La promesa del ángel (50 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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Transcurre un rato antes de que el resplandor de su lámpara emerja de nuevo a la superficie de la cripta. La fisonomía del abad ha cambiado por completo: regueros de sudor inundan las profundas arrugas que surcan su rostro, sus ojos están llenos de estupor. Almodius apoya los pies en el suelo de la Virgen Soterraña. Lívido, mira el cuerpo sin cabeza de Román, que yace boca abajo junto a la espada de san Miguel. Permanece largo rato postrado ante la escena. Alzando los ojos al cielo, el anciano exhala un largo suspiro de dolor. Luego, recoge los extremos de su capa, se santigua y, con paso vacilante, se dirige hacia la puerta de la cripta. En ese momento, un ruido sordo, a su espalda, lo sobresalta. El abad se vuelve hacia los coros gemelos. Una silueta sale de la oscuridad y avanza hacia Almodius lentamente, como una fiera salvaje segura de que va a atrapar a su presa. Con los ojos desorbitados por el miedo, el abad retrocede hacia un muro de la nave. La enorme sombra continúa avanzando.

—No, es imposible… —masculla Almodius, presa del terror, pegado al muro.

Entonces, una mano vengadora se alza por encima de su cabeza.

Capítulo 15

Sentado en la cama, el padre Placide no aparta los ojos de la pared donde está el grabado que representa el Monte.

—Los tres pilares de mi existencia siempre han sido el silencio, la liturgia y los libros —explica—. La voz de los libros a veces es ensordecedora, pero a mí siempre me han gustado las notas con que me llenaba la cabeza, pues es el canto de los hombres liberados del tiempo.

Johanna arde de impaciencia, pero calla para dejar que el anciano encuentre a su ritmo el camino de las palabras abandonadas.

—Antes de trasladarme a él —dice, señalando el Monte—, estaba en la abadía de Solesmes y trabajaba en la nueva biblioteca, construida después de la última guerra. Allí no quedaba nada de los manuscritos medievales y casi nada de los archivos anteriores a la Revolución, pues, contrariamente a él, que es un valiente guerrero, mi abadía no sabía defenderse y fue víctima de las vicisitudes de la Historia. Mientras que, durante toda la guerra de los Cien Años, el Monte resistió y no cayó nunca en manos del enemigo, Solesmes fue tomada por los ingleses, ocupada y destruida. Mientras que los preciosos libros del Monte fueron transportados a través de los arenales de la bahía hasta Avranches, durante la Revolución, la biblioteca de Solesmes fue saqueada. Observe que en aquella época, y más adelante, Inglaterra compensó sus ultrajes de la guerra de los Cien Años convirtiéndose en una tierra de asilo para los monjes de todas las abadías francesas, perseguidas por la Revolución. Yo creo que, en el fondo, los bravos monjes del Monte y los ingleses se parecían…, ese temperamento peculiar de los insulares, que preservan a toda costa su libertad. En mi opinión, lo que los ingleses no habían perdonado era la victoria de Guillermo el Conquistador, aunque el normando les hubiera aportado mucho.

Guarda silencio un instante y de pronto parece despertar de un sueño.

—Guillermo el Conquistador no tiene nada que ver con esto… Mis palabras divagan y se pierden en mi cabeza —confiesa—. Hace tanto tiempo que las encerré que se vengan intentando escapar juntas.

—¡Pues déjelas! —dice Johanna con una sonrisa llena de ternura—. Las atraparemos al vuelo y las colocaremos en su sitio.

—No, no, señorita, el orden y el rigor son hijos de la virtud. En el caos no hay salvación. Deme un poco de agua, por favor.

Johanna obedece. Su presencia debe de fatigar al octogenario. Hablar es una facultad natural para la mayoría de los hombres; para él es un lujo del que, como buen monje, se ha privado. Sin embargo, en cuanto ha bebido, el padre Placide parece querer reconciliarse con la opulencia del verbo. Johanna vuelve a ocupar su sitio a sus pies.

—Como decía, estaba en Solesmes —continúa—, donde me ocupaba de los numerosos libros editados o comprados por la abadía. En 1966, con motivo de la gran fiesta del milenario monástico, André Malraux aceptó la idea de un regreso provisional de los monjes al Monte. A lo largo de nueve meses pasaron un centenar de hermanos de diferentes monasterios benedictinos, cistercienses y trapenses por la abadía. Hasta 1969 no se instaló de forma duradera una pequeña comunidad. Mi abad me ordenó que fuera para ocuparme de los manuscritos de la abadía. Yo ya tenía cincuenta años, pero fue precisamente eso lo que incitó a mi superior a enviarme allí: quería hombres con experiencia, capaces de soportar la rudeza del clima y las incomodidades del lugar, sobre todo la proximidad y la abundancia de fieles y turistas, aunque estos últimos no eran tan numerosos como ahora.

Se interrumpe un instante y respira profundamente. Junto a la cama hay una botella de oxígeno, pero no parece necesitarla. Una energía nueva se ha apoderado de él.

