La promesa del ángel (46 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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Johanna se puso como la grana y bajó la cabeza, desarmada. El conservador tenía razón. Era como si alguien calificara a su Hugo de Semur o su Judith de Bretaña de viejas carcasas, y sus pilares románicos de puñados de piedras. Apesadumbrada, le sonrió tímidamente. La pasión de aquel hombre por los libros antiguos hacía que le resultara muy interesante. Era la primera vez que se dirigía al jefe del servicio de conservación; normalmente se las arreglaba sola con las fichas, o bien pedía ayuda a un empleado. Pero ese día tenía tanta prisa, intuía el desenlace de su búsqueda tan cercano que había decidido consultar a Dios en lugar de a sus santos, y había ofendido al maestro.

—Le ruego que acepte mis disculpas —dijo en un tono sincero—. No…, no sé qué me ha pasado. Hace dos meses que busco y no encuentro nada, por eso estoy tan insoportable.

—Bueno, ha exhumado un fragmento de arco apuntado y algunos esqueletos; no es poca cosa, aunque no sea lo que anda buscando. Además, no querrá hacerme creer que está desesperada al cabo de dos meses, cuando se ha pasado dos años excavando en Cluny.

—¿Sabe quién soy?

—Hace dos meses que la veo varias veces por semana. He tenido tiempo de informarme —respondió, haciéndole un guiño—. No estamos en París; aquí resulta difícil pasar inadvertido. De todas formas, entre nosotros, no comprendo cuál es la relación entre la antigua capilla de San Martín, Judith de Bretaña y ese oscuro «fray Román» al que busca por todas partes. En 1063, Judith llevaba muerta más de cincuenta años…

Johanna estaba atónita. ¿Y si le enseñara su copia del manuscrito de Román? Ese hombre estaba familiarizado con ese tipo de textos; quizá leyéndolo se produjera un clic en su cabeza y recordara algo que había leído en sus libros. No acababa de decidirse. ¿Mantendría la boca cerrada? Si se comportaba como sus colegas arqueólogos, más valía callar… El bibliotecario pareció compadecerse de la joven.

—Mire —dijo, ajustándose las gafas—, se me acaba de ocurrir una idea. Yo no llevo aquí mucho tiempo y no he podido estudiar el contenido de las cuatro mil obras, pero conozco a alguien que les consagró treinta y cinco años de su vida.

Los ojos de Johanna se iluminaron como sendos faros.

—La verdad es que, si hemos podido salvarlas, ha sido gracias a él. Sufrían el ataque de la carcoma y de hongos microscópicos, y él removió cielo y tierra hasta que consiguió que le hicieran caso. Acudió una y otra vez a las autoridades municipales, departamentales y regionales; casi acabó por asaltar el Ministerio de Cultura. En 1986, ganó la batalla y trasladaron todos los volúmenes a la Biblioteca Nacional, que los curó mientras aquí se realizaban obras de reparación y de tratamiento de los locales para que estuvieran en condiciones. ¿No ha notado que la temperatura es constante, dieciocho grados? ¡Y hasta hay filtros para los rayos ultravioleta sobre las ventanas!

—¿Quién es ese hombre? ¿El antiguo conservador? —lo interrumpió Johanna.

—No, no, en absoluto. Aunque, de hecho, asumía esas funciones en el caso de las obras heredadas de la abadía, no tenía el título —contestó el conservador—. Se trata de un monje, de un benedictino bretón que llegó al Monte en 1966, cuando volvió a establecerse allí una comunidad religiosa. ¡Los primeros benedictinos que pisaron de nuevo el suelo de la abadía desde 1791, exactamente mil años después de que los primeros monjes negros conquistaran la montaña, figúrese!

Johanna abrió todavía más los ojos.

