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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

La princesa de hielo (21 page)

BOOK: La princesa de hielo
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La anciana le dio una palmadita mimosa a la máquina, que ya empezaba a chisporrotear, mientras batía la leche hasta convertirla en espuma.

Mientras se hacía el café, fueron materializándose sobre la mesa y ante la vista de Patrik una serie de dulces de repostería a cual mejor. Nada de galletas finlandesas ni de simples bollos de aceite, sino enormes bollos de canela, soberbias magdalenas, galletas de abundante chocolate y esponjosos dulces de merengue iban apareciendo mientras a Patrik se le hacía la boca agua y la saliva empezaba a chorrearle por las comisuras de los labios. La señora Petrén rió de buena gana al ver la expresión de su rostro antes de sentarse a su lado en una de las sillas y después de haber servido sendas tazas de humeante y aromático café recién hecho.

—Comprendo que quiere usted hablar conmigo de la moza de la casa de enfrente. Pero ya he hablado con su comisario y le dije lo poco que sé.

Patrik se desprendió con bastante esfuerzo del bollo de nata al que acababa de hincarle el diente y tuvo que limpiarse los dientes con la lengua antes de poder abrir la boca.

—Bueno, quizá tenga usted, señora Petrén, la amabilidad de contarme a mí qué fue lo que vio exactamente. Por cierto, ¿le importa que ponga la grabadora?

Pulsó el botón de grabación y aprovechó para darle al bollo un buen mordisco, mientras esperaba la respuesta de la mujer.

—Claro, por supuesto que puede ponerla. Pues verá, fue el viernes, veinticinco de enero, a las seis y media. Por cierto, mejor nos tuteamos. De lo contrario me siento como un vejestorio.

—¿Y cómo es que estás tan segura de la fecha y la hora? Después de todo, ya han pasado dos semanas desde entonces.

Patrik tomó otro bocado.

—Pues verás, es que era mi cumpleaños, así que vino mi hijo con su familia, y hubo tarta y regalos. Después, se fueron justo antes de las noticias de las seis y media en el canal cuatro y entonces oí un gran escándalo en la calle. Me acerqué a la ventana que da a la pendiente y a la casa de la moza, y entonces lo vi.

—¿A Anders?

—A Anders el pintor, sí señor. Borracho como una cuba, gritando y aporreando la puerta como un loco. Al final ella lo dejó entrar y después todo quedó en silencio. Bueno, no porque él dejara de gritar, que de eso yo no sé nada. Una no puede oír lo que sucede en el interior de las casas.

La señora Petrén se dio cuenta de que el plato de Patrik estaba vacío y le acercó la bandeja de los bollos de canela con gesto tentador. Él no se hizo de rogar, sino que se sirvió raudo uno de los primeros bollos de la sobrecargada bandeja.

—¿Y estás totalmente segura de que era Anders Nilsson? No hay la menor duda al respecto, ¿verdad?

—¡No, ni hablar! A ese sinvergüenza puedo yo reconocerlo a estas alturas. Andaba por aquí un día sí y otro también y, si no, estaba en la plaza con los demás borrachines. La verdad, no comprendo qué pintaba él con Alexandra Wijkner. Has de saber que aquella moza tenía mucho estilo. Hermosa y bien educada. Cuando era pequeña, solía venir a mi casa y yo le ofrecía zumo y galletas. Precisamente, se sentaba en ese banco, a menudo con la hija de Tore, cómo se llamaba…

—Erica —dijo Patrik con la boca llena de bollo de canela y, con sólo pronunciar su nombre, sintió un cosquilleo en el estómago.

—Eso es, Erica. También muy linda y buena niña, pero fíjate que Alexandra tenía algo especial. Brillaba con luz propia. Pero luego, algo pasó… Dejó de venir y apenas si me saludaba. Un par de meses después se mudaron a Gotemburgo y, a partir de entonces, sólo volví a verla cuando empezó a venir los fines de semana, hace un par de años.

—¿Los Carlgren no solían venir antes por aquí?