—Nada más llegar, el misterio grandioso de ese lugar me atrapó, y también me di cuenta enseguida de que los manuscritos de Avranches se hallaban en un estado lamentable. ¡Corrían un gran peligro de desaparecer!

—Sí, lo sé —lo corta Johanna—. El conservador me ha contado cómo luchó usted por salvarles la vida.

—Por desgracia, lo que quedaba era ya muy poco comparado con los tesoros que poseía la abadía medieval. No sé qué milagro se produce, pero en cuanto te acercas a ellos, el Monte y el Arcángel te inspiran un deseo irrefrenable de combatir por ellos. ¡Te confieren una fuerza, un valor y una voluntad increíbles!

Du Guesclm y los caballeros franceses de la guerra de los Cien Años que se sucedieron para defender el Monte durante los ciento quince años que duró esa guerra, en particular durante el asedio de la peña, sin duda estarían de acuerdo con el padre Placide. Johanna espera que el anciano le hable de un documento perdido en las estanterías de la biblioteca de Avranches y que ella no ha sido capaz de encontrar. Le sorprende el giro que toma el relato del monje.

—Hace unos veinticinco años, cuando estaba en lo más duro de mi batalla para salvar los manuscritos, recibí la visita de un hermano benedictino, un antiguo codicólogo inglés.

La joven frunce el entrecejo.

—Era prior de la abadía benedictina de Ampleforth, en el norte de Gran Bretaña, cerca de York, y había ido a Solesmes para participar en un encuentro de superiores de las diversas congregaciones de nuestra orden. Por suerte, hablaba francés mejor que yo inglés. Traía un regalo para la abadía del Monte. Me entregó solemnemente, por orden de su abad, un pequeño cuaderno de tapas rígidas, oscuras y deterioradas, que reposaba en la biblioteca de su abadía y que él había encontrado hacía unos años al catalogar las obras. Esta databa del año 1823. Me explicó que el contenido del cuaderno se refería al monasterio de Mont-Saint-Michel; por eso, dado que volvía a haber monjes benedictinos en la montaña, me lo regalaba. Añadió que en lo sucesivo yo era el único depositario de ese extraño texto. No pareció querer extenderse sobre la cuestión y se marchó al congreso. Cuando, intrigado, abrí el cuaderno, encontré una hermosa y cuidada caligrafía, pero… en inglés. Las pocas palabras que había aprendido durante la guerra en las redes de la Resistencia no me permitían descifrar el manuscrito. Y mis hermanos «importados» de Boquen y de Bec-Hellouin al Monte se encontraban en la misma situación; la única lengua «extranjera» que practicábamos era el latín. Mi prior me recomendó a un laico al que conocíamos por su piedad y su humildad, un montesino de pura cepa, maduro, que había trabajado y vivido en Londres hasta que decidió retirarse del mundo de los negocios. Era un hombre discreto, muy religioso, que me recibió en su casa varias noches seguidas para hacerme la lectura del texto y me prometió no decir nada a nadie. El contenido de ese manuscrito supuso una gran conmoción en mi vida.

El misterio que rodea el cuaderno inglés empieza a despertar la curiosidad de Johanna.

—Había sido escrito en 1823, como he dicho, por un benedictino británico de la abadía de Ampleforth llamado Aelred Croward. Había sido redactado en el siglo XIX, pero los sucesos que relataba eran más antiguos.

«¡Ya está! ¡Va a hablar de la Edad Media, de la Virgen Soterraña y del monje decapitado!», piensa Johanna.

—En realidad, Aelred Croward había trasladado al papel un relato narrado, en su lecho de muerte, por otro fraile de Ampleforth originario de la abadía de Mont-Saint-Michel. Se llamaba José Larose, fray José o, según el uso de los maurinos, dom Larose.

—Pero ¿qué hacía un monje del Monte en Inglaterra? —lo interrumpe Johanna.

—Usted sabe que en Inglaterra existían grandes y antiguos monasterios benedictinos: Westminster, Canterbury, Gloucester, Saint-Alban… —responde el padre Placide—, aunque fueron disueltos en el siglo XVI por Enrique VIII y más tarde por Isabel I, y aunque los católicos fueron perseguidos por los anglicanos; nuestra orden cuenta con muchos mártires ingleses. Resumiendo, en 1607 solo quedaba con vida un monje de Westminster; se llamaba fray Sigeberto Buckley, y se refugió en Francia. En su tierra de exilio, Dieulouard, cerca de Nancy, fundó un priorato benedictino que se desarrolló hasta la Revolución francesa. En 1791 fue Francia la que suprimió las órdenes monásticas, persiguió a los religiosos, los encarceló y los ejecutó, y Gran Bretaña la que se convirtió en tierra de asilo. Así que fray Anselmo Bolton y sus monjes de Dieulouard regresaron a su patria y fundaron un nuevo monasterio en el norte, en Ampleforth. Acogieron a numerosos monjes franceses que habían huido de su país, en especial bretones y normandos, para quienes el camino de Albión era el más cercano. Habían coincidido con dom Larose y otros monjes del Monte en el barco que los llevaba a Inglaterra. Así fue como dom Larose los acompañó hasta Ampleforth y participó en la fundación de esa nueva abadía.

