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Authors: Irving Wallace

La Palabra (101 page)

BOOK: La Palabra
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Randall asintió.

—Me alegro por ellas. No podría decirte cuánto me alegro.

—En cuanto a mí, nunca sentí temor de irme cuando llegara mi hora. Siempre sostuve una profunda fe en que hay un cielo allá arriba… no un cielo de espiras y calles de oro, sino un cielo donde los redimidos, en mente y espíritu, en el ánima eterna, pudieran ser recibidos por Dios y por Su Hijo. Ése fue siempre el cielo que tuve allá arriba… pero ahora he vivido hasta el día en que veo la posibilidad de un cielo en la Tierra, cuando la bondad superará a la pobreza, a la violencia y a la injusticia. De aquí en adelante, prevalecerá la bondad en sentido ecuménico, el sentido de paz y el amor que abarcará al mundo entero. Esta Resurrección hará de nuestras doscientas sectas protestantes una sola, nos unirá a los católicos y nos acercará a nuestros hermanos judíos, porque cada uno de nosotros, como el propio Señor, fue judío en el principio —hizo una pausa y se aflojó la bufanda. Luego agregó—: Cómo me has dejado divagar. El invierno lo hace a uno más parlanchín. Basta ya. Quiero que me hables de ti, Steven. Dijiste que ibas a contarme acerca de tu verano.

—No tuvo importancia, papá. Quizás otro día.

—Sí, tendremos que hablar otro día.

Randall miró a su padre, y vio que había reclinado la cabeza en el respaldo y que el anciano tenía los ojos entrecerrados. No era Spinoza, sino Nathan Randall el hombre verdaderamente embriagado de Dios, pensó él.

—Debes estar cansado, papá —dijo mientras enfilaba el auto hacia la calle de su casa—. Mereces un poco de descanso.

Aminoró la velocidad al pasar junto a los montones de nieve que había a los lados.

—Simplemente me siento en paz, hijo —oyó que murmuraba su padre—. Nunca había sentido una paz tan divina. Espero que también tú la puedas encontrar ahora.

Randall se detuvo frente a la casa, estacionándose junto a la acera, y paró el motor. Se apartó del volante para decir a su padre que creía que él también podría hallar la paz de algún modo, aunque no fuera el mismo, y para avisarle que ya habían llegado a casa.

Pero su padre tenía los ojos cerrados, como si estuviera durmiendo, y había una infinita quietud en él.

Aun antes de tocar la mano del reverendo y tomarle el pulso, Randall tuvo la premonición de que su padre había muerto. Se acercó más al inmóvil anciano y lo creyó imposible. Su padre no parecía estar muerto. La dulce sonrisa que había en el reposado rostro era tan viva como siempre.

Randall atrajo hacia sí el cuerpo inerte, lo tomó en sus brazos y apoyó la vieja cabeza gris contra su pecho:

—No, papá —musitó—, no te vayas. No me dejes.

Meció a su padre en los brazos, y la voz de su infancia surgió implorante desde el pasado.

—Quédate, papá, por favor. No puedes dejarme solo.

Apretó más y más a su padre, estrechándolo contra sí, rehusándose a aceptar el hecho, tratando de mantenerlo con vida.

El anciano no podía estar muerto; sencillamente no era posible. Al cabo de un rato, Randall comprendió que no lo estaba, que nunca lo estaría. Y entonces, por fin, lo soltó.

Los servicios fúnebres habían terminado en la capilla, y los últimos de los innumerables dolientes habían desfilado junto al féretro abierto y se estaban reuniendo afuera, en la nieve. Randall sostenía a su madre y la apartaba del ataúd, y ya en la puerta se la confió a Clare y al tío Herman.

La besó en la frente.

—Todo estará bien, mamá. Él está en paz.

Se quedó allí un momento, viendo cómo se la llevaban afuera, donde ya esperaban Judy, Ed Period y Tom Carey más allá de la carroza fúnebre.

