La Marquesa De Los Ángeles (74 page)

Read La Marquesa De Los Ángeles Online

Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
10.25Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Desde luego, señor presidente, pero confieso que la ceniza de animales me da plena satisfacción y que me contento con ella.

—Por convenir a vuestras prácticas, ¿tenéis que quemar vivos a los animales?

—De ningún modo, señor presidente. ¿Cocéis, vos, vivos los pollos?

La figura del magistrado se crispó, pero se dominó e hizo la observación de que era por lo menos sorprendente que en el reino no utilizase la ceniza de huesos más que una sola persona, y para fines que un hombre «con sentido común» no podía menos que juzgar extravagantes, por no decir sacrilegos. El conde de Peyrac se encogió de hombros desdeñosamente. Entonces Masseneau añadió que la acusación de sacrilegio e impiedad existía, pero que no tenía por fundamento el empleo de huesos de animales, lo que se examinaría en su tiempo y lugar. Prosiguió:

—El papel real de vuestra ceniza ¿no tiene de hecho el fin oculto de regenerar la materia vil como el plomo para volverle a dar vida transformándola en metal noble, como el oro y la plata?

—Tal punto de vista se acerca mucho a la dialéctica especial de los alquimistas, que pretenden operar por medio de símbolos oscuros, cuando en realidad no es posible crear materia.

—Acusado, reconocéis, sin embargo, el hecho, no visible, de haber fabricado oro y plata de otro modo que sacándolo de la grava de los ríos.

—Nunca
he fabricado oro ni plata.
No he hecho más que
extraerlos.

—Sin embargo, en las rocas de las cuales pretendéis extraer esos metales, aunque se las muela después de lavarlas, no se encuentra ni oro ni plata, dicen las gentes que entienden.

—Es exacto. Sin embargo, el plomo fundido aspira los metales nobles contenidos en ellas, aunque invisibles, y se alia con ellos.

—¿Pretendéis, pues, sacar oro de cualquier roca?

—De ninguna manera. La mayor parte de las rocas no lo contienen, o contienen muy poco. Además, es difícil reconocer, a pesar de intentos largos y complicados, esas rocas que son muy escasas en Francia.

—Y siendo ese descubrimiento tan difícil, ¿cómo es posible que seáis vos el único en el reino que sepáis hacerlo?

El conde replicó, molesto:

—Os diré, señor presidente, que ello es una habilidad, o más bien una ciencia y un oficio. También yo podría permitirme preguntaros a vos por qué Lulli es, por ahora, el único en Francia que escribe óperas, y por qué no las escribís vos también, puesto que todo el mundo puede estudiar las notas de música.

El presidente hizo una mueca de desconcierto, pero no halló nada que responder. El jurado de cara ladina levantó la mano.

—Podéis hablar, señor consejero Bourié.

—Preguntaré al acusado, señor presidente, cómo es que, habiendo descubierto un procedimiento secreto referente al oro y la plata, y siendo un gentilhombre que protesta de su fidelidad al rey, no ha juzgado conveniente comunicar su secreto al dueño deslumbrante de este país, quiero decir a Su Majestad el rey; lo cual era no sólo su deber, sino también un medio de aliviar al pueblo y hasta a la nobleza de tantas cargas aplastantes, aunque indispensables, que constituyen los impuestos, y a las que están sujetas las gentes de la ley, al menos bajo la forma de cargas diversas.

Un murmullo aprobador recorrió toda la concurrencia. Cada uno se sentía aludido y consideraba que aquel rengo larguirucho, despectivo e insolente, había cometido un agravio contra todos pretendiendo beneficiarse él solo de su milagrosa riqueza. Angélica sintió que el odio del auditorio se concentraba sobre el hombre destrozado por el tormento, que empezaba a vacilar de cansancio apoyado en sus bastones.

