El primer envío de dinero lo hizo Siri, personalmente, yendo a la oficina de correos montada de acompañante en la motocicleta de Saduak, pero pasó tanto miedo que los siguientes se los hizo el joven sin necesidad de que ella se desplazara.
El prestigio de Saduak en el arrozal era creciente y nadie dudaba de su honradez y del gran porvenir que le esperaba, al extremo de que a la señora Pimok se le había quitado de la cabeza la idea de que Siri buscase para Wichi un extranjero acomodado y le recomendaba a la niña que se esmerase en gustar al futuro informático. Hasta el señor Pimok salió de su habitual silencio para opinar sobre este asunto. Se había dado cuenta de lo avispada que era Wichi en el manejo del ordenador, y uno de los días se atrevió a pronosticar su futuro:
—A no mucho tardar tu sitio no estará en un arrozal, que son muchas las penas que hay que padecer para conseguir una buena cosecha. Si el joven Saduak monta su negocio de arreglar ordenadores, tú le puedes servir de gran ayuda. Y no te digo más.
Eso era mucho decir para el señor Pimok y Wichi le dio las gracias, emocionada de que se ocupara de su humilde persona para algo más que darle órdenes sobre lo que debía hacer en su trabajo. En tanta estima tenía el parecer del señor Pimok, que desde ese día comenzó a mirar con otros ojos al joven Saduak, aunque sin que él lo advirtiera, siguiendo así los consejos de la señora Pimok, quien le recomendaba:
—Que te esmeres en gustarle no quiere decir que se lo manifiestes. ¿No te ha ido bien con él hasta ahora? Pues sigue igual, tratándole con desapego, pero mejorando tu aspecto personal. Está bien que durante el trabajo te calces las botas de goma y te cubras la cabeza con un paño, pero cuando llegues a tu «casa» —ya no la llamaba barracón— báñate en el pilón para quitarte bien el barro y ponte un vestido que resalte tus encantos, que cada día van en aumento. Y no olvides que los hombres, aunque mucho nos alaben el encanto de nuestras manos o de nuestros ojos, los suyos los tienen prendidos en lo que más nos diferencia de ellos, los pechos, y, por el camino que llevan, los tuyos van a ser muy hermosos. Y no consientas nunca que te los toquen antes de que tengan derecho a ello, por haberte desposado, porque está claro que tu camino ya no es el de concubina de un extranjero adinerado, sino el de esposa del que te merezca, y para mí que el joven Saduak puede ser ese merecedor.
Wichi escuchaba con gran respeto estos consejos, que luego los comentaba con su tía adoptiva, recabando su parecer, a lo que la mujer admitía, humilde:
—¿Qué más puedo decir yo, pobre ignorante, ante quienes saben más que yo? ¿No está bien casada la señora Pimok, y, pese a no ser ya joven, bien que maneja y encandila a su marido? ¿No es lógico que entienda más del trato entre hombre y mujer que yo, que nunca he conocido un hombre, ni llevo trazas de conocerlo?
A Wichi le daba pena oírla hablar así y le decía que tenía en mucho su opinión porque lo que le faltaba en experiencia sentimental, lo suplía por el amor que la tenía.
—Ellos también te quieren y a veces pienso que si yo desapareciese te tomarían como una hija más, y harían un buen negocio. ¿Tú crees que es fácil tener una hija como tú, tan dispuesta para todos los trabajos y con luces para hacer otros de mayor importancia? ¿Tú sabes las gracias que doy a mi Dios, que es el tuyo también, cada día, por haberme permitido ayudarte a ser como eres?
—Si tú desaparecieses me moriría —le dijo Wichi compungida.
—Pues algún día desapareceré de tu vida, y no te morirás —le replicó Siri, como una premonición de que aquella desaparición se iba a producir a no mucho tardar.
Desde ese día Wichi, de acuerdo con los consejos de la señora Pimok, comenzó a adecentarse con más esmero los días de visita de Saduak. Acompañada de Siri y de las dos birmanas, se acercó un día a un mercadillo que habían montado cerca de la estación de servicio, con ocasión del Songkran, o Año Nuevo tailandés, y se compró dos vestidos, uno largo, estilo
thai
, que era el que le gustaba a Siri por la dignidad que confería a la persona, y otro occidental, de falda corta y blusa muy ajustada al busto, siguiendo las indicaciones de la señora Pimok.
Su imagen cambió mucho con el nuevo vestuario, ya que el anterior se le iba quedando corto y estrecho y se lo tenía que arreglar Siri alargándolo o ensanchándolo, añadiendo trozos de tela, incluso de otros colores. También se compró un frasco de una colonia refrescante que olía muy bien. Esto último no pasó inadvertido para Saduak, que, cuando la vio vestida con uno de los trajes nuevos, comenzó a olfatearla con deleite hasta que Siri le encareció para que guardase las formas y no se aproximara tanto a la niña, que así vestida estaba claro que había dejado de ser
dekying thongna
, «la niña del arrozal».