A solas en la capilla, Randall miró en torno al santuario de la última despedida. Se sentía desamparado. Las filas de asientos estaban ahora vacías, el atril del ministro abandonado, el órgano callado, la sala familiar desocupada. Pero en su corazón retumbaban todavía ecos del servicio religioso. Oía el himno inicial: «Dios de Gracia, Dios de Gloria.» Oía a Tom Carey leyendo: «Y dijo Jesús: "Yo soy la resurrección y la vida; aquel que crea en mí, aunque muriere, vivirá; y quienquiera que vive y cree en mí, nunca morirá."» Oía a todos los presentes entonando a coro el Gloria Patri: «Gloria al Padre, al Hijo, y al Espíritu Santo; como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.»

Sus ojos se posaron en el féretro abierto que estaba delante de los arreglos florales.

Casi involuntariamente, como si estuviera hipnotizado, se acercó al ataúd y se detuvo frente a él, mirando fijamente los restos mortales de su padre, el reverendo Nathan Randall, que yacía en su sueño final.

Randall pensó: «Uno no puede ser hombre mientras su padre no haya muerto.» ¿Quién fue el que había dicho eso? Lo recordó: lo había dicho Freud.

Uno no puede ser hombre mientras su padre no haya muerto. Miró fijamente hacia el interior de la caja. Su padre había muerto, definitivamente, pero él para nada se sentía hombre, sólo se sentía hijo, el hijo que había sido un muchacho; un muchachito perdido.

Luchó contra ese sentimiento, recordando que él era un hombre, pero a pesar de ello le brotaron las lágrimas, y sintió el sabor de la salada humedad en la boca y una sequedad abrasadora y sofocante en los pulmones… y comenzó a sollozar inconteniblemente.

Después de algunos largos minutos, los sollozos fueron disminuyendo y finalmente cesaron, y Randall se secó los ojos. Él no era un muchacho, y lo sabía; le gustara o no, era en efecto un hombre, y sin embargo, inexplicablemente, se sentía saturado del mismo calor de esperanza y fe y seguridad que había conocido cuando era un chiquito extraño, hacía ya mucho tiempo.

Una última mirada. «Descansa en paz, papá, descansa allá arriba, en tu cielo de la mente y el espíritu y el alma, con Dios y el Jesucristo que acabas de ver y a quien conoces tan bien. Te dejo, papá, pero no te dejo solo, mientras llega el día en que todos estemos juntos nuevamente.»

Luego, pasado un momento, sintiendo sólo un poco de miedo, Randall se alejó del féretro para unirse a los demás.

La hora siguiente, en el cementerio, la vivió completamente aturdido. Junto a la fosa, de pie frente al ataúd cerrado y a un lado del montón de tierra, rezó una oración por su difunto progenitor.

«Padre de infinita misericordia, de ojos que ven y oídos que oyen, escucha, ¡oh!, mi oración por Nathan, el anciano, y envía a Miguel, el jefe de los ángeles, y a Gabriel, tu mensajero de luz, y a tus ejércitos de ángeles, para que puedan marchar con el alma de mi padre, Nathan, hasta llevarla a Ti que estás en las alturas.»

No fue sino hasta que habían salido del cementerio en las dos limusinas, de vuelta a casa para recibir a los amigos y familiares que irían a darles el pésame, que Randall recordó sobresaltado la oración al pie de la tumba, dándose cuenta de su origen.

Era la oración que rezó Jesús junto a la tumba de Su padre, José, contenida en el Evangelio según Santiago.

Era una oración que narraba Santiago el Justo o Robert Lebrun.

Pero a Randall, por alguna razón, ya no le importaba maldita la cosa. Esas palabras reconfortarían a su padre en su última jornada, y cualquiera que fuera su origen, eran sagradas para él.

