La muerte del rey Arturo (14 page)

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Authors: Anónimo

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BOOK: La muerte del rey Arturo
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Se elevan entonces los gritos y las lamentaciones en la ciudadela de Camaloc y hacen tan gran duelo como si la reina fuera su madre. Aquellos a quienes se les había encargado preparar la hoguera, la hicieron tan grande y tan digna de admiración que todos los de la ciudad la podían ver. El rey ordena que le traigan la reina, quien llega llorando desconsoladamente; vestía un cendal rojo, túnica y manto. Era una dama tan hermosa y elegante que en todo el mundo no se encontraría otra de su edad que se le pudiera comparar. Cuando el rey la vio, le entró una compasión tan grande que no la podía ni mirar y ordena que se la quiten de delante y se haga lo que la corte ha decidido en el juicio. La sacan fuera del gran salón y la llevan calle abajo. Cuando la reina salió del patio y los de la ciudad la vieron venir, podíais oír a las gentes gritando por todas las partes: «¡Ay! Señora, la más generosa de todas las damas y más cortés que ninguna otra, ¿dónde encontrarán ahora los desdichados compasión? ¡Ay!, rey Arturo, que has buscado su muerte por tu deslealtad, arrepiéntete y mueran afrentados los traidores que lo han preparado todo.» Tales palabras decían los de la ciudad e iban tras la reina llorando y gritando como si hubieran perdido la razón. El rey ordena a Agraváin que tome cuarenta caballeros y vaya a proteger el campo donde se había encendido la hoguera, de manera que si Lanzarote vuelve, no les pueda hacer nada. «Señor, ¿queréis que vaya yo? —Sí, responde el rey. —Entonces, mandad a mi hermano Gariete que venga con nosotros.» El rey se lo ordena y éste responde que no lo hará; a pesar de todo, el rey le amenaza tanto que promete ir: va a tomar sus armas y los demás también. Cuando estuvieron armados y fuera de la ciudad, comprobaron que eran ochenta. «Ahora, Agraváin, dice Gariete, ¿pensáis que he venido a pelearme con Lanzarote, si quisiera socorrer a la reina? Tened por seguro que no lucharé contra él y preferiría que la tuviera él resto de su vida a que muriese así.»

94.
Agraváin y Gariete hablaron tanto que llegaron cerca del fuego. Lanzarote, que se había escondido a la entrada del bosque con toda su gente, nada más ver a su mensajero que volvía le pregunta qué noticias trae de la corte del rey Arturo. «Señor, responde, malas; mi señora la reina ha sido condenada a muerte; mirad allí el fuego que se prepara para quemarla. —Señores, ordena, ¡montad! Hay quien piensa hacerla morir y él morirá antes. Quiera Dios, si alguna vez escuchó las súplicas de un pecador, que yo destruya primero a Agraváin, que me ha montado este asunto.» Cuentan cuántos caballeros son: sumaban treinta y dos; cada cual monta su caballo y toman los escudos y lanzas. Se dirigen hacia donde ven el fuego. Cuando los vieron venir los que estaban cerca, gritaron todos juntos: «¡Ahí está Lanzarote! ¡Huid! ¡Huid!» Lanzarote, que venía delante de los demás, se dirige hacia donde vio a Agraváin y le grita: «¡Cobarde, traidor, habéis llegado a vuestro final!» Entonces Lanzarote le da un golpe tan fuerte que ninguna arma pudo impedir que le metiera en medio del cuerpo su lanza y la empuja violentamente, como quien tiene coraje y fuerza; lo derriba del caballo al suelo y, al caer, rompe la lanza. Boores, que venía tan deprisa como puede su caballo, grita a Garrehet que se guarde de él, que le desafía a muerte; dirige hacia él su caballo y lo golpea con tanta fuerza que ninguna armadura pudo impedir que le meta el hierro por medio del pecho; lo derriba del caballo al suelo en tal estado que no necesita médico. Los demás empuñan las espadas y comienzan la pelea. Cuando Gariete ve que sus dos hermanos han sido abatidos, no preguntéis si se entristeció, pues no duda que estén muertos. Entonces se dirige hacia Meliadús el Negro que se esforzaba mucho en ayudar a Lanzarote y en vengar la afrenta de la reina. Lo golpea con tal fuerza que lo derriba en medio de la hoguera, y, luego, empuña la espada, como quien es de gran valor, y ataca a otro caballero, de forma que lo abate en medio de la plaza, a los pies de Lanzarote. Héctor, que estaba atento, ve a Gariete y se dice: «Si éste vive mucho, nos perjudicará, pues es muy valiente; será mejor que yo lo mate antes de que nos haga más daño del que ya nos ha hecho.» Entonces Héctor deja correr a su caballo y se dirige hacia Gariete con la espada desenvainada; le da un tajo tan fuerte que le hace volar el yelmo de la cabeza. Cuando siente su cabeza desarmada, se espanta; Lanzarote, que estaba viendo los hechos, no lo reconoció: le asesta un golpe en medio de la cabeza, que la hiende hasta los dientes.

