La Marquesa De Los Ángeles (82 page)

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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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—¡Otra vez, otra vez! —reclamaba Florimond y volvía a chuparse el pulgar con aire bienaventurado.

No le importaba a ella que se mostrase tan tiránico e inconsciente. Temía al instante en que habría de quedarse sola en espera de que acabase la noche. Cuando Florimond se durmió, lo miró largo rato. Después se levantó estirando el cuerpo dolorido: ¿eran las torturas que había sufrido Joffrey las que así repercutían en ella? Las palabras del verdugo lancinantes: «Hoy lo han probado todo: los borceguíes, el agua, el potro.» No comprendía exactamente qué horrores se escondían en aquellas palabras, pero sabía que habían hecho sufrir al hombre a quien amaba. ¡Ay, que acabase de prisa todo aquello!

—Mañana estarás tranquilo, amor mío. Al fin te verás libre de los hombres necios… —dijo en alta voz.

Vio sobre la mesa la hoja de la canción que había comprado. Acercó la candela y leyó:

En el fondo de su negro abismo,

Satanás consultaba al espejo,

y le parecía que no era tan feo

como los hombres fingían creerlo…

El poema seguía pintando en términos a veces cómicos y a veces licenciosos la perplejidad de Satán al preguntarse si, en resumidas cuentas, su rostro, tan maltratado por los imagineros de las catedrales, no podía sostener honrosamente la comparación con el de algunos seres humanos. El infierno le había propuesto que organizase un concurso de belleza con los primeros que llegasen de la tierra.

Precisamente estaban echando a la lumbre

a tres cómplices brujos de magia negra

que acaban de llegar al infierno.

Uno de ellos tenía la cara azul;

el otro tenía la cara negra;

el tercero se llamaba Peyrac.

Y no asombrará a nadie

decir que aquellas gorgonas,

que no eran hembras sino machos,

hicieron que se echara a volar con gran ruido de alas

el mismo infierno, lleno de susto.

Y que quien ganó el premio de belleza

fue el mismo Satanás.

Los ojos de Angélica corrieron a la firma: «Claudio
el Pequeño,
poeta lleno de barro.»

Con la boca amarga estrujó el papel y se dijo: «¡A éste también lo he de matar!»

LI
El ajusticiado de Nuestra Señora

«La mujer debe seguir a su marido», se dijo Angélica cuando amaneció y un cielo de irisada pureza se desplegó sobre los campanarios. Así, pues, iría. Le seguiría hasta la última etapa. Tendría que cuidar de no traicionarse, porque corría el riesgo de hacerse arrestar. Acaso él la vería, la reconocería…

Bajó con Florimond dormido en los brazos y fue a llamar a la puerta de la señora Cordeau, que ya estaba encendiendo la lumbre.

—¿Puedo dejároslo unas cuantas horas, madre Cordeau?

—Echadlo en la cama y os lo cuidaré. ¡Qué menos puedo hacer! ¡Pobre cordero! El verdugo se ocupa del padre. La verduga se ocupará del hijo. Id, hija mía, y rezad a Nuestra Señora de los Siete Dolores para que os sostenga en vuestra pena.

Desde el umbral la volvió a llamar:

—No os preocupéis de hacer la compra. Cuando volváis a la tarde comeréis la sopa conmigo.

Angélica respondió con esfuerzo que no valía la pena y que no tenía hambre. La vieja sacudió la desgreñada cabeza y volvió a entrar en la casa hablando entre dientes.

Como si fuera sonámbula, Angélica atravesó la puerta del Temple y se dirigió a la plaza de Gréve. La niebla del Sena apenas empezaba a disiparse, dejando al descubierto los bellos edificios del Ayuntamiento que están al borde del vasto emplazamiento. Hacía mucho frío, pero el cielo azul prometía un día de sol. En la primera parte de la plaza había una alta cruz erigida sobre un pedestal de piedra, cerca del cadalso en que se balanceaba el cuerpo de un ahorcado. Empezaba a llegar muchísima gente y a arremolinarse junto al cadalso.

