La noche del oráculo (27 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Drama

BOOK: La noche del oráculo
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Durante las setenta y dos horas siguientes, permanecí sentado a su cabecera sin moverme del sitio. Me lavaba y afeitaba en el baño de la habitación, comía viendo cómo le iba entrando en el brazo el líquido transparente del gota a gota, y vivía para aquellos raros momentos en que Grace abría el ojo bueno y me decía unas palabras. Con tantos calmantes circulando por su sangre, no parecía tener ningún recuerdo de lo que Jacob le había hecho, y sólo una idea muy vaga de que se encontraba en el hospital. Tres o cuatro veces me preguntó dónde estaba, pero luego volvió a quedarse dormida para olvidar inmediatamente mi respuesta. A menudo se quejaba en sueños, gimiendo levemente mientras daba manotazos a las vendas que le cubrían el rostro, y una vez se despertó con lágrimas en los ojos, preguntando:

—¿Por qué me duele tanto? ¿Qué me pasa?

Estuvo viniendo gente durante esos días, pero no guardo más que un recuerdo muy vago de quiénes eran, y no me acuerdo de una sola de las conversaciones que seguramente mantuve con ellos. La agresión ocurrió un lunes por la noche, y el martes por la mañana los padres de Grace ya habían venido de Virginia en avión. Su prima Lily llegó en coche de Connecticut aquella misma tarde. Sus hermanas pequeñas, Darcy y Ho, a la mañana siguiente. Vinieron Betty Stolowitz y Greg Fitzgerald. Y también Mary Sklarr, y el señor y la señora Caramello. Debí de hablar con ellos y salir de cuando en cuando de la habitación, pero no me acuerdo de nada aparte de estar sentado junto a Grace. Pasó casi todo el martes y el miércoles en un letargo semiconsciente —adormilada, profundamente dormida, despierta sólo durante unos minutos de cuando en cuando—, pero el miércoles por la tarde empezó a mostrar más coherencia y a permanecer consciente durante periodos más largos de tiempo. Aquella noche durmió bien, y cuando se despertó el jueves por la mañana, por fin me reconoció. La cogí de la mano, y cuando nuestras palmas entraron en contacto, murmuró mi nombre, repitiéndolo luego varias veces, como si aquella palabra de una sola sílaba fuese un encantamiento capaz de transformarla de nuevo de fantasma en ser vivo.

—Estoy en el hospital, ¿verdad? —preguntó.

—En el Hospital Metodista de Park Slope —le contesté—. Y yo estoy sentado a tu lado, cogiéndote de la mano. No estás soñando, Grace. Estamos aquí de verdad, y poco a poco te vas a ir poniendo bien.

—¿No me voy a morir?

—No, no te vas a morir.

—Me dio una paliza, ¿verdad? Me dio puñetazos y patadas, y recuerdo que pensé que me iba a matar. ¿Dónde estabas tú, Sid? ¿Por qué no me defendiste?

—Intenté sujetarlo con los brazos, pero no pude apartarlo de ti. Tuve que amenazarlo con un cuchillo. Estaba dispuesto a matarlo, Grace, pero salió corriendo antes de que pasara nada. Luego llamé al novecientos once, vino una ambulancia y te trajeron aquí.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace tres noches.

—¿Y qué es todo esto que tengo en la cara?

—Vendas. Y la nariz entablillada.

—¿Me partió la nariz?

—Sí. Y te produjo conmoción cerebral. Pero se te está despejando la cabeza, ¿verdad? Ya se te está pasando.

—¿Y el niño? Me duele mucho el vientre, Sid, y me parece que sé lo que significa. Dime que no es cierto, ¿eh?

—Me temo que sí. Todo lo demás se va a arreglar, pero eso no.

