En el piso bajo encontró a maese Francisco Binet, que había pasado la noche rizando el pelo a algunas damas tolosanas amigas de Angélica y hasta a las sirvientas que querían hermosearse. Tomó su bacía de cobre para el caso de que hubiera que afeitar a algún caballero y su cofre lleno de peines, tenacillas, ungüentos y postizos, y acompañado de un muchacho que llevaba el hornillo entró, detrás de Angélica, en la casa vecina.
Estaba ésta aún más lleno de gente que la casa donde el conde de Peyrac había recibido la hospitalidad de una de sus tías lejanas. Angélica reparó en la lujosa librea de los criados y pensó que la dama desconsolada debía de ser persona de alto rango. Por si acaso hizo una profunda reverencia cuando se encontró ante ella.
—Sois encantadora —dijo la dama con voz doliente mientras el peluquero iba colocando sus trastos sobre un taburete—. Sin vos, me hubiese echado a perder el rostro a fuerza de llorar.
Hizo una mueca de niña desconsolada.
—Hoy no es día de llorar —dijo Angélica.
—¿Qué queréis? No estoy a tono con tantos regocijos. Suspiró y añadió:
—¿No habéis visto mi traje negro? Acabo de perder a mi padre.
—¡Oh! ¡Estoy desolada!
—Nos hemos detestado y querellado tanto, que ello aumenta mi dolor. Pero ¡qué fastidio estar de luto para las fiestas! Conociendo el carácter maligno de mi padre, sospecho que…
Se interrumpió para hundir el rostro en el cucurucho que Binet le presentó mientras le echaba en la cabellera polvo perfumado. Angélica estornudó.
—Sospecho que lo ha hecho a propósito —prosiguió la dama sacando el rostro del cucurucho.
—¿Que lo ha hecho a propósito? ¿Qué, señora?
—¡Morirse, pardiez! Pero no importa. Lo olvido todo. Digan lo que digan, siempre he tenido un alma generosa. Y mi padre ha muerto cristianamente… Es un gran consuelo. Lo que me molesta es que hayan llevado su cuerpo a Saint-Denis con sólo unos cuantos guardias y unos pocos sacerdotes, sin pompa ni gasto… ¿Os parece admisible?
—En modo alguno —confirmó Angélica, que empezaba a tener miedo de cometer una incorrección involuntaria. Aquel noble a quien enterraban en Saint-Denis no podía pertenecer sino a la familia real.
—Si yo hubiese estado allí, las cosas habrían pasado de otro modo, podéis creerlo —concluyó la dama con gesto altanero, levantando la barbilla—. Me place el fausto y que cada uno conserve su rango. —Calló para examinarse en el espejo que Francisco Binet le presentaba de rodillas, y su rostro se iluminó—. ¡Pero está muy bien! —exclamó—. ¡Qué peinado tan perfecto y encantador! Vuestro peluquero, querida, es un artista. No ignoro, sin embargo, que tengo el cabello difícil.
—Vuestra Alteza tiene el cabello fino, pero flexible y abundante —dijo el peluquero con aire docto—. Con una cabellera de esa clase es con la que puede componerse el peinado más bello.
—¿De veras? Me halagáis. Voy a mandar que os den cien escudos. ¡Señoras!, es absolutamente preciso que este hombre les rice el cabello a mis pequeñas.
Consiguieron hacer salir de una habitación próxima, donde parloteaban damas de honor y doncellas, a las «pequeñas», que eran dos criaturas en la edad ingrata.
—¿Vuestras hijas, sin duda, señora? —preguntó Angélica.
—No, mis hermanitas. Son insoportables. Mirad la pequeña. Lo único bonito que tiene es el cutis, y se le ocurre dejarse picar por esas moscas que aquí llaman mosquitos. Ved cómo está de hinchada. Y encima llora.
—Sin duda está triste por la muerte de su padre.