—Es el moro —decían.

—No, es el otro. Lo colgaron cuando aún era de noche. Así lo verá el brujo cuando llegue en la carreta.

—Pero si tiene la cara negra.

—Es porque está colgado. Ya tenía el rostro azul… ¿No sabes la canción? Alguien empezó a tararear:

Uno tenía la cara azul;

otro tenía la cara negra;

el tercero se llamaba Peyrac…

y Satanás cargó con él.

Angélica se tapó la boca con la mano para ahogar un grito. En el cadáver informe que allí se balanceaba, con el rostro tumefacto y la lengua hinchada, acababa de reconocer al sajón Fritz Hauer.

Un chiquillo andrajoso la miró y dijo riéndose:

—Ya hay una buena moza que pone los ojos en blanco. ¿Qué va a decir cuando vea tostarse al brujo?

—Parece que las mujeres se pegaban a él como las moscas a la miel.

—¡A ver! Era más rico que el rey.

Temblando, Angélica se arrebujó en su capa. Un carnicero gordo que estaba en la puerta de su tienda le dijo con simpatía:

—Más valdría que os retiraseis, hija mía. Lo que aquí sucede no es espectáculo para una mujer que está a punto de ser madre.

Angélica sacudió la cabeza tercamente. El carnicero examinó su rostro pálido y sus ojazos de loca y se encogió de hombros. Como acostumbrado al lugar, conocía las lamentables siluetas que iban a rondar en torno de las horcas y los cadalsos.

—¿Es aquí la ejecución? —preguntó Angélica con voz sorda—. Depende para cuál vengáis. Sé que hoy por la mañana tienen que colgar a un gacetillero en el Chátelet. Pero si es por el brujo, sí es aquí, en la plaza de Gréve. Ahí un poco más lejos está la hoguera.

La hoguera estaba armada bastante más lejos, casi a la orilla del río. Era un enorme amontonamiento de haces de leña de entre los cuales sobresalía un poste. Para subir a él era menester una escalera de mano. Un poco más allá estaba el cadalso que servía para las decapitaciones, rodeado de taburetes donde los que habían alquilado los primeros puestos empezaban ya a instalarse. Un viento seco soplaba de vez en cuando y azotaba los rostros enrojecidos la nieve que levantaba. Una viejecilla vino a refugiarse bajo el toldo del carnicero.

—Hace fresquete esta mañana —dijo—. Hubiera preferido quedarme tranquila en mi puesto vendiendo pescado junto al brasero. Pero prometí a mi hermana llevarle un hueso del brujo para curarse el reuma.

—Sí, dicen que es un buen remedio.

—El barbero de la calle de la Jabonería me dijo que lo machacara con aceite de adormidera, y que no hay nada mejor para los dolores.

—No será fácil atraparlo. Maese Aubin, el verdugo, ha pedido que pongan doble guardia de arqueros.

—¡Naturalmente, ese animal feroz, ese patibulario del diablo quiere quedarse con los buenos pedazos! Pero, con verdugo o sin verdugo, cada uno tendrá su parte —dijo la vieja mostrando con aire malvado sus dientes podridos.

—Puede que en Nuestra Señora tengáis más probabilidad de conseguir un pedazo de camisa.

Angélica sintió que un sudor frío le mojaba el espinazo. Había olvidado la primera fase del horrible programa: la confesión en Nuestra Señora.

Empezó a correr hacia la calle de la Cuchillería, pero la oleada de gente que se desparramaba hacia la plaza como hormigas en marcha le impidió el paso y la echó hacia atrás. No podría de ninguna manera llegar a tiempo. El carnicero gordo se apartó de la puerta de su tienda y se acercó a Angélica.

