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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (57 page)

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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Me río a carcajadas, ambos reímos. Henry está encantado.

—¿Por qué no me lo dijiste? Todos estos años le he estado dando vueltas al asunto sin ninguna necesidad. ¡Zorra! ¡Descarada! —Henry me muerde el cuello y me hace cosquillas.

—Porque si tú no lo sabías... yo no podía decírtelo.

—Es cierto. ¡Eres increíble!

Nos sentamos en el viejo y destartalado sofá del estudio.

—¿No podemos subir la calefacción?

—Claro que sí.

Henry se levanta de un salto y conecta el termostato al máximo. La caldera produce un ruido metálico.

—¿Cuánto tiempo he estado fuera?

—Casi todo el día.

Henry suspira.

—¿Ha valido la pena? ¿Un día de angustia a cambio de unas horas realmente hermosas?

—Sí. Ha sido uno de los mejores días de mi vida.

Me quedo callada, recordando. A menudo invoco el recuerdo de la cara de Henry encima de mí, circundado de un cielo azul, y la sensación de notarme impregnada de él. Pienso en ello cuando se va, y entonces me cuesta dormirme.

—Cuéntame...

—¿El qué?

Nos hemos fundido en un abrazo, para darnos calor, para darnos consuelo.

—¿Qué sucedió después de que me fuera?

—Lo recogí todo, me arreglé hasta quedar bastante presentable y volví a la casa. Subí las escaleras sin tropezarme con nadie y me di un baño. Al cabo de un rato, Etta empezó a aporrear la puerta porque quería saber la razón por la que me había metido en la bañera en pleno día. Tuve que fingir que me encontraba mal. En cierto modo, no mentía... Pasé el verano vagando por la casa, durmiendo mucho. Leyendo. Me replegué en mí misma. Pasaba el rato en el claro, esperando de algún modo que aparecieras. Te escribí cartas, que luego quemé. Dejé de comer durante algún tiempo, y mi madre me arrastró a su terapeuta hasta que recobré el apetito. A finales de agosto mis padres me anunciaron que si no «me animaba», no iría a la facultad ese otoño, así que enseguida me animé, porque el único objetivo de mi vida era marcharme de casa e ir a Chicago. La facultad fue algo fantástico, y absolutamente nuevo para mí. Conseguí alquilar un apartamento, y me encantaba la ciudad. Tenía algo en lo que pensar, aparte del hecho de no tener ni idea de dónde estabas o cómo encontrarte. En la época en la que te encontré, las cosas me iban bastante bien; estaba metida de lleno en mi trabajo, tenía amigos, me pedían bastante para salir...

—¿Ah, sí?

—Claro.

—¿Salías? ¿Con tíos?

—Bueno, pues sí... Solo para acumular experiencias... y porque de vez en cuando me enfurecía pensar que ahí fuera, en alguna parte, tú salías alegremente con otras mujeres. De todos modos, era como representar una especie de comedia negra. Solía salir con chicos de la facultad de Bellas Artes, guapos y simpáticos, pero me pasaba toda la velada pensando en lo aburrido y absurdo que era todo aquello, y mirando el reloj. Después de salir con cinco tíos, dejé de hacerlo, porque me di cuenta de que en realidad esos chicos me importaban un bledo. Alguien de la facultad hizo correr el rumor de que yo era lesbiana, y entonces un montón de chicas me pidieron para salir.

—No estás nada mal como lesbiana.

—Ya, pues compórtate o me convertiré en una de ellas.

—Yo siempre he querido ser lesbiana —dice Henry con aspecto soñador y adormecido.

No es justo, ahora que me siento inclinada y dispuesta a saltar sobre él.

—En fin... —dice Henry bostezando—. Lo que sí te aseguro es que no será en esta vida. Demasiada cirugía.