—Resumiendo, el abad le había encomendado la tarea de catalogar el patrimonio escrito de la abadía, o más bien de comprobar los daños… Se pasaba el día aquí y volvía al monasterio para el oficio de vísperas, en motocicleta, hiciera sol o lloviera. Se tomaba tan en serio su misión que en 2001, cuando los benedictinos se marcharon y cedieron el sitio a las hermandades de Jerusalén, él prefirió volver a su casa y jubilarse. Tenga en cuenta que ya había sobrepasado con mucho la edad.

—¿Cómo se llama?

—Placide, es el padre Placide. Sigue viviendo en Bretaña, en una residencia para religiosos que está en Plénée-Jugon, entre Diñan y Saint-Brieuc. Parece ser que al pobre le afectó mucho tener que separarse de sus queridos manuscritos y que se encerró en el silencio para esperar la muerte.

Johanna ya se había puesto en marcha. Desde la puerta, le dio las gracias a su informador y salió corriendo hacia el coche. No esperaba encontrar a esas alturas a un benedictino, un monje negro. Sin embargo, era evidente.

Se perdió dos veces, preguntó cuál era el camino y acabó por encontrar una construcción del siglo XIX con la fachada deslucida, al fondo de un parque infestado de zarzas por donde deambulaban monjes de piel y hábito de todos los colores. Se habían pasado la vida rezando, recluidos entre hermanos de la misma orden, pero envejecían mezclados: franciscanos, dominicanos, benedictinos, cistercienses, carmelitas… Los únicos puntos que todos tenían en común eran un curioso brillo en los ojos, el que confería estar retirado del mundo, y la vejez. Una hermana estuvo a punto de impedirle ver al padre Placide. No entendía lo que a una chica joven, ajena a la familia, podía ofrecerle un viejo que ya no quería ni hablar ni escuchar, solo esperar dormirse en el Señor. Pero a Johanna la movía una determinación demasiado firme para que se dejara amilanar por el silencio voluntario de un religioso. Acabó por conseguir el número de su habitación y subió los escalones de tres en tres. Comparados con los del Monte, eran bajos. La pintura de las paredes, de color cascara de huevo, se desconchaba y dejaba al descubierto otra capa de un gris lúgubre. La única nota alegre la ponían las puertas, pintadas de rosa, que por un segundo permitían creer que uno se encontraba en una maternidad. Llamó varias veces sin obtener respuesta. Se arriesgó a entrar. Un calor artificial y un olor de orina se le agarraron a la garganta. En una pared verdusca, frente a la cama, colgaba un grabado del Mont-Saint-Michel. Sobre la cama, rodeada de instrumentos médicos, yacía un organismo cadavérico cuyo hábito negro se desparramaba en pliegues antiguos. La cabeza era amarillenta, calva, con hilos blancos que se electrizaban a trozos. Parecía dormir, o morir. Las arrugas, cubiertas por una barba recia, formaban olas que hacían colgar las mejillas y flotar el cuello: la piel, separada de los músculos y de los huesos, llevaba una vida autónoma que se esparcía en dobleces salpicados de manchas oscuras. Debía de tener por lo menos ochenta años, quizá noventa. Johanna, incómoda, se sentó en una silla metálica que chirrió. El monje abrió los ojos y mostró unas pupilas acuosas como un cielo desvaído.

—Señor —dijo ella levantándose—. Perdón, padre… Usted no me conoce, me llamo Johanna, el conservador de la biblioteca de Avranches me ha dado su dirección.

Él se limitó a escrutar el grabado del Mont-Saint-Michel.

—Soy arqueóloga, historiadora medievalista —recitó como una niña—, y estoy haciendo unas excavaciones en la abadía del Mont-Saint-Michel.

Ante la evocación del Monte, se dignó mirarla. Sus ojos eran magníficos, pero estaban cubiertos por un velo translúcido. Al cabo de un instante, sin embargo, volvieron a apagarse, a quedar sumidos en un abismo. Sin más ni más, le volvió la espalda a Johanna. Pese a las advertencias del conservador de Avranches y de la bondadosa hermana, no se esperaba eso. ¡El espíritu de los manuscritos del monasterio estaba muerto! Permaneció callada. El solo le envió su eterno silencio.