Al día siguiente, esparcimos las cenizas de Trause en el césped de Central Park. Debíamos de ser unos treinta o cuarenta aquella mañana, un grupo de amigos, parientes y colegas escritores, sin representantes de ninguna religión y sin nadie que mencionara a
Dios
entre quienes tomaron la palabra. Grace no sabía nada de la muerte de John, y sus padres y yo habíamos decidido ocultárselo mientras pudiéramos. Bill fue conmigo a la ceremonia, pero Sally se quedó en el hospital con Grace, a quien habíamos dicho que su padre se volvía a Virginia y que yo lo acompañaba al aeropuerto. Grace iba mejorando a ojos vistas, pero aún no tenía fuerzas suficientes para resistir un golpe de tal magnitud. Las tragedias de una en una, dije a sus padres, eso es más que suficiente. Como las gotas que caían de la bolsa de plástico a la sonda introducida en el brazo de Grace, la poción tenía que administrarse en pequeñas dosis. La pérdida del niño era más que suficiente por el momento. Lo de John podía esperar hasta que se hubiera recuperado lo bastante para resistir otra embestida de dolor.

Nadie mencionó a Jacob en la ceremonia, pero estuvo presente en mi pensamiento mientras escuchaba al hermano de John y a Bill y a otros amigos pronunciar el panegírico bajo la resplandeciente luz de aquella mañana de otoño. Qué desgracia que un hombre muera antes de tener ocasión de llegar a viejo, dije para mis adentros, qué deprimente pensar en la obra que aún tenía por delante. Pero si John tenía que morir ahora, pensé, entonces mejor que hubiera muerto el lunes, y no el martes o el miércoles. De haber vivido otras veinticuatro horas, se habría enterado de lo que Jacob había hecho a Grace, y estaba seguro de que nada más saberlo se habría muerto. Y tal como estaban las cosas, nunca tendría que enfrentarse al hecho de que había engendrado un monstruo, no tendría que soportar la carga del ultraje perpetrado por su hijo contra la persona a la que él más quería en el mundo. Jacob se había convertido en lo innombrable, pero yo me consumía de odio hacia él y esperaba con impaciencia el momento en que la policía lo atrapara finalmente para tener ocasión de testificar contra él en un tribunal. Para mi eterno pesar, nunca se me dio esa oportunidad. Mientras estábamos en Central Park aquella mañana rindiendo las honras fúnebres a su padre, Jacob ya estaba muerto. Ninguno de nosotros podíamos saberlo entonces, porque pasaron otros dos meses antes de que su cadáver descompuesto se descubriera envuelto en un plástico negro y tirado en un contenedor de escombros en una obra abandonada cerca del río Harlem en el Bronx. Lo habían matado de dos tiros en la cabeza. Richie y Phil no eran criaturas de su imaginación, y cuando en el juicio a que se los sometió al año siguiente se presentó como prueba el informe del forense, resultó que cada bala había sido disparada por una pistola distinta.

Aquel mismo día (1 de octubre), la carta enviada desde Manhattan por Madame Dumas llegó a su destino en Brooklyn. La encontré en el buzón después de volver a casa de Central Park (para cambiarme de ropa antes de ir de nuevo al hospital), y como en el sobre no había remite, no supe de quién era hasta que subí a casa y la abrí. Trause había escrito la carta a mano, y la caligrafía era tan irregular, de tan precipitada ejecución, que me costó trabajo descifrada. Tuve que repasar varias veces el texto antes de conseguir desvelar el misterio de su letra ganchuda e ilegible, pero en cuanto logré traducir aquellos trazos en palabras, pude oír la voz de John: una voz viva, que me hablaba desde la otra orilla de la muerte, desde el otro lado de la nada. Luego encontré el cheque dentro del sobre, y sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. Vi las cenizas de John brotando de la urna en el parque aquella mañana. Vi a Grace, postrada en la cama del hospital. Me vi a mí mismo rompiendo las hojas del cuaderno azul, y al cabo de un rato —por decirlo con las palabras de Richard, el cuñado de John— me llevé las manos a la cara y sollocé hasta que no pude más. No sé cuánto tiempo pasé así, pero mientras las lágrimas manaban de mis ojos, me sentía feliz, más feliz por estar vivo de lo que me había sentido jamás. Era una felicidad que estaba más allá del consuelo, más allá del dolor, más allá de toda la fealdad y la belleza del mundo. Finalmente, el llanto cedió y me dirigí a la habitación a cambiarme de ropa. Diez minutos después, estaba otra vez en la calle, camino del hospital para ver a Grace.

