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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (54 page)

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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—¡Oh! —exclama alguien.

Estoy liberada, vacía ya, y oigo un ruido como el de un disco de vinilo cuando pones la aguja en el surco equivocado, y entonces Alba grita y de repente está aquí, alguien la coloca sobre mi vientre y yo contemplo su carita, la cara de Alba, tan sonrosada y arrugada, y el pelo tan negro, con esos ojos que buscan a ciegas y esas manos tendidas. Alba se vuelca hacia mi pecho y se queda inmóvil, agotada por el esfuerzo, por la cruda realidad de los hechos.

Henry se inclina sobre mí y toca su frente.

—Alba —le dice.

Más tarde

C
LARE
: Cae la tarde, la primera que Alba ha pasado sobre la faz de la Tierra. Estoy acostada en la cama del hospital rodeada de globos, ositos y flores, con Alba en los brazos. Henry está sentado con las piernas cruzadas a los pies de la cama, haciéndonos fotos. Alba ha terminado de tomar el pecho, eructa burbujas de calostro de sus pequeños labios y luego se queda dormida, un paquetito cálido y suave de piel y fluidos contra mi camisón. Henry termina el rollo de fotografía y lo saca de la cámara.

—Oye —le digo, acordándome de repente—. ¿Adonde fuiste? Me refiero a cuando estábamos en la sala de partos.

—Vaya, esperaba que no te hubieras dado cuenta —responde Henry riendo—. Creí que a lo mejor estarías tan preocupada que...

—¿Dónde estabas?

—Dando vueltas por mi escuela de primaria en plena noche.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Ufff. Durante horas. Empezaba a hacerse de día cuando me marché. Era invierno, y la calefacción estaba apagada. ¿Cuánto tiempo estuve fuera?

—No estoy segura. Puede que cinco minutos.

—Estaba desesperado —dice Henry, sacudiendo la cabeza—. Acababa de abandonarte y ahí estaba yo, paseándome arriba y abajo como un inútil por los pasillos de Francis Parker... Fue tan... Me sentí... En fin —concluye Henry, sonriendo—, al final todo salió bien, ¿verdad?

—Bien está lo que bien acaba —replico yo, soltando una carcajada.

—Hablas con más tino de lo que adviertes.

Alguien llama quedamente a la puerta.

—¡Entre! —dice Henry.

Richard entra en el dormitorio y se detiene, vacilando. Henry se vuelve.

—Papá... —Calla, salta de la cama y le dice—: Entra y siéntate.

Richard me ha traído flores y un osito, que Henry añade al montón que hemos colocado en el antepecho de la ventana.

—Clare... Yo... Felicidades. —Richard se hunde lentamente en la butaca que hay junto a la cama.

—Humm, ¿te gustaría cogerla? —pregunta Henry con suavidad.

Richard asiente; me mira buscando mi aprobación. Tiene el aspecto de no haber dormido desde hace días. A su camisa le conviene un planchado, y apesta a sudor y al olor de yodo de la cerveza pasada. Le sonrío, aunque dudo que sea una buena idea. Entrego a Alba a Henry, quien la deposita con cuidado en los brazos de un Richard estupefacto. Alba vuelve su carita sonrosada hacia el rostro alargado y sin afeitar de su abuelo, se vuelve hacia su pecho y busca el pezón. Al cabo de un momento, desiste y bosteza, y se queda dormida. Richard sonríe. Había olvidado cómo le cambia el rostro a Richard cuando sonríe.

—Es preciosa —me dice—. Se parece a tu madre —le dice a Henry.

Henry asiente.

—Ahí tienes a tu violinista, papá —dice Henry sonriendo—. Viene con una generación de retraso.

—¿Una violinista? —pregunta Richard, contemplando al bebé durmiente, el pelo negro, las manos diminutas, profundamente dormido. No hay nadie que posea un aspecto menos parecido al de un concertista de violín que Alba en estos momentos—. Una violinista, nada menos; pero ¿cómo lo has...? No, déjalo. Bueno, así que eres violinista, ¿eh, pequeña?

