—Lo sé, Sen, lo sé, y no digo que hubiera sido una elección mejor. No quería decir eso, y no encuentro forma de explicar debidamente lo que siento. Lo único que puedo decir es —vaciló—… que temo que podamos correr peligro de ser arrastrados por mareas que no podemos controlar y en las que no podemos siquiera influir, y que esas mareas podrían muy bien ahogarnos si no ponemos toda nuestra atención.
Los miró a todos, uno por uno, esperando su acuerdo o su disensión, pero parecía que por el momento ninguno quería hablar. Karuth, al contemplar también los rostros de sus compañeros, sintió que, tras las inquietantes palabras de la Matriarca, el tema de su discusión se había trasladado a otro plano nuevo y más peligroso. Insignificantes y prescindibles, había dicho Shaill. Peones en una partida que jugaban otros poderes más importantes. Pero Karuth dudaba que a los ojos de los dioses fuera ni siquiera eso. Los señores del Caos y del Orden estaban enfrascados en una batalla de ingenios que podía traer el desastre en todas las dimensiones del universo; ¿qué significaba entonces para ellos el destino de un simple mundo humano y sus habitantes?
Sintió de repente la necesidad de hablar, de hacer algún intento, por fútil que resultara, para apartarlos de aquel precipicio, y quizá también para calmar la sensación de terror impotente que amenazaba con adueñarse de ella.
—Shaill… —Su voz sonó extraña, y se aclaró rápidamente la garganta. Todos la miraron—. Shaill, hablaré con nuestro señor Tarod, si Tirand está de acuerdo. Poca esperanza tengo de que su respuesta sea más favorable que la de nuestro señor Ailind; pero, si Tirand lo aprueba, no perdemos nada intentándolo.
—¿Y si Tirand no está de acuerdo? —dijo la Matriarca—. Entonces, ¿qué?
Karuth comprendió que aquello formaba parte de la prueba de Shaill. La Matriarca les pedía a ella y a Tirand que confiaran mutuamente, como siempre habían hecho antes de la pelea. ¿Confiaba en Tirand?, se preguntó Karuth. Porque, si no lo hacía, todo lo ocurrido aquella noche no era más que una farsa.
Tirand la miraba con intensidad. Se dio cuenta, con un pequeño sobresalto, que había perdido la capacidad de juzgar sus pensamientos por la expresión de su rostro. Antes eso era algo que, como la confianza, daba por seguro, y de repente sintió una desesperada necesidad de la antigua seguridad, la sensación de que podía recurrir a otro ser humano, y no a un dios cuyos motivos no dejaban lugar para las limitaciones y preocupaciones de los mortales.
Miró a su hermano a los ojos.
—Si Tirand no está de acuerdo, entonces como adepto del Círculo acataré la palabra de mi Sumo Iniciado, y no haré nada.
El débil suspiro que agitó el rancio aire de la biblioteca no fue fruto de su imaginación, pero nunca sabría si escapó de los labios de Shaill, Sen o Tirand. La Matriarca miró a Tirand.
—¿Bien, Sumo Iniciado? Creo que el dado se encuentra en tu lado del tablero.
Tirand se miró las manos durante varios segundos. Luego alzó la cabeza.
—Estoy de acuerdo. Habla con Tarod del Caos. Lo apruebo. Pero si tu súplica no sirve de nada… —No concluyó la base, y Sen lo hizo por él.
—Si fracasa la súplica al Caos, entonces volveremos a hacer planes por nuestra cuenta. De hecho, creo que de todos modos deberíamos hacerlos. No quiero ofenderte, Karuth, pero ya has reconocido que las probabilidades de éxito son muy remotas. —Karuth mostró su acuerdo, y el adepto prosiguió—: Tengo el esbozo de una idea. No es mucho para empezar, pero podríamos sacar algo de ello.
—Cualquier cosa es mejor que nada, Sen —dijo la Matriarca con una mueca—, y pareces ser el único que tiene una sugerencia que hacer. Cuéntanos.