En mi mente oigo la voz del padre Compton, tras la celosía del confesionario, que me pregunta en voz baja si deseo confesar alguna cosa. «No —le digo con firmeza—. Nada.» Fue un error. Estaba borracha, y eso no cuenta. El buen padre suspira y corre la cortinilla. Fin de la confesión. Mi penitencia es mentir a Henry, por omisión, hasta que la muerte nos separe.

Lo miro, feliz después del banquete, saciado de los encantos de mi yo juvenil, y veo la imagen de Gómez durmiendo, el dormitorio de Gómez bajo la luz matutina relampaguea en mi teatro mental. «Fue un error, Henry», digo para mis adentros. Estaba esperando, y chocaron de refilón contra mí, solo una vez.

«Díselo», dice la voz del padre Compton o de alguna otra persona en mi cabeza. «No puedo —replico yo—. Me odiaría.»

—¡Eh! ¿Adonde has ido? —me pregunta él con dulzura.

—Ah, estaba pensando.

—Pareces triste.

—¿Alguna vez te preocupa que lo mejor de nuestras vidas ya haya pasado?

—No, bueno, a veces sí, pero de un modo distinto al que sugieres. Todavía me muevo en la época que tanto rememoras tú, así que para mí no ha transcurrido realmente. Me preocupa que no prestemos la máxima atención al presente. Es decir, viajar a través del tiempo es una especie de alteración de mi condición, y me encuentro más... consciente, diría yo, cuando estoy fuera, lo cual de algún modo me parece importante, pero a veces pienso que si pudiera ser igual de consciente en el presente, todo sería perfecto. Ahora bien, últimamente han pasado cosas extraordinarias.

Henry sonríe, con esa sonrisa torcida tan hermosa y encantadora que rezuma inocencia, y dejo que la culpa se disipe y oculte en la cajita donde la conservo, apretujada como si de un paracaídas se tratara.

—Alba.

—Alba es perfecta y tú también lo eres. Me refiero a que por mucho que te quiera en el pasado, es la vida que compartimos, lo mucho que nos conocemos...

—A las duras y a las maduras...

—El hecho de que pasemos malos momentos lo convierte en algo más real; y es la realidad lo que yo deseo.

Díselo, díselo.

—De todos modos, incluso la realidad puede ser de lo más irreal... —Si alguna vez decido contárselo, tiene que ser ahora. Henry espera a que siga hablando. Estoy a punto, pero no puedo.

—Clare.

Lo miro con aire de tristeza, al igual que un niño al que han atrapado con una mentira enrevesada, y entonces se lo digo, de un modo casi inaudible:

—Me acosté con otro.

A Henry se le paraliza el rostro de incredulidad.

—¿Con quién? —pregunta sin mirarme.

—Con Gómez.

—¿Por qué? —Henry está inmóvil, aguardando el golpe.

—Estaba borracha. Fuimos a una fiesta, y Charisse había ido a Boston...

—Espera un momento. ¿Cuándo fue eso?

—En 1990.

—¡Por el amor de Dios! —exclama Henry, con una carcajada—. Clare, ¡mierda!, no me hagas eso. ¡Caray! Creía que me estabas contando algo que pasó, por decir algo, la semana pasada.

Sonrío con timidez.

—Claro que tampoco voy a ponerme a dar saltos de alegría por la noticia, pero precisamente acabo de decirte que salgas a experimentar, y en realidad no puedo... No sé...

Henry está cada vez más inquieto. Se levanta y empieza a caminar arriba y abajo del estudio. Soy pasto de la incredulidad. Durante quince años el terror me ha tenido paralizada, asustada por que Gómez pudiera decir algo, o bien actuar acorde con la enorme y torpe insensibilidad que le caracteriza, y resulta que a Henry no le importa. ¿O sí?

—¿Qué tal fue? —pregunta, como quien no quiere la cosa, de espaldas a mí, mientras se lía a desmontar la cafetera.

Elijo las palabras con cuidado.

—Distinto; y no es que quiera mostrarme crítica con Gómez...

