Jack subió a la carreta y sacudió las riendas. No miró hacia atrás, pero notó que la cabaña desaparecía entre el bosque de abetos.
Mientras cruzaba un campo, el caballo casi tropezó consigo mismo y movió la cabeza. Jack detuvo la carreta y escrutó con la vista tanto el campo como los árboles, sin ver nada.
Maldito animal. Él había querido un ejemplar tranquilo y dócil, del tipo lento y fuerte. Pero en esas tierras había menos caballos que dientes en el pico de una gallina, y no tuvo muchas opciones para elegir: una yegua vieja de espalda encorvada que parecía a punto de irse al otro barrio y aquel, joven y apenas domado, más apropiado para el paseo que para el trabajo duro. Jack temía que el esfuerzo acabara matándolo.
Hacía un par de días, mientras sacaba los troncos del campo nuevo, el caballo se había asustado ante una rama y derribado a Jack al suelo. Se había librado por los pelos de ser aplastado por el tronco cuando el caballo siguió adelante. Aún tenía rasguños en los antebrazos y los tobillos, y por las mañanas se levantaba con la espalda dolorida.
Ahí radicaba el problema. No en el caballo nervioso, sino en su viejo y cansado dueño. La verdad le rondaba por el estómago como un plato indigesto. Era demasiado trabajo para un hombre de su edad. No conseguía salir adelante, ni siquiera trabajando de sol a sol y con todas sus fuerzas. A pesar del largo verano y de un otoño sin nieve, todavía le faltaba mucho campo que despejar antes de poder ganarse la vida. Ese año había conseguido una patética cosecha de patatas que apenas sirvió para comprar harina durante el invierno. Suponía que aún tenía suficiente dinero de la venta de su parte de la granja del este para mantenerlos un año más, y eso solo si Mabel continuaba vendiendo sus tartas en la ciudad.
Eso tampoco estaba bien: Mabel tenía que fregar el áspero suelo de su casa y vender lo que salía de su horno para poder subsistir. Su vida podría haber sido tan distinta… Hija de un catedrático de literatura, miembro de una familia acomodada, podría haberse dedicado a estudiar y al arte, distraerse por las tardes con otras damas de su clase. Una vida con criados, tazas de porcelana y pastelillos hechos por otras manos.
Mientras cruzaba ya el extremo de un campo medio despejado, el caballo volvió a encabritarse, sacudió la cabeza y relinchó. Jack tiró de las riendas. Echó un vistazo a los troncos caídos que tenía alrededor, y a los abedules, abetos y álamos que se alzaban más allá. El bosque estaba en silencio, ni siquiera se oía el trino de un pájaro. El caballo clavó una pezuña en el suelo y se quedó quieto. Jack intentó sosegar su propia respiración para poder ver y oír mejor.
Algo le observaba.
Era una idea ridícula. ¿Quién iba a andar por ahí? Se preguntó, no por vez primera, si los animales salvajes podían causar esa sensación. Las bestias domésticas, como las vacas y los pollos, podían pasarse un día entero observando a un hombre por la espalda sin que a éste se le erizara un solo pelo de la nuca. Pero quizá las criaturas del bosque fueran distintas. Intentó imaginar a un oso moviéndose entre la maleza, adelante y atrás, observándolos a él y al caballo. No parecía muy probable ahora que se acercaba el invierno. Lo normal era que estuvieran buscando dónde hibernar.
De vez en cuando sus ojos se posaban en un tocón o una zona en sombras entre los árboles. No te dejes llevar por la imaginación, viejo, se dijo. Acabarás chalado buscando cosas que no están.
Fue a sacudir las riendas, pero miró por encima de su hombro una última vez y entonces lo vio: algo se movía, una mancha de un rojizo castaño. El caballo relinchó. Sentado en la carreta, Jack se volvió, despacio.
Un zorro rojo saltó entre los árboles caídos. Desapareció durante un minuto pero asomó la cabeza de nuevo, más cerca del bosque, corriendo con el rabo peludo y rojo a ras de suelo. Se detuvo y volvió la cabeza. Por un instante su mirada se cruzó con la de Jack y entonces, en esos iris dorados y achinados, él vio lo salvaje del lugar. Como si tuviera a la naturaleza en su estado más puro frente a los ojos.
Miró hacia delante, sacudió las riendas y azuzó al caballo hasta que alcanzó un buen trote, ambos con ganas de dejar atrás al zorro. Pasó una hora más, encorvado y aterido, mientras la carreta recorría los kilómetros de bosque virgen. Al acercarse a la ciudad, el caballo aceleró y Jack tuvo que pararlo para no perder la carga por el camino.