Alba saca la punta de la lengua y nos reímos todos.

—Necesitará un profesor, cuando tenga edad suficiente —sugiero.

—¿Un profesor? Sí... Supongo que no la pondréis en manos de esos imbéciles de Suzuki, ¿verdad? —pregunta Richard en un tono vehemente.

—Ah, bueno... —interviene Henry, tosiendo—. En realidad esperábamos que si no tenías nada mejor que hacer...

Richard entiende la indirecta. Es un placer ver que ha comprendido, que se da cuenta de que alguien lo necesita, que solo él puede dar a su nieta la formación que la niña necesitará.

—Para mí será un placer.

El futuro de Alba se despliega ante ella como una alfombra roja que alcanzara hasta donde la vista se pierde.

Martes 11 de septiembre de 2001

Clare tiene 30 años, y Henry 38

C
LARE
: Me despierto a las 6.43 y Henry no está en la cama. Alba tampoco está en su cuna. Me duelen los pechos. Me duelen los genitales. Me duele todo. Salgo de la cama con mucho cuidado y voy al baño. Luego camino por el pasillo, y paso frente al comedor, despacio. En la sala de estar veo a Henry sentado en el sofá con Alba en brazos; no mira la pequeña televisión en blanco y negro que transmite sin volumen. Alba está dormida. Me siento junto a Henry y él me pasa el brazo por el hombro.

—¿Cómo es que estás levantado? —le pregunto—. Creí que habías dicho que todavía faltaban un par de horas.

El hombre del tiempo sonríe por televisión y señala una fotografía vía satélite del Medio Oeste.

—No podía dormir. Quería escuchar las cosas que suceden normalmente en el mundo durante un ratito más.

—Ah.

Apoyo la cabeza en el hombro de Henry y cierro los ojos. Cuando vuelvo a abrirlos, termina un anuncio de una empresa de teléfonos móviles y empieza otro de agua embotellada. Henry me da a Alba y se levanta. Al cabo de un minuto, lo oigo preparar el desayuno. Alba se despierta, me desabrocho el camisón y la amamanto. Me duelen los pezones. Miro la televisión. Un presentador rubio me cuenta algo, sonriente. Su compañera, una asiática, suelta una carcajada y me sonríe. En el ayuntamiento el alcalde Daley responde a unas preguntas. Cabeceo. Alba va succionando mis pechos. Henry trae una bandeja de huevos, tostadas y zumo de naranja. Quiero café. Él se ha bebido el suyo en la cocina, haciendo gala de un gran tacto, pero puedo olerlo en su aliento. Deja la bandeja sobre la mesita de centro y me pone el plato sobre el regazo. Me tomo los huevos mientras Alba mama. Henry rebaña la tostada en la yema del huevo. En la televisión un grupo de muchachos resbalan en la hierba con la intención de demostrar la eficacia de un detergente para la ropa. Terminamos de comer; Alba también. La ayudo a eructar y Henry se lleva los platos a la cocina. Cuando regresa, le paso a la niña y me voy al baño. Me ducho. El agua está tan caliente que casi no puedo soportarlo, pero le sienta divinamente a mi cuerpo macilento. Respiro el vapor del aire, me seco la piel con fruición, me aplico crema en los labios, los pechos y el estómago. El espejo está empañado, mejor; no tendré que verme. Me peino la melena. Me visto con unos pantalones de chándal y un jersey. Me siento deformada, desinflada. Henry sigue sentado en la sala de estar con los ojos cerrados, y Alba le chupa el pulgar. Cuando me siento de nuevo, Alba abre los ojos y emite un maullido. Le resbala el pulgar de la boca y parece confusa. Un Jeep circula por un paisaje desértico. Henry ha apagado el sonido y se masajea los ojos con los dedos. Vuelvo a quedarme dormida.

—Despierta, Clare.