—Nada de eso. Pero le habían dicho demasiadas veces que se casaría con el rey. Nadie la llamaba sino «la reinecita». Y ahora la molesta que se case con otra.
Mientras el peluquero se ocupaba de las jovencitas se produjo un remolino en la escalera, y un señor joven apareció en el umbral. Era muy corto de estatura, con un rostro de muñeco llorón surgiendo de una espumosa gorguera de encajes. Llevaba también volantes de encaje en las mangas y en las rodillas. A pesar de la hora temprana estaba ataviado con gran esmero.
—Prima —dijo con voz afectada—, he oído decir que había en vuestra habitación un peluquero que hace maravillas.
—¡Ah, Felipe, eres más astuto que una mujer bonita cuando se trata de recoger noticias de esta clase! Decidme, al menos, que me encontráis bella.
El joven frunció los labios rojos y carnosos y, cerrando a medias los ojos, examinó el peinado.
—Debo reconocer que este artista ha sacado de vuestro rostro mejor partido de lo que pudiera esperarse —dijo con insolencia, templada con una sonrisa coqueta. Volvió a la antecámara y se inclinó sobre la barandilla de la escalera.
—De Guiche, querido, sube. Es aquí.
En el caballero que entraba, mozo de muy buena figura, Angélica reconoció al conde de Guiche, hijo mayor del duque de Gramont, gobernador del Bearn. El llamado Felipe tomó del brazo al conde de Guiche y se inclinó sobre su hombro con cariño.
—¡Oh, qué feliz soy! Seguramente vamos a ser los mejor peinados de la Corte. Peguilín y el marqués de Humiéres empalidecerán de envidia. Les he visto correr, hace un momento, en busca de su barbero, que Vardes les ha arrebatado gracias a una bolsa bien rellena. Esos gloriosos capitanes de los gentileshombres del rey van a verse reducidos a comparecer ante el soberano con el mentón del color de la castaña.
Lanzó una risita aguda, se pasó la mano por el mentón recién afeitado y después, con gracioso ademán, acarió la mejilla del conde de Guiche. Se apoyaba contra el joven con languidez y elevaba hasta él una mirada dulzona. El conde, sonriendo con fatuidad, recibía tales homenajes sin molestia alguna. Angélica no había visto nunca a dos hombres tan acicalados y coquetos, y casi le daba vergüenza. Tampoco debía de agradarle a la dueña del cuarto, porque exclamó, de pronto:
—¡Felipe, no vengáis a mi habitación a entregaros a tales mimos! Vuestra madre me acusaría de favorecer vuestros instintos perversos. Después de aquella fiesta, en Lyon, en que nos disfrazamos vos, yo y la señorita de Villeroy de campesinas bretonas, me abruma a reproches en ese sentido. Y no me digáis que el pequeño Péguilin se encuentra en un aprieto, porque enviaré a un hombre a buscarle. A ver si le encuentro. Es el joven más notable que conozco, y le adoro.
A su manera ruidosa e impulsiva, se precipitó de nuevo al balcón, para retroceder en seguida apoyando la mano en el exuberante pecho.
—¡Ah, Dios mío, ahí está!
—¿Péguilin?
—No. Ese caballero de Toulouse que me da tanto miedo. Angélica, a su vez, se asomó al balcón y vio al conde de Peyrac, su marido, que bajaba la calle acompañado por Kuassi-Ba.
—¡Pero si es el Gran Rengo del Languedoc! —exclamó el caballerito, que se había reunido con ellas—. Prima mía, ¿por qué le teméis? Tiene los ojos más suaves del mundo, la mano acariciadora y el ingenio chispeante.
—Habláis como una mujer —dijo la dama con asco—. Parece que todas las mujeres están locas por él.
—Excepto vos.
—Yo nunca me he extraviado en sentimentalismos. Veo lo que veo. ¿Nos os parece que ese hombre sombrío y claudicante, con ese moro más negro que el infierno, tiene algo aterrador?
