La muerte del rey Arturo (6 page)

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Authors: Anónimo

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BOOK: La muerte del rey Arturo
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40.
Ocurrió aquel mismo día que un escudero venido de Northumberland se alojó en la casa; Lanzarote le hizo venir a su presencia y le preguntó a dónde se dirigía. «Señor, le respondió, voy a Taneburg, donde debe celebrarse el torneo de hoy en tres días. —¿Qué caballeros participarán, le preguntó Lanzarote, lo sabes? —Señor, le contesta, estarán los de la Mesa Redonda y los que estuvieron en la asamblea de Wincester y se dice que el rey Arturo llevará a la reina Ginebra para que vea el torneo.» Cuando Lanzarote oye que la reina estará, se turba tanto que le parece que va a morir de dolor. Se altera mucho y, cuando habla, dice en voz tan alta que lo oyeron todos los que estaban ante él: «¡Ay! Señora, no veréis a vuestro caballero allí, pues yo no hago sino languidecer. ¡Ay!, caballero que me hiciste esta herida, Dios me conceda que te encuentre de tal forma que te pueda reconocer. En toda la vida, no recibiré reparación de tu falta en tanto no te haga morir de mala muerte.» Entonces se tiende por el gran dolor que siente y al tenderse se le vuelve a abrir la herida; sale de ella un chorro de sangre tan grande como si fuera un animal herido; al instante se desmaya. Al verlo, su médico dice al escudero: «Lo habéis hecho morir con vuestras palabras.» Ordena que lo desnuden y lo acuesten; se preocupa de restañarle la herida, pues de otra manera hubiera muerto de inmediato.