—Ahora comprendo mejor el origen del cuaderno, claro —lo interrumpe Johanna, que aprecia los conocimientos históricos del padre Placide, pero prefiere que le cuente la única historia que le interesa.

—El vínculo entre Francia y Gran Bretaña es mucho más fuerte de lo que se cree y siempre me ha interesado —prosigue Placide—. Desde la conquista de Inglaterra por Guillermo el Conquistador y el imperio Plantagenet, nuestros destinos se cruzan de un modo curioso. Colectivamente, hemos combatido violentamente unos contra otros, pero individualmente sabemos que el otro es un refugio seguro en caso de peligro en el propio país.

—Y dom Larose también lo sabía —dice Johanna, que empieza a impacientarse.

—Ah, dom Larose, sí… En resumen, no regresó nunca a Francia y murió en Ampleforth, en 1823. Ese cuaderno contiene la extraña historia que le contó a fray Aelred antes de dormirse en el Señor.

—¿Cree que tendrá fuerzas para contarme esa historia, padre?

—Soy viejo, pero tengo más energías de lo que parece —dice maliciosamente el padre Placide—, y si en algún momento desfallezco, san Miguel me infundirá fuerzas —añade, mirando el grabado—. Unos quince años antes de la expulsión de los monjes del Monte por la Revolución, hacia 1775, en la montaña sucedieron unos extraños acontecimientos de los que el joven dom Larose…, en aquella época tenía alrededor de veinte años…, fue testigo. En aquellos tiempos, el Monte, entre un buen número de monasterios más, estaba en manos de los frailes negros de la congregación de San Mauro, un movimiento benedictino reformado. Tenían mucho que hacer en la peña: las construcciones se venían abajo, no había dinero para reparaciones… La guerra de los Cien Años y posteriormente las guerras de religión habían arruinado el monasterio en el terreno práctico, y el nacimiento de la imprenta había sellado hacía tiempo el fin de los scriptoria. Las mentalidades habían evolucionado con el auge de las ciudades y el advenimiento de las órdenes mendicantes y más tarde de los jesuitas: las vocaciones se apartaban del monaquismo contemplativo, en pleno declive… Sí, la «edad de oro» medieval había pasado, y era una lenta agonía. Con todo, mejor o peor los frailes vivían en la Maravilla, dedicados a lo que daba fama a los maurinos: el trabajo de investigación y de conservación histórica. Desgraciadamente, no dispusieron de medios para restaurar los edificios de la abadía y les dieron un curioso uso, pero es a los maurinos a quienes debemos la salvación de numerosos manuscritos medievales del
scriptorium
montesino que han llegado hasta nosotros. Dom Larose, al igual que la mayoría de sus hermanos, trabajaba en la biblioteca, trasladada a la cocina del siglo XIII, retirando de los manuscritos las encuadernaciones medievales dañadas por la humedad, cotejando las obras y uniéndolas en grupos de dos o tres con una nueva encuadernación de piel de becerro negra.

—Y un día, encontró un curioso manuscrito —lo interrumpe Johanna.

—En absoluto. Un día, el prior de la abadía contó en el capítulo que había sido testigo de una aparición sobrenatural en la cripta de la Virgen Soterraña. Había visto, en la escalera situada sobre el altar de la Santísima Trinidad, a un benedictino decapitado, y había oído a ese fantasma sin cabeza decirle en latín: «Hay que excavar la tierra para acceder al cielo».

La emoción hace enmudecer a Johanna.

—La noticia tuvo una enorme repercusión en el seno de la comunidad. Como le he dicho, eran tiempos muy turbulentos y todos temían por su salvación. Los hermanos estaban convencidos de que la aparición era una señal divina que el Arcángel dirigía a su prior, una exhortación celeste: a imagen y semejanza del monje sin cabeza, los hermanos tenían el espíritu extraviado. Si querían salvarse y seguir el camino del cielo, debían excavar las tinieblas de la Virgen Soterraña en busca de la luz de un tesoro inmaterial: la liberación de los pecados, la pureza, que constituye la eterna búsqueda de todo religioso. El prior designó para ayudarlo a tres hermanos de entre los más sabios y comenzaron a excavar bajo la Virgen Soterraña en busca de un ideal místico: la redención de las faltas humanas. De rodillas, a la luz de linternas, excavaban el suelo de tierra con las manos, en la semioscuridad, acompañando sus movimientos de fórmulas mágicas y cantos sacros para obtener el perdón. Apartaban tierra hasta llegar a la roca, que jamás dejaba de aparecer a unas decenas de centímetros de profundidad.

—¿Qué encontraron? ¿Volvieron a ver al monje decapitado?

—No, jamás. Espero que accedieran al cielo, porque los cuatro encontraron rápidamente la muerte.

—¿La muerte? —repite Johanna—. ¿Qué pasó?

—Dom Larose no lo explica con precisión. Yo creo que las circunstancias no estaban claras, pero, aparentemente, los cuatro monjes fueron asesinados.

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