La niña del arrozal (20 page)

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Authors: Jose Luis Olaizola

Tags: #Drama

BOOK: La niña del arrozal
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Ese día se habían puesto una mascarilla para trabajar ya que con la humedad aumentaba la emanación de gases tóxicos, que sin llegar a ser mortales dificultaban la respiración y hacían llorar. Las mascarillas se las fabricaban con trapos gruesos, agujereados a la altura de los ojos, y resultaban de gran ayuda. Wichi se quitó la suya y le comentó el descubrimiento a Amphica que, como de costumbre, trabajaba junto a ella. Esta, que también había oído hablar mucho de ordenadores, pensó que la noticia le alegraba tanto a su amiga porque veía la posibilidad de trabajar de nuevo en aquel arrozal del que tanto le había hablado.

—Pero ¿tú crees que trabajar en un arrozal es mejor que hacerlo aquí? —se extrañó.

Y le razonó que en Birmania los que trabajaban en los arrozales eran como esclavos, y que ganaban una miseria que apenas les daba para comer. Comprendía que lo del basurero era lo último en la escala social, pero con paciencia y esfuerzo se sacaba más dinero. Y a su vez le razonó Wichi:

—Yo no podría volver al arrozal del señor Pimok. Allí fue donde me prendieron, y si volviera mi abuela se encargaría de que me apresaran de nuevo. Pero pienso que el señor Pimok puede informarme sobre qué ha sido de mi amiga Siri.

—¿Y de qué te servirá saberlo? ¿Crees, acaso, que podrías hacer algo por ella?

—No lo sé. Pero me conformaré con saber que está viva. Y tener la esperanza de que algún día volvamos a encontrarnos.

Wichi había perdido completamente la esperanza de volver a ver a su padre, pero la seguía conservando respecto de Siri.

—Tú eres muy buena amiga de tus amigas —le comentó con nostalgia Amphica—. ¿Crees que nosotras llegaremos a ser tan buenas amigas?

—Tú, ahora, eres mi mejor amiga —le dijo Wichi.

—Pero si te vas a Vietnam dejaremos de serlo.

—A menos —observó riendo Wichi— que aprendas a manejar un ordenador y nos escribamos todos los días.

Esta salida también le hizo gracia a Amphica y le dijo que seguro que, en medio de aquella mierda, algún día se toparía con un ordenador aprovechable y aprendería por arte de magia a manejarlo.

—Por arte de magia, no —le replicó Wichi—, porque yo te enseñaría a utilizarlo.

—Pues entonces me tengo que dar prisa en encontrarlo —bromeó su amiga—, porque tú el día menos pensado desapareces del basurero. Esto no es para ti.

—Ni para ti tampoco —la animó Wichi—; algún día también saldrás de aquí.

—No estoy segura de querer salir. Aquí me defiendo bien —le contestó Amphica, colocándose de nuevo la mascarilla y volviendo a escarbar en aquel magma de desechos de una humanidad más privilegiada que ellos.

Aquella noche le comentó al señor Din Bo el plan que se le había ocurrido, y a este le pareció una buena idea; le ilusionaba ver manejar a su protegida el misterioso aparato con el que se podía comunicar con el mundo entero por unos pocos bahts. Tenía previsto ir a telefonear a Vietnam en un par de días, y Wichi le acompañaría a aquel lugar, enterándose por fin de que se llamaba locutorio.

Capítulo 16

Cuando llegó el día señalado a Wichi le entró un temor muy grande de salir del vertedero, en el que se sentía a resguardo de cualquier peligro. El señor Din Bo le razonó que no era tan importante como para que toda la policía de Bangkok anduviera tras ella, a lo que la niña objetó que para su abuela sí era muy importante. Pero la señora Din Bo le razonó que de aquella guisa, con el pelo rapado y la cara tumefacta, era difícil que la reconocieran. Además, si quería tener noticias de su amiga, no le quedaba más remedio que arriesgarse.

