La niña del arrozal (8 page)

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Authors: Jose Luis Olaizola

Tags: #Drama

BOOK: La niña del arrozal
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Con las primeras luces del día el sol iluminó de pleno el recinto, y fue cuando se dieron cuenta de que no estaban solas. De la parte más oscura de la cueva, a la que no llegaba el sol, salió un hombre restregándose las legañas, y no mostró extrañeza al toparse con dos mujeres, a las que apenas saludó. Debía de practicar alguna religión relacionada con el sol porque llegó hasta la entrada de la cueva y se puso de rodillas en señal de adoración hacia el astro rey. Luego se dirigió a Siri y, más que preguntar, afirmó que era la primera noche que dormían allí. Asintió la mujer y le preguntó cortésmente si le estorbaban con su presencia. Al hombre le extrañó la pregunta y se limitó a contestarle que no era corriente ver personas como ellas durmiendo en las cuevas. Esto se lo dijo porque él vestía con ropa muy pobre y desastrada, llevaba el cabello largo y descuidado, y de toda su persona emanaba un tufo parecido al que habían padecido la noche anterior.

No obstante, Siri le invitó a desayunar y el hombre no se hizo de rogar. Cuando terminó lanzó unos eructos muy ruidosos y, por fin, sin ninguna discreción, les preguntó qué era lo que hacían allí.

—Estamos de paso y buscamos trabajo —le contestó Siri.

—Trabajo —dijo, reflexivo, el hombre—. Yo ya no lo busco, soy muy viejo para encontrarlo.

Luego les explicó que sufría un dolor permanente en la espalda que le impedía agacharse y coger cualquier clase de peso, o sea, que tenía muy limitadas sus posibilidades laborales. Siri se condolió de su situación y humildemente admitió que ella y su sobrina gozaban de excelente salud y podían realizar toda clase de esfuerzos. ¿No sabía si había algún arrozal en el que pudieran trabajar?

—Yo he trabajado en los arrozales muchos años. Es un trabajo muy malo, da reuma.

Y les explicó que, además del dolor en la espalda, también padecía de reuma. Aunque no estaba muy seguro de si ese dolor no era precisamente por causa del reuma. En una ocasión visitó a un médico y no supo aclarárselo.

Siri volvió a condolerse por este nuevo padecimiento, pero le dijo que ellas eran jóvenes y durante algún tiempo podrían soportar el trabajo en un arrozal, aunque también había oído ella que daba reuma.

—Hay un arrozal que conozco, en el que yo he trabajado, y, si van de mi parte y tienen suerte, puede que les den trabajo. No es mal momento porque ahora estarán con el trillado, que es cuando más mano de obra necesitan. Pero está bastante lejos, en la parte este del río; andando tardarían más de un día, quizá dos. Depende de si andan deprisa o despacio.

Luego miró a Wichi y, al encontrarla un poco delicada, añadió:

—O puede que hasta tres, si esta joven no está acostumbrada a andar.

—Bueno, usted díganos dónde está y ya nos arreglaremos para llegar.

El hombre se quedó pensativo y les preguntó si tenían dinero y Siri, temiendo que las quisiera robar, se puso a la defensiva, aunque con cierta tranquilidad porque se veía con fuerzas sobradas para repeler cualquier posible agresión de aquel anciano.

—Tenemos poco dinero. ¿Por qué lo pregunta?

Lo preguntaba porque tenía un amigo dueño de un
tuk-tuk
que las podía llevar por un precio razonable.

—¿Qué entiende por precio razonable? —le preguntó Siri.

—Como veinte o treinta bahts —le respondió el hombre.

Siri le dijo que le parecía mucho, y el hombre le contestó que andando les podía llevar incluso más de tres días.

—¿Es que acaso está cerca de Bangkok? —bromeó Siri; pero Wichi la tomó en un aparte y le dijo que aceptara porque, cargadas como iban, era imposible que pudieran ir andando.

—De acuerdo —concedió Siri—. Vamos a donde su amigo.

Pero antes de llevarlas a ver a su amigo, esperaba que tuvieran alguna atención con él, a lo que Siri le contestó que ya le habían invitado a desayunar. ¿Le parecía poco? Efectivamente le parecía poco, y le tuvieron que dar cinco bahts y el racimo de uvas que les regalara la compasiva verdulera.

El
tuk-tuk
se encontraba en una parada, con bastantes más, cerca de las cuevas iluminadas, esperando dar servicio a turistas. El amigo del vagabundo era joven, y de no mala presencia, pero se escandalizó cuando le ofertaron veinte bahts por un recorrido que le podía llevar, cuando menos, medio día. Sin embargo, Siri se mantuvo firme y le amenazó con tomar otro vehículo caso de que no le interesara el precio ofrecido. El joven rezongó, pero terminó por aceptar y luego, durante el camino, se mostró muy amable y comunicativo, dándoles noticias de los lugares por donde pasaban, a grandes voces, ya que aquel vehículo de tres ruedas, con motor de dos tiempos, emitía un ruido ensordecedor.

