La mecánica del corazón (4 page)

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Authors: Mathias Malzieu

Tags: #Fantástico, romántico

BOOK: La mecánica del corazón
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Mi sangre hierve, me desborda una oleada de pura alegría. Mi sueño se hincha como una tarta en el horno; creo que ya está listo para sacarlo fuera. Mañana mismo bajaré la colina que lleva hasta la ciudad y buscaré esa escuela.

Pero antes tengo que convencer a Madeleine.

—¿A la escuela? ¡Pero te vas a aburrir! Tendrás que leer libros que no te gustarán; aquí, en cambio, eliges lo que quieres… Te obligarán a quedarte sentado largas horas sin moverte, y te prohibirán hablar, hacer ruido. Hasta para soñar tendrás que esperar al recreo. Te conozco, lo odiarás.

—Sí, puede ser, pero tengo curiosidad por saber qué se aprende en la escuela.

—¿Estudiar?

—Sí, eso es. Quiero estudiar. Aquí, solo, no puedo.

En ese momento se produce una concurrencia de malas intenciones ocultas: la doctora Madeleine intenta retenerme y yo engañarla. Me provoca risa y cólera al mismo tiempo.

—Creo que lo mejor es que empieces a repasar lo que tienes escrito en tu pizarra, me parece que lo olvidas un poco deprisa. Y, sinceramente, temo que pueda sucederte algo malo en la ciudad.

—Pero todos los niños van a la escuela. Cuando tú estás trabajando. Me siento muy solo aquí, en lo alto de la colina. Me gustaría estar con gente de mi edad y poder descubrir el mundo, vivir aventuras…

—Descubrir el mundo en la escuela… —dice Madeleine suspirando—. De acuerdo. Si quieres ir a la escuela, no te lo voy a impedir —termina diciendo, con una expresión triste.

Hago lo posible para contener mi alegría. No sería conveniente que me pusiera a bailar con los brazos en alto.

Por fin llega el día esperado. Visto un traje negro con el que tengo aspecto de adulto, aunque solo tengo once años. Madeleine me ha aconsejado que no me quite nunca la chaqueta, ni siquiera en la clase, para que nadie descubra mi reloj.

Antes de partir, he puesto en mi cartera unos cuantos pares de gafas, todos ellos sustraídos del taller de Madeleine. Ocupan más espacio que los cuadernos. He instalado a Cunnilingus en el bolsillo izquierdo de mi camisa, justo por encima del reloj. De vez en cuando asoma la cabeza con expresión de hámster satisfecho.

—¡Procura que no muerda a nadie! —bromean a Anna y Luna mientras bajamos la colina.

Arthur también me acompaña; baja cojeando y en silencio.

La escuela se encuentra en Calton Hill, un barrio muy burgués, y justo enfrente de la hermosa catedral de Saint Giles, construida sobre una vieja iglesia del siglo IX; frente a ella se encuentra la prisión de Edimburgo. La catedral de Saint Giles tiene a sus pies un mosaico de adoquines con forma de corazón sobre el que escupían los reclusos que iban a prisión. Cuentan que la costumbre de escupir al mosaico es un signo de buena suerte.

A la entrada del colegio veo a muchas señoras con abrigos de piel. Uno diría que todas las mujeres van disfrazadas de enormes gallinas que cacarean muy fuerte. Incluso ante tanto estruendo, las risas de Anna y Luna llaman la atención y arrancan muecas reprobatorias de varias mujeres, que observan con mirada de desprecio el paso cansino de Arthur y la giba que hincha mi pulmón izquierdo. Sus maridos, trajeados de pies a cabeza, son tipos estirados; parecen perchas andantes. En cuanto nos ven, ponen cara de indignados, parece que nuestra pequeña y extraña tribu no resulta de su agrado; sin embargo, no pierden ocasión de echar un vistazo a los generosos escotes que lucen Anna y Luna.