A la hora de arreglarse tuvieron que ingeniárselas porque no podían ir al locutorio con su ropa de trabajo, la única que tenía Wichi, una blusa de manga corta, de color indefinido, unos pantalones vaqueros y las botas de goma, que apenas se las quitaba. El señor Din Bo disponía de una camisa azul, con bolsillos, cerrada al cuello, que su mujer cuidaba de tenérsela limpia. Probaron a ponerle un traje de la señora Din Bo, pero flotaba dentro de él y resultaba una figura cómica, que llamaría la atención, lo cual querían evitar. Tampoco se podía poner el vestido floreado que trajo consigo, por ser una prenda, según Wichi, que solo usaban las prostitutas. La solución vino de Amphica, que le prestó su traje tradicional de baile, que se había traído de su país y que seguía poniéndose una vez al año, cuando celebraban la fiesta del Natadaw, o de ofrecimiento de los cocos verdes. Era un vestido de falda larga, en seda roja, cruda, y con una gran faja, también roja, sujeta a la cintura.

—Así pareces una birmana en día de fiesta, y seguro que no te reconoce nadie —le dijo Amphica.

Por un sector del basurero corría un canal que llevaba agua y que los habitantes del vertedero cuidaban, por la cuenta que les traía. Establecían turnos de vigilancia, para que no echasen basuras en él ni se metieran a refrescarse los días de mucho calor; solo estaba permitido sacar el agua a cubos bien para consumo, bien para lavarse, aunque esto último lo practicaban pocos. Según Amphica, que la tenía tomada con ellos, los de Laos no se aseaban nunca y por eso, además de ser los más promiscuos, apestaban.

Ese día fueron al canal y lavaron a Wichi de arriba abajo, echándole cubos de agua encima e intentando peinarla, sin éxito, porque el poco pelo que le había crecido se le quedaba en punta. Pero Wichi ya se había resignado a ser fea para el resto de sus días, y por lo menos se sintió limpia y a gusto dentro de un vestido que no olía a mierda.

Salieron del vertedero a media tarde, Wichi caminando unos pasos detrás del señor Din Bo, sin atreverse, casi, a levantar la mirada del suelo, hasta que se apartaron un par de kilómetros y la joven, asombrada por el mundo de belleza que la rodeaba, alzó los ojos y ya no los bajó. Acostumbrada a la sordidez del basurero, no se cansaba de mirar las calles limpias, los edificios esbeltos, la gente vestida con ropa limpia, y las mujeres con las caras discretamente maquilladas y oliendo a un perfume que poco tenía que ver con el que emanaba del vertedero. Cuando llegaron al Skytrain que atravesaba la ciudad, el señor Din Bo le hizo saber, generoso, que el billete se lo pagaba él, y sacó dos que los conducirían a Sukhumvit, barrio en el que se encontraban los principales locutorios y cibercafés de la ciudad.

El Skytrain discurría por la superficie y Wichi, cómodamente sentada, hubiera deseado que aquel viaje durase mucho más, pues no se cansaba de admirar el paisaje que se deslizaba a través de las ventanillas. También prestaba mucha atención a la gente que viajaba con ellos, y se admiraba de que sus rostros no reflejasen la felicidad que merecía disfrutar de aquella opulencia. Los que habían conseguido asiento —la mayoría iban de pie— leían un libro o dormitaban, ajenos a la belleza que los rodeaba. Aunque en Tailandia solían ser muy moderados en las muestras de afecto en público, una pareja de novios, de los que iban de pie, se hacían caricias muy atrevidas y se apretaban el uno contra el otro, y eso a Wichi no le pareció bien y pensó que alguien les llamaría la atención, pero nadie lo hizo.

Cuando por fin llegaron a la estación de On Nut, última del trayecto, anduvieron otro poco hasta llegar a Sukhumvit ya casi de noche, por lo que sus calles estaban iluminadas con un esplendor que contrastaba con la permanente penumbra del basurero, al que solo llegaban las lejanas luces de la ciudad y las que producían sus habitantes con sus lámparas, bien de petróleo, bien de carburo. Wichi solo llevaba dos meses en el basurero, pero tenía la sensación de que no había conocido otra cosa y todo aquello le llamaba la atención.