—No, nunca. Pero seguían cuidando la casa. Enviaron carpinteros y pintores y Vera Nilsson venía a limpiar un par de veces al mes.

—¿Y no tienes la menor idea de lo que sucedió antes de que los Carlgren se trasladasen a Gotemburgo? Me refiero a qué fue lo que hizo cambiar a Alex. ¿Algún enfrentamiento familiar o algo por el estilo?

—Bueno, claro que corrían rumores, rumores siempre hay por aquí, pero yo no les daría mucho crédito. Aunque son muchos aquí en Fjällbacka los que aseguran que lo saben casi todo de los demás, debes tener muy claro que nadie sabe nunca lo que sucede en el interior de las casas. Por eso a mí no me gusta especular. No sirve de nada. Venga, sírvete otro bollo, aún no has probado mis deliciosos dulces de merengue.

Patrik sopesó un instante y, sí, desde luego que aún le quedaba un pequeñísimo espacio para un dulce de merengue.

—¿Viste algo más después? Por ejemplo, cuándo se marchó Anders Nilsson.

—No, aquella noche no volví a verlo. Pero lo vi entrar en la casa varias veces la semana siguiente. Muy extraño, he de decir. Por lo que he oído por el pueblo, ella ya estaba muerta, ¿no? ¿Qué tenía él que hacer allí, entonces?

Eso era precisamente lo que Patrik se preguntaba. La señora Petrén lo miró ansiosa:

—Y bien, ¿estaba rico?

—Éstos han sido sin duda los mejores dulces que he comido jamás, señora Petrén. ¿Cómo es que puedes preparar semejante bandeja de bollos así, como si nada? Quiero decir, no había pasado más de un cuarto de hora desde que había llamado. Habrías tenido que ser tan rápida como Superman para que te hubiese dado tiempo de hornear todas estas exquisiteces.

Ella se regodeó en los elogios y enderezó el cuello, orgullosa.

—Mi marido y yo llevamos la pastelería de Fjällbacka durante treinta años, así que algo he aprendido en todo ese tiempo. Es difícil desprenderse de las viejas costumbres, así que yo sigo levantándome a las cinco de la mañana y horneo cada día. Lo que no se comen los niños y las mujeres del barrio que vienen a hacerme una visita, se lo doy a los pájaros. Además, me encanta probar nuevas recetas, hay tantos dulces modernos que están mucho más ricos que las viejas galletas finlandesas que antes hacíamos por toneladas. Encuentro las recetas en las revistas de cocina y luego las retoco como a mí me parece.

La mujer señaló un inmenso montón de revistas que había en el suelo, junto al banco de la cocina, entre las que había de todo, desde
Amelias Mat
hasta
Allt om mat
, acumuladas de varios años. A juzgar por los precios de cada ejemplar, Patrik supuso que la señora Petrén había podido ahorrar una buena suma durante los años de actividad en la pastelería. De repente, tuvo una inspiración:

—¿Sabes si existía algún otro tipo de relación entre la familia Carlgren y la familia Lorentz? Salvo que Karl-Erik trabajaba para ellos, claro.

—¡Por Dios santo! ¿Los Lorentz codearse con los Carlgren? No, querido, eso sólo habría podido suceder en una semana con dos jueves. No se movían en los mismos círculos. Y el que Nelly Lorentz, según me han contado, se presentase en el funeral, es lo que yo llamo una sensación, ni más ni menos.

—¿Y el hijo? El que desapareció. ¿No sabes si tuvo algo que ver con los Carlgren?

—No, desde luego, cabe esperar que no. Un jovencito muy desagradable. Siempre intentaba birlar algún bollo en la pastelería sin que nos diéramos cuenta. Pero mi marido le quitó la costumbre el día que lo sorprendió. Le soltó la reprimenda de su vida. Después, claro está, vino Nelly echando humo y nos reprendió y nos amenazó con denunciar a mi marido a la policía. Claro que ella lo retiró enseguida, cuando él le explicó que había testigos de los hurtos, así que podía llamar al fiscal, si quería.

