

Oxford y Cambridge, taburetes de terraza victorianos,

Grin-hen-Lo,

KK,

Vientre de «Mathilde»,

Caín y Abel,

«Truelove»...

—Basta ya, Tommy... Esa lista es mía. Nada tiene que ver contigo, querido.

—Pero, ¿qué significa? —preguntó Janet, siempre ansiosa de saber.

—Parece una relación de pistas para una historia detectivesca —explicó Andrew, quien en sus momentos menos poéticos gustaba de tal género de literatura.

—Es realmente una relación de pistas —dijo Tommy—. Y la razón de que en la actualidad andemos buscando otra casa.

—Pero a mí me gusta mucho ésta —insistió Janet—. Realmente es una casa muy bonita.

—Es una casa preciosa —opinó Rosalie—. Bizcochos de chocolate —añadió, acordándose de pronto de los que habían servido con el té.

—A mí también me gusta —declaró Andrew solemnemente.

—¿Y a ti por qué te desagrada, abuela? —inquinó Janet.

—¡Pero si yo pienso como vosotros! —exclamó Tuppence, con repentino e inesperado entusiasmo—. Yo quisiera seguir viviendo aquí...

—La Puerta del Destino —murmuró Andrew—. Es un nombre muy emocionante.

—Podríamos darle el nombre que tuvo antes, el de «Swallow's Nest» —sugirió Tuppence.

—¡Cuántas pistas! ¿eh? —comentó Andrew—. Podría hacerse toda una historia con ellas, un libro incluso...

—Con tantos nombres resultaría demasiado complicado —indicó Deborah— ¿Quién iba a leer un libro así?

—Te quedarías asombrada si supieras con detalle qué cosas lee la gente, cosas con las que, por añadidura, disfruta... —contestó Tommy.

Tommy y Tuppence intercambiaron una mirada.

—Mañana me agradaría pintar un poco —declaró Andrew—. Albert podría ayudarme. ¿Qué os parece si rotulamos la puerta de la finca con el nuevo nombre?

—Y así las golondrinas sabrán con certeza a dónde tienen que volver el verano próximo —dijo Janet.

La niña miró a su madre.

—No es mala idea —comentó Deborah.


La Reine le veut
—dijo Tommy, haciendo una leve reverencia en dirección a su hija, quien siempre consideraba que dar su real consentimiento en el seno de la familia constituía uno de sus privilegios.

Capítulo XVII
-
Últimas palabras: la cena con el señor Robinson

—¡Qué cena tan agradable! —exclamó Tuppence, paseando la mirada por los rostros de sus acompañantes.

Habían abandonado el comedor para congregarse en la biblioteca, en torno a una mesa en la que se había servido el café.

El señor Robinson, más corpulento de lo que Tuppence se lo había imaginado, sonreía tras una cafetera estilo georgiano, sumamente bella...Junto a él estaba el señor Crispin, que ahora respondía al nombre de Horsham. El coronel Pikeaway se había sentado al lado de Tommy, quien acababa de ofrecerle uno de su cigarrillos.

El coronel Pikeaway provocó la sorpresa de aquél al declarar:

—Jamás fumo después de cenar.

La señorita Collodon dijo:

—¿De veras, coronel Pikeaway? Es interesante, muy interesante —seguidamente, volvió la cabeza hacia Tuppence—. Tiene usted un perro muy bien adiestrado, señora Beresford.

Hannibal, que se hallaba tendido debajo de la mesa, con la cabeza descansando sobre uno de los pies de su dueña, levantó ésta adoptando una angélica expresión, la mejor de todo su repertorio. A continuación, movió el rabo, complacido.

—Tengo entendido que se portó como un fiero can —dijo el señor Robinson, mirando, divertido, a Tuppence.

—Debiera haberle visto usted en acción —indicó el señor Horsham, alias Crispin.

—Si es invitado a cenar en algún sitio sabe comportarse como es debido, sabe estar a tono con las circunstancias —explicó Tuppence— Él se da cuenta de que le da prestigio alternar en el seno de la buena sociedad —Tuppence se volvió hacia el señor Robinson—. Fue usted muy amable al ordenar que le fuese servido un plato de hígado. Le gusta con locura el hígado.

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