Me despido de mi familia con cierto temor y atravieso un inmenso portal que da paso a la escuela hasta llegar a un amplio patio que, a pesar de su extensión, resulta bastante acogedor.

Cruzo el patio mientras mis ojos escrutan los rostros de los alumnos; muchos de ellos parecen versiones de sus padres en miniatura. Se oye un murmullo de voces, los alumnos conversan alegremente hasta que de repente todos pueden oír alto y claro el tic-tac de mi corazón. Entonces todos me observan como si tuviera una enfermedad contagiosa. De repente, una muchacha morena se planta frente a mí, me mira a los ojos y comienza a hacer «tic, tac, tic, tac» mientras se ríe. El patio entero repite a coro el tic-tac. Es una burla sonora que me produce el mismo efecto que cuando las familias vienen a elegir a sus hijos a casa y me ignoran con recelo. Incluso diría que esto es peor.

Intento ignorar la burla y me concentro en encontrar a la pequeña cantante. Observo cada rostro femenino, pero ninguno es el de la joven. ¿Y si Luna se hubiera equivocado?

Entramos en clase. Madeleine tenía razón. Me aburro como jamás me había aburrido en mi vida. Me parece un horror estar aquí sin la pequeña cantante… y pensar que estoy inscrito para todo el curso escolar. ¿Cómo voy a decir a Madeleine que ya no quiero estudiar en el colegio?

Durante el recreo, comienzo mi investigación preguntando si alguien conoce a la pequeña cantante llamada «Andalucía», una joven presumiblemente miope que tropieza constantemente. Nadie parece conocerla, ni haber oído hablar de ella. Así que nadie me responde.

—¿No está en esta escuela?

No hay respuesta.

¿Le habrá ocurrido algo grave? ¿Habrá sufrido un accidente debido a su vista limitada?

En ese momento un tipo de aspecto extraño destaca entre la fila. Es mayor que los demás y es tan alto que da la impresión de que su cabeza sobrepasa los muros del patio. Ante su presencia, los alumnos bajan la mirada intimidados. El tipo detiene sus ojos en mí. Tiene una mirada dura de color azabache que me hiela. Es delgado como un árbol muerto, elegante como un espantapájaros vestido por un buen sastre, y su peinado parece hecho de alas de cuervo.

—¡Tú! ¡El nuevo! ¿Qué quieres de la pequeña cantante?

Su voz grave evoca el eco de una profunda tumba.

—Bueno, verás… Un día la vi cantar y tropezarse. Me gustaría regalarle unas gafas.

Mi voz es débil y trémula. Parezco un anciano de ciento treinta años.

—¡Nadie puede osar hablar de Miss Acacia en mi presencia, ni de ella ni de sus gafas! ¡Nadie, ¿me oyes?, y mucho menos un enano como tú! ¡No menciones jamás su nombre! ¿Me has entendido, enano?

No le respondo. Se alza un murmullo: «Joe…» Cada segundo se hace más pesado. De repente, me acerca la oreja al pecho y me pregunta:

—¿Cómo haces ese extraño ruido de tic-tac?

Tampoco le respondo.

Se acerca despacio, curvando su largo armazón hasta apoyar la oreja sobre mi corazón. Mi reloj palpita. Me parece que el tiempo se detiene. Su naciente barba me pica como un alambre de espino sobre el pecho. Cunnilingus asoma el morro y olfatea la coronilla de Joe. Si se pone a orinar, la situación va a complicarse.

Súbitamente, Joe me arranca el botón de mi abrigo y descubre así las agujas que sobresalen por encima de mi camisa. La multitud de curioso emite un sonoro «Oooh…». Me avergüenzo más que si acabara de bajarme los pantalones. Escucha mi corazón durante un buen rato, luego se endereza lentamente.

—¿Es tu corazón lo que hace tanto ruido?

—Sí.

—Estás enamorado de ella, ¿verdad?

Su voz profunda y sentenciosa me provoca escalofríos que recorren cada uno de mis huesos.

Mi cerebro quiere decir «No, no…», pero mi corazón, como siempre, tiene una relación más directa con mis labios.