Los locutorios y los cibercafés se anunciaban en carteles colgados de los pisos altos de los edificios, y algunos ofrecían servicio de Internet wifi gratuito, a cambio de hacer una consumición. Wichi ya se había emparejado con su patrón y, a veces, temerosa de perderse entre la multitud que los rodeaba, le tomaba de la mano, y el señor Din Bo se la apretaba como para tranquilizarla. Le advirtió de que lo del wifi gratuito debía de ser un engaño y a saber lo que cobrarían por la consumición. Él prefería que no le regalaran nada, y saber de antemano lo que costaba. También evitaba aquellos locutorios céntricos, que eran más caros porque en algunos de ellos ofrecían una taza de café, de té o una infusión, que seguro que incrementaba el precio. Por fin fueron a dar con su locutorio preferido, que estaba en una pequeña callejuela, atendido por una mujer china muy amable, que saludó a sus clientes con reverencias y alabó el traje tan bonito que vestía Wichi.

El señor Din Bo, con cierto énfasis, le dijo a la mujer que en aquella ocasión iban a utilizar también la conexión a Internet. A la mujer le pareció muy bien y les indicó, con delicadeza, que el precio era de tres bahts por minuto, y que por una hora eran sesenta bahts. Wichi se inclinó por la oferta de una hora pues no sabía lo que le llevaría comunicarse con el arrozal del señor Pimok, ni tan siquiera si seguirían en uso los correos, tanto el suyo como el de su antiguo patrón. Esta elección tuvo consecuencias que habrían de cambiar la vida de Wichi.

La mujer le asignó una mesa con un ordenador de pantalla grande, se lo encendió, pero al principio le costaba un poco a Wichi dar con su entrada en el fabuloso mundo que se encerraba en aquella pantalla, hasta que la encargada, amablemente, le ofreció unas indicaciones y la joven, con el corazón que se le salía del pecho, se encontró comunicándose desde [email protected] con [email protected]. El señor Din Bo, junto a ella, seguía con interés aquel proceso misterioso.

—¡Ya está! —dijo la niña, triunfante.

—Ya está ¿qué? —le preguntó su patrón.

—Ya estoy comunicada, ya puedo escribir.

—¿Y qué les vas a decir?

Wichi recordó las lecciones que recibiera de Saduak, es decir, que el ordenador era para transmitir mensajes cortos, no para desarrollar grandes relatos, y se limitó a escribir:

Con todos mis respetos, estimado señor Pimok, espero que reciba este correo y me pueda dar razón de lo que le pregunto. Soy Wichi, la que trabajó en su arrozal, espero que no me haya olvidado, y quisiera saber qué ha sido de Siri, la mujer que trabajaba también en el arrozal, y que se la llevaron detenida. ¿Sigue detenida? ¿Sabe algo de ella? Espero de su benevolencia noticias.

Con todos mis respetos para la señora Pimok y afecto para sus hijos, para los que pido las Tres Gemas del Budismo, Wichi.

Cuando terminó de escribir se quedó muy satisfecha, pero antes de dar al icono de envío cayó en la cuenta de que no decía nada de ella, y añadió:

Yo he pasado muchos apuros y peligros, pero ahora estoy en Bangkok, en un lugar a salvo de los peligros que he corrido.

Y, por si acaso, puso de nuevo su nombre, «Wichi».

—¿Y ahora qué pasa? —le preguntó el señor Din Bo.

—Ahora tenemos que volver otro día a ver si han recibido el mensaje y me contestan —le explicó Wichi.

Pero no tuvieron que volver.