—Muy bien. —Sen se inclinó hacia adelante y apoyó los codos encima de la mesa—. Pienso que no tenemos ninguna probabilidad de romper el encantamiento de Calvi a menos que primero lo apartemos de las garras de la usurpadora. Mientras siga junto a ella, no podemos afectarlo. Por lo tanto, me pregunto si no podríamos crear una diversión que la aparte de él y la distraiga, digamos durante una o dos horas, el tiempo justo para que destruyamos el sortilegio y lo hagamos volver a sus cabales.
—Es una posibilidad. —Tirand parecía interesado aunque cauteloso—. Pero ¿qué clase de distracción podríamos concebir que la atrajera corriendo?
—Bueno… —Sen pareció de pronto reacio a mirar a Karuth a los ojos—. Parece querer mucho a su pequena mascota rata, el traidor, Strann. —Retrocedió un tanto cuando escuchó a Karuth aspirar bruscamente, pero por lo demás no hizo caso—. ¿Y si le ocurriera un desgraciado accidente…?
Hubo un momento de silencio. Luego surgió la voz de Karuth con la fuerza discordante de la cuerda de un instrumento al romperse.
—¡No!
—Oh, dioses… —exclamó Sen en tono apagado.
La Matriarca se inclinó y cogió a Karuth del brazo.
—¡Querida, no debes permitir que los sentimientos te empañen el juicio! Piensa, te lo ruego, antes de reaccionar. Sé que todavía quieres a Strann, ¡pero debes olvidarte de ellos de una vez por todas y reconocer la verdad acerca de él!
—No se trata de… —comenzó a decir Karuth, pero Shaill no la dejó acabar.
—Karuth, escúchame con atención. Debemos considerar con todo detenimiento la idea de Sen, porque puede llevarnos a encontrar una forma de salvar a Calvi. ¿No es eso más importante, mucho más importante, que la vida de un traidor que no ha hecho más que traerte tristeza y dolor? —Miró a sus colegas para que la apoyaran. Alyssi asintió enérgicamente, pero ni Sen ni Tirand le sostuvieron la mirada.
Karuth permaneció sentada, con el rostro inexpresivo, y no dijo nada. Shaill le dio unas palmaditas maternales en la mano.
—Vamos, creo que deberíamos analizar la sugerencia de Sen. Podría muy bien ocurrir que…
—Shaill —la interrumpió el Sumo Iniciado con calma—, creo que sería una buena idea posponer las conversaciones hasta mañana.
—Pero, Tirand…
—No. —Todos conocían aquel tono de voz, por amable que fuera. Tirand les estaba recordando quién tenía la última autoridad allí—. En las presentes circunstancias, creo que deberíamos darle tiempo a Karuth para reflexionar acerca de sus sentimientos y reacciones. No es justo esperar que acepte esto sin quejas. Además, es tarde, y haríamos bien en dormir un poco antes de que amanezca, si no queremos despertar sospechas.
Shaill titubeó, pero acabó cediendo.
—Sí, supongo que tienes razón. Pero el tiempo no está de nuestra parte.
—Lo sé. De todas formas, esperemos a que Karuth haya hablado con nuestro señor Tarod. Hay todavía una oportunidad de que no tengamos que pensar en el plan de Sen. —Se levantó de su asiento, dando la reunión por terminada—. Será mejor que no salgamos todos juntos. Sen, acompaña a la Matriarca y a Alyssi, y Karuth y yo os seguiremos dentro de unos minutos. Coge esta linterna. Yo llevaré la otra y me ocuparé de que no queden señales de nuestra presencia.