Se le había aclarado la cabeza y la sensación de constricción había desaparecido. A ochocientos metros de la casa, Randall le pidió al chófer del auto fúnebre que se detuviera y lo dejara bajar.

—No te preocupes, mamá —dijo—. Sólo quiero un poco de aire. Me reuniré con Clare, con Judy y contigo dentro de unos cuantos minutos. Yo estaré bien. Vosotros cuidaros.

Esperó en la acera hasta que la limusina se perdió de vista, y luego, esquivando a un jovenzuelo que se le venía encima en un trineo, Randall se quitó los guantes, metió las manos en los bolsillos de su abrigo y empezó a caminar.

Cinco manzanas después, al asomar la casa gris de madera y estuco, la nieve comenzó a caer de nuevo; copos ligeros y delgados que ondeaban descendían suavemente, refrescándole las mejillas y celebrando la vida.

Cuando llegó al emblanquecido jardín delantero, Randall se sintió repuesto y listo para reingresar a la comunidad de los hombres. Había algunos asuntos pendientes de concluir en este año que aún no terminaba, y era necesario concluirlos. Se dirigió hacia la entrada de la casa, advirtiendo que las luces de la sala estaban encendidas y que había docenas de visitantes rodeando a su madre y a Clare. Ed Period estaba sirviendo ponche y el tío Herman circulaba con una bandeja de sándwiches, y comprendió que su madre estaría bien. En breve iría con ella. Pero primero, como un hijo que se había convertido en hombre, tendría que arreglar sus asuntos.

Se desvió de la entrada, dirigiéndose hacia la acera que corría a un lado de la casa hasta la puerta trasera. Apresurando el paso, llegó, entró en la cocina y subió a los dormitorios por la escalera de atrás.

Encontró a Wanda en el cuarto de huéspedes, terminando de empacar sus cosas en la pequeña maleta. Randall le había telefoneado ayer a Nueva York para avisarle lo sucedido y para decirle que no estaría de vuelta en la oficina sino hasta el día siguiente al Año Nuevo. Y ella simplemente se había presentado en Oak City anoche, no como su secretaria, sino como su amiga, para estar cerca de él y ayudarle en todo lo que pudiera. Ahora se preparaba para irse.

Randall se le acercó por detrás, le dio la vuelta, la abrazó y la besó en la mejilla.

—Gracias, Wanda. Gracias por todo.

Ello lo apartó y lo examinó preocupada.

—¿Estarás bien? Pedí un taxi para ir al aeropuerto, pero puedo quedarme más tiempo, si tú me necesitas.

—Te necesito en Nueva York, Wanda. Hay algunas cosas que quiero que hagas allí. Las quiero resueltas antes de Año Nuevo.

—Mañana estaré en la oficina. ¿Quieres que las anote?

Él sonrió ligeramente.

—Creo que las recordarás. En primer lugar, ¿recuerdas el libro que te dije que había escrito en Vermont, el que guardé en la caja fuerte?

—Sí.

—Está en una caja de cartón que tiene una etiqueta que dice:
Resurrección Dos
.

—Ya lo sé, jefe. Yo rotulé la etiqueta.

—Está bien. Tú tienes la combinación de la caja fuerte. Mañana, sacas la caja y la tienes a mano. Voy a deshacerme de ella.

—¿De verdad?

—Los puentes viejos hay que quemarlos, Wanda. No los necesito. No volveré atrás. Quiero ir hacia delante…

—Pero después de todo lo que trabajaste en ese manuscrito, jefe.

—Espera, Wanda. Todavía no te he dicho cómo voy a deshacerme de él. Eso lo sabrás dentro de unos minutos. En segundo lugar, quiero que llames a Thad Crawford. Él sabe que Ogden Towery y Cosmos están esperando noticias mías antes del primero de año. Dile a Thad que le diga a Towery que he tomado mi decisión. La respuesta es: señor Towery, ¡váyase al diablo! No voy a vender mi firma a Cosmos. Tengo en mente algo mejor.