41.
Todo aquel día, Lanzarote estuvo de tal modo que ni abrió los ojos ni dijo palabra, antes bien, lo pasó como medio muerto. Por la mañana del día siguiente se reconfortó lo más que pudo y puso semblante de no tener mal ni dolor y de estar completamente curado; entonces, le dijo a su médico: «Médico, gracias a Dios y a vos, que os habéis preocupado tanto por mí y que os habéis esforzado mucho, ahora me siento sano y salvo, de manera que desde este instante puedo cabalgar perfectamente sin resentirme por nada, por eso, yo querría rogar a la dama de esta casa y a mi compañero, el caballero que ahí está y que me ha honrado tanto en el curso de esta enfermedad, que me dieran permiso para ir a ver la reunión, pues en ella estará la flor de la caballería de todo el mundo. —¡Cómo!, señor, dijo el noble, ¿qué estáis diciendo? Aunque montaráis sobre el caballo más blando del mundo, sabed con toda certeza que moriríais antes de haber recorrido el equivalente a una legua inglesa; estáis tan extremadamente débil y enfermo que no veo cómo alguien —a no ser Dios— os podría dar una perfecta recuperación. —¡Ay! Buen dulce médico, le responde Lanzarote, por amor de Dios, ¿no me diréis otra cosa? —Ciertamente que no, contestó el médico, nada más que moriréis si os movéis de aquí. —Por mi fe, exclama Lanzarote, si no voy a la reunión que debe tener lugar en el castillo de Taneburg, de ninguna manera podré sanar, antes bien, moriré de dolor; y si he de morir, prefiero morir cabalgando que languideciendo. —Moriréis, insistió el anciano, allí donde vayáis; de mí no obtendréis más ayuda; y ya que no queréis seguir mi consejo, os dejaré tanto a vos como a vuestra compañía, pues, si morís, no quiero que se diga que fue por mi culpa, y, si sanáis —Dios os lo conceda—, yo no quiero ser alabado ni criticado. —¡Ay! Buen médico, le dijo Lanzarote, ¿así me queréis abandonar, vos que me habéis servido y ayudado tanto durante esta enfermedad hasta ahora? ¿Cómo sois capaz de hacerlo? —Por mi fe, respondió el médico, es necesario que os abandone, pues no quisiera que un caballero tan noble y esforzado como vos muriese bajo mi custodia. —Buen médico, le contesta Lanzarote, entonces, ¿me decíais lealmente que yo moriría si me fuera de aquí a la asamblea de Taneburg? —Lealmente os digo, responde el anciano, que aunque todo el mundo os cuidara (excepto Dios), no podríais cabalgar dos leguas sin morir; pero quedaos aún quince días con nosotros y —en verdad os lo digo— pasado ese término creo que, con la ayuda de Dios, os dejaré tan sano y salvo que podréis cabalgar cuanto queráis sin peligro. —Médico, le contesta Lanzarote, me quedaré, ya que así conviene, pero tan doliente y entristecido como nadie podría estar.» Entonces se volvió hacia el escudero que estaba a su lado, que le había traído las nuevas del torneo y al que había retenido por la mañana para que le diera compañía, pues, ciertamente, pensaba ir al torneo con él, y le dijo: «Buen amigo, marchaos ya, pues según creo yo debo quedarme. Cuando lleguéis al torneo de Taneburg y veáis a mi señor Galván y a mi señora la reina Ginebra, saludadlos de parte del caballero que venció en la asamblea de Wincester; si os preguntan cómo me va, no les digáis absolutamente nada ni de mi estado ni del lugar en el que me encuentro.» Le contesta que llevará a buen término el mensaje; monta el escudero sobre su caballo y se marcha, cabalgando sin cesar hasta que llega a la asamblea. Este escudero era algo amigo del rey de Norgales; fue a su hostal y permaneció allí la tarde anterior al comienzo del torneo. Cuando llego la noche, mi señor Galván vino al hostal del rey de Norgales, y se quedó allí por ver a Boores y a su compañía, y por hablar con ellos; lo recibieron con una gran alegría y enorme entusiasmo. El escudero sirvió vino y cuando estuvo arrodillado ante Galván, para escanciarle el vino, comenzó a sonreír sin disimulo, pues se acordó del caballero y de la locura que quería hacer para venir al torneo. Cuando mi señor Galván lo vio —se dio cuenta sin dificultad—, supuso que por algo sería; se bebió el vino y tan pronto como lo hubo bebido le dijo al escudero: «Te ruego que me respondas a lo que te voy a preguntar.» El escudero le contesta que si sabe lo hará con mucho gusto: «Preguntad sin dudar. —Dime, interroga Galván, ¿por qué has empezado a sonreír? —A fe mía, le contesta el escudero, porque me he acordado del caballero más loco que jamás había visto ni oído nombrar: estaba herido de muerte y débil como estaba, quería venir al torneo quisiera o no su médico; estaba tan grave que con dificultad se podían sacar las palabras de su boca. ¿No os parece que era una gran cabezonería? —¡Ay! Buen señor, dulce amigo, 'exclamó Galván, ¿cuándo visteis al caballero del que estáis hablando? Sin dudarlo os digo que es de gran nobleza y, además, creo que si hubiera estado con todas sus fuerzas, no hubiera dejado de acudir sin retrasarse; que Dios le dé salud, dijo Galván, pues, ciertamente, es una gran calamidad que un noble esté enfermo de modo que no pueda realizar proezas. —Por Dios, señor, responde el escudero, no sé quién es, pero os puedo decir que lo oí calificar como el mejor caballero del mundo; y, más aún, me pidió y suplicó, cuando me alejé de su lado ayer por la mañana, que os saludase de parte del vencedor de la asamblea de Wincester y también manda muchos saludos a mi señora la reina.» Cuando Galván oye estas palabras, no le queda duda de que es Lanzarote; dice al escudero: «¡Ay! Amigo bueno y dulce, decidme en qué lugar dejasteis al caballero del que me habéis hablado. —Señor, responde el escudero, no os lo diré, pues faltaría a mi promesa. —Por lo menos, se consuela Galván, nos habéis dicho que está herido. —Buen señor, contesta el escudero, si os lo he dicho, me arrepiento y ya os he explicado mas de lo que debiera; os ruego que si veis antes que yo a mi señora la reina, la saludéis de porte de quien os he dicho.» Mi señor Galván responde que así lo hará con mucho gusto.

42.
Tras estas palabras, los tres primos —que habían oído perfectamente todo lo que el escudero había dicho— se quedaron muy abatidos; se dieron cuenta de que era de Lanzarote de quien hablaba, pues había mandado saludos para la reina y para mi señor Galván; y faltó muy poco para que consiguieran que el criado les confesara dónde lo había dejado. Les responde que ya no les dirá nada más, por más que se lo pidan. «Cuando menos, insisten, nos podrías decir dónde lo has dejado.» Les dice un lugar distinto del sitio en el que lo dejó. En cuanto termine el torneo prometen ir a buscarlo hasta que lo encuentren.