—Sí, creo que estoy enamorado de ella.

Los alumnos arrancan con un nuevo murmullo: «Oooh…». Un reflejo de melancolía ilumina la cólera en los ojos de Joe, lo cual lo vuelve aún más espantoso. Con una sola mirada, consigue el silencio de todo el recreo. Hasta el viento parece obedecerle.

—La «pequeña cantante», como tú la llamas, es el amor de mi vida… y ya no está aquí. ¡No vuelvas a hablarme nunca de ella! Que no te oiga siquiera pensar en ella, o te aplastaré el reloj que te sirve de corazón contra tu cráneo. Te lo haré pedazos, ¿me oyes? ¡Te lo haré pedazos de tal modo que ya no volverás a ser capaz de amar!

Su cólera produce un temblor en sus largos dedos, incluso cuando aprieta los puños.

Hace apenas unas horas, tenía a mi corazón por un navío capaz de romper las aguas de un océano enfurecido. Ya sabía que no era precisamente el más sólido del mundo, pero creía en el poder de mi entusiasmo. Ardía en una alegría tan inmensa ante la idea de reencontrar a la pequeña cantante que nada me habría podido detener. En apenas cinco minutos, Joe ha vuelto a ajustar mi reloj a la hora de la realidad, transformando mi vibrante galeón en una vieja barquichuela destartalada.

—¡Te lo destrozaré de tal modo que JAMÁS serás capaz de amar! —repite él.

—¡Cu-cú! —responde mi cáscara de nuez.

El sonido de mi propia voz se acorta, como si hubiese recibido un puñetazo en el estómago.

Me dispongo a remontar la colina y me pregunto cómo un jilguero con gafas tan encantador ha podido caer entre las garras de un buitre como Joe. Me consuelo con la idea de que tal vez mi pequeña cantante fuera a la escuela sin gafas. ¿Dónde estará ahora?

De repente, una dama de unos cuarenta años interrumpe mis inquietas ensoñaciones. Coge firmemente a Joe de la mano, a menos que no sea al revés, vista la talla del buitre. Ella se le parece, es idéntica, en versión marchita y con un culo de elefante.

—¿Eres tú el que vive en casa de la bruja de ahí arriba? ¡Sabrás que ayuda a nacer a los niños del vientre de las putas! Tú mismo debes de haber salido del vientre de alguna puta, porque la vieja, lo sabe todo el mundo, es estéril desde hace mucho tiempo.

Cuando los adultos se aplican, superan siempre un nuevo umbral de crueldad.

A pesar de mi silencio obstinado, Joe y su madre siguen insultándome durante un buen tramo del trayecto. Llego a la cima de la colina con dificultad. ¡Porquería de reloj llena de sueños! Con gusto te arrojaría al cráter de Arthur’s Seat.

Esa misma noche Madeleine se esfuerza en cantarme para que me duerma y me tranquilice, pero la cosa no funciona. Cuando me decido a hablarle de Joe, ella me replica que tal vez me haya tratado así para poder existir a ojos de los demás, que quizá no sea del todo malo. Sin duda, él también está prendado de la pequeña cantante. Las penas amorosas pueden transformar a la gente en monstruos de tristeza. Su indulgencia hacia Joe me exaspera. Me besa en la esfera y ralentiza mi ritmo cardíaco apoyando el índice sobre los engranajes. Termino por cerrar los ojos sin sonreír.

4

Pasa un año en el que Joe se mantiene pegado a mí como si estuviera imantado por mis agujas, asestándome golpes en el reloj delante de todo el mundo. A veces me dan ganas de arrancarle la melena color de cuervo, pero soporto sus humillaciones sin rechistar, con una lasitud que va en aumento. Mi investigación sobre la pequeña cantante sigue sin dar frutos. Nadie se atreve a responder a mis preguntas. En la escuela, es Joe el que dicta la ley.