PAUL AUSTER nació en 1947 en Newark (Nueva Jersey) y se graduó en la Universidad de Columbia en 1970, donde estudió literatura francesa, italiana e inglesa. Tras un año como marino en un petrolero, vivió en Francia, donde trabajó como traductor de Mallarmé, Sartre, Simenon,…, «negro literario» y cuidador de una finca. Volvió a Nueva York en 1974. En 1987 ganó fama internacional con el libro
La Trilogía de Nueva York
, el cual contiene tres novelas que son
La ciudad de cristal
,
Fantasma
y
La habitación cerrada
. Su ficción se caracteriza por una desconcertante mezcla de realismo y fantasía, de lo normal y lo increíble, que sorprende al lector y confunde sus expectativas.
El Palacio de la Luna
le valió la consagración internacional. Así, en la revista
Lire
, fue elegido como el mejor libro editado en Francia en 1990. Escribe guiones para películas mudas que nunca se rodarán, pero que descubriremos más tarde en
El libro de las ilusiones
, premio al mejor libro del año del gremio de libreros de Madrid. Obtuvo el premio Médicis a la mejor novela de un autor extranjero en 1993 por
Leviatán
. En 1998 publicó un libro de memorias,
A salto de mata
, que describe sus años de aprendizaje, justo antes de que el éxito entrara en su vida. Los lectores del premio Qué Leer se lo otorgaron a
La noche del oráculo
en 2005. Fue galardonado con el premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2006.

Notas

[1]
Han pasado veinte años desde aquella mañana, y se ha perdido buena parte de las cosas que dijimos. Hurgo en mi memoria para encontrar el diálogo que falta, pero no doy más que con unos cuantos fragmentos aislados, retazos despojados de su contexto original. Aunque si de algo estoy seguro es de que le dije mi nombre. Debió de ser justo cuando se enteró de que yo era escritor, ya que aún le oigo preguntarme cómo me llamaba, por si se encontraba con algo que hubiera publicado. «Orr», es lo que le contesté, diciéndole primero el apellido, «Sidney Orr.» El inglés de Chang era un tanto deficiente y no captó bien mi respuesta. Por «Orr» entendió
«o»
, y cuando, sonriendo, negué con la cabeza, pareció que su rostro se fruncía en una expresión de avergonzada confusión. Estaba a punto de corregir el error y deletrearle la palabra, pero antes de que pudiera emitir sonido alguno se le volvieron a iluminar los ojos y empezó a hacer breves y furiosos gestos con ambas manos, como si remara. Tal vez creyendo que la palabra que había dicho era
«oar»
, remo. Una vez más, volví a negar con la cabeza y sonreí. Completamente derrotado ya, Chang emitió un sonoro suspiro y dijo: «Horroroso, este idioma inglés. Muy difícil para mi pobre cabeza.» El malentendido prosiguió hasta que cogí el cuaderno azul de encima del mostrador y escribí mi nombre con letras mayúsculas en la contracubierta. Aquello pareció surtir el efecto deseado. Después de tanto esfuerzo, no me molesté en informarle de que los primeros Orr que llegaron a Estados Unidos fueron los Orlowsky. Mi abuelo había abreviado el apellido para hacerlo más americano: lo mismo que Chang había hecho añadiendo al suyo las iniciales M.R., muy decorativas pero sin sentido alguno.
<<

[2]
John tenía cincuenta y seis años. No era joven, quizá, pero tampoco tan mayor como para considerarse un anciano, sobre todo cuando estaba envejeciendo bien y seguía aparentando cuarenta y tantos. Hacía tres años que lo conocía, y nuestra amistad era una consecuencia directa de mi matrimonio con Grace. Mi suegro había estado en Princeton con John en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, y aunque ambos ejercían profesiones diferentes (el padre de Grace era juez del Tribunal Federal de Distrito de Charlottesville, en Virginia), habían mantenido la amistad desde entonces. Yo lo conocí, por tanto, en su calidad de amigo de la familia, no como el famoso novelista al que llevaba leyendo desde el instituto y a quien consideraba uno de los mejores escritores que teníamos.