El vagabundo antes de partir se mostró disgustado:

—Si no les he dicho mi nombre, ¿cómo van a saber en el arrozal que van recomendadas por mí? Y si no van recomendadas no creo que las empleen.

Se disculpó Siri y el hombre les dijo que se llamaba Sura Thong, y las despidió agitando el ramo de uvas como si se mostrara muy agradecido por el presente.

Nada más arrancar el conductor les advirtió:

—Ese Sura Thong no es de fiar.

A Wichi le pareció un comentario poco oportuno y así se lo expuso en susurros a Siri: si no se podían fiar del señor Thong, ¿por qué iban a fiarse de su recomendado? A lo que Siri le respondió:

—Porque ya no nos queda más remedio. El recorrido sería de unas dos horas, pero les llevó bastante más tiempo y tuvieron que hacer varias paradas. La primera porque el
tuk-tuk
aparte del ruido emitía un humo pestilente, y Wichi se mareó y hasta llegó a dar muestras de intoxicación. Se detuvieron en un lugar sombreado y el conductor, muy comprensivo, les dijo que a veces ese humo era tan molesto que tenía que conducir con mascarilla, pero que iba a procurar regular el motor para disminuir la humareda, aunque en tal caso el vehículo circularía más lento. ¿Les importaba tardar un poco más? No les importaba, le advirtió Siri, siempre que eso no aumentara el precio. El joven la miró ofendido y le dijo que un trato era un trato, y que él estaba acostumbrado a cumplirlo.

La siguiente vez se pararon porque el motor se calentaba demasiado y convenía dejarlo reposar. En este descanso el joven les dijo que se llamaba Saduak y les preguntó cómo se llamaban ellas y a Siri le dio alegría que no dudara de que era la madre de aquella joven tan encantadora y tan callada. Durante la conducción Saduak volvía la cabeza para hablar con ellas, pero siempre mirando en la dirección de Wichi, por la que era evidente que se sentía atraído. Cada poco le preguntaba si se le había pasado el mareo y que no tuviera reparo en decírselo porque estaba dispuesto a parar las veces que hiciera falta.

La tercera parada, esta vez a petición de Siri, a la que se le había presentado una necesidad, la hicieron en una gasolinera en la que Saduak compró una botella de agua mineral, que ofreció en primer lugar a Wichi, quien bebió con gusto. En esta ocasión les dijo que él era estudiante, y que lo del
tuk-tuk
solo lo hacía en la época en la que había más turismo, para costearse los estudios. Precisamente estaba gestionando aquellos días una beca del gobierno que le permitiese proseguir sus clases de informática, ya que se le daba muy bien lo de los ordenadores. ¿Wichi estudiaba? La joven le dio una respuesta vaga, que había estudiado pero ahora no estudiaba, y el joven le dijo:

—Pues lo peor que puedes hacer es dejar de estudiar. Además, no comprendo cómo queréis ir a trabajar a un arrozal. Eso es lo último.

Siri se ofendió.

—¿Por qué es lo último? Yo me he pasado la mayor parte de mi vida en el arrozal, y es un trabajo tan bueno como otro cualquiera. ¿O tú crees que es peor que conducir este trasto pestilente?

—Para usted, señora, sí puede ser un buen trabajo —se disculpó Saduak—, pero no para esta joven.

—Esta joven tiene que ganarse la vida, y de momento no se nos ocurre otra ocupación mejor. ¿O se te ocurre a ti otro trabajo mejor para nosotras?

El joven volvió a pedir disculpas y reconoció que los tiempos estaban muy malos y era difícil encontrar trabajo. Confiaba en que tuvieran suerte en el arrozal.

Llegaron a una llanura fangosa en la que se hundían las ruedas del motocarro, y Saduak dijo que no podía avanzar más, pero se brindó a ayudarlas a llevar el equipaje hasta una casa que se divisaba como a un par de kilómetros, en la que debía de residir el dueño de aquel arrozal, según las indicaciones que le había dado el señor Thong. Siri se lo agradeció pero declinó el ofrecimiento, y animó a Wichi a coger una de las bolsas, mientras ella cargaba con las otras dos.

Wichi no había permanecido indiferente al discreto cortejo de aquel joven y cuando oyó que se alejaba el vehículo le entró una angustia muy grande, porque se sintió muy sola en aquella llanura en la que no había signos de vida y, según sus cuentas, apenas les quedaban unos pocos bahts para subsistir. ¿Qué sería de ellas si no les daban trabajo en el arrozal?, le preguntó a Siri. No lo quiero ni pensar, le contestó la mujer, al tiempo que emprendía la marcha con alguna dificultad a causa del barro.

Capítulo 7

Aquella noche Siri, de rodillas, dio gracias a su Dios por lo bien que les habían salido las cosas, que peor no pudieron empezar. Wichi, tumbada en un camastro de un barracón que tenían que compartir con otras dos mujeres, no estaba tan convencida de que les fuera tan bien, entre otras razones porque sentía un hambre feroz, ya que apenas habían comido en todo el día y solo a la hora de la cena habían tomado una sopa de pescado, con muy poco pescado y unos trozos de guindilla flotando. Aunque Siri le dio parte de su sopa, se quedó hambrienta, y no le sirvió de consuelo el que Siri le dijera que ya se acostumbraría.