43.
A la mañana siguiente se reúnen en la pradera que hay ante Taneburg los caballeros de los Cuatro Reinos contra los de la Mesa Redonda. Hubo numerosas justas de lanza y hermosos golpes de espada; habríais podido ver el campo cubierto de caballeros de fuera, famosos por su valor y atrevimiento,— que acudían contra los del reino de Logres o contra los de la Mesa Redonda; pero por encima de todos los que allí fueron, se llevó el galardón el linaje del rey Van, con mis señores Galván y Boores. Cuando el rey vio y supo que Lanzarote no había estado, lo sintió mucho, pues había venido más que por ninguna otra cosa por ver a Lanzarote y hablar con él; en aquel mismo lugar —con el común consentimiento de la mayoría— hizo convocar otro torneo al cabo de un mes y en el campo de Camaloc; todos están de acuerdo. Así terminó aquel encuentro; no se hizo nada más.

44.
Aquel día invitó el rey a Boores, junto con su compañía, a que acudieran a la corte y éste le respondió que no lo haría hasta que no supiera nuevas ciertas de Lanzarote; el rey no osó suplicárselo más. Mi señor Galván cuenta a la reina lo que el escudero le dijo de Lanzarote y cómo quería venir al torneo, pero que su médico no le dejó, pues estaba muy grave. La reina no pudo creerse que haya estado postrado tanto tiempo; antes bien, piensa que la doncella que mi señor Galván le ha alabado tanto es el motivo de su demora, pues se habrá quedado con ella y duda que por ninguna otra cosa haya podido tardar tanto en acudir a la corte; lo odia tan mortalmente que querría verle sufrir todo tipo de oprobios. Sin embargo, siente tal piedad por Boores y su compañía —que han dejado la corte por culpa de Lanzarote— y está tan disgustada por haberlos perdido de esta forma, que no sabe qué puede ocurrir y —si pudiera ser— desearía sobremanera que regresaran; tanto le agradaba su compañía por el gran entretenimiento que le daban, que a nadie apreciaba tanto como a ellos. Y allí donde se hallaba a veces decía a sus damas que no sabía de ningún caballero en el mundo tan digno y capaz de llevar un gran imperio como Boores de Gaunes: por su amor, le pesaba mucho que todos los demás no se quedaran en la corte. Tres días permaneció descansando el rey en Taneburg; ordenó a Boores y a toda su compañía que se quedaran con el rey de Norgales y que fueran a visitarle; le respondieron que no irían jamás y que no entrarían nunca mientras no tuvieran noticias fidedignas de Lanzarote. La mañana siguiente al día que les ordenó esto, se fue de Taneburg el rey y cabalgó hacia Camaloc con su hueste; aquel mismo día se despidieron Boores y sus compañeros del rey de Norgales, y mi señor Galván fue con ellos diciendo que nunca se alejaría de su compañía hasta que hubieran encontrado a Lanzarote. Cabalgan así hacia el lugar donde —según les señaló el criado— lo había dejado, pero cuando llegaron allí no encontraron a nadie que supiera darles noticias. Entonces dice mi señor Galván a Boores: «Señor, tendría por buena idea el ir hacia Escalot; en aquel castillo sé de un hostal donde creo que nos informarán acerca de lo que estamos buscando. —Señor, le responde Boores, ya querría que estuviésemos allí, pues estoy muy impaciente por encontrar a mi señor primo.» Así, se marcharon de aquel lugar y cabalgaron hasta el ocaso; aquella noche durmieron junto a un bosque. Tan pronto como amaneció, montaron y cabalgaron con el fresco: tanto aprovecharon sus jornadas que llegaron a Escalot. Mi señor Galván descendió en el hostal donde había reposado en otra ': ocasión y lleva a Boores a la habitación donde había dejado el escudo de Lanzarote: aún estaba colgado. Entonces le pregunta Galván a su compañero: «¿Señor, visteis este escudo alguna otra vez?» Boores le responde que lo dejó en Camaloc cuando fue a la asamblea de Wincester. Entonces mi señor Galván ordena al dueño de la casa que venga a hablar con él: al momento acude. Mi señor Galván le dice: «Buen señor, os suplico, y os requiero por la fe que debéis a la cosa del mundo que más amáis, que me digáis dónde está el caballero que dejó ese escudo, pues estoy bien seguro de que vos sabéis dónde está; si queréis nos lo podéis decir. Pero si sois de tal forma que por nuestros ruegos no lo queréis hacer, tened por cierto que os dañaremos y os combatiremos en cuanto podamos. —Si yo supiera, contesta el noble, que los buscáis por su bien, os lo enseñaría, pero si es de otra forma, no os lo indicaré. —Os prometo, le dice mi señor Galván, por todo lo que he recibido de Dios, que somos los hombres de todo el mundo que le aman con mejor corazón y que más harían por él: como hace mucho que no le hemos visto y que no sabemos si está mal o sano, le vamos buscando desde hace ya más de ocho días. —Quedaos hoy aquí, le responde el noble, y mañana, cuando os vayáis a marchar, os indicaré dónde le podéis encontrar; y si lo deseáis, pondré a vuestra disposición uno de mis criados, que os indicará el camino certero.»