Los occidentales, al referirse a la prostitución en Tailandia, tan extendida y bien organizada, dicen que «son una mafia», incluyendo en ella a todos los que participan en la denominada «industria del sexo». Pero los que conocían los entresijos de ese negocio, por ejemplo algunos misioneros que trataban de combatirlo, sabían que no era así. No había tales mafias sino que eran agentes que trabajaban por libre, buscando muchachas jóvenes e incluso niñas, que luego vendían en los prostíbulos de las principales ciudades. Estos prostíbulos, más o menos encubiertos como lugares de baile y diversión, tampoco pertenecían a una mafia, sino que eran negocios particulares, en ocasiones propiedad de una familia.
Los agentes respetaban el territorio en el que trabajaba cada uno, y el señor Kabao lo tenía establecido en la región en la que se encontraba el pueblo de Siri. Aunque no fueran una mafia, sí se comunicaban y se suministraban información unos a otros, y meses atrás Kabao había recibido la de un colega de Chiang Mai, interesándose por una campesina que había robado una niña, cuya abuela estaba bien dispuesta para que su nieta trabajara en los servicios del sexo. La madre de esa niña, ya fallecida, había obtenido un premio de belleza en un concurso en Chiang Mai, y su hija no le iba a la zaga en belleza, por lo que era una pena desaprovechar esa oportunidad.
El colega le dio las indicaciones del pueblo de la campesina y Kabao movilizó a la policía local, con la que estaba en muy buenas relaciones, para que interrogaran a los padres, lo cual hicieron con toda clase de amenazas, pero tuvieron que dejarlo porque uno de los jefes del pueblo respondió de la sinceridad y honradez de quienes decían que nada sabían de esa hija y de la niña que había robado.
Pasaron los meses, más de un año, y Kabao llegó a olvidarse del asunto, hasta que se presentó a él un empleado de la oficina de correos, que sabía que el agente gratificaba generosamente por las informaciones que le daban sobre su negocio. Este empleado cobraba un sueldo mísero que complementaba trabajando una pequeña huerta y, cuando la ocasión se le presentaba, suministrando al señor Kabao información que obtenía en la oficina de correos. Por ejemplo, sabía que en tal pueblo se había quedado huérfana una niña, a cargo de una tía muy pobre, que estaba desesperada por tener que alimentar una boca más. O que de otra niña estaba abusando su padrastro, y era preferible que, puestos a abusar, lo hicieran los que pagaban por ello. Aunque los datos que le facilitara no fueran muy interesantes, el señor Kabao, muy educado, le daba las gracias y unos pocos bahts.
En aquella ocasión creía que la información podía ser muy valiosa, por el interés que habían mostrado meses atrás en localizar a la campesina, cuyo nombre conocía, así como a sus padres, que llevaban ya tres meses recibiendo dinero de ella. Por eso aprovechó una visita del señor Kabao a la región para soltarle la información poco a poco. Primero le dijo que quizá pudiera localizar a la mujer que buscaban meses atrás.
—¿De qué mujer me hablas? —le preguntó Kabao.
—De una que desapareció con una niña y nunca más se supo de ella. No digo que sea fácil conseguirla, pero tal vez la pueda conseguir.
—Pues, si la consigues, no te arrepentirás.
Y sacó la cartera que siempre procuraba llevar abultada de billetes y le dio uno de cien bahts.
—Supongo que estamos hablando de la misma mujer: la que robó una niña que estaba a cargo de su abuela. Una vergüenza, una pobre anciana y le quitan la única ayuda de su vejez —reflexionó el señor Kabao, a quien le gustaba presentarse como benefactor de los desamparados—. Claro que, bien pensado, a lo mejor la campesina ya se ha deshecho de ella y la ha vendido por su cuenta.
—Pienso que no, señor Kabao.
—¿Y por qué crees que no? ¿Acaso eres adivino? —bromeó el agente.
—Recuerdo a Siri, que era la más fea del pueblo, y también a sus padres, y no sabrían cómo desenvolverse en ese negocio.
El empleado hablaba con esa seguridad porque en las remesas de dinero se especificaba el arrozal del señor Pimok como residencia de la remitente, indicando el kilómetro del
thanón
, o carretera, en el que se encontraba, pero confiaba en obtener mayor provecho si daba la información en más de un encuentro.
Otro día le dijo que conocía el pueblo más próximo, donde radicaba la oficina de correos desde la que se enviaba el dinero, lo que produjo otro desembolso del señor Kabao más importante, y por fin le dio la dirección exacta del arrozal.
A su vez, el señor Kabao se mostró muy cauto con su colega de Chiang Mai y también, antes de darle esa dirección, negoció la parte que le correspondería a él en caso de llegar a feliz término la recuperación de la niña para la abuela. Cerraron el trato, que ellos consideraban como un pacto de caballeros, ya que les iba mucho en cumplirlo, no solo por el deshonor que comportaba no hacerlo, sino porque incluso podía costarles la vida, y en eso sí se parecían a los de la mafia.
