La promesa del ángel (20 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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—Te lo prometo, Moira.

—Bien. Entonces, te escucho —dice ella, sentándose y estrechando la mano de Román con la suya—. Habla, hablame de la última alianza de Dios con los hombres, cuéntame el fin del mundo, puesto que tiene que venir.

—El fin está en la tierra, pero la vida eterna está en el cielo.

—¿Y dónde está la esperanza?

—Entre los dos, Moira. La esperanza está entre la tierra y el cielo, en el corazón humano, encarnado en un palacio de piedra formidable que muy pronto existirá…, un castillo de amor perfecto, una pasarela entre los hombres, un puente entre los vivos y los muertos.

Ella vuelve la cabeza y lo mira de frente.

—Llévame a tu palacio… y descríbeme el amor perfecto.

Román se aclara la garganta para liberarla de la emoción y continúa:

—Ese palacio se llamará la nueva Jerusalén. Jerusalén, «la montaña de Dios». En la historia hay dos: al principio, hubo la Jerusalén terrestre, la ciudad del rey David, el templo erigido por su hijo, el rey Salomón, la casa de Yahvé construida en la tierra de Israel y destruida por Nabucodonosor, rey de Babilonia. Al final de los tiempos, cuando todos los vivos estén muertos, los muertos estarán vivos en la Jerusalén celeste. La iglesia abacial que vamos a construir estará entre las dos, se parecerá a la Jerusalén terrestre y a la Jerusalén celeste, como un símbolo que las una en el orden natural del mundo; recordará el principio y anunciará el fin, estará entre la tierra y el cielo, será esperanza porque encarnará la promesa de la vida eterna.

—Ya sé que tú y tus hermanos amáis a Dios más que a nada, hasta el punto de edificarle la más bella de las moradas —dice Moira—. Pero ¿por qué la dedicáis a un ángel, que es como Dios pero que no es Dios?

—Porque san Miguel es el camino entre los hombres y Dios. Esa basílica será la nueva ciudad del Altísimo, que descenderá hacia los hombres pero hacia quien los hombres deben poder ascender. Verás, los hombres aman a Dios, pero Dios ama todavía más a los hombres, los ama más que a nada, Moira. La relación con Dios es la de esposo y esposa unidos en un amor perfecto. Cuando Yahvé creó al hombre, anunció a los ángeles que lo rodeaban, el primero de los cuales era Lucifer, «el portador de luz», que, pese a su evidente imperfección, el hombre era su criatura preferida. Lucifer, presa del orgullo y los celos, se rebeló. Se apartó de Dios y arrastró con él a los ángeles caídos. A partir de ese momento, su obsesión fue demostrar a Dios que se había equivocado al crear un ser semejante. Penetrando el lado oscuro de la imperfecta criatura, intentó una y otra vez empujarla a su auto-destrucción —dice Román, pensando en sí mismo—. No habrá victoria más grande para Satán que demostrar a Dios que el hombre es tan perverso que se extermina a sí mismo. Así pues, para proteger al hombre, Dios hizo dos cosas: primero, dotó a todo ser humano de un ángel custodio para luchar contra el diablo agazapado en su interior —prosigue, pensando en Moira.

«Luego hizo presentarse ante El a san Miguel, que se convirtió en el primero de los ángeles, en sustitución de Lucifer, y le encargó la misión de defender a la humanidad contra el ángel de las tinieblas cuando el señor de los ángeles caídos o su ejército de demonios la atacaran directamente. Así fue como el Arcángel se enfrentó al dragón, que era una de las numerosas encarnaciones de Lucifer. Lo venció, pero no lo mató, porque Lucifer es inmortal y porque la vida del cristiano y la de san Miguel tienen como objetivo combatirlo sin cesar. San Miguel, jefe indiscutible del ejército celeste, ayuda al hombre contra las fuerzas del mal durante toda su vida, e incluso en la muerte, conduciéndolo al Paraíso y luchando para que los íncubos no roben por el camino su alma purificada de los pecados.

—Sí —constata fríamente Moira—, en tal caso, sus constantes hazañas desde la noche de los tiempos merecen una iglesia.

—Su abnegación y su bondadoso amor por unos eternos pecadores —la corrige Román— deben ser agradecidos mediante el amor de los hombres, que podrán rezarle, darle las gracias y pedir su intercesión ante el Todopoderoso en un palacio digno de él. Debes comprender que, al igual que entre un hombre y una mujer… enamorados —dice, vacilante—, el amor entre lo divino y lo humano no es unilateral sino recíproco.

—Sin embargo, en una pareja nunca estamos seguros de que el otro nos ama —objeta en tono grave Moira.

—Tal vez porque las muestras de amor que da son diferentes de las que esperamos —contesta Román tras una pausa.