Aunque había publicado seis obras de narrativa entre 1952 y 1975, ya llevaba más de siete años sin sacar nada. Pero John nunca había sido rápido, y sólo porque el intervalo fuese más largo que de costumbre no significaba que no estuviese trabajando. Había pasado varias tardes con él desde que salí del hospital, y entre nuestras charlas sobre mi salud (que a él, con su continua solicitud, le preocupaba profundamente), su hijo Jacob, de veinte años (que últimamente le causaba muchos disgustos), y los esfuerzos de los Mets por mantenerse a flote (una persistente obsesión común), había dejado caer suficientes indirectas sobre sus actuales actividades como para hacer suponer que se traía algo entre manos, y que dedicaba una buena parte de su tiempo a un proyecto que tenía bastante avanzado, quizá llegado ya a su fin.
<<

[3]
Casualmente yo también conocí a Grace en una editorial, lo que podría explicar el motivo de que decidiera dar a Bowen el trabajo que tenía. Fue en enero de 1979, poco después de acabar mi segunda novela. Había publicado la primera y un libro de relatos anterior en una pequeña editorial de San Francisco, pero ahora había pasado a una importante casa de Nueva York, más comercial, Holst y McDermott. Unas dos semanas después de firmar el contrato, acudí al despacho de mi editora, y en cierto momento de la conversación empezamos a discutir ideas sobre la cubierta del libro. Entonces fue cuando Betty Stolowitz cogió el teléfono de encima de su escritorio y me dijo: «¿Por qué no llamamos a Grace, para que venga y nos diga lo que le parece?» Resultó que Grace trabajaba como diseñadora gráfica en Holst y McDermott y le habían encargado la cubierta de
Autorretrato con hermano imaginario
, título de mi librito de fantasmas, ensueños y angustias de pesadilla.

Betty y yo seguimos hablando tres o cuatro minutos más, y entonces Grace Tebbetts hizo acto de presencia en el despacho. Se quedó alrededor de un cuarto de hora y, cuando salió para volver a su despacho, yo ya estaba enamorado de ella. Fue algo así de brusco, concluyente e inesperado. Había leído cosas parecidas en algunas novelas, pero siempre pensaba que los autores exageraban el influjo de la primera mirada: ese momento tantas veces descrito en que el protagonista mira a los ojos de su amada por primera vez. Para un pesimista nato como yo, fue una experiencia enteramente increíble. Me sentí transportado al universo de los trovadores, reviviendo un pasaje del primer capítulo de
La vita nuova (… cuando por primera vez la gloriosa Dama de mis pensamientos se hizo presente ante mis ojos)
, habitando los rancios tropos de un millar de olvidados sonetos de amor.
Ardía. Me consumía. Desfallecía. Mudo quedé.
Y todo eso pasaba en un entorno de lo más insípido, bajo el crudo resplandor de las luces fluorescentes de una oficina norteamericana de finales del siglo xx: el último lugar del mundo donde a uno se le ocurriría tropezar con la pasión de su vida.

Un acontecimiento así carece de explicación: no hay razón objetiva alguna que explique por qué nos enamoramos de una persona y no de otra. Grace era una mujer atractiva, pero en aquellos tumultuosos momentos que presidieron nuestro primer encuentro, mientras le estrechaba la mano y veía cómo se sentaba junto al escritorio de Betty, pude darme cuenta de que no poseía una belleza extraordinaria, de que no era una de esas diosas del cine que intimidan con el hechizo de su perfección. Sin duda era guapa, atractiva, agradable a la vista (se definan como se definan esos términos), pero por intenso que fuese mi deseo, también sabía que mi interés iba más allá de la mera atracción física, de que el sueño que estaba empezando a tener era algo más que una simple y momentánea pulsión animal. Grace me dio la impresión de ser inteligente, pero a medida que se iba desarrollando la entrevista y escuchaba sus ideas para la cubierta, vi que no poseía una gran capacidad de expresión (vacilaba frecuentemente mientras se detenía a pensar, su vocabulario se limitaba a palabras breves y funcionales, no parecía tener mucha capacidad de abstracción), y nada de lo que dijo aquella tarde fue especialmente genial o memorable. Aparte de formular algunas observaciones amables sobre mi libro, no dio muestras de que tuviese el más remoto interés hacia mí. Y sin embargo ahí estaba yo, presa de los mayores tormentos,
ardiendo, consumiéndome, desfalleciendo
, un hombre atrapado en las redes del amor.