95.
Las gentes del rey Arturo se desanimaron ante este golpe, tan pronto como vieron caer a Gariete; los que les atacaban eran tan superiores, que de los ochenta sólo quedaron tres; uno era Mordrez, y los otros dos, de la Mesa Redonda. Cuando Lanzarote vio que ninguno más de la casa del rey se le oponía, se acercó a la reina y le dijo: «Señora, ¿qué haremos con vos?» Ella responde, como quien estaba contenta con esta fortuna que Dios le había mandado: «Señor, yo querría que me pusierais a salvo en un lugar sobre el que no tenga poder el rey Arturo. —Señora, contesta Lanzarote, montaréis sobre un palafrén; os vendréis con nosotros al bosque y allí deliberaremos lo mejor.» Lo acepta.

96.
Entonces la montan sobre un palafrén y se van a lo más espeso del bosque. Cuando ya habían entrado bastante comprueban si están todos: se dieron cuenta que habían perdido tres de sus compañeros; se preguntaron unos a otros qué ha sido de ellos. «A fe mía, dice Héctor, yo vi morir a tres, que Gariete los mató con su mano. —¿Cómo?, pregunta Lanzarote, ¿estuvo Gariete en el asunto? —Señor, le contesta Boores, ¿qué preguntáis? Lo habéis matado vos mismo. En nombre de Dios, corrobora Héctor, vos lo matasteis. Bien podemos asegurar, dice Lanzarote, que jamás tendremos paz con el rey ni con mi señor Galván por el amor que tenían a Gariete; ahora empezará la guerra que nunca tendrá fin.» Muy entristecido quedó Lanzarote con la muerte de Gariete, pues era uno de los caballeros del mundo que más quería. Boores le dijo a Lanzarote: «Señor, convendría que se decidiera cómo se pondrá a salvo a mi señora la reina. —Si consiguiéramos, responde Lanzarote, llevarla a un castillo que conquisté hace tiempo, pienso que allí no temería al rey Arturo; el castillo es extraordinariamente fuerte y está en un lugar en el que no lo pueden asediar. Estando allí y preparándolo de forma adecuada, yo convocaría, para que vinieran a mí, a caballeros de cerca y de lejos, a quienes he ayudado muchas veces; hay tantos en el mundo que me pertenecen por sus promesas, que todos me ayudarán. —¿Dónde está, pregunta Boores, ese castillo que decís? ¿Cómo se llama? —Se llama, contesta Lanzarote, el castillo de la Alegre Guarda; pero cuando yo lo conquisté, siendo caballero novel, se le llamaba la Dolorosa Guarda. —¡Ay!, exclama la reina, ¡cuándo estaremos en él!»

97.
Están todos de acuerdo con esto; toman el camino principal del bosque y dicen que no les perseguirá la mesnada del rey sin que ellos la maten. Cabalgaron así hasta llegar a un castillo que estaba en medio del bosque y que se llamaba Kalec. Su señor era un conde, buen caballero, de gran poder, que amaba a Lanzarote sobre todos los hombres; cuando supo de su llegada, se puso muy contento y lo recibió con honores, haciéndole la mayor honra que podía; prometió ayudarle contra cualquiera, incluso contra el rey Arturo, y añadió: «Señor, si quisierais, os concedería este castillo a vos y a mi señora la reina; creo que me lo debéis aceptar, pues es muy fuerte y, si queréis quedaros en él, no tendréis que preocuparos por nada, ni siquiera por todo el poder del rey Arturo.» Lanzarote se lo agradece mucho y le contesta que, en modo alguno, se quedará. Se marchan de allí y cabalgan hasta llegar a cuatro leguas de la Alegre Guarda. Entonces envía Lanzarote mensajeros para que dijeran que venía; cuando lo supieron los del castillo, salieron a su encuentro haciendo tales muestras de alegría como si fuera el mismísimo Dios y lo recibieron con mayores atenciones que hacían al rey Arturo; al saber que quería quedarse allí y por qué había venido, le juraron sobre los Evangelios que le ayudarían hasta la muerte. Lanzarote convocó entonces a los caballeros de la región, que acudieron en gran número.