»Dios dio a los hombres una irrefutable prueba de amor, la más bella posible: les entregó a su hijo. Jesús, que significa "el salvador", vino para decir a los hombres que Dios los amaba por encima de todo. El primer acto apostólico de Jesús, tras cumplir treinta años, fue asistir a un banquete de boda. Durante la celebración, el vino se acabó; entonces Jesús tomó agua y la transformó en vino, y lo ofreció a los invitados. Mediante este acto, el primero de los milagros que obró, expresó que Dios desea alegrar mediante su amor el corazón de los hombres, como el vino reconforta el cuerpo, como un esposo a su esposa…

—Y Jesús murió por los hombres…

—«No hay amor más grande que dar la vida por aquellos a los que se ama», había dicho él mismo. Murió, pero su amor salvó al mundo; cual un nuevo Moisés, liberó a su pueblo, que es la humanidad entera. Tal como Dios había prometido a Noé, Jesús, hijo de Dios, selló la última alianza: es el nuevo Adán, el hombre perfecto que conjuga en un mismo cuerpo divinidad y humanidad, que redime el pecado original de Adán y Eva y reconcilia definitivamente a Dios y los hombres. Y regresará cuando llegue el fin de los tiempos para juzgar a los vivos y a los muertos.

—El fin de los tiempos… —repite ella en un tono lúgubre—. No sé si es preciso esperar al fin del mundo incluso para encontrar el Amor…

—No hay que tener miedo, Moira —dice él sonriendo—, pues será una alegría, una liberación, dejaremos de sufrir…, no será un fin sino un principio. Escucha el Apocalipsis de Juan: «Después vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido, y el mar no existía ya. Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, del lado de Dios, ataviada como una joven esposa se engalana para su esposo. Oí entonces una voz clamar desde el trono: "He aquí la morada de Dios con los hombres. El tendrá su morada con ellos; ellos serán su pueblo, y él, Dios con ellos, será su Dios. Él enjugará las lágrimas de sus ojos; la muerte ya no existirá, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque el mundo antiguo ha desaparecido".».

—Es muy hermoso, Román…, será hermosa tu Jerusalén, ciudad de Dios y ciudad de los hombres… Tu vida terrenal para construir el cielo… es una vida hermosa.

Román está íntimamente conmovido.

—Voy… —murmura— voy a enseñarte una cosa —dice, sacando un pergamino de la cogulla y desplegándolo sobre las rodillas de la joven—. Tienes que verla. Mira la montaña de Dios. Mira nuestra Jerusalén.

Los dibujos en negro de Pedro de Nevers se extienden sobre las piernas de Moira. Ella contempla el misterio de Román como un sol fabuloso e inaccesible, una luminaria hecha de cuadrados y triángulos yuxtapuestos.

—Román, yo no sé leer eso —dice atropelladamente—, no hay palabras…

Román se levanta y el soplo de su cuerpo devuelto a la vida hace caer los dibujos al suelo de la capilla.

—Voy a explicártelo, sí, es mejor. Escúchame, Moira, ven.

Recoge el pergamino, coge el bastón, va hasta el coro y coloca los planos sobre el altar, donde antes estaba el ramo de flores.

—Mira —dice, señalando una forma sobre el documento con el bastón—, eso es la peña. Ese fue el problema principal, dado que su cima no es plana, y el atractivo principal, puesto que es muy alta y la morada del Arcángel debe estar lo más elevada posible. Mi maestro y el abad Hildeberto tuvieron la inspiración divina de situar el centro de la iglesia en la punta de la peña y de rodearlo de un conjunto de criptas que lleguen a su nivel y, de este modo, sirvan de basamento al coro y a los brazos del transepto. El conjunto formará una colosal elevación hacia el cielo, una sucesión de volúmenes ascendentes, incluso en el caso de los edificios conventuales, que no se extenderán a lo ancho sino que formarán pisos. La visión de conjunto es una pirámide, un gigantesco triángulo, pues el número tres es sagrado: es el de la Santísima Trinidad, el de las tres virtudes teologales, el del espíritu divino… Pero fíjate en la iglesia abacial: eso es la entrada, precedida del nártex, delante de la terraza; una primera escalera conduce a la nave, compuesta por siete tramos de gran altura, puesto que el siete, cuatro más tres, es la cifra del cuerpo y la del alma sumadas, la de los siete tonos de la música, la de los siete planetas celestes, la de los siete días de la creación… Habrá una nave central flanqueada de bóvedas en las naves laterales, el transepto, también de gran altura, y por último el coro, cuyo ábside está rodeado por un deambulatorio más alto que el transepto. En resumen, un ascenso de los peregrinos hacia el Altísimo, hacia la luz de Cristo, de oeste a este…

Moira, en pie a la izquierda de Román, está estupefacta. Una pregunta parece quemarle los labios. Finalmente se decide a interrumpirlo.

—Román, dime una cosa: ¿esas criptas… serán subterráneas?