Un tanto apaciguados, dieron las buenas noches, y Karuth vio que el grupo de Sen subía por la escalera, con la linterna agitándose como una luciérnaga en la oscuridad. Le latía el corazón como si tuviera martillos bajo las costillas, y de pronto la biblioteca le pareció sofocante y cerrada. Tirand, junto a la puerta, los observó hasta que la linterna se perdió de vista; luego se volvió y, cogiendo la segunda linterna, revisó la sala abovedada para asegurarse de que nadie había olvidado una pista reveladora. Karuth lo miró mientras se movía metódicamente alrededor de la mesa, sumida en un mar de dudas. No podía hacerlo. No podía. Todo este tiempo, incapaz de confiar en él, incapaz de confiar en su apoyo… Tal vez la herida se había cerrado, pero ¿podía un pequeño gesto ritual borrar de verdad todo lo ocurrido? ¿Era suficiente?
¿Qué habría hecho hace un año? La respuesta era clara: le habría dicho la verdad, toda la verdad, y no se le habría ocurrido ni por un instante la posibilidad de que él fuera a traicionar su confianza, porque esa posibilidad sencillamente no existía. Pero ahora…
Lanzó un pequeño gemido involuntario de inquietud, y Tirand se detuvo y la miró.
—Karuth…
Dioses, pensó ella, lo sabía. Quizás ella había perdido la antigua empatia, pero él no. Lo notó en la súbita intensidad de su mirada, en cómo se tensó su rostro. No la desafiaría directamente, pero era consciente de su conflicto. Tenía que decidir cómo actuar. Y, fuera cual fuese su decisión, el riesgo era tan grande que daba miedo.
Entonces recordó algo. Un gesto que sellaría una promesa sin peligro de que pudiera ser rota. Pero pedírselo… ¿sería un insulto, una prueba de que todavía no confiaba en él? ¿Lo indispondría con ella y desharía todo lo logrado aquella noche? Karuth esperó otro momento y decidió que, con riesgo o sin él, debía hacerlo. Podía ser su única esperanza.
Habló, y su voz le pareció la de otra persona.
—Tirand…, si te pidiera que hicieras conmigo un juramento de sangre, ¿qué dirías?
—¿Un juramento de sangre? —La mezcla de sangre era la forma más solemne de sellar un pacto, y nadie, menos aún un adepto del Círculo, rompería jamás semejante juramento en ninguna circunstancia. La expresión de Tirand cambió con rapidez pasando por diferentes estados, de sorpresa a consternación y luego a incertidumbre. Por fin su rostro se tranquilizó y la miró con firmeza.
—Si tan vital es para ti, lo haré.
—Lo es —repuso ella, tapándose la cara con una mano—. Oh, lo es. Es lo que dijo Sen, antes de que dieras por terminada la reunión… pero nadie más debe saberlo, Tirand. Ni Sen, ni Shaill, nadie. —El pánico se apoderó de ella, pero lo reprimió. No podía soportar aquello sola. Y, por una tremenda ironía, tras los acontecimientos de aquella noche, Tirand era el único en quien se atrevía a confiar.
Miró la vieja e irregular mesa donde tan sólo hacía unos minutos todos habían estado sentados.
—Tirand —dijo luego con calma—, lo que Sen ha sugerido esta noche no puede ser aprobado. Strann no me ha engañado. Hemos estado trabajando juntos, por petición de nuestro señor Tarod…, y es tan traidor como tú y como yo.
T
irand se quedó mirando fijamente la brillante luz de la linterna que reposaba sobre la mesa, entre él y su hermana. No fue capaz de alzar la cabeza y sostener su mirada cuando habló.
—Karuth…, quisiera creer lo que acabas de decirme. Pero no sé si puedo.
Tan sólo dos horas antes, habría saltado, pensando que quería decir que era una mentirosa. Pero ahora se limitó a decir:
—Es verdad, Tirand. No me han engañado.
—¿Puedes estar segura de eso? ¿Cómo sabes que no se trata de un doble juego?
Ella sonrió con cierta tristeza.
—Soy humana. Si tuviera que confiar sólo en mi juicio, no podría estar segura. Pero Strann no podría engañar a nuestro señor Tarod.