En su lugar de origen nadie habría llamado ciudad a Alpine. No era más que unos cuantos edificios polvorientos y de fachada falsa diseminados entre las vías del tren y el río Wolverine. En las cercanías, varios colonos habían despejado el terreno de árboles antes de abandonarlo. Algunos habían partido en busca de oro o a trabajar en el ferrocarril, pero la mayoría había optado por regresar a casa sin la menor intención de volver a pisar Alaska.
Cargado con las tartas, Jack subió la escalera del restaurante del hotel y la esposa del dueño le abrió la puerta. Bien cumplidos los sesenta, Betty llevaba el pelo corto, al estilo masculino, y dirigía el local como si fuera la única propietaria. Su marido, Roy, trabajaba para la delegación del gobierno y apenas pasaba por el hotel.
—Buenos días, Betty —dijo Jack.
—Un asco de día, diría yo. —Cerró la puerta con firmeza—. Un frío infernal y ni rastro de nieve. Nunca había visto algo parecido. ¿Traes las tartas de Mabel?
—Sí, señora. —Las dejó en la barra y las desenvolvió.
—Esa mujer tiene buena mano —dijo ella—. La gente no para de pedir sus tartas.
—Me alegra oírlo.
Ella contó unos cuantos billetes de la caja antes de dejarlos en la barra.
—Pero, aun a costa de perder algunos clientes, creo que no voy a necesitar más tartas a partir de hoy, Jack. Mi hermana se ha instalado en casa y Roy dice que debe ganarse el pan encargándose del horno.
Él cogió los billetes y se los guardó en el bolsillo como si no hubiera oído lo que acababa de decirle. Pero enseguida cayó en la cuenta.
—¿No más tartas? ¿Estás segura?
—Lo siento, Jack. Sé que es mal momento, con el invierno a punto de empezar, pero… —Se le apagó la voz, se la veía inusualmente avergonzada.
—Podríamos rebajar el precio, si eso os ayuda —dijo él—. Necesitamos hasta el último céntimo ahora mismo.
—Lo siento. ¿Quieres un café y algo para desayunar?
—Café me basta, gracias. —Escogió una mesa al lado de una ventana pequeña con vistas al río.
—Invita la casa —dijo ella cuando le sirvió la taza.
Nunca se quedaba en la ciudad cuando iba a dejar las tartas, pero esa mañana no tenía ningunas ganas de volver a casa. ¿Qué iba a decirle a Mabel? ¿Que tenían que recoger las cosas y regresar a casa con el rabo entre las piernas? ¿Abandonar la finca como tantos antes que ellos? Echó azúcar al café y se puso a mirar por la ventana. Por la orilla del río caminaba un hombre con las botas gastadas y el aire polvoriento de un trampero. Llevaba un saco de dormir en la mochila, un husky atado con una cuerda en una mano y un rifle de caza en la otra. Tras él, Jack vio una neblina blanca que amortajaba las cumbres. Ya nevaba en las montañas. La nieve no tardaría en llegar al valle.
—¿Sabes que están buscando personal en la mina? —Betty dejó ante él un plato de huevos con beicon—. Seguro que no te apetece hacerlo para siempre, pero podría sacaros del mal paso por el momento.
—¿La mina de carbón del norte?
—Ajá. No pagan mal, y así seguirán mientras puedan mantener las vías limpias. Proporcionan comida y alojamiento, y te devuelven a casa con un extra en los bolsillos. Piénsalo.
—Gracias. Y gracias por esto también. —Señaló el plato.
—Vale.
Un trabajo dejado de la mano de Dios, la mina de carbón. Los granjeros habían nacido para trabajar con aire y luz, no en túneles bajo tierra. Años atrás había visto a los hombres que venían de la mina con las caras manchadas de hollín y tosiendo sangre sucia. Y, aunque tuviera la voluntad y la fuerza necesarias, eso significaría dejar sola a Mabel en la finca durante días, quizá semanas.
Pero necesitaban efectivo, eso era innegable. Solo un mes o dos les bastarían para aguantar hasta la siguiente cosecha. Podía soportar casi cualquier cosa durante un mes o dos. Se comió el último pedazo de beicon y se disponía a salir cuando George Benson cruzó con estruendo la puerta del restaurante.
—Betty, Betty, Betty. ¿Qué me ofreces hoy? ¿Tienes alguna tarta de esas?
—Recién traídas, George. Siéntate y te llevo un pedazo.
George se volvió hacia las mesas y vio a Jack.
—¡Buenas, vecino! Tengo que reconocer que… tu mujer hace un pastel de manzana que es un pecado. —Echó el abrigo sobre el respaldo de una silla y se palmeó la abultada barriga—. ¿Te molesta que me siente?
—En absoluto.
George vivía a unos quince kilómetros, al otro lado de la ciudad, con su esposa y sus tres chicos. Jack se había cruzado varias veces con él, en el almacén y allí, en el restaurante. Parecía un tipo simpático y siempre hablaba como si fueran buenos amigos. Él y George debían de tener la misma edad.