Por primera vez Peyrac miró a la sala cara a cara. Pero a Angélica le pareció que su mirada era lejana y no veía a nadie. «¿No siente que estoy aquí y sufro con él?», pensó. El conde vaciló. Dijo lentamente:

—He jurado decir toda la verdad. Esa verdad es que, en este reino, no sólo no se da ánimo al mérito personal, sino que se lo explota en beneficio de una banda de cortesanos que no se preocupan sino de su propio interés, de sus ambiciones y hasta de sus querellas. En tales condiciones, lo mejor que puede hacer quien de veras desee crear algo es ocultarse y proteger su obra con el silencio. Porque «no hay que echar perlas a los puercos».

—Eso que decís es muy grave. Prestáis al rey muy mal servicio… y no os favorecéis demasiado a vos mismo.

Bourié estalló:

—Señor presidente, en mi calidad de jurado, protesto contra la manera demasiado indulgente con que parecéis acoger lo que a mi juicio debe registrarse como prueba de un crimen de lesa majestad.

—Señor consejero, os agradecería muchísimo, si tenéis intención de continuar, que me recusaseis como presidente de este tribunal, recusación que ya pedí de antemano y que nuestro rey no ha querido concederme, lo cual parece demostrar que me otorga su confianza.

Bourié se puso muy colorado y volvió a sentarse, mientras el conde, con voz fatigada pero tranquila, explicaba que cada uno comprendía su deber a su modo. Como no era cortesano, no se sentía con fuerzas para hacer triunfar sus puntos de vista hacia todos y contra todos. ¿No era ya bastante con que, desde su provincia alejada, hubiese entregado al tesoro real más de la cuarta parte de lo que daba a Francia el Languedoc entero, y que trabajando así por el bien general, lo mismo que por el suyo, prefiriese no dar ninguna publicidad a sus descubrimientos por temor a tener que expatriarse como muchos sabios e inventores mal comprendidos?

—En suma, confesáis, al hablar así, un estado de ánimo agriado y denigrante respecto al reino —dejó caer con la misma suavidad el presidente.

Angélica tembló de nuevo. El abogado levantó el brazo.

—Señor presidente, perdonadme. Sé que aún no ha llegado la hora de mi defensa, pero quiero recordaros que mi defendido es uno de los más fieles subditos de Su Majestad, que lo ha honrado con una visita en Toulouse y después lo ha invitado personalmente a sus bodas. No podéis, sin faltar a la consideración debida a Su Majestad misma, sostener que el conde de Peyrac ha trabajado contra Su Majestad y contra el reino.

—¡Silencio, señor abogado! He sido demasiado bueno consintiéndoos decir todo eso, y creed que tomamos nota de ello. Pero no interrumpáis lo que aún no es sino un interrogatorio que permitirá ilustrar a todos los jurados sobre la fisonomía del acusado y sobre sus asuntos.

Desgrez volvió a sentarse. El presidente reiteró que el deseo de justicia del rey quería que pudiese oírse todo, incluso las críticas justificadas, pero que sólo al rey competía juzgar su propia conducta.

—Hay crimen de lesa majestad… —volvió a chillar Bourié.

—No tomo en cuenta el crimen de lesa majestad —decidió secamente Masseneau.

XLV
Interrogatorio sobre el embrujamiento de las mujeres y la supuesta transmutación del oro

Masseneau continuó su interrogatorio diciendo que además de la transmutación del oro que el mismo acusado no negaba, pero que pretendía que era un fenómeno natural y de ningún modo diabólico, numerosos testimonios aseguraban que tenía seguramente el poder de fascinar a las gentes, más particularmente a las mujeres muy jóvenes. Y que, en las reuniones impías y disolutas que organizaba, había ciertamente gran mayoría de mujeres, «signo cierto de intervención satánica, porque en los sábados o juntas nocturnas de brujos y hechiceros, el número de mujeres es siempre mayor que el de hombres».