La señora Phakamon tardó mucho en admitir que a su nieta se la había llevado la que fuera criada de su hija, a la que ella había dado cobijo en su casa por caridad, y que era una mujer pueblerina, de una fealdad que espantaba, sin luces para lo que no fuera fregar suelos. ¿Qué motivo podía haberle impulsado a llevarse a la niña? Dudó, pero cuando comprobó que habían desaparecido de la habitación que ambas compartían todas sus pertenencias y objetos personales, tuvo que rendirse a la evidencia.
Al primero que dio cuenta de lo sucedido fue al encargado del karaoke con el que estaba en tratos, el señor Naya, quien de primeras se mostró optimista.
—Daremos con ella. No pueden haberse ido muy lejos. Además —se permitió bromear—, si la mujer es tan fea como usted dice y la joven tan guapa, no será difícil localizarlas.
Pero resultó imposible, aunque mandó gente a vigilar las estaciones de autobuses y otros puntos de salida de la ciudad, quizá porque no contaban con la delantera que les había tomado la mujer en salir de ella.
A la señora Phakamon todavía no le había dado el ictus que la dejaría trastornada, y recordó el nombre del pueblo de la criada. Entonces fue cuando Naya se puso en contacto con Kabao, sin resultado.
La señora Phakamon no podía terminar de creerse que aquella torpe mujer hubiera desbaratado sus planes, tan provechosos para ella, y no menos para la niña, a quien le esperaba un porvenir rosado entre hombres que la agasajarían continuamente, porque bien claro le había dicho el señor Naya que la colocarían en un establecimiento de los más distinguidos de Bangkok, donde las jóvenes bailaban ligeras de ropa y poco más. Y si ese poco más pasaba a mayores, sería siempre con gente respetable, bien padres de familia, o extranjeros adinerados, que sabrían compensar adecuadamente el servicio, en el que la señora Phakamon se llevaría una parte; y que todo eso se hubiera podido descomponer por culpa de aquella estúpida mujer le provocó tal furia que un día, de improviso, se cayó al suelo, con síntomas de cianosis en la cara, presa de una apoplejía de la que salió con vida de milagro, según determinaron los servicios médicos que la atendieron, pero con secuelas irreparables, con la parte izquierda de su cuerpo inmovilizada y una gran dificultad para articular frases comprensibles. Por eso, cuando al cabo del tiempo recuperó en parte a su nieta, lo primero que le espetó, balbuceando, fue:
—Por tu culpa... por tu culpa... me encuentro así.
Lo dijo con odio, aunque con la esperanza de que todavía estuviera a tiempo de resarcirse de las pérdidas pasadas. Porque cuando le dio el ictus y se quedó medio paralizada le entró un terror muy grande, pensando que los ahorros tan arduamente conseguidos no le alcanzarían de allí en adelante, ya que en aquella situación era impensable que pudiera encontrar nuevos «compromisos», y sus gastos iban en aumento pues, al no poder valerse por sí sola, había tenido que tomar una mujer que la atendiera, a la que no solo había que pagar un jornal, sino también alimentar, y todas las que contrató —cambió varias veces de acompañante— le parecía que comían demasiado.
Por eso, cuando el señor Naya se presentó en su casa con la noticia de que habían localizado a la mujer y a la niña, la señora Phakamon balbuceó: «¡Que la traigan, y esa mujer a la cárcel!».
El señor Naya estaba de acuerdo con ambas cosas, pero dentro de la ley, ya que, aunque él estaba acostumbrado a trabajar al margen de ella, para una ocasión que se le presentaba de actuar legalmente debía aprovecharla. Condujeron a la señora Phakamon en una silla de ruedas, acompañada de un abogado, a una oficina judicial en la que denunció la desaparición de su nieta, cuya tutela le correspondía, y al cabo de una semana obtuvo un mandamiento judicial por el que se disponía la liberación de una joven llamada Wichi, hija de Cheonchai y de Yui Kanchanaporn, y la detención de una mujer conocida como Siri, sobre la que pesaba una acusación de secuestro de la anterior.
El día en que se presentó la comisión judicial en el arrozal del señor Pimok había sido uno de los más gratos para Wichi, ya que públicamente el arrocero admitió la superioridad de la joven sobre sus dos hijos varones. Manifestó en presencia de ellos:
—Está claro que
dekying tbongna
es la que mejor maneja el ordenador de todos nosotros, y que lo haga mejor que yo, que soy un anciano y con esfuerzo me sirvo del correo, es lógico, pero lo hace también mejor que vosotros. ¿Por qué? Porque presta más atención en las clases que nos da Saduak y cuando no entiende algo lo pregunta, y no quita los ojos de la pantalla, mientras que vosotros estáis distraídos pensando en lo que no debéis.