Tirand estuvo a punto de decir que, si Ailind se había equivocado al juzgar a Strann, también la opinión de Tarod podría ser errónea. Pero tuvo que admitir que Ailind había reconocido la verdad de la primera historia de Strann, y su lealtad al Caos. Cuando Strann pareció cambiar de bando, el señor del Orden supuso simplemente que, al ser un cobarde, había decidido apuntarse a la facción más segura. Y aquella suposición, se recordó Tirand, podía no ser demasiado equivocada.
—Si pudiera hablar con Tarod… —dijo, ahora mirándola a la cara—. No es mi intención llevarte la contraria, pero oírlo de sus labios…
—Sí, lo entiendo —repuso Karuth, e hizo un pequeño gesto para dar a entender su propia incapacidad—. Una vez me dijo que, si lo llamaba en cualquier momento, respondería; pero no me gustaría suponer…
Se detuvo. La puerta de la escalera se había abierto silenciosamente y Tarod, enmarcado por las sombras que arrojaba la linterna, apareció en el umbral.
Ambos se pusieron rápidamente en pie, Tirand con tal agitación que casi tiró su silla. Tarod sonrió a Karuth y luego se dirigió a Tirand.
—Buenas noches, Sumo Iniciado. ¿He de presumir que las relaciones entre tú y tu hermana han sufrido algún cambio desde nuestro último encuentro? —Enarcó una ceja inquisitivamente, y, al ver que Tirand estaba demasiado turbado para contestar, Karuth lo hizo por él.
—Mi hermano y yo nos hemos reconciliado formalmente, mi señor.
—Así que la Matriarca se ha salido con la suya. Pensé que no tardaría en conseguirlo. Es una mujer tremendamente decidida, y llena de sentido común.
Karuth se ruborizó y cambió de tema.
—Mi señor, queríamos hablar con vos… —Vaciló, preguntándose cuánto tendría que explicar. La aparición repentina e inesperada de Tarod cuando el deseo de verlo apenas se había formado en su mente la había desconcertado y no podía imaginar cuánto, o cuan poco, sabía ya el dios. Tirand, sin embargo, había recobrado la compostura y tomó la palabra.
—Monseñor, Karuth me ha contado que Strann no ha traicionado al Caos —dijo—. No es que dude de su palabra, pero quiero estar seguro de que su creencia es cierta.
Tarod pareció sorprendido y, con lo que podría haber sido un ligero ramalazo de ira, se volvió a Karuth.
—¿Qué le has contado?
Ella bajó la vista.
—Todo, mi señor. —Luego alzó de nuevo la cabeza, con una expresión que mezclaba la súplica con el desafío—. ¡Tenía que confiar en alguien! ¡Hay un plan en marcha para utilizar a Strann en un complot para rescatar a Calvi, y eso podría significar su muerte!
Los ojos del señor del Caos ardían como fuego helado.
—¿Y consideras eso motivo suficiente para confiar su secreto a uno de los servidores más fieles del Orden?
—¡Fue motivo suficiente el confiar en mi hermano! —contestó con tono suplicante—. Nadie más podía prohibir que el plan se llevara a cabo. —Recogiéndose la manga del abrigo, mostró su brazo derecho para enseñar un pequeño corte reciente, justo encima de la muñeca—. Hemos hecho un juramento de sangre. Tirand no me traicionará a Ailind.
Tarod se volvió y dirigió una feroz mirada a Tirand.
—¿Bien, Sumo Iniciado?
Tirand también se arremangó y mostró un corte parecido.
—Puedo ser un fiel servidor del Orden, mi señor Tarod, pero no hago juramentos de sangre a la ligera… ¡y no los quebranto! —declaró con dureza.
Los ojos de felino siguieron clavados en él durante unos segundos. Tirand no cedió, no desvió la mirada, y de pronto la actitud de Tarod se hizo más relajada y los fuegos de color esmeralda perdieron la furia.