—¿Es a Nuestra Señora adonde queréis ir? —le preguntó en voz baja con aire compasivo.

—Sí —balbució—. Yo no recordaba… yo…

—Escuchad lo que tenéis que hacer. Atravesad la plaza y bajad hasta la puerta del Vino. Allí pediréis a un marinero que os pase hasta Saint-Landry. Y por detrás llegaréis a Nuestra Señora en cinco minutos.

Dio las gracias y echó a correr de nuevo. El carnicero la había informado bien. Por unas pocas monedas un batelero la admitió en su barca y la llevó en tres remadas hasta el puerto de Saint-Landry. Al ver las altas casas de madera que se hundían en la podredumbre de los desperdicios de fruta, evocó vagamente la mañana clara en que Bárbara le había dicho: «Allá abajo, delante del Ayuntamiento, es la plaza de Gréve. Allí he visto quemar a un brujo.»

Angélica corría. La calle pasaba ante las casas canónicas del ábside de Nuestra Señora y estaba casi desierta. Pero el gruñido de la multitud llegó hasta ella, cortado por las notas graves y siniestras del toque de campana de los supliciados. Angélica corría. Nunca supo qué fuerza sobrehumana la hizo atravesar las filas apretadas de los mirones, ni gracias a qué milagro logró encontrarse en la primera fila de espectadores, en el atrio mismo de la catedral. En aquel instante un prolongado clamor anunció la llegada del condenado. La multitud era tan densa que al cortejo le costaba trabajo adelantar. Los ayudantes del verdugo intentaban apartar a la gente a latigazos. Por fin apareció un carrito de madera. Era uno de esos groseros volquetes en que se recogían las basuras de la ciudad. Aún llevaba pegado barro y pajas.

Dominando la ignominia de tal vehículo, maese Aubin, de pie, con los puños apoyados en las caderas, vestido con calzas y jubón escarlata y adornado el pecho con las armas de la ciudad, dejaba caer sobre el populacho su pesada mirada. El sacerdote estaba sentado en el reborde del volquete. La gente reclamaba a gritos al brujo, a quien no se veía.

—Debe de estar tendido en el fondo —dijo una mujer junto a Angélica—. Dicen que está medio muerto.

—Esperemos que no —exclamó espontáneamente su vecina, una linda moza de frescas mejillas.

Ya el carro había hecho alto cerca de la estatua colosal del Gran Ayunador. Arqueros a caballo, con las alabardas dispuestas en dirección del populacho, lo mantenían a distancia. Algunos agentes de policía, rodeados por multitud de monjes de diferentes órdenes, se adelantaron por el atrio.

Un remolino hizo retroceder a Angélica. Chilló como una furia y recobró su sitio a fuerza de arañazos. Las campanas seguían doblando por encima de la multitud, que de pronto se quedó silenciosa. A la entrada del atrio, una aparición fantástica se erguía y subía los escalones. Los ojos empañados de Angélica no veían más que aquella silueta de blancura deslumbradora. De pronto se dio cuenta de que el condenado había apoyado un brazo en los hombros del verdugo y el otro en los del sacerdote, y de que éstos en realidad lo arrastraban, pues no podía valerse de las piernas. La cabeza, con los largos cabellos negros, caía hacia delante. Precedíales un monje que a veces andaba hacia atrás llevando un enorme cirio cuya llama hacía inclinar el viento. Angélica reconoció a Conan Bécher, cuyo rostro estaba contraído por el éxtasis y una maligna alegría. Llevaba al cuello un enorme crucifijo blanco que le bajaba hasta las rodillas y le hacía tropezar. Parecía así entregarse delante del condenado a una grotesca danza macabra. La procesión avanzaba con lentitud de pesadilla. Por fin, al llegar a lo alto del atrio, el grupo se detuvo ante el pórtico del Juicio Final.