Hoy, en el recreo, saco el huevo de Arturo de la manga de mi jersey. Intento reencontrar a Acacia pensando en ella con todas mis fuerzas. Me olvido de Joe, olvido incluso que estoy en esta porquería de escuela. Mientras acaricio el huevo, un hermoso sueño se desliza sobre la pantalla de mis párpados. La cáscara del huevo se agrieta y aparece la pequeña cantante, con el cuerpo cubierto de plumas rojas. La sostengo entre el pulgar y el índice, tengo miedo de aplastarla y, al mismo tiempo, de que se vaya volando. Un tierno incendio se declara entre mis dedos; sus ojos se abren cuando de repente mi cráneo hace «¡crac!»

La yema del huevo resbala sobre mis mejillas, como si mi sueño se escapara por los canales lacrimales. Joe domina la escena, con pedazos de cáscara entre sus dedos. Todo el mundo ríe. Algunos incluso aplauden.

—La próxima vez será tu corazón lo que te aplastaré en la cabeza.

En clase, a todos les divierten los pedazos de cáscaras que hay enredados entre mis cabellos. Ciertas pulsiones de venganza comienzan a reconcomerme. Las hadas de mis sueños se desvanecen. Me paso casi tanto tiempo detestando a Joe como amando a Miss Acacia.

Las humillaciones de Joe prosiguen día tras día. Me he convertido en el juguete con el que se calma los nervios a la vez que parece aplacarle la melancolía por no ver a la cantante. ¡Por mucho que riego regularmente las flores de mis recuerdos de la pequeña cantante, comienzan a estar faltas de sol!

Madeleine hace todo lo que puede por consolarme pero sigue sin querer ni oír hablar de historias de corazón. A Arthur ya casi no le quedan recuerdos en su zurrón y cada vez canta con menos frecuencia.

La noche de mi cumpleaños, Anna y Luna vienen a darme la misma sorpresa de todos los años. Como de costumbre, se divierten perfumando a Cunnilingus, pero, en esta ocasión, Luna aumenta demasiado la dosis y el pobre animal se acartona en un espasmo y cae muerto. La visión de mi compañero tendido en su jaula me llena de tristeza. Un largo «cu-cú» se escapa de mi pecho.

A modo de consolación, consigo que Luna me imparta una clase de geografía sobre Andalucía. Ah, Andalucía… ¡Si tuviera la seguridad de que Miss Acacia se encuentra allí, partiría ahora mismo!

Cuatro años han transcurrido desde mi encuentro con la pequeña cantante, y casi tres desde el comienzo de mi escolaridad. Mi búsqueda continúa siendo infructuosa, aunque no ceso en el empeño. Mis recuerdos se borran poco a poco bajo el peso del tiempo.

La víspera del último día de escuela, me acuesto con un regusto amargo. Esa noche, no conciliaré el sueño. Pienso con demasiada intensidad lo que quiero hacer al día siguiente: he decidido emprender la búsqueda de la pequeña cantante y para eso me temo que la única persona que puede ayudarme a saber donde se encuentra es Joe. Contemplo la aurora recortando las sombras al son de mi tic-tac.

Hoy es 27 de junio. Desde el patio de la escuela observo lo azulado que está el cielo; es de un azul tan intenso que uno creería estar en cualquier parte salvo en Edimburgo. Sin embargo, el buen tiempo no parece ayudarme: no he dormido en toda la noche y tengo los nervios de punta.

Voy derecho hacia Joe, con actitud decidida. Pero antes de que pueda dirigirle la palabra, me agarra por el cuello de la camisa y me levanta. Mi corazón rechina, mi cólera se desborda y el cu-cú se dispara. Joe arenga a la multitud de alumnos que nos rodea.

—Quítate la camisa y muéstranos lo que tienes en el vientre. Queremos ver el trasto que hace tic-tac.

—¡¡¡Sííí!!! —responde la multitud.

Me arranca la camisa y estampa sus uñas en mi esfera.

—¿Cómo se abre este cacharro? —inquiere.

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