El señor Din Bo se quedó preocupado porque habían pagado sesenta bahts por una hora, y la operación solo les había llevado unos minutos. Le preguntó a la encargada si no les podían devolver lo que no habían gastado, pero esta, sin perder las formas, se mostró muy firme en que la oferta conllevaba ese riesgo y que si hubiera sabido que solo querían mandar un mensaje, les hubiera aconsejado que se acogiesen a la tarifa de tres bahts el minuto. El hombre rezongó un poco, pero se dispuso a hacer su llamada a Vietnam, mientras Wichi seguía aprovechando el tiempo de ordenador que le quedaba, recordando algunas de las cosas que aprendiera de Saduak, por ejemplo, a buscar en Internet lo que decía de Bangkok, ciudad en la que se encontraba y de la que solo conocía un prostíbulo, parte de la ribera del río Chao Phraya, una estación de ferrocarril y el basurero. Y ahora el Skytrain y el barrio Sukhumvit, pero todo muy de pasada.

Capítulo 17

El señor Pimok recibió el mensaje de Wichi en el acto, ya que seguía muy perseverante en el manejo del ordenador, que a esas horas del día, casi de noche, una vez terminado su trabajo en el arrozal, tenía siempre abierto, para comunicarse con los otros arroceros, pues ya era una realidad lo de la constitución de la cooperativa en la que él ocuparía un puesto directivo.

Desde el primer momento se dio cuenta de la importancia de aquel mensaje y a voces hizo venir a su mujer, que no olvidaba a la encantadora joven a la que habían secuestrado para venderla en un prostíbulo, y si la olvidaba allí estaba Siri para recordársela todos los días. Porque Siri, después de su detención, había vuelto al arrozal, siempre con la esperanza, ahora cumplida, de que, si su niña querida daba señales de vida, lo haría a esta dirección.

La detención de Siri duró poco ya que el funcionario judicial que la condujo a las dependencias policiales de Chiang Dao abogó por ella. Le explicó al jefe de policía que era muy difícil que aquella mujer hubiera secuestrado por la fuerza a aquella niña, pues con sus propios ojos había visto el cariño que se tenían, y cómo la despedida entre ellas había sido desgarradora, y que aquella mujer más que una secuestradora, parecía como una madre, de las más cariñosas. Además, el arrozal en el que supuestamente estaba secuestrada era de muy buena gente, ya que incluso habían tenido la atención de regalarles un saco de arroz a cada uno de los que componían la comisión judicial.

—¿Y a mí no me va a tocar algo de ese arroz? —preguntó el jefe.

—Algo te tocará —concedió el funcionario.

La encerraron en un calabozo por guardar las apariencias durante un par de días, al cabo de los cuales la soltaron, sin llegar a pasar el expediente al juez.

Siri siempre llevaba algo de dinero encima, que en la cárcel le habían respetado, lo que le permitió tomar diversos autobuses que la condujeron de nuevo al arrozal, con la esperanza de que allí le pudieran dar noticias de Wichi. Se encontró al matrimonio muy alborotado ya que la señora Pimok seguía acusando a su marido de no haber hecho nada por evitar la detención de la joven y de su amiga, y este unas veces se defendía alegando que poco se podía hacer contra la justicia, y otras, compungido, admitía su cobardía, convencido de que la pagaría en sucesivas reencarnaciones.

A Siri, cuando le dijeron que nada sabían de Wichi, le entró una extraña depresión. No dudó de que la avariciosa de su abuela la habría vendido, y que ya estaba perdida para siempre, y a lo más que se atrevía a soñar era que algún rico comerciante, de los que frecuentaban el prostíbulo, se enamorase de ella y la sacara de él. ¿Cómo no enamorarse de tan encantadora criatura? Esto se atrevía a comentarlo con la señora Pimok, quien le reprochaba que no le hubiera hecho caso cuando le aconsejó buscarle un extranjero rico, y cuando Siri le recordaba que eso no lo permitía su religión, la señora Pimok se enfadaba, y le preguntaba de qué servía su religión ahora y si tenía algún remedio para lo que le estaba sucediendo a la niña del arrozal. Rezar, le replicaba Siri, rezar a su ángel custodio. Pues dile a ese ángel que se dé prisa, pues como pase algo de tiempo puede quedar destrozada. Y le contaba a Siri las atrocidades que había oído que sucedían en los prostíbulos, y acababan las dos llorando, abrazadas.

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