—Pero, por lo demás, ninguna relación con los Carlgren, que tú sepas, ¿no?

La anciana negó con un gesto.

—Bueno, era sólo una idea mía… Aparte del asesinato de Alex, la desaparición de Nils es el suceso más trágico que ha acontecido aquí y, nunca se sabe… A veces uno descubre las coincidencias más absurdas. En fin, en ese caso, creo que no tengo nada más que preguntar, así que ya me voy. Muchas gracias, tengo que reconocer que son unos bollos increíblemente buenos. Ahora tendré que ponerme a ensalada un par de semanas —dijo Patrik dándose una palmadita en la tripa.

—No, tú no necesitas esa comida de conejos. Aún estás en edad de crecer.

Patrik optó por asentir en lugar de explicarle que, a los treinta y cinco, lo único que crecía era la cintura. Se levantó del banco de la cocina, pero tuvo que volverse a sentar de inmediato. Se sentía como si tuviese una tonelada de hormigón en el estómago y las náuseas le subieron como una oleada por la garganta. Tras reflexionar un poco, concluyó que no había sido muy sensato atiborrarse de tantos dulces.

Intentó cruzar la sala de estar con los ojos entrecerrados a los mil cuatrocientos cuarenta y dos enanos que relucían y despedían destellos a su paso.

La salida fue tan lenta como la entrada y tuvo que contenerse para no adelantarse a la señora Petrén, que se arrastraba hacia la puerta. Era una mujer de hierro, de eso no cabía duda. Y un testigo fidedigno, desde luego; con su testimonio, era sólo cuestión de tiempo que encontrasen un par de piezas más del rompecabezas para conseguir un auto de procesamiento en regla contra Anders Nilsson. Por ahora no tenían más que indicios, pero, aun así, parecía que el asesinato de Alex Wijkner estaba ya resuelto. Sin embargo, Patrik no se sentía del todo satisfecho. En la medida en que podía sentir otra cosa que la pesadez de los bollos, sentía también una sensación de inquietud, de que la solución fácil no siempre era la correcta.

Fue fantástico salir y poder respirar el aire libre, que le alivió un poco el mareo. Justo cuando le había dado las gracias por segunda vez y ya se había dado la vuelta para marcharse, la señora Petrén le colocó algo en la mano, antes de cerrar la puerta. Patrik miró lleno de curiosidad para ver qué era. Una bolsa del supermercado ICA abarrotada de bollos, y un enanito. Con la mano en el estómago, lanzó un hondo lamento.


P
ues verás, Anders, no se te presenta halagüeña la cosa.

—Vaya.

—«Vaya». ¿Es eso todo lo que tienes que decir? Estás hasta arriba de mierda, por si no lo has comprendido. ¿Lo entiendes?

—Yo no he hecho nada.

—¡Mentira! No me mientas en mi cara. Sé que la mataste, así que más te vale confesar y ahorrarme complicaciones. Si me ahorras complicaciones a mí, te ahorrarás complicaciones a ti mismo. ¿Entiendes por dónde voy?

Mellberg y Anders estaban en la única sala de interrogatorios de la comisaría de Tanumshede que, a diferencia de las que aparecían en las series policíacas americanas, no tenía ninguna pared de cristal a través de la cual los colegas pudiesen seguir el interrogatorio. Lo que a Mellberg le venía de maravilla. Iba totalmente en contra del reglamento que el sujeto de un interrogatorio estuviese solo con el interrogador, pero, qué coño, con tal de que diese los resultados esperados, nadie se preocuparía de esas absurdas reglas. Además, Anders no había exigido la presencia de un abogado ni de ninguna otra persona, así que, ¿para qué iba a insistir Mellberg?