Y como Peyrac permaneciera mudo y perdido en un sueño lejano, Masseneau se impacientó.

—¿Qué respondéis a esta precisa pregunta sugerida por el estudio de las causas por el juez eclesiástico, y que al parecer os pone en grave aprieto?

Joffrey se estremeció como si despertase.

—Puesto que insistís, señor presidente, responderé dos cosas: primero, que no estoy muy cierto de que conozcáis bien las conclusiones del provisor de Roma, pues no se permite comunicarlas fuera de los tribunales eclesiásticos; y segundo, que el conocimiento de tales hechos singulares no puede haber llegado hasta vos sino por medio de experiencias personales, es decir, que os ha sido menester, por lo menos, asistir a uno de esos sábados satánicos que, por mi parte, confieso no haber encontrado jamás en mi vida, rica, sin embargo, en aventuras.

El presidente se alteró ante lo que consideró un insulto. Se quedó un instante sin aliento y después pronunció con calma amenazadora:

—Acusado, podría aprovechar esta circunstancia para dejar de escucharos y juzgaros «en rebeldía», y hasta privaros de todo medio de defensa por un tercero. Pero no deseo que a los ojos de ciertos malintencionados paséis por mártir de no sé qué causa tenebrosa. Por ello dejaré que otros jurados prosigan este interrogatorio, esperando que no les haréis perder el ánimo de escucharos. Hablad, señor consejero de los protestantes.

Púsose de pie un hombre alto de rostro severo. El presidente del jurado le hizo un reproche.

—Hoy sois juez, señor Delmas. Por respeto a la majestad de la justicia, debéis escuchar sentado al acusado.

Delmas volvió a sentarse.

—Antes de emprender el interrogatorio —dijo— quiero dirigir al tribunal un ruego, en el cual protesto de no poner la menor parcialidad indulgente hacia el acusado ya que es sólo una preocupación de humanidad. Nadie ignora que el acusado está lisiado desde la infancia, como consecuencia de las guerras fratricidas que han asolado durante tanto tiempo nuestro país y particularmente las regiones del Sudoeste, de donde es originario. Como la sesión corre el riesgo de prolongarse, pido al tribunal que autorice al acusado a sentarse, porque está expuesto a desvanecerse.

—¡Es imposible! —decidió el desagradable Bourié—. El acusado debe asistir a la sesión de rodillas al pie del crucifijo. La tradición es formal. Ya es bastante consentir que esté de pie.

—Reitero mi petición —insistió el consejero de los protestantes.

—Naturalmente —ladró Bourié—, nadie ignora que consideráis al condenado casi un correligionario porque ha mamado la leche de una nodriza hugonote y pretende haber sido molestado en su infancia por los católicos, cosa que habría que probar.

—Repito que es una cuestión de humanidad y cordura. Los crímenes de que se acusa a este hombre me causan tanto horror como a vos mismo, señor Bourié, pero si cae desvanecido, no acabaremos nunca con este proceso.

—No me desvaneceré, y os doy las gracias, señor Delmas. Continuemos, os lo ruego —dijo el acusado en tono tan autoritario que después de un poco de vacilación el tribunal se dio por vencido.

—Señor de Peyrac —repuso Delmas—, creo en vuestro juramento de decir la verdad, y también os creo cuando afirmáis no haber tenido contactos con el espíritu maligno. Sin embargo, quedan demasiados puntos oscuros para que vuestra buena fe resplandezca ante los ojos de la justicia. Por ello os pido que respondáis a las preguntas que voy a haceros, sin ver por mi parte otra cosa que el deseo de disipar las dudas espantosas que se ciernen sobre vuestros actos. Pretendéis haber extraído oro de rocas que, según las gentes calificadas, no lo contienen. Admitámoslo. Pero ¿por qué os habéis entregado a ese trabajo extraño, penoso, y al cual vuestro título de gentilhombre no os destinaba?