—Padre, no quiero importunarlo en su legítimo descanso —dijo, en un nuevo intento—, pero usted es la única persona que puede ayudarme.

Mutismo. Como último recurso, buscó ayuda en el grabado del Monte: el aguafuerte, con cristal y un elegante marco dorado, estaba firmado por Georges Gobo y había sido editado por el Museo del Louvre; sin duda se trataba de un regalo de Monumentos Históricos con motivo de la marcha del monje. Vista desde el sur, en un momento de marea baja, la montaña se alzaba sobre un cielo cargado de brumas ondeantes en la cima. En la base, el dique acabado de construir era un camino de tierra, bordeado de barcas y barcos de pesca. El Monte tal como debía de ser a principios del siglo XX, tras el cierre de la prisión y las obras de restauración efectuadas por la III República, la época en que habían encontrado casualmente la Virgen Soterraña, emparedada, desfigurada y perdida desde finales del siglo XVIII. Ciento treinta años de olvido del alma ancestral del Monte. ¿Cuánto tiempo necesitaría Johanna para rescatarla? Lentamente, volvió la cabeza y observó la forma tendida que respiraba ruidosamente. ¿Cuánto tiempo…? De repente, cogió el bolso y sacó el cuaderno que contenía la confesión de Román. Después de todo, no tenía nada que perder. Había que jugarse el todo por el todo antes de que fuera demasiado tarde, y desde luego el padre Placide no iba a ir a contarle a nadie el contenido del testamento del constructor.

—Un colega acaba de descubrir esto en la abadía de Cluny, dentro de la tumba de un tal Pedro de Nevers —dijo a modo de introducción, sentándose a los pies de la cama—.
«Abadía de Cluny, Pascua del año de gracia de 1063. Al abad Hugo de Semur. Padre en Cristo…»

Mientras leía, notó que el padre Placide se movía, sintió su mirada clavada en ella, pero se obligó a no levantar la cabeza. Tan solo su voz delataba su emoción.

Cuando hubo terminado, suspiró y, cual una acusada en espera del veredicto, escrutó a su juez con temor. Este estaba sentado en la cama, con unas almohadas tras la espalda, y esa posición le daba un aspecto diferente, como si hubiera regresado al mundo de los vivos. Su mirada estaba inundada de una luz intensa pero grave. Tan solo sus manos, salpicadas de manchas, y su labio inferior se obstinaban en temblar. Johanna se mordió la lengua para no estropearlo todo hablando. Esperó.

—Es un espléndido descubrimiento —dijo por fin con voz débil—. Y usted, ¿qué busca?

—Oficialmente, busco osamentas medievales, en particular los restos de Judith de Bretaña, pero en realidad busco a fray Román, padre. En secreto, por supuesto. Debo conocer como sea el final de su historia.

—¿Por qué?

Lo había preguntado en un tono seco, tajante como una amenaza, que hacía suponer que sabía muchas cosas. Johanna no le había dicho nada sobre ella, pero el padre Placide, al igual que Simón, le leía el pensamiento. Ese hombre sabía que su búsqueda condicionaba toda su existencia. El también había sido penetrado por la quintaesencia sobrenatural de la peña, estaba convencida de ello. Johanna no dudó ni un segundo.