El conde de Guiche lanzaba miradas espantadas a Angélica y por dos veces estuvo a punto de abrir la boca. Pero ella le hizo señas de que callase. Aquella conversación la divertía mucho.
—Precisamente, vos no sabéis mirar a los hombres con ojos de mujer —respondió el joven Felipe—. ¿Recordáis que ese señor se negó a doblar la rodilla ante el señor de Orleáns y eso basta para erizaros el cabello?
—Verdad es que demostró rara insolencia…
En aquel momento Joffrey levantó los ojos hacia el balcón. Se detuvo y, quitándose el emplumado sombrero, saludó varias veces profundamente.
—Ved qué injusto es el rumor público —dijo el caballerito—. Dicen que ese hombre está lleno de orgullo, y, sin embargo, ¿es posible saludar con más gracia?
—Cierto —se apresuró a responder de Guiche, que no sabía cómo remediar las incorrecciones de que acababa de ser testigo—. El señor conde de Peyrac es reconocidamente cortés. Recordad la maravillosa recepción que tuvimos en Toulouse.
—Al rey hasta le molestó un poco. Lo cual no impide que Su Majestad esté muy impaciente por saber si la mujer del tal cojo es tan hermosa como dicen. Le parece inconcebible que se le pueda amar…
Angélica se retiró suavemente y, llevando a un lado a Francisco Binet, le pellizcó una oreja.
—Tu amo está de vuelta y te va a llamar. No te dejes comprar por los escudos de todas estas gentes o haré que te den de palos.
—Señora, estad tranquila. En cuanto acabe con esta señorita, echo a correr.
Angélica bajó y volvió a su casa. Iba pensando en que le tenía afecto al tal Binet, no sólo por su buen gusto y habilidad, sino, también por su astucia sutil, por su filosofía de subalterno. Decía que llamaba «Alteza» a todas las gentes de la nobleza para estar seguro de no ofender a nadie.
En la habitación, cuyo desorden no había hecho más que empeorar, Angélica encontró a su marido con una toalla al cuello, esperando ya al peluquero.
—¡Muy bien, señora mía! —exclamó—. No perdéis el tiempo. Os dejo medio dormida, para ir en busca de noticias y enterarme del orden de las ceremonias, y una hora más tarde os encuentro familiarmente instalada en un balcón entre la duquesa de Montpensier y
Monsieur,
el hermano del rey.
—¡La duquesa de Montpensier! ¡La
Grande Mademoisellel
! —exclamó Angélica—. ¡Dios mío! Hubiera debido sospecharlo cuando habló de su padre, a quien han enterrado en Saint-Denis.
Mientras se desnudaba, Angélica contó cómo había hecho conocimiento fortuitamente con la célebre
frondeuse,
la solterona del reino que ahora, muerto su padre, Gastón de Orleáns, era la más rica heredera de Francia.
—Sus hermanitas no son más que medio hermanas, las señoritas de Valois y de Alenzón, que deben llevar la cola de la reina en su boda.
—Binet las ha peinado también.
El barbero llegó sofocado y empezó a enjabonar el mentón de su dueño. Angélica se iba en camisa, pero nadie reparaba en ello. Se trataba de acudir lo más rápidamente posible al llamamiento del rey, que pedía que todos los nobles de su Corte fuesen a saludarle aquella misma mañana. Después, absorto en las preocupaciones del encuentro con los españoles, no habría tiempo de hacer las presentaciones entre franceses. Margarita, con la boca llena de alfileres, vistió a Angélica una falda de pesado tisú de oro y después otra de encaje de oro fina como una tela de araña y cuyo dibujo estaba acentuado con piedras preciosas.
—¿Y decís que el joven afeminado es el hermano del rey? —interrogó Angélica—. Se comportaba de modo extraño con el conde de Guiche. Hubiérase dicho que estaba enamorado de él. ¡Oh, Joffrey! ¿Creéis que verdaderamente…?