Medía un metro setenta y dos centímetros, y pesaba cincuenta y siete kilos. Cuello esbelto, brazos y dedos largos, piel pálida y cabello rubio oscuro, más bien corto. Su pelo, según caí en la cuenta más adelante, tenía cierto parecido con el de los dibujos del protagonista de
El principito
—un manojo de mechones rizados y en punta—, y esa asociación quizá ampliara el aura un tanto andrógina que emanaba de Grace. La ropa masculina que llevaba aquella tarde también debió de tener algo que ver en la creación de aquella imagen: vaqueros negros, camiseta blanca y chaqueta de lino azul claro. Al cabo de cinco minutos se quitó la chaqueta y la colgó en el respaldo de su silla, y cuando le vi los brazos, aquellos brazos largos, suaves, infinitamente femeninos que tenía, supe que no descansaría hasta poder tocarlos, hasta conquistar el derecho de poner las manos sobre su cuerpo y acariciarle la piel desnuda.

Pero quiero ir más allá del cuerpo de Grace, más allá de los incidentales detalles de su persona física. Los cuerpos cuentan, desde luego —cuentan más de lo que estamos dispuestos a admitir—; pero no nos enamoramos de los cuerpos, nos enamoramos de lo que somos, y si en gran parte nuestra naturaleza se ve circunscrita a un ámbito de carne y hueso, también hay otra cosa. Eso lo sabemos todos, pero en cuánto nos apartamos de un catálogo de apariencias y cualidades superficiales, las palabras empiezan a fallar, a desmenuzarse en confusiones místicas y metáforas nebulosas, insustanciales. Algunos lo denominan
la llama de la existencia
. Otros,
la chispa interior
o
la luz íntima de la personalidad
. y otros se refieren a
la llama de la esencia
. Los términos siempre evocan imágenes de luz y calor, y esa fuerza, ese principio vital que a veces llamamos alma, siempre se comunica al otro a través de la mirada. Seguro que los poetas acertaban al insistir en ese punto. El misterio del deseo empieza cuando se mira a los ojos al ser amado, porque únicamente allí puede percibirse un destello de quién es esa persona.

Grace tenía los ojos azules. De un azul oscuro, moteado de gris, con algo de castaño, quizá, pero también de avellana a modo de contraste. Eran ojos intrincados, ojos que cambiaban de color según la intensidad y la inflexión de la luz que recibieran en un momento determinado, y cuando la vi por primera vez aquel día en el despacho de Betty, se me ocurrió que nunca había conocido a una mujer que irradiara tal serenidad, tanto aplomo en su manera de ser, como si hubiera alcanzado ya, sin haber cumplido aún veintisiete años, un estadio de existencia superior al del resto de los mortales. No pretendo sugerir que hubiese en ella reserva alguna, que Grace flotara por encima de las circunstancias envuelta en alguna beatífica niebla de con descendencia o frialdad. Por el contrario, se mostró bastante animada durante toda la entrevista, dispuesta a reír, a sonreír, a formular todas las observaciones y a hacer todos los gestos que había que hacer, pero bajo su interés profesional por las ideas que Betty y yo le proponíamos se percibía una asombrosa ausencia de lucha interior, un equilibrio mental que parecía eximirla de los habituales conflictos y agresiones de la vida moderna: falta de confianza en uno mismo, envidia, sarcasmo, necesidad de juzgar o menospreciar a los demás, el punzante, insoportable dolor de la ambición personal. Grace era joven, pero poseía un alma madura y curtida, y sentado frente a ella aquel primer día en la sede de Holst y McDermott, mirándola a los ojos y estudiando los contornos de su cuerpo esbelto y anguloso, de eso es de lo que me enamoré: la sensación de calma que la envolvía, el radiante silencio que ardía en su interior.
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