La sala era pequeña, con escaso mobiliario y las paredes estaban desnudas. Los únicos muebles eran una mesa y dos sillas, ahora ocupadas por Anders Nilsson y Bertil Mellberg. Anders estaba más bien medio tumbado, indolente, con las manos cruzadas sobre el regazo y sus largas piernas estiradas bajo la mesa. En cambio, Mellberg estaba ligeramente inclinado sobre la mesa, con la cara bastante cerca de la de Anders, en la medida de lo soportable, si se tenía en cuenta el aliento no demasiado fresco del sospechoso. Pese a todo, se había acercado lo suficiente como para que las pequeñas gotas de saliva que propulsaban los gritos de Mellberg fuesen a dar en el rostro de Anders. Éste no se molestó en limpiárselas, sino que decidió fingir que el comisario no era más que una molesta mosca que no valía la pena ni espantar.

—Tú y yo sabemos que fuiste tú quien mató a Alexandra Wijkner. La engañaste para que se tomase los somníferos, la tumbaste en la bañera y le cortaste las venas antes de, tranquilamente, quedarte observando cómo moría desangrada. De modo que, ¿no podemos simplificar las cosas para los dos? Tú confiesas y yo firmo.

Mellberg se sentía muy satisfecho con lo que él consideraba una impresionante introducción al interrogatorio, y se sentó en la silla con las manos cruzadas sobre su enorme estómago. Y esperó. Anders no respondía. El sospechoso seguía con la cabeza ladeada de modo que el cabello ocultaba cualquier expresión de su rostro. Un estremecimiento en la comisura del labio de Mellberg reveló que la indiferencia no era lo que él pensaba que merecía su exhibición. Tras varios minutos más de silencio, golpeó la mesa con el puño con la intención de despertar a Anders de su sopor. Ninguna reacción.

—¡Me cago en todo, maldito borracho! ¿Crees que puedes salir de ésta quedándote ahí sentado con la boca cerrada? ¡En ese caso, te diré que has ido a dar con el policía equivocado! ¡Vas a decirme la verdad aunque tengamos que pasarnos el día aquí sentados!

Las gotas de sudor manaban abundantes de las axilas de Mellberg a cada sílaba que pronunciaba.

—Estabas celoso, ¿no es cierto? Hemos encontrado los retratos que pintaste de ella y es evidente que os lo hacíais juntos. Y, para despejar cualquier duda, encontramos también las cartas que le escribías. Esas cartas empalagosas y patéticas. ¡Joder, qué basura! ¿Qué vio esa mujer en ti? Quiero decir, mírate. Estás sucio y tienes un aspecto repugnante y tan lejos de un Donjuán como se pueda imaginar. La única explicación que se me ocurre es que ella tuviese algún morbo de ese tipo. Que la excitase la mierda y los borrachos nauseabundos. ¿Se lo hacía también con los demás pellejos de Fjällbacka o sólo trabajaba a tu servicio?

Anders se levantó, raudo como una comadreja, se lanzó sobre la mesa y agarró a Mellberg por la garganta.

—¡Hijo de puta! ¡Te voy a matar, poli de mierda!

Mellberg intentaba en vano liberarse de las manos de Anders. El rostro se le ponía cada vez más rojo y el cabello cayó de su habitual morada, quedando como un manojo sobre su oreja derecha. Anders soltó la garganta de Mellberg de pura sorpresa y el comisario pudo por fin respirar. Anders volvió a caer en la silla sin dejar de mirar a Mellberg con encono.

—¡No vuelvas a hacerlo! ¿Me oyes? ¡Nunca vuelvas a hacerlo! —Mellberg sufrió un golpe de tos y tuvo que aclararse la garganta para recuperar la voz—. Te quedarás ahí sentado como un muerto, porque si no, te encierro en tu celda y tiro la llave al río, ¿me oyes?

Mellberg volvió a sentarse, pero mantuvo la mirada atenta fija en la de Anders y halló en ella un atisbo de temor que no había visto antes. Se percató de que su peinado, tan cuidadosamente compuesto, había sufrido un duro golpe y, con mano experta, lo alisó sobre la reluciente superficie de la coronilla, fingiendo que nada había sucedido.

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