—En primer lugar, tenía el deseo de enriquecerme trabajando y haciendo fructificar los dones intelectuales que había recibido. Otros piden pensiones, o viven a expensas del vecino, o siguen siendo pobres de solemnidad. Como no me convenía ninguna de esas tres soluciones, procuré sacar de mí mismo y de mis pocas tierras el máximo de beneficio. En lo cual no pienso haber faltado a las enseñanzas del mismo Dios, que nos ha dicho: «No enterrarás tu talento.» Lo cual creo que significa que, si se posee un don o un talento, no tenemos la facultad de emplearlo o no emplearlo, sino la obligación divina de hacerlo fructificar.

El rostro del magistrado se petrificó.

—No os corresponde a vos, señor, hablarnos de obligaciones divinas. Digamos… ¿Por qué os habéis rodeado de libertinos, de gentes fantásticas llegadas del extranjero que aun no estando convictos de ejercer el espionaje en nuestro país, no son precisamente amigos de Francia, ni siquiera de Roma, a lo que me dicen?

—Esas gentes que llamáis fantásticas son si duda los sabios extranjeros, suizos, italianos, alemanes, cuyos trabajos comparaba con los míos. Discutir acerca de la gravitación terrestre y universal es un pasatiempo inofensivo. En cuanto al libertinaje que se me echa en cara, no han pasado más escándalos en mi palacio que en el tiempo del amor cortés que, según los mismos eruditos, «civilizaba a la sociedad», y ciertamente menos de lo que pasa hoy, todos los días y todas las noches, en la Corte y en las tabernas de la capital. —Ante aquella declaración audaz, el tribunal frunció el ceño. Pero Joffrey de Peyrac, levantando la mano, exclamó—: Señores magistrados y gentes de toga que componéis, en parte, esta asamblea; no ignoro que representáis, por la pureza de vuestras costumbres y la cordura de vuestra vida, uno de los elementos más sanos de la sociedad. No pongáis mala cara a una declaración que apunta a otro orden que el vuestro y a palabras que a menudo habéis murmurado en vuestro corazón.

Tal habilidad sincera desconcertó a los jueces y pasantes, secretamente halagados al ver que se rendía homenaje público a su honorable y poco divertida existencia. Delmas carraspeó un poco e hizo como si examinase el expediente.

—Dicen que conocéis ocho lenguas.

—Pico de la Mirándola, en el siglo pasado, conocía dieciocho, y a nadie en su tiempo se le ocurrió insinuar que el mismo Satanás se había tomado el trabajo de enseñárselas.

—Pero, en fin, todo el mundo reconoce que hechizáis a las mujeres. No quisiera humillar inútilmente a un ser abrumado de desdicha y desgracia, pero es difícil, al miraros, comprender que sólo con vuestra apariencia física atraíais a las mujeres, al punto de que se mataban y caían en trance con sólo veros.

—No hay que exagerar —dijo modestamente el conde, sonriendo—. No se han dejado hechizar, como decís, sino aquellas a quienes les ha dado la realísima gana. En cuanto a unas cuantas chiquillas exaltadas, todos conocemos algunas. A ésas les conviene únicamente el convento, o más bien el hospital, y no debe juzgarse a todas las mujeres por el ejemplo de unas cuantas locas.

Delmas adoptó un aire más solemne.

—Es de notoriedad pública, y numerosos informes lo atestiguan, que en vuestras «Cortes de Amor» de Toulouse, institución impía ya en cuanto a su principio, porque Dios ha dicho: «Amarás para procrear», glorificabais públicamente el acto carnal.

Other books

Angelhead by Greg Bottoms
The Corvette by Richard Woodman
Ritual in the Dark by Colin Wilson
The Wurms of Blearmouth by Steven Erikson
The desperate hours, a novel by Hayes, Joseph, 1918-2006
La conquista de un imperio by George H. White
Helmet Head by Mike Baron