—¡Naturalmente! —responde Román—. Habrá cuatro, como los cuatro elementos, los cuatro ríos del Paraíso, las cuatro estaciones, las cuatro virtudes cardinales y los cuatro Evangelistas. Sostendrán la iglesia y serán ellas mismas pequeñas iglesias. Habrá una bajo la nave, una bajo cada brazo del transepto y una bajo el coro, la más bella…, aquí —explica, señalando con el bastón—. Las obras empezarán por la cripta del coro, para depositar ahí las reliquias de Auberto. Esa cripta albergará el cuerpo sagrado de nuestro fundador y sostendrá el coro, sanctasanctórum que contendrá el altar de san Miguel. Habrá tres tramos que terminarán en un ábside de cinco lados, porque el pentágono es el símbolo de la creación sumado a la unidad divina, es la cifra del hombre…, los cinco sentidos…, y de Dios hecho hombre, las cinco llagas de Cristo…

—¡Pero las reliquias están en la iglesia actual! —lo corta ella de nuevo, con la mirada inquieta.

—Ya lo sé, Moira —contesta él, sonriendo—. Pero es que nuestra iglesia va a ser derribada. Es pequeña y fea, simboliza una época pasada.

—Claro, la de los canónigos bretones —precisa ella con una pizca de amargura—. Entonces era verdad… —constata, repentinamente pálida.

—Sí —dice él con calma—, el símbolo de unos pecadores que sirvieron mal a Dios y al primero de los ángeles será destruido, pero el lugar donde estamos, construido también por los canónigos, será conservado y transformado en cripta de sostenimiento de la nave. Las tumbas de tu pueblo, queridas y respetadas por ti, seguirán donde están. No estés triste.

Pero Moira no está ni entristecida ni aliviada por lo que acaba de decir el constructor. Parece aterrorizada. Con una voz que apenas le sale del cuerpo, se atreve a objetar:

—¡Pero la iglesia de los canónigos fue construida en el lugar donde estaba la gruta de Auberto!

—La gruta de Auberto encarna el nacimiento de la montaña sagrada, pero al mismo tiempo fue construida imitando la gruta italiana del monte Gargano. Y nuestra ciudad debe ser singular, única, creada para sorprender a los hombres con una fuerza y una belleza hasta ahora desconocidas. Cuando hayamos terminado el coro y el transepto, la iglesia que encierra los muros del santuario primitivo será derribada —anuncia Román— para que podamos edificar una obra nueva y sostener la nave en construcción colocando pilares a partir de la roca…

—¡No!

El grito ha salido de la boca de Moira como de la noche de los tiempos. Román, desconcertado, observa su semblante lívido y su mirada de espanto.

—¿Qué te pasa? —pregunta, sorprendido y preocupado—. Se diría que has visto a Lucifer en persona —intenta bromear.

—¡No se debe excavar bajo la iglesia! —grita—. ¡No se debe hacer bajo ningún concepto!

—Moira, cálmate, van a oírnos. ¿Por qué no hay que excavar bajo la iglesia? ¿A qué viene eso? ¡Explícate!

Ella se tapa la boca con las manos. Sus ojos son los de una loca, y el dolor le hace fruncir la frente. Román se acerca lentamente y, con gestos de una gran ternura, la obliga a sentarse.

—¡Es el fin de los tiempos! El fin de los tiempos ya está aquí —balbuce la joven.

—Te lo suplico, Moira, te lo suplico… No entiendo nada de lo que dices… ¡Habla!

—No puedo, no debo… ¡Por el amor que sientes por mí, no remuevas la tierra de la iglesia, no la remuevas! ¡Prométemelo!

—¿Por qué? ¿Qué tiene que ver esa iglesia contigo?

Ella lo mira y se deshace en lágrimas.

—La iglesia no tiene ninguna importancia. Es… es…

—¿Qué? —pregunta Román, sentándose al lado de la joven.

—Román —responde ella recobrando la calma—, voy a contarte un gran secreto…, debo contártelo. ¡Confío en que no lo reveles jamás, en que no me traiciones jamás!

Román está mudo de asombro. La actitud de Moira es un enigma vertiginoso. Busca en los ojos de la joven un principio de respuesta y ve en ellos una terrible angustia. ¿Qué secreto es ese que la hace tan distinta de la mujer que él cree conocer? Él mismo se siente acongojado por el desasosiego de Moira. La mira fijamente a los ojos, que lo escrutan con la intensidad de la desesperación. Luego, decidido a recibir ese misterio tan perturbador por el hecho de emanar de ella, se inclina suavemente hacia Moira, cual un confesor. Su mirada tranquilizadora le promete que no desvelará su revelación. Apaciguada por su silencio, ella recobra la confianza y comienza a hablar.

Román permanece perplejo junto a ella, oprimido por el peso de las revelaciones que acaba de hacerle. Pálido, con mirada despavorida, se levanta apoyándose en el bastón.

—Román, no digas nada ahora —susurra Moira, tocándole tímidamente un brazo—. Sé que no dirás nada, sé que lo que te pido es muy grave y que, si accedes a ello, tendrás que cambiar los planos de la abadía…, pero te suplico que lo medites con calma, piensa en la paz que reina hoy en la peña… y dame tu respuesta, te esperaré aquí la noche del…

—¡No! —la interrumpe él con vehemencia—. No, Moira —repite más calmado, sorprendido por su violencia—. No debes volver al Monte. Iré yo a verte cuando haya tomado una decisión.

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