Aquí deja la historia de hablar de ellos y vuelve a hablar del rey Arturo.

98.
Cuenta ahora la historia que cuando el rey Arturo vio a Mordrez volver huyendo desde la parte baja de la ciudad de Camaloc, y con tan poca compañía, se sorprendió mucho de por qué sería; preguntó el motivo a los que iban delante. «Señor, contesta un criado, os daré malas noticias a vos y a todos los demás: sabed que, de todos los caballeros que llevaron a la reina al fuego, sólo han escapado tres; uno es Mordrez y los otros dos no sé quiénes son; creo que todos los demás han muerto. —¡Ay!, exclama el rey Arturo. ¿Ha estado allí Lanzarote? —Sí, señor, le responde, y ha hecho algo más: se lleva a la reina consigo, tras haberla salvado de la muerte y se ha vuelto al bosque de Camaloc con todos.» El rey sintió tanto estas noticias, que no sabía qué hacer. En esto, llegó Mordrez, que dijo al rey: «Señor, nos va muy mal; Lanzarote se escapa, nos ha vencido a todos, y se lleva consigo a la reina. —Sigámoslos, ordena el rey, no se irán así, mientras yo pueda.» Ha hecho armar a sus caballeros, servidores y a todos cuantos estaban con él; montan lo antes que pueden y salen de la ciudad recubiertos de hierro. Llegan al bosque y van de arriba a abajo intentando encontrar a los que buscaban. Pero resultó que no hallaron a nadie; el rey aconseja que se dividan por distintos caminos, pues así los encontrarán más pronto. «Por Dios, dice el rey Caradoc, no aconsejaría yo tal, pues si se dividen y los encuentra Lanzarote, que tiene gran compañía de caballeros fuertes y valientes, los que se encuentre sin duda serán muertos, pues los matará. —¿Qué haremos, pues?, pregunta el rey Arturo. —Enviad vuestros mensajeros a cuantos marineros hay en los puertos de esta tierra para que ninguno se atreva a sacar a Lanzarote; de este modo, quiera o no, tendrá que quedarse en esta tierra. Cuando no haya podido salir, sabremos rápidamente dónde está e iremos contra él con tal cantidad de gente que lo podremos apresar con facilidad, y entonces, vos, os podréis vengar. Ese es mi consejo.» El rey Arturo convoca al instante a sus mensajeros y los despacha a todos los puertos de su reino, prohibiendo que nadie sea tan osado que se atreva a pasar a Lanzarote. Tras enviar sus emisarios, vuelve a la ciudad; al llegar a la plaza en la que estaban muertos sus caballeros, miró hacia la derecha y vio yacer a su sobrino Agraváin, a quien Lanzarote había dado muerte; estaba herido en medio del cuerpo con una lanza, de forma que el hierro aparecía por el otro lado; tan pronto como el rey lo vio, lo reconoció; le entra tal dolor que no se puede mantener en la silla, sino que, desmayado cae sobre el cuerpo; cuando al cabo del rato recupera el conocimiento y puede hablar, dice: «¡Ay! Buen sobrino, en verdad os odiaba mucho quien os hirió; ciertamente, y que se sepa, me ha producido un gran dolor en el corazón quien ha privado a mi linaje de un caballero como vos.» Entonces le quita el yelmo de la cabeza y lo mira; después le besa los ojos y la boca, que estaba muy fría; a continuación lo manda llevar dentro de la ciudad.