—A eso se le llama amar a la italiana —dijo el conde riendo—. Nuestros vecinos del otro lado de los Alpes son tan refinados que no se contentan con los sencillos placeres de la naturaleza. Les debemos, es cierto, el renacimiento de las letras y de las artes, más un ministro bribón cuya maña no siempre ha sido inútil a Francia, pero les debemos también la introducción de esas costumbres extrañas. Lástima que las aproveche el hermano único del rey.
Angélica frunfió el ceño.
—El príncipe dijo que tenéis la mano acariciadora. Me gustaría saber cómo se ha dado cuenta de ello.
—¡Pardiez! Al
Monsieur
pequeño le agrada tanto rozarse con los hombres que tal vez en alguna ocasión me habrá rogado que le ayude a ponerse la gorguera o los puños. No pierde ocasión de hacerse mimar.
—Habló de vos en términos que casi despertaron mis celos.
—¡Oh, chiquilla! Si empezáis a alteraros, pronto os ahogarán las intrigas. La Corte es una especie de inmensa araña viscosa. Os perderéis en ella, si no miráis las cosas desde muy alto.
Francisco Binet, que era charlatán como todos los de su profesión, tomó la palabra:
—He oído decir que el cardenal Mazarino ha alentado las aficiones del pequeño
Monsieur
para que no hiciese sombra a su hermano. Mandaba que le vistiesen de niña y hacía disfrazar del mismo modo a sus amiguitos. Como hermano del rey, siempre se teme que empiece a armar complots como el difunto duque de Orleáns, que era insoportable.
—Muy duramente juzgáis a los príncipes, barbero —dijo Joffrey de Peyrac.
—El único bien que poseo es mi lengua, señor conde. Mi lengua y el derecho de hacerla funcionar.
—¡Embustero! Te he hecho más rico que el peluquero del rey.
—Es verdad, señor conde. Pero no me doy tono de ello. No es prudente despertar envidias.
Joffrey de Peyrac hundió el rostro en una jofaina de agua de rosas para quitarse el escozor de la navaja. Su cara llena de cicatrices hacía que la operación fuese larga y delicada, y era menester la suave mano de Binet. Tiró el peinador y empezó a vestirse, auxiliado por su ayuda de cámara y por Alfonso.
Angélica, entretanto, se había puesto un jubón de tisú de oro y permanecía inmóvil, mientras Margarita le sujetaba el peto, verdadera obra de arte de filigrana de oro entremezclada con seda. Un encaje de oro ponía una espuma delicada en torno a sus hombros desnudos, comunicando a su carne palidez luminosa, como de porcelana translúcida. Con el fulgor rosado y atenuado de sus mejillas, sus cejas y pestañas sombreadas, los cabellos ondulados que tenían el mismo reflejo que el vestido, la sorprendente limpidez de sus ojos verdes, se vió en el espejo como un ídolo extraño hecho de materias preciosas: oro, mármol, esmeraldas… Margarita lanzó un grito y se precipitó hacia Florimond, que se llevaba a la boca un diamante…
—Joffrey, querido, ¿qué aderezo debo ponerme? Las perlas me parecen demasiado modestas; los diamantes demasiado duros.
—Esmeraldas —dijo—. En armonía con vuestros ojos. Todo ese oro es insolente, de un brillo demasiado pesado. Vuestros ojos lo suavizan, le dan vida. Hacen falta los pendientes en las orejas y el carcaj de oro y de esmeraldas. En los anillos podéis mezclar algunos diamantes.
Inclinada sobre los estuches, Angélica se absorbió en la elección de las joyas. Aún no estaba hastiada, y tal profusión la encantaba siempre. Cuando se volvió, el conde de Peyrac se ceñía la espada. El tahalí estaba cuajado de diamantes. Lo miró largamente, y un estremecimiento insólito recorrió su cuerpo.