—¡Viva, jefe! —exclamó Wanda, abrazándolo—. Aun las oraciones de los pecadores las escucha Dios.

—Y una cosa más, que puedes hacer aquí mismo. ¿Sabes dónde localizar a Jim McLoughlin?

—Hablé con él la semana pasada. Quería saber cuándo estarías de vuelta.

—Muy bien, localízalo. —Señaló el teléfono que estaba sobre la mesa de noche—. Dile que ya estoy de vuelta. Quiero hablar con él ahora mismo.

Randall estaba hablando de larga distancia a Washington, D. C. con Jim McLoughlin.

—Ya era hora, señor Randall —estaba diciendo el joven McLoughlin—. Creí que estaríamos sin encontrarnos hasta que fuera demasiado tarde. Las cosas marchan muy activamente con nosotros. Tenemos los datos y los hechos acerca de todos esos ladrones, hipócritas y farsantes. Vamos a hacer que la libre empresa sea verdaderamente libre otra vez, y créame que no será demasiado pronto. El siguiente paso depende de usted. ¿Está listo para informar al mundo acerca del Instituto Raker? ¿Está dispuesto a comenzar?

—Solamente bajo dos condiciones, Jim. Y mi nombre es Steven.

—Steven, de acuerdo. —Pero la voz en el otro extremo de la línea estaba turbada—. ¿Qué condiciones… Steven?

—La primera es ésta: mientras estuve en Europa tuve ocasión de jugar un poco a tu juego. Estuve implicado en cierto asunto que quise sondear, seguirle la pista… cosa de negocios, en un sentido. Estuve tratando de descubrir si algo (que podríamos llamar un artículo de consumo) era un fraude, un engaño al público, o si era una empresa honesta. Yo tenía razones para creer que era un fraude, pero nunca pude probarlo plenamente. Las personas involucradas en la venta de ese producto seguramente creen en él con toda honestidad. Tal vez tengan razón. Sin embargo, yo tengo bastantes dudas. Sea como fuere, he preparado, por escrito, un extenso relato acerca de mi participación en el proyecto, y le voy a pedir a mi secretaria que te lo envíe mañana. Recibirás una caja con una etiqueta que dice
Resurrección Dos
.

—¿Resurrección Dos?
—interrumpió McLoughlin—. ¿Qué tuviste tú que ver con eso? ¿Me quieres hablar del asunto?

—Ahora no, Jim. Además, el manuscrito te dirá todo lo que necesitas saber por el momento. Después podremos hablar. De cualquier modo, si tú decides tomar el asunto donde yo lo dejé (examinar todas las cosas un día y proseguir la búsqueda de la verdad, si crees que sería de interés público, sea cual fuere el resultado), estupendo. Lo único que me importa es que lo consideres. Después de eso, tú harás lo que quieras. Todo dependerá de ti.

—Aceptada la primera condición. No hay problema. —Luego, McLoughlin titubeó—. Y la segunda, Steven. ¿Cuál es tu segunda condición para manejar la cuenta del Instituto Raker?

—Yo estoy contigo si tú estás conmigo —dijo Randall simplemente.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Quiero decir que yo también he decidido ingresar al negocio de la verdad. Tú tienes el instrumento para la investigación, pero te falta la voz. Yo carezco de aquel instrumento, pero tengo una voz estentórea. Entonces, ¿por qué no unimos nuestras fuerzas, nos fusionamos y trabajamos juntos para tratar de limpiar el país y mejorar la vida para todo el mundo? Ahora mismo y aquí, en la Tierra.

Jim McLoughlin dio un grito.

—¿De veras, Steven? ¿Lo dices en serio?

—Lo digo absolutamente en serio. O estamos juntos o yo me retiro. Tú puedes quedarte como presidente de la firma. Yo me conformo con la vicepresidencia… como encargado de los discursos. ¿Me oyes?

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