—¿A qué? ¿A no comer?

—Tú duérmete —le dijo la mujer—, y ya verás cómo se te pasa el hambre.

—¡Pero no me puedo pasar todo el día durmiendo para que se me pase el hambre! —sollozó Wichi.

—Tú duérmete y confía en que el desayuno será mejor, ya lo verás.

Habían llegado al mediodía a la casa, que encontraron vacía porque la familia y los jornaleros estaban trabajando en el otro extremo del arrozal. Por fuera era muy humilde, como de gente pobre, y parecía un palafito cuyas dos plantas se alzaban sobre estacas, como para preservarlas de la humedad del terreno, lo cual a Siri le pareció una buena señal, ya que lo más importante para un arrozal era la acuosidad e impermeabilidad del terreno.

—Será muy bueno para el arroz —se lamentó Wichi—. ¡Pero aquí no hay nadie! ¿Dónde hemos venido a parar? ¡Qué va a ser de nosotras!

Por una escalera de madera muy tosca se accedía a las dos plantas, que también eran de madera, y que terminaban en un tejado recubierto de paja. Al principio Siri le dijo a Wichi que debían tener paciencia y que no tardaría en aparecer alguien. De vez en cuando subía alguno de los peldaños de la escalera y, con mucha educación, daba voces para dar señales de su presencia allí, pero nadie contestaba desde el interior. La desolación de Wichi era creciente y comenzó a reprochar a Siri la aventura en la que la había metido, y cuánto mejor estaba en su pueblo con la abuela, y que desde que habían salido de allí solo se habían tropezado con contrariedades. Siri, con mucha paciencia, le volvía a explicar los torpes planes que tenía su abuela para con ella y el grave peligro de que terminara siendo una prostituta.

—¡Pues puede que estuviera mejor que ahora! —clamó la joven.

Siri montó en cólera, la tachó de desagradecida, la amenazó con darle una paliza si seguía hablando así y le recordó que la mayoría de las prostitutas acababan muriendo del sida. Y en su ofuscación se le escapó decirle:

—¿Es que quieres morir como tu madre?

Cuando vio la cara que se le puso a Wichi, que dejó de protestar para sumirse en un llanto silencioso con el recuerdo de la madre muerta, Siri se dio cuenta de su torpeza, la tomó entre sus brazos para consolarla y le dio los plátanos pequeños, pero sabrosos, que era el único alimento que les quedaba. Al principio Wichi los rechazó, como si la pena le hubiera quitado el apetito, pero ante la insistencia de la mujer los devoró. Fue todo lo que comió aquel día hasta que por la noche tomaron la sopa de pescado con guindilla.

Pasaba el tiempo y llegaron a temer que aquella casa estuviera abandonada, pero Siri, cada vez más audaz, subía por las escaleras y se atrevía a entrar dentro, y le daba buenas noticias a Wichi. Todo en el interior indicaba que estaba habitada, incluso disponía de una instalación de luz eléctrica que funcionaba, y una bombona de gas que alimentaba unos fogones, sobre los que se alineaban pucheros que todavía conservaban restos de comida. También vieron unas gallinas picoteando y, como es lógico, dedujeron que tenían que pertenecer a alguien.

A la caída de la tarde apareció el señor Pimok, dueño del arrozal, con parte de su familia. Traían consigo unos cestillos de mimbre, abombados, que se estrechaban hasta terminar en un pequeño orificio por el que entraban los peces y no podían salir. Venían embarrados hasta las cejas, los hijos varones con el torso desnudo, porque habían estado pescando unos pececillos que se criaban entre los arrozales, y que fueron los que les sirvieron de cena.

Las dos mujeres se inclinaron muy respetuosas ante ellos y Siri hasta se arrodilló con las manos juntas a la altura del pecho. Se presentaron como tía y sobrina que traían buenas referencias para trabajar en aquel arrozal, del que también tenían excelentes referencias.

El señor Pimok era un hombre robusto, de mediana edad, que correspondió a los saludos con educación, pero, en vez de contestar a su presentación, le dijo a su mujer y a una de las hijas que fueran a preparar la cena. La mujer daba muestras de curiosidad ante aquellas dos extrañas, una por lo fea que era y la otra porque no parecía una jornalera, y se resistió a abandonar el lugar, pero el marido repitió la orden y terminó por obedecer. Sin embargo, de vez en cuando se asomaba por uno de los ventanucos de la casa para ver qué es lo que querían aquellas mujeres.

Lo que querían, ya lo habían dicho, era trabajar en el arrozal, y venían recomendadas por el señor Sura Thong. Al oír este nombre uno de los hijos se echó a reír, y el padre les dijo:

—Pues peor recomendadas no podéis venir. ¿De qué conocéis a Sura Thong?

Siri, por las palabras que empleó el señor Pimok, se dio cuenta de que la referencia no había sido acertada, y se limitó a balbucear que le habían conocido ocasionalmente en las cuevas de Chiang Dao, pero que no era amigo suyo.

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