45.
Aquella noche los compañeros permanecieron allí con muy gran alegría y gozo; por las noticias que habían conseguido estaban mucho más contentos de lo que solían; a la mañana siguiente, tan pronto como vieron luz; se levantaron y cuando fueron al salón grande, encontraron que su huésped ya estaba en pie; el caballero que estaba enfermo cuando llegó Lanzarote, se había repuesto totalmente; dijo que les acompañaría y que iría con ellos hasta donde se encontraba el caballero al que iban buscando; responden que les agrada mucho. Con estas palabras, montaron y se alejaron de allí todos juntos, encomendaron a su huésped a Dios y tanto se apresuraron en cabalgar que, al atardecer, llegaron a casa de la dama donde se había alojado Lanzarote. Este se había recuperado tanto que podía salir a pasear. Cuando llegaron allí, se apearon a la puerta; Lanzarote estaba en medio del patio, por el que paseaba y charlaba con el noble hombre que había puesto todo su entendimiento en curarle; tras él iba el caballero que le había acompañado al torneo y que en su enfermedad le había proporcionado una gran compañía, pues no lo había dejado nunca, ni por la mañana, ni por la tarde. Cuando descabalgaron en el patio y Lanzarote los reconoció, no preguntéis si tuvo una gran alegría; corrió hacia Boores y le dio la bienvenida, igual que a Héctor, a Lionel y a mi señor Galván; a éste le mostró una extraordinaria alegría, y después les dijo: «Valientes amigos, sed bienvenidos. —Señor, Dios os bendiga; nos han impulsado a buscaros el enorme deseo que teníamos de veros y un tremendo miedo por que no habéis estado en el torneo de Taneburg; a Dios gracias, en este momento hemos terminado felizmente, pues con menos esfuerzo del que creíamos os hemos hallado. Pero, por Dios, contadnos qué tal estáis y cómo os ha ido, porque anteayer oímos decir que estabais gravemente enfermo. —Ciertamente, responde, gracias a Dios ahora me encuentro muy bien, pues me he restablecido completamente; pero sin lugar a dudas he estado muy enfermo, he sufrido graves angustias y he estado también en peligro de muerte, según me dieron a entender. —Señor, le pregunta Boores, ¿dónde pensáis que enfermasteis? —Estoy seguro, contesta, de que fue en el torneo de Wincester, a causa de una profunda herida que me causó un caballero en una justa; la herida fue bastante más peligrosa de lo que pensaba y así lo parece aún, porque no estoy tan sano como para que mañana pueda cabalgar placenteramente. —Señor, le dice mi señor Galván, ya que os habéis restablecido, no hay que preocuparse por el dolor pasado, eso no os debe afligir mucho ahora, pero decidme cuándo pensáis que estaréis en situación de venir a la corte. —En verdad, responde, si Dios quiere, muy en breve.» Y el noble que se había ocupado de él, le dice a mi señor Galván: «Señor, sabed que, sin lugar a dudas, estará sano dentro de ocho días, de tal forma que podrá cabalgar v llevar armas con tan buenos resultados como el otro día en el torneo de Wincester.» Le contestaron que se alegraban mucho con estas noticias.

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