—Bah, venga, continúa.

—Era como estar en una tienda de porcelana e intentar ligar con un toro.

—Abulta más que yo —afirma Henry, dándolo por hecho.

—Ahora no sabría decirte, pero entonces no tenía ninguna delicadeza. En realidad, incluso llegó a fumarse un cigarrillo mientras follaba conmigo.

A Henry se le escapa una mueca. Me levanto y me acerco a él.

—Lo siento. Fue un error.

Henry me atrae hacia sí, y le digo, bajito, contra el cuello de la camisa:

—Yo esperaba con mucha paciencia... —No puedo seguir hablando. Henry me acaricia el pelo.

—No pasa nada, Clare. No es tan grave como parece.

Me pregunto si estará comparando la Clare que acaba de ver, en 1989, con este yo, amigo de las duplicidades, que tiene entre sus brazos y, como si estuviera leyéndome el pensamiento, me pregunta:

—¿Alguna otra sorpresa que debas comunicarme?

—No, eso es todo.

—Desde luego es cierto que sabes guardar un secreto.

Miro a Henry, y él sostiene mi mirada. Juraría que en cierto modo he cambiado ante sus ojos.

—Eso me hizo comprender mejor... Me hizo valorar...

—¿Intentas decirme que salgo victorioso de la comparación?

—Sí. —Le beso, titubeando, y tras un momento de duda, Henry me devuelve el beso.

Al cabo de un rato, todo se arregla, mejora, de hecho. Se lo he contado, y no ha pasado nada: todavía me ama. Me he sacado un peso de encima, y suspiro con la beatitud de la confesión, finalmente, y por el hecho de no tener siquiera que cumplir una penitencia: ni un solo Ave María, ni un Padre Nuestro. Siento como si hubiera salido ilesa de un coche que hubiera quedado totalmente destrozado.

Ahí fuera, en algún lugar, Henry y yo estamos haciendo el amor sobre una manta verde, en un prado, y Gómez me mira somnoliento y me toca con sus manazas, y todo, absolutamente todo, sucede ahora, aunque es demasiado tarde, como siempre, para cambiar nada, y Henry y yo nos desvestimos mutuamente sobre el sofá del estudio, como si desenvolviéramos una caja de bombones nuevecita, todavía por abrir; y no es demasiado tarde, todavía no, al menos.

Sábado 14 de abril de 1990; 6.43 horas

Clare tiene 18 años

C
LARE
: Abro los ojos y no sé dónde estoy. Humo de cigarrillo. La sombra de una persiana de lamas atravesada en la pared amarilla y desconchada. Vuelvo la cabeza y, junto a mí, durmiendo, en su cama, está Gómez. De repente, me acuerdo y sucumbo al pánico.

¡Henry! Henry me matará. Charisse me odiará. Me incorporo. El dormitorio de Gómez es un naufragio de ceniceros rebosantes de colillas, ropa, manuales de derecho, periódicos y platos sucios. Mi ropa aparece en un montoncito delator en el suelo, a mi lado.

Gómez duerme profundamente. Su aspecto transmite serenidad, y en nada se asemeja al tipo que acaba de engañar a su novia con la mejor amiga de ella. Lleva el pelo rubio revuelto, no en su estado acostumbrado de perfecto control. Parece un niño crecido, agotado de tantos juegos infantiles.

Me martillea la cabeza. Es como si me hubieran golpeado en las entrañas. Me levanto, temblorosa, y atravieso el pasillo para ir al lavabo, que es muy cutre, lleno de verdín y repleto de una gran parafernalia de artículos para el afeitado y toallas mojadas. Cuando entro en el baño, ya no sé qué venía a buscar; hago un pis y me lavo la cara con un trozo de jabón muy duro, me miro en el espejo para comprobar si mi aspecto es distinto, para ver si Henry será capaz de adivinarlo solo con mirarme... Mi imagen es la de alguien que siente náuseas pero, por lo demás, mi aspecto es el que suelo tener a las siete de la mañana.