—¿Cómo te va? —preguntó George en cuanto se sentó a la mesa.
—Va.
—¿Tienes ayuda ahí fuera?
—No. Me las apaño solo. He despejado dos buenos campos. Siempre hay cosas que hacer, ya sabes cómo es.
—Deberíamos hacer un intercambio de vez en cuando… Mis chicos y yo nos acercamos a tu terreno con los caballos, y luego tú nos echas una mano.
—Es una oferta generosa.
—Podríamos ayudarte a terminar parte del trabajo —prosiguió George—, y tu esposa podría pasar por casa a charlar con Esther. Se harta de estar rodeada de hombres, y tiene ganas de hablar de cocina, o de costura, o de lo que sea que parloteen las mujeres. Estaría encantada de teneros en casa.
Jack no dijo ni sí ni no.
—¿Tus hijos ya han volado del nido? —preguntó George.
Jack no se esperaba eso. Él y Mabel no eran tan mayores, la verdad, como para que sus hijos tuvieran ya familia propia. Se preguntó si su aspecto reflejaría cómo se sentía, como si alguien le hubiera puesto la zancadilla al pasar.
—No. No tenemos hijos.
—¡Vaya! ¿No habéis tenido hijos?
—No.
Observó a George. Si uno decía que no tenía hijos, parecía expresar una elección y ¿qué idea podía formarse el otro de una tontería así? Si en cambio uno decía que no podía tenerlos, la conversación se volvía tensa mientras el interlocutor se planteaba la virilidad del hombre o la salud de la mujer. Jack esperó y tragó saliva.
—Supongo que es una opción. —George meneó la cabeza y soltó una risa breve—. Apuesto a que vivís más tranquilos que nosotros. A veces esos hijos míos me hacen refugiarme en el alcohol. Pelean por todo, y se levantan de la cama picajosos como si tuvieran la varicela. Conseguir que el pequeño trabaje un día entero es casi tan difícil como luchar con un toro.
Jack se rió, relajado, y bebió otro sorbo de café.
—Mi hermano era así. Era casi más fácil dejarlo dormir.
—Sí, así son algunos, al menos hasta que tienen su propia granja y empiezan a enterarse de lo que vale un peine.
Betty se acercó a la mesa con una taza y un pedazo de tarta para George.
—Justo ahora le decía a Jack que necesitan gente en la mina —dijo ella mientras vertía el café—. Ya sabes, para que puedan aguantar el invierno.
George enarcó las cejas y luego frunció el ceño, pero no dijo nada hasta que Betty hubo vuelto a la cocina.
—No se te ocurrirá hacerlo, ¿verdad?
—Lo estoy pensando.
—¡Por Dios! ¿Has perdido el juicio? Ni tú ni yo somos… polluelos ya, y esos agujeros son para jóvenes, si es que son para alguien.
Jack asintió, incómodo con el tema.
—Sé que no es asunto mío, pero pareces un buen tipo —siguió George—. ¿Sabes por qué buscan hombres?
—No.
—Han tenido problemas para mantener las cuadrillas desde los incendios de hace unos años. Catorce, muertos como momias. Algunos tan carbonizados que no podían ni reconocerlos. A media docena ni llegaron a encontrarlos. Te lo juro, Jack, no merece la pena.
—Ya, pero… bueno, estoy contra las cuerdas. La verdad es que no sé cómo salir adelante.
—¿Tenéis que aguantar hasta la cosecha? ¿Hay dinero para las semillas en primavera?
Jack esbozó una sonrisa débil.
—Si no comemos hasta entonces.
—Tienes provisión de patatas y zanahorias, ¿no?
—Claro.
—¿Has conseguido pillar algún alce?
Jack meneó la cabeza.
—La caza nunca se me ha dado bien.
—Escucha, eso es lo que tienes que hacer. Cuelga carne en el establo, y tú y tu mujer estaréis alimentados hasta primavera. No será caviar y champán, pero no pasaréis hambre.
Jack miró la taza vacía.
—Así es como nos va a muchos —dijo George—. Los primeros años son difíciles. Te lo digo en serio: podéis acabar hartos de alce con patatas, pero sobreviviréis.
—Cierto.
Como si el tema estuviera zanjado, George se acabó el trozo de tarta en cuatro mordiscos, se limpió la boca con la servilleta y se puso de pie. Extendió la mano hacia Jack.
—Será mejor que vaya tirando. Esther me echará en cara que estoy fuera todo el día si no vuelvo a casa pronto. —El apretón de manos fue firme y amistoso—. No te olvides de lo que te he dicho. Y cuando llegue la hora de despejar esos campos, estaremos encantados de echarte una mano. El día pasa más rápido en compañía.