99.
El rey hace un gran duelo, mientras escudriña el lugar; tanto ha buscado que encuentra a Garrehet, a quien Boores mató. Vierais entonces al rey lamentándose mucho, golpeándose con las dos manos, que aún tenía armadas, pues sólo le faltaba el yelmo. Hace gran duelo y exclama que ha vivido demasiado porque con tal aflicción ve muertos a aquellos a quienes crió. Y así se lamentaba; había mandado colocar a Garrehet sobre su escudo para llevarlo dentro de la ciudad, mientras seguía contemplando el lugar. Mira entonces a la izquierda y ve el cuerpo de Gariete, a quien mató Lanzarote: era su sobrino más amado, a excepción de Galván. Cuando el rey ve el cuerpo de aquel a quien tanto amaba, hace el mayor duelo que por otro se puede hacer: corre a él a plena carrera y lo abraza con fuerza. Vuelve a desmayarse, de forma que no hay noble que no tema que se les muera allí ante ellos. Estuvo tanto rato desvanecido como se necesita para recorrer más de media legua de tierra; cuando volvió en sí dijo tan alto que todos lo oyeron: «¡Ay, Dios, ya he vivido demasiado! ¡Ay, muerte, si tardáis más, os consideraré muy lenta! ¡Ay, Gariete, si debo morir de dolor, moriré por vos! Buen sobrino, en mala hora fue forjada la espada que os hirió y mal haya quien así os hirió, pues os ha destruido a vos y a mi linaje.» El rey le besa los ojos y la boca, sangrando como estaba y muestra tal dolor que se admiran todos los presentes: no había nadie en el lugar que no lo sintiera, pues todos amaban a Gariete con gran amor.

100.
Ante tales gritos y lamentaciones, mi señor Galván salió de su alojamiento, creyendo que la reina ya había muerto y que el duelo era por ella; cuando llegó a la calle, y lo vieron, los primeros que lograron cogerlo le dijeron: «Mi señor Galván, si queréis contemplar vuestro gran duelo y la destrucción de vuestra carne, id arriba, al salón y allí encontraréis el mayor dolor que jamás visteis.» Entonces, con estas noticias, mi señor Galván se asusta mucho de forma que no les contesta una palabra, sino que cabizbajo se marcha por la calle, sin pensar que esa gran aflicción sea por su hermano, pues aún no sabía nada; antes bien, cree que es por la reina. Al bajar por las calles miraba a derecha e izquierda, viendo llorar a viejos y jóvenes y todos le decían, cuando se les acercaba: «Id, mi señor Galván, id a ver vuestro gran dolor.» Cuando mi señor Galván oye lo que le dicen, siente mayor miedo que antes, pero no osa manifestarlo. Al llegar al salón ve que todos hacen un duelo tan grande como si contemplaran muertos a todos los príncipes del mundo. Cuando el rey ve venir a mi señor Galván, le dice: «Galván, he aquí vuestro gran dolor y el mío, pues aquí yace muerto vuestro hermano Gariete, el más valiente de nuestro linaje.» Y se lo muestra, ensangrentado como estaba, entre sus brazos y su pecho. Cuando mi señor Galván oye estas palabras, no tiene tanta fuerza como para responder ni seguir en pie: le falla el corazón y cae desmayado a tierra; los nobles están tan entristecidos y afligidos que creen que no volverán a tener alegría. Cuando ven a mi señor Galván caer de tal manera, lo sujetan entre sus brazos y lloran sobre él con amargura, diciendo: «¡Ay, Dios! Grandes desgracias hay aquí por todos los lados.» Cuando mi señor Galván vuelve en sí, se sienta junto a Gariete y comienza a contemplarlo; al verlo tan gravemente herido, dice: «¡Ay! Buen hermano, maldito sea el brazo que os hirió. Hermano bueno y dulce, mucho os odiaba quien así os golpeó. Hermano, ¿cómo tuvo valor para mataros? Hermano bueno y dulce, ¿cómo pudo soportar vuestra destrucción, tan horrible y villana, Fortuna que os había adornado de todas las cualidades? Ella os era dulce y amable y os había elevado en su rueda principal. Buen hermano, lo ha hecho para matarme y para que yo muera de dolor por vos; en verdad es justo y así me lo parece que, ya que he visto venir vuestra muerte, yo no desee vivir más, sólo lo suficiente para vengaros del desleal que os hizo esto.»

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