La casa está en silencio. Un reloj anuncia con su tictac su presencia cercana. Gómez comparte esta casa con otros dos tipos, que también van a la Facultad de Derecho Northwestern. No quiero tropezarme con ninguno de ellos, así que regreso al dormitorio de Gómez y me siento en la cama.

—Buenos días —me dice Gómez, sonriéndome y acercándose a mí. Retrocedo y me echo a llorar.

—¡Uauuu, Gatita! Clare, cariño, eh, cariño... —Se incorpora como puede y me encuentro llorando, abrazada a él.

Pienso en todas las veces que he llorado en el hombro de Henry. «¿Dónde estás? —me pregunto con desesperación—. Te necesito, ahora mismo.» Gómez no para de repetir mi nombre. ¿Qué hago aquí, sin ropa, llorando y abrazada a un Gómez también desnudo? Me tiende una caja de pañuelos de celulosa, me sueno la nariz, me seco los ojos y al final le dedico una mirada de desesperación absoluta, que él no sabe cómo interpretar.

—¿Ya estás mejor?

No, ¿cómo voy a estar mejor?

—Sí.

—¿Qué ocurre?

Me encojo de hombros. Gómez adopta la actitud del que analiza detenidamente a un testigo frágil.

—Clare, ¿te habías acostado antes con alguien?

Asiento.

—¿Es por Charisse? ¿Te sientes mal a causa de Charisse?

Asiento de nuevo.

—¿He hecho algo mal?

Niego con la cabeza.

—Clare, ¿quién es Henry?

Lo miro boquiabierta, sin poder reprimir mi incredulidad.

—¿Cómo te has enterado? —Ya la he liado. Hijo de puta.

Gómez se inclina, agarra los cigarrillos de la mesita de noche y enciende uno. Sacude el fósforo para apagarlo y da una profunda calada. Con un cigarrillo en la mano Gómez parece más... vestido, de algún modo, a pesar de no estarlo. Me ofrece uno en silencio, y acepto, a pesar de que no fumo, pero me parece lo más adecuado en este momento. Además eso me da la oportunidad de pensar sobre lo que voy a decir. Gómez me lo enciende, se levanta, revuelve en su armario, encuentra un albornoz azul que no se ve muy limpio y me lo ofrece. Me lo pongo; es enorme. Me siento en la cama, fumando y observando a Gómez mientras se viste con unos téjanos. Aún sumida en mi desgracia, advierto que Gómez es bello, alto, ancho de espaldas y... grande, una clase de belleza absolutamente distinta de la agilidad felina y salvaje de Henry. De inmediato me siento fatal por haberlos comparado. Gómez me acerca un cenicero y se sienta en la cama. Me mira.

—Hablabas en sueños con alguien llamado Henry.

Maldita sea, maldita sea.

—¿Qué decía?

—Sobre todo «Henry», una y otra vez, como si estuvieras llamando a alguien para que viniera a buscarte. También: «Lo siento». En una ocasión has dicho: «Bueno, ¿y qué? Tú no estabas aquí», como si estuvieras enfadadísima. ¿Quién es Henry?

—Henry es mi amante.

—Clare, tú no tienes amante. Charisse y yo quedamos contigo casi a diario desde hace seis meses, y nunca te has citado con nadie. Además, nunca te llaman por teléfono.

—Henry es mi amante. Hace tiempo que se marchó, pero volverá en otoño de 1991.

—¿Dónde está?

Por aquí cerca.

—No lo sé.

Gómez cree que me lo estoy inventando; y, sin razón aparente, decido obligarle a que me crea. Agarro el bolso, abro la cartera y le muestro la foto de Henry. La examina con atención.

—Yo he visto a este individuo, bueno, no, a alguien parecido a él. Este tipo es demasiado mayor para ser el mismo. Ahora bien, su nombre era Henry.

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