Abro los ojos. La imagen de la televisión se mueve en un barrido. Una calle urbana. El cielo. Un rascacielos blanco incendiado. Un avión, como de juguete, vuela lento hacia la segunda torre blanca. Llamas silenciosas se elevan al firmamento. Henry sube el volumen.

—¡Oh, Dios mío! —dice una voz por televisión—. ¡Oh, Dios mío!

Martes 11 de junio de 2002

Clare tiene 31 años

C
LARE
: Estoy haciendo un dibujo de Alba. En la actualidad mi hija tiene nueve meses y cinco días. Duerme de espaldas, sobre una mantita de franela azul muy ligera, que he dejado encima de la alfombra china magenta y amarillo ocre de la sala de estar. Acaba de mamar. Tengo los pechos livianos, casi vacíos. Alba está tan dormida que me parece correcto salir por la puerta trasera, cruzar el patio y entrar en el estudio.

Durante un minuto me quedo en el umbral, inhalando el aroma algo viciado del estudio abandonado. Luego revuelvo en el archivador plano, encuentro unos papeles teñidos de caqui que parecen cuero, cojo unos pasteles y otros utensilios, un tablero de dibujo y salgo por la puerta (con tan solo una débil comezón de nostalgia) para meterme de nuevo en casa.

Todo está muy tranquilo. Henry ha ido a trabajar (eso espero, al menos), y oigo la lavadora dando vueltas en el sótano. El aire acondicionado gime. Se oye el ruido sordo y débil del tráfico en la avenida Lincoln. Me siento en la alfombra, junto a Alba. El reflejo trapezoidal del sol está a unos centímetros de sus piececitos rechonchos. Dentro de media hora, la iluminará por completo.

Engancho el papel al tablero y dispongo los pasteles a mi lado, sobre la alfombra. Lápiz en mano, observo a mi hija.

Alba está profundamente dormida. Su costillar se eleva y desciende despacio, y es perceptible el débil gruñido que hace a cada exhalación. Me pregunto si se estará resfriando. Aquí dentro hace calor, esta tarde de finales de verano, y Alba lleva puesto tan solo el pañal, nada más. Está algo sofocada. Tensiona y relaja la mano izquierda rítmicamente. A lo mejor está soñando con la música.

Empiezo a realizar un boceto de la cabeza de la niña, que está vuelta hacia mí. No tengo ninguna idea determinada, en realidad. Mi mano se mueve por el papel como la aguja de un sismógrafo, registrando la forma de Alba mientras la absorbo con los ojos. Advierto el modo en que su cuello desaparece bajo las gordezuelas arrugas de bebé que la niña tiene bajo el mentón, cómo se alteran apenas las suaves entradas que posee sobre las rodillas cuando da una patada, una sola vez, y vuelve a quedarse inmóvil. Mi lápiz describe la convexidad del vientre rellenito de Alba, que se sumerge en la parte superior de su pañal, una línea abrupta y angulosa que corta sus redondeces. Estudio el papel, ajusto el ángulo de las piernas de Alba y vuelvo a dibujar la arruga que une su brazo derecho al torso.

Empiezo a aplicar el pastel. Comienzo esbozando a grandes trazos en blanco bajo su naricita, el perfil izquierdo de su cuerpo, los nudillos, el pañal, el borde del pie izquierdo. Luego dibujo groseramente las sombras, en verde oscuro y ultramar. Una sombra pronunciada se cierne sobre el flanco derecho de Alba, allí donde su cuerpo limita con la manta. Es como un charco de agua, y lo resigo con solidez. En ese momento la Alba del dibujo se vuelve tridimensional, de repente, y salta de la página.

Empleo dos tonalidades de rosa pastel: una más clara, del tono del interior de una concha, y una más oscura que me recuerda al atún crudo. Con rápidos trazos le dibujo la piel. Es como si la piel de Alba hubiera estado oculta en el papel y ahora me dedicara a quitar la sustancia invisible que la escondía. Sobre esta piel pastel uso un violeta frío para trazar las orejas, la nariz y la boca de Alba (su boca está ligeramente abierta en una O diminuta). El pelo negro y abundante se convierte en una mezcla de azul oscuro, negro y rojo sobre el papel. Esbozo con infinito cuidado sus cejas, que se parecen muchísimo a unas orugas peluditas que hubieran anidado en su rostro.