Una cuerda colgaba del cuello del condenado; un pie desnudo salía por debajo del blanco camisón y se apoyaba sobre las losas heladas. «No es Joffrey», se dijo Angélica. No era en verdad el que ella había conocido, aquel hombre tan refinado que gozaba de todos los placeres de la vida. Era un miserable como todos los que, antes que él, habían llegado a aquel lugar con los pies descalzos, en camisa, con la cuerda al cuello.

En aquel momento Joffrey de Peyrac levantó la cabeza. En su rostro demacrado, incoloro, solamente los ojos inmensos brillaban con fulgor sombrío. Una mujer lanzó un grito penetrante:

—¡Me mira! ¡Me va a embrujar!

Pero el conde de Peyrac no miraba hacia el público. Contemplaba, mirando ante sí en derechura, la frente gris de Nuestra Señora, los viejos santos de piedra allí reunidos. ¿Qué ruego les dirigía? ¿Qué promesa recibía de ellos? ¿Los veía siquiera?

Un escribano se había colocado a su izquierda y releía con voz gangosa la condena. Las campanas se habían callado. Sin embargo, las palabras se oían mal.

—…Por crimen de rapto, seducción, impiedad… magia… ser entregado en manos de la alta justicia… llevado con la cabeza desnuda y los pies descalzos… pedir perdón… con un cirio ardiendo en las manos y de rodillas…

Cuando el escribano volvió a enrollar el pergamino se supo que había terminado la lectura. Conan Bécher enunció entonces los términos de la petición de perdón:

—…Reconozco los crímenes de que se me acusa. Pido perdón a Dios… Acepto mi castigo como expiación de mis culpas. El capellán había tomado el cirio, que el condenado no podía sostener.

Se esperaba que se alzase la voz del culpable, y la muchedumbre se impacientaba.

—¿Acabarás por hablar, esclavo del diablo?

—¿Quieres arder en el infierno como tu amo?

Angélica tuvo la impresión de que su marido reunía las últimas fuerzas. Una oleada de vida reanimó su rostro lívido. Se apoyó con más fuerza en los hombros del verdugo y del sacerdote, y pareció crecer hasta tal punto que estaba por encima de maese Aubin. Un segundo antes de que abriese la boca, Angélica, por adivinación de amor, comprendió lo que iba a hacer.

De pronto, en el aire helado, una voz profunda, vibrante, extraordinaria, se elevó. Cantaba en lengua de oc un estribillo bearnés que Angélica inmediatamente reconoció:

Les genols flexez am lo cap encli

a vos reclam la regina plazent

flor de las flors, on Jhésus pres nayssença.

Vulhatz guarda la cieutat de Tholoza…

Sólo Angélica comprendía el sentido:

Hincado de rodillas y con la cabeza inclinada,

a vos me encomiendo, reina placentera,

flor de las flores en que Jesús tomó nacimiento.

Dignaos guardar la ciudad de Toulouse…

Dulcísima flor en que todos nos refugiamos,

dulcísima flor en que todo bien florece,

guardad a Toulouse siempre bien florida…

Angélica sintió que la atravesaba un dolor semejante a una puñalada y lanzó un grito. Aquel grito se alzó solo en un silencio terrible. Porque la voz del cantor se había callado. El monje Bécher había levantado su crucifijo de marfil y golpeado con él en la boca del atormentado, cuya cabeza volvió a desplomarse hacia delante, mientras una saliva roja caía de sus labios hasta el suelo. Pero casi en seguida Joffrey se enderezó.

—¡Conan Bécher —gritó con el mismo timbre de voz alto y claro—, te doy cita para dentro de un mes ante el tribunal de Dios!

Un estremecimiento de terror pareció sobrecoger al populacho, que prorrumpió en aullidos feroces que ahogaron la voz del conde de Peyrac. Una convulsión de ira, de indignación demente, se había apoderado de los espectadores. Aquella explosión la provocaba menos el ademán del monje que la arrogancia del condenado.

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