—El primer signo me fue enviado durante mi primera visita al Monte, cuando no era más que una niña —comenzó—. Hace de eso veintiséis años… Una noche, soñé con un benedictino que se balanceaba en lo alto de una gran torre, colgado de las cuerdas del campanario… Después, en un lugar que más tarde he identificado como la cripta de la Virgen Soterraña, apareció el cuerpo de un monje decapitado que decía en latín: «Hay que excavar la tierra para acceder al cielo»… La segunda vez fue en septiembre del año pasado, durante otra visita al Monte, adonde no había regresado desde la infancia. En sueños también, vi una mano que empujaba a un monje negro desde lo alto de la peña, mientras sus hermanos cantaban vigilias en la abadía románica… Luego volvía a aparecer el monje sin cabeza, otra vez en la Virgen Soterraña, y repetía la sentencia en un tono de súplica. La tercera y última vez que lo vi fue por Todos los Santos, hace tres meses, en el monte Gargano, en Italia, y de nuevo durante la noche, mientras dormía. Pero en esta ocasión vi claramente las manos de un asesino incendiar un jergón donde parecía dormir un laico rubio al que tampoco conocía. El hombre inerte ardió, así como un tapiz que representaba a san Miguel pesando las almas, antes de que el fuego alcanzara las paredes de la cabaña de madera… Me encontré de nuevo en la Virgen Soterraña, donde el mismo monje sin cabeza me esperaba en lo alto de la escalera, sobre uno de los dos altares gemelos. Repitió tres veces: «Hay que excavar la tierra para acceder al cielo», y la tercera vez se acercó volando hasta mí para hundirme un dedo en la frente. Igual que le hizo el Arcángel a san Auberto en la leyenda, cuando san Miguel le ordenó por tercera vez que le construyera un santuario. Esta es mi historia, padre. Es mía y no lo es, como se habrá dado cuenta…, ¡y ya no sé qué hacer! —concluyó, deshaciéndose en lágrimas—. Desde hace dos meses vivo en el Monte, busco en vano al monje sin cabeza en la Virgen Soterraña y en la biblioteca de Avranches. No lo veo en ninguna parte, pero noto que me posee, que espera no sé qué de mí, sí, que espera como un ángel o un diablo, y sé que ha sido él quien ha hecho que llegue hasta mis manos el testamento de Román. ¡Ahora debo averiguar con qué finalidad, debo averiguar quién es, si es fray Román u otra persona, si tengo razón o estoy para que me encierren!

Lloraba desconsoladamente. El padre Placide cerró los ojos. Se hubiera dicho que rezaba. Lentamente, se inclinó y cogió las manos de Johanna entre las suyas. Las palmas del anciano monje estaban rasposas y templadas.

—El encierro no es lo que usted cree, hija —dijo con voz más firme—. Cuando es oración, no es una prisión sino una puerta, una puerta entre la tierra y el cielo. En su caso, creo que la comunión entre los dos mundos ya ha tenido lugar en lo más profundo de su alma. No tema perder el juicio y escuche a su corazón, pues está en un camino de luz.

Johanna no comprendió todo el sermón del religioso, pero tuvo la prudencia de callar y dejar las manos entre las suyas.

—Su corazón es puro —prosiguió él sin abrir los ojos, como si sondeara el alma de la joven—. No, su corazón no la engaña, pues otros han visto lo que usted ha visto, y oído lo que usted ha oído…

—¿Cómo?… ¿Cómo dice? —preguntó, alterada—. Perdone, padre, pero soy tan feliz… Por primera vez desde hace veintiséis años, tengo la confirmación de que existe. ¡El monje decapitado existe! ¿Cómo se llama? ¿Lo ha visto usted?

—Proviene de la noche de la montaña sagrada… Yo no me lo he encontrado nunca en persona, pero, en un pasado lejano, otros hombres lo vieron y lo describieron.

—¡Los manuscritos de Avranches! ¿Lo encontró en los manuscritos de Avranches? ¿Dónde están, padre? Se lo suplico, ¿en qué estante, en qué volumen? ¿Dónde están esos archivos?

El padre Placide abrió los ojos tan apaciblemente como los había cerrado. Tenía la mirada febril. Lo consumía un inmenso fuego interior que contrastaba con la calma de sus palabras y de sus gestos. Soltó las manos de Johanna, acercó los dedos a su cabeza de viejo y, hundiendo el índice de la mano derecha en su frente surcada de arrugas, respondió: —Los archivos… están aquí.

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