La luz del sol le da de lleno ahora. La niña se mueve, se lleva la manita a los ojos y suspira. Escribo su nombre y el mío, y la fecha al pie del papel.

El dibujo está terminado. Servirá de testimonio: yo te quise, te hice y elaboré esto para ti; mucho después de que me haya ido, y Henry se haya ido, e incluso Alba se haya ido. Dirá: «nosotros te hicimos, y ahora estás aquí, en el presente».

Alba abre los ojos y sonríe.

Secreto

Domingo 12 de octubre de 2003

Clare tiene 32 años, y Henry 40

C
LARE
: Les voy a contar un secreto: a veces me alegra que Henry desaparezca. A veces me divierte estar sola. En ocasiones deambulo por la casa bien entrada la noche, y me estremezco de placer por no tener que hablar, ni tocar, sino solo caminar, sentarme o darme un baño. A veces me echo en el suelo del salón y escucho a Fleetwood Mac, los Bangles, B-52's, los Eagles, grupos que Henry no soporta. De vez en cuando doy largos paseos con Alba sin dejarle una nota que le informe de mi paradero. En ocasiones quedo con Celia y vamos a tomar un café, y hablamos de Henry, de Ingrid y de la persona con quien Celia está saliendo esa semana. A veces salgo a dar una vuelta con Charisse y Gómez, sin mencionar a Henry, y acabamos pasándolo muy bien. Una vez fui a Michigan y cuando regresé, Henry todavía no había aparecido. Jamás le dije que había salido de casa. A veces llamo a una canguro y voy al cine o a dar una vuelta en bicicleta cuando ya es de noche, siguiendo el sendero de bicis que hay junto a la playa Montrose sin faros; es como volar.

De vez en cuando me alegra que Henry se marche, pero siempre estoy contenta cuando regresa.

Pasando por ciertas dificultades técnicas

Viernes 7 de mayo de 2004

Henry tiene 40 años, y Clare 32

H
ENRY
: Clare inaugura hoy su exposición en el Centro Cultural de Chicago. Lleva un año trabajando sin parar, construyendo enormes y etéreos esqueletos de aves con alambre y envolviéndolos con tiras de papel translúcido, aplicándoles laca hasta volverlos permeables a la luz. Ahora las esculturas cuelgan del alto techo, y se acuclillan sobre el suelo. Algunas son cinéticas, motorizadas: unas cuantas baten las alas, y dos esqueletos de gallos se destruyen mutuamente y sin prisas en una esquina. Una paloma de casi dos metros y medio de altura domina la entrada. Clare está agotada, y en éxtasis. Lleva un sencillo vestido negro de seda, y se ha recogido el pelo en un moño alto. La gente le ha traído flores, y por eso sostiene un ramo de rosas blancas en los brazos. Junto al libro de agradecimientos hay un montón de ramos envueltos en plástico. Hay muchísima gente, que avanza en círculos, profiere exclamaciones ante cada pieza y echa la cabeza hacia atrás para contemplar las aves voladoras. Todos felicitan a Clare. Esta mañana el
Tríbune
ha publicado una reseña gloriosa. Todos nuestros amigos se han dado cita en la sala de exposiciones, e incluso la familia de Clare ha venido en coche desde Michigan: Philip, Alicia, Mark y Sharon con sus hijos, Nell y Etta, toda la familia está junto a ella. Charisse les hace unas fotos, y los Abshire posan con la sonrisa dibujada en el rostro. Dentro de unas semanas, cuando ella nos entregue las copias de las fotos, me quedaré anonadado por los sombríos círculos que aparecen bajo los ojos de Clare, y por lo delgada que se la ve.

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